Ver Reportajes image

El síndrome de Ulises

Ese es el nombre que recibe el cuadro de estrés crónico y múltiple que acompaña cada día a millones de migrantes en el mundo. Lejos de casa y de sus familias, sin dinero ni refugio, en medio de un entorno hostil, la salud mental de los caminantes venezolanos que llegan a Colombia corre el riesgo de empeorar. ¿Qué atención reciben en el país? ¿Existen estadísticas y estudios claros sobre su condición psicológica? Las historias de esta crónica demuestran que hay más preguntas que respuestas.

Por: Samuel Bregolin


“Lo que tengo que contar probablemente no les gustará a muchos, pero me echaron de mi país. Los criminales me robaron todo: mi cuenta bancaria, mi casa, el dinero que me envía mi hijo desde Santiago de Chile. Me dejaron sin nada. Me obligaron a marcharme”.

Emerilda Torres tiene 67 años y ha viajado sola durante varias semanas. Atravesó Colombia, entró a tierras ecuatorianas y ahora se encuentra en la ciudad de Huaquillas, justo en la frontera entre Ecuador y Perú. Su destino final es la capital chilena, donde espera reencontrarse con su hijo Danilo, con quien ha perdido el contacto. Él no sabe que su madre se ha ido del país y que viaja a pie por Sudamérica.

Su cabello es gris fibroso, viste un viejo suéter de color gris, demasiado grande para ella; las mangas le cubren las manos. Luce cansada. Está muy flaca, casi cadavérica, y en su rostro se adivinan todas las dificultades que ha vivido en el camino. Aunque responde con lucidez y prontitud a las preguntas que le hago, tiene recuerdos confusos. La reconstrucción de su viaje por Colombia es una repetición de hechos trágicos. Le robaron varias veces a lo largo del recorrido.

“Tuve que caminar kilómetros y kilómetros por carreteras desconocidas. Caminé de noche. Caminé con frío. Caminé bajo la lluvia”.

En sus palabras, en sus gestos desconfiados y en su cara, se aprecian las señas de lo que podría ser un delirio de persecución, patología que, sumada a la ansiedad y a la depresión, son algunos de los desórdenes mentales más frecuentes entre los migrantes. La permanente sensación de inseguridad, la falta de dinero, el tener que dormir en cualquier parte, el entorno desconocido, la soledad, la ausencia de un familiar en quien confiar, propician esta creencia delirante en los viajeros que abandonan su país de manera forzada.

“Me estoy muriendo y me gustaría morir a mi manera, sufro de dolores muy fuertes y tengo serios problemas de columna. El otro día me caí, mi muñeca se hinchó mucho y ahora tengo este hematoma”, dice Emerilda. Para ella, como para la mayoría de caminantes venezolanos, Bogotá fue tan solo una ciudad de paso, un territorio inmenso, desconocido y poco amigable. “Prácticamente me bajé de un bus para subirme a otro, cuando llegué no encontré ayuda alguna”.

El día de esta entrevista ella no había recibido ningún tipo de atención psicológica o terapéutica en ninguna parada de su recorrido. No soy un psiquiatra, solo un reportero italiano, otro migrante más en Colombia. No estudié las tesis freudianas y desconozco las afecciones descritas en el DSM-5, el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, pero sí intuyo que el delirio de la madre de Danilo crecerá durante su viaje si no cuenta con la ayuda debida en los países de acogida. Así comienza a deteriorarse la salud mental de un inmigrante vulnerable.

A pesar del abatimiento, ella quiere seguir la ruta. Tomará un nuevo bus, caminará, dormirá en algún albergue o al lado del camino. Resulta extraño. Los dos somos extranjeros en una población desconocida. Los dos somos migrantes. Yo tomé un vuelo desde Europa, llegué a un aeropuerto, entré al país con una visa de trabajo impresa en mi pasaporte, hoy tengo EPS y acceso integral a los servicios de salud. Nadie me ha robado. Nunca me han tratado mal por ser italiano. La migración es muy desigual. Es cruel. Hay viajeros de segunda (que escapan, que empiezan de nuevo, que no tienen dinero) y viajeros de clase ejecutiva. ¿Quién definió las categorías?

Todos tenemos el mismo boleto. Todos somos migrantes.

El miedo y la confusión de Emerilda los percibo en otras decenas de caminantes venezolanos que he podido entrevistar. Muchos de ellos atraviesan la frontera a pie, llegan a Cúcuta, y desde ahí comienzan su viaje por el interior de Colombia. A la mayoría les cuesta recordar los nombres de los pueblos y lugares donde durmieron, solo tienen nociones vagas de las ciudades a las que se dirigen: Bogotá, Medellín, Cali, Ibagué, Tunja. Para ellos no son más que espacios aleatorios, territorios de los que no saben nada.

Imagen

Me siento asfixiada: Nohely

Héctor pide ayuda en un semáforo de una congestionada avenida en la capital del país; su esposa está sentada en una esquina, con un niño pequeño en brazos. Él recuerda que en Venezuela tenían una casa, una cama y vivían cómodamente. “Llevamos varios meses en la carretera. Nos fuimos al Perú, pero regresamos a Colombia. Para nosotros los inmigrantes no hay trabajo en ningún lado, estamos obligados a pedir dinero en la calle. Y seguimos así, esperando que cambie nuestra suerte”. Héctor y su familia lucen cansados, confundidos, desorientados, y ya están acostumbrados a que los automovilistas de la capital los insulten.

Nohely tuvo que atravesar toda Colombia a pie. Salvo unos pocos trayectos en bus, que pudo realizar con la ayuda de algunos organismos internacionales que trabajan con Migración Colombia y diversas organizaciones religiosas, el resto de su recorrido lo hizo caminando junto con sus dos hijos mayores y su hija pequeña, que lleva en brazos. Los cuatro han tenido que dormir en la calle. Hoy, después de pasar por Bogotá y viajar sin descanso por territorio colombiano, la encuentro en Huaquillas.

“Me siento asfixiada. No es fácil vivir en un país prestado, un país que no es el tuyo y pedir permiso para cualquier cosa. Estuvimos sin comer durante tres días porque no teníamos recursos para nada”. Cuenta que en su viaje se cruzó con todo tipo de colombianos: los que la ayudaron, los que la trataron mal, los que la humillaron por ser migrante. Sus hijos dejaron el colegio hace dos años y no han podido regresar a las aulas. El mayor vende encendedores en la calle para ganar algo de dinero, que siempre resulta insuficiente al final de la jornada.

Las historias de Emerilda, Héctor y Nohely son tan solo una muestra de la realidad que apremia a buena parte de los 1.742.927 migrantes de Venezuela que viven en nuestro país (983.343 son irregulares), de acuerdo con las cifras proporcionadas por la R4V. Según esta plataforma creada por la ACNUR (la agencia de la ONU para los refugiados) y la OIM (Organización Internacional para las Migraciones), la capital colombiana alberga 340.711 de ellos. Y hay 26.448 más en Soacha que, más que un municipio vecino, es como otra gran localidad del distrito.

La ley de la calle

A principios de mayo de 2020, cuando Colombia apenas se acostumbraba a los rigores de la pandemia causada por la COVID–19, las calles de Bogotá estaban casi desiertas. Un pesado silencio se había apoderado de la ciudad. Los rostros de los pocos transeúntes refugiados detrás de las mascarillas veían con extrañeza las puertas cerradas de las tiendas, los restaurantes, los bares y los locales comerciales. Sin embargo, en la localidad de Santa Fe, en el centro capitalino, el movimiento aumentaba. En las aceras comenzaban a formarse pequeños y ruidosos grupos que no superaban la docena de personas, la mayoría de ellas de nacionalidad venezolana. Eran familias de migrantes expulsados de los “pagadiarios”, alojamientos precarios que se comparten con otros desconocidos, donde se debe pagar la estadía cada noche; se suele cobrar entre 3.000 y 20.000 pesos por huésped. Quien no tenga el dinero para cancelar la cuota diaria, de inmediato se quedará sin refugio.

En la mañana un grupo de periodistas llegamos a la calle 32, donde nos encontramos con un puñado de inmigrantes que protestaban porque han sido expulsados de sus hospedajes. Muchos temen por la salud y la seguridad de sus seres queridos. En cuanto nos ven se arremolinan en semicírculo frente a nuestras cámaras y micrófonos. Todos quieren compartir sus historias con nosotros.

Inés, una señora de 58 años, es la primera en hablar. Lleva unas gafas moradas sobre su larga cabellera gris. La rodea un grupo de mujeres que están irritadas y hartas de esta situación. “Tengo cáncer, la alcaldía lo sabe muy bien. La Secretaría de Gobierno nos dijo que no hay recursos para migrantes como nosotros, pero los venezolanos también necesitamos ayuda en este momento”.

José, un joven padre de familia que viste una chaqueta negra y lleva una gorra roja en la cabeza, está a punto de llorar. Se ve extenuado. Su voz suena como un estallido de rabia, “no pedimos nada para nosotros, pero sí para nuestros niños. Nosotros podemos vivir en la calle, lo resistiremos, ellos no. Soy padre de dos hijos y llevamos dos noches durmiendo en el césped de una plaza del barrio. ¿Cómo podremos protegernos del virus? No tenemos trabajo, ni dinero, ni mascarilla o gel antibacteriano. ¡Ustedes también son padres, deberían entendernos!”.

Mientras tanto, no muy lejos, los policías comienzan a imponer comparendos. Todos aquellos que salen de casa sin el permiso requerido serán multados con un millón de pesos. Uno de los vecinos del barrio muestra a las cámaras la multa que acaba de recibir y resopla irónicamente: “¡Un millón de pesos! ¿De dónde los voy a sacar? Ni siquiera sé qué podré darles de comer a mis hijos hoy”.

En medio de la confusión, de los gritos y las quejas, la situación se descontrola. Carlos Álvarez, un líder social de esta pequeña comunidad, intenta restablecer el orden y resume lo sucedido: “Desde el inicio de la pandemia nos han tratado de forma irracional. Los responsables de los pagadiarios han decidido desalojar a todo aquel que no cancele la cuota diaria. ¿Cómo vamos a pagar? Nuestros ingresos dependen de las ventas callejeras y hoy, con todos los negocios cerrados y la gente confinada en sus casas, no podemos trabajar”.

Aunque la Secretaría de Gobierno de Bogotá, mediante el artículo 6 del Decreto 93 de 2020, les había ordenado a los dueños de los hostales pagadiarios, o a cualquier “prestador de servicios de vivienda que corresponden a menos de treinta días”, que no podían desalojar a los inquilinos que estuvieran en condición de vulnerabilidad durante el aislamiento preventivo obligatorio, su mandato sirvió de poco. En estas calles rigen otras leyes. Fueron muchos los migrantes obligados a abandonar sus hospedajes durante este periodo de incertidumbre. Los vimos con nuestros ojos, los grabamos con nuestras cámaras, y los recordamos al llegar a la tranquilidad de nuestras casas. Nosotros tenemos techo, luz, comida, agua caliente. Para ellos protegerse del virus, de la lluvia, de los peligros de la calle, resultaba imposible.

La otra “odisea”

Esto sucedía en Santa Fe, donde vive tan solo el 1,15 por ciento de los migrantes venezolanos radicados en Bogotá. La situación podía ser más angustiante en las cinco localidades que reúnen el grueso de esta población, que son, en su orden, Kennedy (14,61 por ciento), Suba (14,33), Bosa (10,6), Engativá (10,32) y Fontibón (7,45); así lo detalla un informe de la Personería de Bogotá. Las cifras de la entidad indican que los inmigrantes del vecino país residen, principalmente, en zonas de estratos socioeconómicos 1, 2 y 3; y que sus oportunidades laborales son precarias: más del 13 por ciento de ellos son desempleados, y el 36 por ciento trabaja en la informalidad.

images

13%

desempleados
images
images

36%

trabajadores informales

Su ingreso al sistema de salud no es fácil. Un estudio realizado por Profamilia y la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), advierte que solo el 21,95 por ciento de los migrantes venezolanos regulares están afiliados a seguridad social y salud en Colombia. Es un cálculo muy similar al que me brinda Federico Duarte, oficial de salud pública de ACNUR en Bogotá, quien estima que

solo un 20 por ciento puede acceder de manera integral a esos servicios.

Son muchos los obstáculos que enfrentan los caminantes del país vecino. Emprenden un éxodo obligado, dejan sus comodidades, le dicen adiós al mundo conocido. En su ruta son víctimas de hurtos y atracos –el 40 por ciento de los migrantes de Venezuela han sufrido robos, según la Personería– y no les brindan ayuda psicosocial (le pasó a Emerilda). Cada día afrontan una dura batalla por sobrevivir. No tienen trabajo, no pueden alimentar a sus hijos y sienten la asfixia de habitar en un entorno hostil (lo dijo Nohely). Se sienten indefensos, alterados y sin un techo que los proteja (lo gritó Héctor ante las cámaras). Colombia pronto deja de ser su sueño de libertad y se convierte en una cárcel de puertas abiertas.

Lo preocupante es que todas esas carencias y condiciones de vulnerabilidad los hace más propensos a sufrir afecciones, desórdenes y trastornos mentales como depresión, ansiedad, cuadros agudos de estrés, insomnio, fatiga crónica, cefaleas recurrentes, angustia o estados permanentes de irritabilidad, entre otros. Si estos no son detectados y atendidos a tiempo podrían, a largo plazo, terminar en un intento de suicidio o en un desenlace fatal. No solo sucede en Colombia. No es un problema único de Bogotá. Pasa en todo el mundo. Las patologías y síntomas descritos suelen acompañar a millones de ciudadanos condenados a dejar su lugar de origen.

Imagen

Todos ellos, en Kennedy o en Santa Fe; en las fronteras italianas, alemanas o turcas; en Ceuta y Melilla, podrían estar padeciendo el síndrome del inmigrante con estrés crónico y múltiple, más conocido como el síndrome de Ulises. Provocado por esos “duelos” y adversidades que soportan cada día lejos de casa, en un entorno extraño y generalmente hostil. El término fue acuñado por el profesor de la Universidad de Barcelona y especialista en psiquiatría, Joseba Achotegui (o Atxotegui), quien lo describió por primera vez en su breve libro La depresión en los inmigrantes: una perspectiva transcultural (2002).

“Ulises era un semidios que, sin embargo, a duras penas sobrevivió a las terribles adversidades y peligros a los que se vio sometido, pero las gentes que llegan hoy a nuestras fronteras tan solo son personas de carne y hueso que viven episodios tan o más dramáticos como los descritos en la Odisea: soledad, miedo, desesperanza, etc. Las migraciones del nuevo milenio (…) nos recuerdan cada vez más los viejos textos de Homero”, explica Achotegui en un texto académico sobre el duelo migratorio extremo.

image

¿Salud mental?

Sí, la migración es lo más cercano al viaje mitológico del héroe griego. Es el abandono del hogar, de las propias costumbres y, en definitiva, de todo lo que conocemos. Un día dejamos todo atrás, tomamos una carretera o volamos hacia otro destino a la búsqueda de algo nuevo e inesperado. Lo sé muy bien. Yo, un migrante italiano, escribo hoy sobre los migrantes venezolanos, en medio de la pandemia en Colombia. Cubrir la ruta migratoria me ha llevado desde Cúcuta hasta Ecuador. Al final, la historia de todos es una historia de migración.

Pero es bien distinta la vida del migrante con trabajo, techo y algunos recursos, a la de aquellos que ni siquiera pueden darse de alta en el sistema de salud colombiano por miedo a ser deportados o insultados. Si la inmensa mayoría de los inmigrantes venezolanos en condición de vulnerabilidad no cuentan con una ayuda psicosocial, desde el primer auxilio de emergencia, en la fase de mayor dificultad; si después no les dan apoyo psicológico y logístico para completar su ruta migratoria, será difícil que luego puedan ser parte del modelo de inclusión económica y social del país.

image

Atender la salud mental de los migrantes, en plena época de pandemia, desborda las capacidades del sistema colombiano que, en líneas generales, tampoco ha sido muy eficiente en el manejo de los trastornos de sus propios ciudadanos. La guerra que vivió el país dificulta la labor. En Colombia, de acuerdo con las cifras de ACNUR en 2019, hay más de siete millones de desplazados internos, víctimas del conflicto armado, que enfrentan problemas similares a los vividos por los inmigrantes de Venezuela.

No abundan los estudios sobre esta materia en el país, pero desde principios de los noventa se han realizado cuatro encuestas, en 1993, 1997, 2003 y 2015, que valoran el estado mental de la población local. En la más reciente, se evidencia el crecimiento de los casos de ansiedad y depresión, entre otros trastornos, en los niños y los adolescentes. Pero el fenómeno de la migración masiva no estaba en el panorama. Para Colombia, la efectividad futura de todas las políticas de salud mental para los migrantes estará determinada por el contenido del nuevo plan decenal de salud pública 2022–2031 que el Ministerio de Salud daría a conocer a finales de 2021.

Para acceder al Sistema General de Seguridad Social en Salud (SGSSS) un migrante venezolano debe estar inscrito en una Empresa Promotora de Prestación de Servicios (EPS) y tener algún documento que lo avale como un residente legal en el país. Le valdrían la cédula de extranjería, el Permiso Especial de Permanencia (PEP), un salvoconducto –en caso de ser refugiado–, o el nuevo Permiso por Protección Temporal (PPT), que comenzará a expedirse en algunos meses, y con el que se busca que más inmigrantes sean parte del sistema. Hoy, de acuerdo con el informe de finales de agosto de 2021 del Ministerio de Salud y Protección Social, 383.488 inmigrantes que cuentan con PEP, están inscritos en el SGSSS.

Como me lo explica Nubia Bautista, psiquiatra y subdirectora de enfermedades no transmisibles de dicha entidad,

“La llave para abrirle la puerta de la salud a más migrantes venezolanos pasa por agilizar los procesos de afiliación al sistema;

eso es lo que busca el ministerio. Como la mayoría de ellos se encuentra en situación irregular, solo podrán acceder a una atención de urgencias”, y destaca el papel que ha jugado la cooperación internacional para suplir “las necesidades que nuestro sistema no puede atender”. La funcionaria afirma que cerca de la mitad de los inmigrantes de Venezuela radicados en Bogotá forman parte del sistema de salud, y que entre 2017 y 2021 se les brindaron 2.200.000 atenciones. Según los datos de la Secretaría de Salud de la capital, que recibí poco antes del cierre de este artículo, son 102.727, los venezolanos con PEP inscritos al sistema en Bogotá. Sin embargo, ni los entes nacionales, ni los locales, tienen mucha claridad sobre cuántos casos que involucraban trastornos mentales han atendido.

Imagen

En 2019, según las cifras del estudio presentado por Profamilia y USAID, 550 migrantes venezolanos utilizaron los servicios nacionales de salud por síntomas de depresión (108 por ciento más que en 2018); 325 de esos casos se registraron en Bogotá.

images

550

Migrantes venezolanos atendidos por depresión
images
images

325

de ellos en Bogotá

Por cuadros de ansiedad fueron atendidos 857 inmigrantes (un aumento de 224 por ciento con respecto a 2018); 200 de esos episodios fueron tratados en la capital del país. Y hubo 43 intentos de suicidio entre los miembros de esta población, ninguno de ellos fue reportado en el distrito. Las estadísticas se obtuvieron al cruzar los datos aportados por el Sistema de Información de la Protección Social y Minsalud.

Imagen

Conocer la salud mental de los migrantes se convierte en una labor muy compleja si estos no pueden formar parte, fácilmente, de un sistema que se ocupe de su salud en general. Así me lo cuenta María, en el barrio Santa Fe. Ella vino a la capital para reunirse con su esposo, quien llegó aquí hace unos dos años. No tiene trabajo y comparte una habitación alquilada con su pareja. “Ha sido imposible inscribirme en una EPS. He ido a distintas oficinas, pero cada vez falta un documento o hay algún problema con el registro. Al final nunca logro darme de alta, aunque sea mi derecho. Lo he intentado muchas veces, siempre me rechazan. Yo creo que no quieren que los venezolanos nos inscribamos porque temen que no podamos pagar”. María asegura que acudió a las principales EPS con sede en la capital, en algunas fue rechazada en la entrada. No le permitieron entrar y llegar a la ventanilla de registro.

La noche y el coyote

Bogotá es la principal ciudad de acogida de los migrantes venezolanos, cerca del 20 por ciento vive aquí, y es una conexión clave en su tránsito hacia otros destinos. La alcaldía ha creado varios puntos de ayuda básica para atender sus necesidades y dudas. Entre ellos se destacan el Centro Integral de Atención al Migrante (CIAM), en la localidad de Teusaquillo; el SuperCADE Social, en la terminal de transporte El Salitre; o el centro Abrazar, que funciona como una gran guardería para los niños y niñas inmigrantes. En estos centros, en colaboración con otras instituciones como ACNUR, OIM, Acción contra el Hambre y la Cruz Roja Colombiana, los viajeros del país vecino reciben primeros auxilios, agua, comida, ropa, guía sobre el sistema de transporte masivo e indicaciones para llegar al alojamiento más cercano.

Es un día de finales de junio de 2021. Recorro la terminal de El Salitre. Pareciera que lo peor del tercer pico de la pandemia ha quedado atrás. El flujo vehicular es incesante. Los autobuses llegan y parten. Las tiendas están abiertas. En el exterior puedo ver el acceso al SuperCADE Social. Cerca de la puerta hay una larga fila de caminantes en busca de ayuda. Todo transcurre en calma. Pero, bajo los pliegues de esa normalidad, en las cercanías de la estación se esconden oscuras realidades. “Algunos migrantes son víctimas de la trata de personas”, me advierte Gloria Forero, voluntaria de las Damas Grises, asociación que apoya el trabajo de la Cruz Roja Colombiana en este centro. La labor de este voluntariado es brindarles la asistencia primaria a los migrantes que se encuentran de paso por la terminal. Los ayudan con las fotocopias autenticadas de los documentos, se convierten en una línea de restablecimiento de contacto familiar y permiten que los viajeros hagan una llamada telefónica a sus seres queridos que se han quedado en Venezuela o también han tenido que marcharse del país.

Los migrantes van y vienen durante toda la mañana. Una asociación religiosa les paga el 50 por ciento de los tiquetes del bus. Muchos de ellos no tienen un solo peso y salen a la calle a pedir limosna para conseguir el 50 por ciento restante. De esa manera podrán continuar su propia odisea. Un grupo de jóvenes, con aire sonriente y un aspecto no tan descuidado, miran la pantalla de un teléfono móvil. Revisan la ruta para llegar a Santiago de Chile. Discuten sobre cuáles pueden ser las mejores trochas para entrar a tierras chilenas. “Hay dos coyotes que te ayudan a cruzar el desierto, el primero te lleva de Bolivia hasta la frontera, el otro te recoge allí y te trae hasta al primer pueblo de Chile”, les explica un chico a sus amigos viajeros. Pienso de inmediato en las recientes noticias publicadas por la prensa de ese país, en ellas se hablaba de migrantes que fueron hallados sin vida en ese mismo pasaje fronterizo que planean cruzar. Tal vez ni Ulises se hubiera atrevido a tanto.

Por la estación también pasan adultos mayores, que usualmente viajan con nietos, hijos y parientes. Casi nunca están solos. También se ven muchas familias con niños, y algunas que tienen hasta cuatro y cinco pequeños”, dice Gloria. La mayoría percibe a Bogotá como una ciudad poco amistosa, hostil. De hecho, muchos de ellos habrían preferido no detenerse en la capital y continuar con su ruta hacia ninguna parte. Quienes se arriesgan a quedarse suelen tener familiares instalados en el distrito.

Los jóvenes enfrentan un panorama diferente y más riesgoso. “Como le dije, hay un fenómeno de trata de personas que, aunque no es muy visible, representa un peligro, especialmente para las chicas –explica Gloria–. Algunas caminan, durante días, como perdidas por los corredores de la terminal. Nosotros nos acercamos para ayudarlas, les prestamos el teléfono, tratamos de advertirles que este lugar, de noche, no es seguro”.

Muchas jóvenes migrantes llegan hasta aquí con la promesa de que tendrán el trabajo que no encuentran en Venezuela. Algunas de ellas serán recibidas por un conocido o un pariente, tendrán un techo, un abrazo, algo de comida y probablemente una oportunidad laboral –seguramente en la informalidad–. Otras, muchas, no tendrán un comité de bienvenida. Se bajarán del bus, sin dinero, en una capital fría y brusca, y se quedarán deambulando por la terminal. No podrán dormir aquí, las sacarán al llegar la hora de cierre, y tampoco tendrán la vigilancia de los voluntarios de las diferentes organizaciones, quienes también deben abandonar el lugar. “Es muy difícil establecer qué sucede con ellas durante la noche”, puntualiza Gloria. De acuerdo con el Comité Distrital para la Lucha Contra la Trata de Personas, en los últimos años se han identificado 103 casos que dan cuenta de este delito, en 10 de ellos las víctimas han sido ciudadanos venezolanos.

Un minibús de la Organización Internacional para las Migraciones se detiene frente al centro de primeros auxilios de la Cruz Roja Colombiana, en el barrio Modelia, en el occidente de Bogotá, localidad de Fontibón. En el vehículo viaja un grupo de inmigrantes que fueron recogidos en el peaje de la autopista. Entre ellos puedo observar a un padre y una madre que viajan con sus tres hijos. Se ven cansados, desnutridos, recogen sus pertenencias en mochilas y en viejos bolsos gastados. Aquí recibirán una primera y reconfortante ayuda psicosocial. Podrán ducharse, lavar su ropa, sentirse seguros y, a través de algunos talleres, podrán conocerse con otros migrantes, permitir que sus niños jueguen con otros chicos de su edad, y tener un espacio de paz, en medio del estrés de su errancia.

Como lo explica Fabián Cárdenas Vegas, coordinador de planeación y migraciones de la Cruz Roja Colombiana, este protocolo es la primera respuesta de emergencia que se les brinda a los migrantes, es “una especie de estabilización para las personas que están llegando a nuestro territorio”. La institución ofrece alojamientos temporales, tiene una unidad móvil de respuesta que cuenta con un médico, un abogado, un trabajador social, un psicólogo –¡un psicólogo! Buena noticia– y, por supuesto, opera en el SuperCADE de la terminal. “Todos esos espacios y actores contribuyen de manera transversal al restablecimiento del contacto entre los viajeros y sus familiares, en un trabajo fundamental que forma parte de nuestra estrategia psicosocial”, añade Cárdenas. La entidad se centra, principalmente, en la población que tiene vocación de permanencia y espera echar raíces en la ciudad, y la respalda con programas de formación y apoyo al emprendimiento.

Ser héroes, ser “nadie”

Mónica tiene 29 años, llegó a Colombia en 2014. La entrevisto en el centro de acogida de Modelia. Ella cuenta su historia mientras mira la lente de mi cámara. Trabajó como estilista en Cartagena. “Al principio todo iba muy bien, con lo que ganaba podía pagar un alquiler para mí y para mi hija; y hasta podía enviarle dinero a mi madre en Caracas. Poco a poco, cuando llegó la pandemia, fui perdiendo todo. La plata no alcanzaba para el arriendo. Mi hermana, que vive en Santiago de Chile, me dijo que me fuera a vivir con ella, pero no cuento con los recursos económicos para pagar el viaje. Hace algunos meses tuve que dejar la casa donde vivía y llegué a Bogotá con mi hija. Gracias a Dios en la terminal encontré la oficina de la alcaldía, donde me ayudaron”.

De repente su voz se quiebra y comienza a llorar. Recordar su situación le provoca una crisis emocional. Detengo la grabación. Nos tomamos un descanso para que pueda desahogarse. Para no causarle una mayor preocupación evito preguntarle por Chile. Hablamos, mejor, del lugar donde nació, de si extraña su país, sus costumbres, su vida anterior. “Cuando salí de Venezuela mi hija tenía tan solo un año. Siento una gran nostalgia, miedo, frío; en Caracas tenía una casa, una cama, mi comida caliente, a mi mamá. A ella suelo darle una voz positiva y decirle que todo está bien. Volver a vivir en arriendo fue difícil, pero lentamente me fui adaptando a las costumbres colombianas y sé que, en un futuro, con mucho esfuerzo y sacrificio vamos a salir adelante. Tengo familiares dispersos por todo el mundo, en Argentina, España, Chile y Uruguay. Sería la mujer más feliz del mundo si alguna vez volvemos a estar juntos en Venezuela, aunque no creo que eso suceda pronto. No es que haya perdido la fe, pero tendrán que pasar muchos años para reunirnos de nuevo, y tendrá que cambiar mi país, y el gobierno, y la mentalidad de muchos venezolanos”.

En su texto explicativo sobre el síndrome de Ulises, el profesor Joseba Achotegui decía: “Malos tiempos aquellos en los que la gente corriente ha de comportarse como héroes para sobrevivir”. Los inmigrantes, algunos llamados regulares y otros irregulares, algunos de segunda y otros de clase ejecutiva, todos los que han hecho parte de este relato, se ven obligados a camuflarse entre la masa de habitantes del país de acogida. Buscan la invisibilidad. Y, como lo afirma el autor catalán, “Si para sobrevivir se ha de ser nadie, se ha de ser permanentemente invisible, no habrá identidad, ni autoestima, ni integración social y así tampoco puede haber salud mental”.

He entrevistado a decenas de los 1.742.927 migrantes venezolanos que han encontrado refugio en Colombia. Al momento de enviarle este texto a mi editor (y cuando usted lo lea) deben ser muchos más. He notado en ellos muchas de las sintomatologías mencionadas por Achotegui al describir el síndrome del inmigrante con estrés crónico y múltiple. La gran mayoría vive en condiciones difíciles de soportar, en hacinamiento, lejos de sus familias, sin recursos o, simplemente, vagan por las calles.

Imagen

A mayores condiciones de “precariedad”, como lo recuerdan los esposos e investigadores Alejandra C. Sapene y Pedro E. Rodríguez, en su texto Desafíos y oportunidades de salud mental en la atención de migrantes forzados y refugiados venezolanos en Colombia “mayores serán los potenciales riesgos, no solo para la salud mental en general, sino incluso para la mera sobrevivencia de las personas o grupos en el tránsito de movilidad”.

Es cierto que la oleada migratoria venezolana, que puede llegar a superar los números del éxodo sirio, tomó por sorpresa a toda la institucionalidad colombiana, incluyendo a su sistema de salud. Ninguna nación habría podido reaccionar de manera satisfactoria ante un fenómeno de tal magnitud. Pero es tiempo de acelerar los procesos y de tomar medidas urgentes para mejorar la atención psicológica de los caminantes, para incorporarlos al SGSSS, comenzar un registro atento y unificado de sus afecciones mentales –las cifras actuales son casi inexistentes– y no condenarlos a vivir como seres invisibles, como “nadie”, en un país al que llegaron, tan solo, por ser la opción geográfica más cercana.

Imagen