MEMORIAS

DE LA CORDILLERA

|  Por Ginna Morelo y Edilma Prada

La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda,

y cómo la recuerda para contarla.

 

Gabriel García Márquez

 

 

La brisa fría corre por los filos de las montañas de la cordillera Central de Colombia, corta la piel de quienes no están acostumbrados a andar a lomo de mula por caminos estrechos y accidentados y lleva hasta los visitantes el rumor de la guerra. Hombres, mujeres y niños, campesinos e indígenas, son testigos de décadas de sangre y de intentos de reconciliación. Cuando quisieron hablar, los disparos ahogaron sus voces. Entonces callaron para levantarse y desearon ser pueblos invisibles y no en disputa. Ahora quieren romper silencios, pero tienen dudas del desenlace de los acuerdos que invocan la paz.

 

La historia de las FARC es un relato de memorias superpuestas. El profesor y doctor en filología William Fernando Torres ha estudiado el fenómeno de la violencia desde la Universidad Surcolombiana, en Neiva, Huila.

Para este académico, la memoria con relación a las FARC no es una sola, sino que resulta plural, desproporcionada hacia lo bueno y lo malo, enriquecida desde lo histórico, porque comprende los relatos de las violencias de Colombia, y vívida desde las víctimas, porque son los testigos de por lo menos 50 años de acontecimientos y tales hechos serán como ellas los recuerden.

Torres explica que lo primero que viene a la mente cuando se piensa en las FARC es la memoria épica de la guerrilla, la que cuenta el asesinato del famoso Charro Negro y el avance de hombres y mujeres por la búsqueda de un espacio propio. Este habría de ser el embrión del movimiento guerrillero.

“Esa memoria prevalece entre el campesinado viejo, de eso que entonces no tenía un nombre. Los más viejos relatan las marchas, que fueron un ejercicio de una brillante estrategia militar. Antes de 1964 avanzaban familias enteras por el sur del Tolima. Adelante iban los que sembraban la tierra y atrás llegaban los combatientes con sus mujeres, a organizarse comunalmente”, explica William Torres.

“Esa memoria fue puesta en libros, como el de Eusebio Prada, baquiano de las guerrillas. Dicho relato está en un texto de Eduardo Pizarro, del año 91. En él  cuenta que esos campesinos iban cantando canciones de la segunda república española y leían La marcha de los coroneles, novela de Jorge Amado”, menciona el profesor Torres.

El movimiento comenzaba a exponer su pensamiento y a luchar por la tierra. Aparecieron entonces las memorias de una violencia recordada como amenaza por las élites del país. En 1960 el senador Álvaro Gómez denunciaba ante el Congreso de la República, la existencia de "repúblicas independientes" en Colombia: El Pato, Sumapaz, Riochiquito, la región del Ariari  y la intendencia del Vichada. Justo sobre ello el sacerdote Darío Martínez Amariles, que reside en Planadas, hace memoria sobre la rudeza del movimiento guerrillero.

A juicio del profesor Torres, quien más ha relatado estos momentos es el sociólogo Alfredo Molano, que ha reconstruido esa historia en cinco libros. “Él no justifica a las FARC, sino que las explica”, dice. Para entender lo ocurrido es relevante la Operación Soberanía, del Ejército colombiano, más conocida como la toma a Marquetalia.

En la década de los ochenta, las FARC comenzaron a recoger dinero a partir de los secuestros y las extorsiones, para terminar involucradas en los negocios del narcotráfico. Empezaban los años más violentos del accionar guerrillero. El miedo se sintió en muchos territorios de Colombia, por lo que una serie de acontecimientos propiciaron los diálogos del Caguán en 1999.

Ese proceso de negociación no derivó en la anhelada paz, pero fue el oxígeno —en una zona de concentración de dominio guerrillero— para que las FARC se fortalecieran. Y el momento propicio para que el presidente Andrés Pastrana embarcara al país en el Plan Colombia.

Sin embargo, cuando se levantaron los diálogos de paz del Caguán porque no condujeron a nada, se evidenció el poder de una guerrilla que llegó a secuestrar a una generación política en Colombia.

Los ríos de sangre han corrido hasta llegar al momento de una nueva esperanza, el del actual proceso de La Habana y al que los habitantes del sur del Tolima, que vieron crecer a un movimiento, hoy se refieren diciendo que está casi aproximándose a su fin.

Los contadores de historias

El cura que confesaba a Manuel Marulanda

Si Pedro Antonio Marín Rodríguez, alias ‘Manuel Marulanda’ o ‘Tirofijo’, estuviera vivo, se vería tan viejo como el cura Darío Martínez Amariles, nacido en 1927, un año antes que el guerrillero más famoso del mundo.

Se conocieron en 1975, cuando al sacerdote lo encargaron de la Parroquia de Planadas y los revolucionarios comunistas colombianos, que sí creían en Dios, lo obligaban a oficiar misas y a bautizar guerrilleros.

El cura, oriundo de Pácora (Caldas), esconde una mirada cansada detrás de sus lentes bifocales y a sus 89 años todavía rememora historias de las FARC. Espanta a un perro de pelaje escaso que juega con su sotana amarillenta y está a punto de tirarle al piso la Biblia abierta en el evangelio de san Marcos.

El brazo derecho que espanta al perro le tiembla cuando habla. “Cuando yo llegué acá, militaba el Ejército, tenía su puesto allá en la salida en un punto que se llama Tolú. Había tranquilidad. Había honradez. Luego llegó la administración del doctor Pastrana y recogió a todas las Fuerzas Militares; como quien dice, se llevó las armas. Para ese momento ya existían los famosos Héroes de Marquetalia”.

 

El sacerdote llegó a Planadas nueve años después de que Jacobo Arenas instaló entre el 25 de abril y el 5 de mayo de 1966 la Segunda Conferencia del Bloque Sur que creó las FARC, con un secretariado ejecutivo a la cabeza. El municipio, a 252 kilómetros de Ibagué, se ubica sobre las estribaciones de la cordillera Central, en las riberas del río Atá. Sus calles guardan la memoria del origen de las FARC, así como otros pueblos del sur del Tolima y del norte del Cauca, cunas de grandes litigios: la lucha por la tierra de los indígenas —paeces y pijaos— y la de los campesinos por el reconocimiento de sus derechos políticos, explica el periodista Alfredo Molano en su libro A lomo de mula.

Martínez Amariles rezaba con los guerrilleros y también le tocaba hacerlo con el Ejército. “Me llevaban obligado en helicóptero a Marquetalia, enclave histórico del fortalecimiento de las FARC, a celebrar las misas los domingos, a las ocho de la mañana”.

Las confesiones que guarda el sacerdote son heridas que ni los siete santos que habitan su casa de madera con olor a moho le ayudan a sanar. “Son recuerdos muy dolorosos. Aquí se tomaban la casa cural y los tenía que dejar y desde allá les tiraban bombas a la Policía […], pero el daño lo hizo Pastrana, porque las Fuerzas Armadas se fueron con las armas y se fortalecieron las FARC. Luego, por los enfrentamientos y las luchas por la tierra, se presentaron matanzas. Cogían a las personas y las tiraban al río y los cuerpos iban a desembocar del Atá al Magdalena. Allá llegaban todos esos cadáveres, a Saldaña. El cura de allá me mandaba a llamar, que fuera, porque como yo era el párroco de Planadas, debía ir a reconocer a mis muertos”.

Entre entierros y bautizos se la pasó el padre Amariles en las décadas de los setenta y ochenta. “A mí siempre me ha gustado recoger muchachos pobres que quieran estudiar. Los recogía y los traía al colegio, con la venia de sus padres, porque yo fui rector de la institución de Planadas durante 29 años. Un día se me llevaron tres muchachos y por allá los pelaron, y me mandaban a decir que fuera a reconocerlos. Los dejaban en el monte, los tapaban con hojas. Otras veces me los traían acá, me los entraban a la iglesia, para que yo les diera cristiana sepultura. […] Ellos [los guerrilleros] llegaban de otras regiones y me mandaban a llamar. Pedían dizque los bautizara, ya viejos, de 58, de 60 años. Y que además me pusiera de acuerdo con el registrador para que les sacara papeles. Me tocaba ir y llevar al registrador. Les prestábamos ese servicio”.

El Tolima ya había vivido épocas sangrientas. Entre 1948 y 1957, según la Comisión Investigadora de las Causas de la Violencia de 1958, fueron asesinadas 35.294 personas y abandonadas 93.882 fincas, relata Molano en su libro. La respuesta a esa violencia fue la conformación de comandos armados para defender la tierra, uno de ellos liderado por Pedro Antonio Marín ‘Tirofijo’. Dos décadas después de los ríos de sangre, el afán de muchos miembros de la guerrilla y familiares era legalizar sus tierras y para ello tenían que bautizarse y registrarse.

En esas épocas, recuerda el sacerdote, también había espacio para el esoterismo de los guerrilleros y en especial de Tirofijo. “Él siempre me decía, «yo soy muy católico, mi papá y mamá son muy católicos y no sé por qué yo resulté aquí». Me contó una vez que una vieja se enamoró de él y le cogió una foto. Él venía y me decía que a las doce de la noche, una, dos de la mañana, dizque le cogía un desespero, dizque un dolor en el corazón, que no lo dejaba dormir. Un día se fue a las doce de la noche a buscar a la mujer y ella estaba despierta y lo estaba alumbrando con la foto que había atravesado con tres alfileres por todo el centro del corazón de la foto. Ahí mismo la cogió y la mató.  Él la mató, me lo confesó”.

El cura Martínez Amariles no responde las preguntas que tienen que ver con la lucha armada o política de las FARC. Es un hombre de rezos y de plegarias. “Ellos [los guerrilleros] me decían que tenían una meta, que ellos luchaban por los buenos gobiernos. […] Lo único que sé es que a mi manera yo luché mucho por este pueblo. Yo me iba a Bogotá, permanecía semanas enteritas allá en esas antesalas de la Caja Agraria suplicando que nos abrieran una Caja en Planadas. Y llegó, la establecieron acá, al frente del colegio.  Entonces enseguida se hicieron sentir los atracos, hubo un robo millonario. Yo lo que he visto ha sido violencia. Una vez hubo una toma a la Policía. Cogieron a los agentes, los amarraron y les metieron candela. Cogieron a un militar, lo amarraron de un naranjo y ahí amaneció el otro día vuelto chicharrón, era terrible”.

La memoria de la guerra que guarda el hombre un año mayor que Tirofijo lo ha vuelto escéptico ante la posibilidad de la paz. “No es que no crea, es que ellos [los guerrilleros] dicen que en Colombia no habrá paz, que entregan las armas, pero guardan otras. A mí me lo han dicho, me lo han confesado. Ellos a mí me cuentan todo desde siempre”.

 

“Yo guardo la mesa donde comía don Manuel”

Humberto Tafur cierra sus ojos y retrocede 60 años para hacer memoria. Tenía 13 cuando comenzó a ver a Tirofijo. A esa misma edad, Pedro Antonio Marín se fue de su casa paterna en Génova (Caldas en ese entonces; hoy perteneciente al departamento del Quindío). “Él [Tirofijo] venía a comer aquí [Planadas], inclusive todavía conservo la mesa donde él comía, ya tiene sesenta y pico de años. Él le pagaba los alimentos a mi mamá […]. A don Manuel nunca lo vi tomar trago”.

Al ícono de la guerrilla le guarda respeto, como también lo hacen muchos pobladores del municipio de Gaitania, quienes reconocen en la lucha armada una pelea legítima por la tierra y el orden. “El tipo [Manuel Marulanda] era un cerebro de admirar, porque donde él estaba nadie hacía daño. Si alguien se llevaba una panela, le dejaba una boletica y esa persona enseguida la devolvía. Todo era muy organizado. Si alguien violaba una muchacha, le aplicaban la pena capital. El que no aceptaba la recomendación, las normas de ellos [los guerrilleros], pagaba con la vida”.

Tafur evoca el final de los años cincuenta, cuando Manuel Marulanda organizó Marquetalia, en donde un grupo de alzados comunistas que no entregaron las armas constituyeron una república independiente por la violencia bipartidista. “Él fundó Marquetalia con mucha gente que le gustaba hacerles daño a los demás. Entonces se los llevó a volear hacha, hasta que construyeron la hacienda y todo el pueblo y les enseñó disciplina”.

En mayo de 1964 el Ejército colombiano lanzó la Operación Soberanía, que terminó tomándose el territorio. Ese acontecimiento sería conocido, desde entonces, como el mito fundacional de las FARC.

 

 

Tafur vive en una loma empinada y resbalosa, hasta donde se llega luego de andar 247 pasos, desde la calle principal. Ahí se ven las montañas de Planadas y huele a café. Hace la escalada con botas de caucho, para no ensuciarse sus pantalones ni echar a perder sus zapatos de cuero. Su respiración es pausada, así como sus pasos. Quiere tener tiempo de contar lo que sabe y rememora. “En esta región recordamos claramente a los líderes organizadores de la guerrilla, los primeros fueron Jacobo Prías Alape, conocido como el ‘Coronel Charro Negro’; estaba don Pedro Antonio Marín ‘Tirofijo’, en esa época le llamaban el ‘Mayor Marulanda’; estaba el Mayor Líster; el Mayor Ciro y otros. Los grados eran como en el Ejército, de cabo hasta coronel. Yo estaba muy muchacho y, después de eso, ya ellos salieron para el Llano, se fueron organizando y cogieron tanta fuerza que se regaron por todo el país”.

“A Charro Negro lo asesinó la guerrilla del General Mariachi. Yo estaba muy pequeño, pero me acuerdo que eso sucedió al frente de la casa cural. Charro Negro y Mariachi estaban alegando en el parque y el finado les decía que por qué no respetaban la zona de él. Se fue a desayunar donde una señora Candelaria. La señora le dijo: «hombre, Charro, váyase que esa gente llegó a matarlo». Entonces él le dijo: «no, ya alegué con ellos y esos no me hacen nada». Cuando el finado Charro venía subiendo, un guerrillero de los de Mariachi le dio dos disparos y lo mató. Yo digo una cosa: si no lo hubieran matado, Colombia no tendría este problema”.

Tafur narra las divisiones que existían entre las guerrillas del sur del Tolima. En el grupo en que estaban Jacobo Prías Alape ‘Charro Negro’ y Pedro Antonio Marín ‘Tirofijo’ se hacían llamar los comunes. La guerrilla del General Mariachi se hacía llamar los limpios. Ambos eran guerrilleros, pero los primeros eran comunistas y los segundos estaban más del lado del Ejército. “Yo digo que este conflicto que tiene el país lo inició la gente de Mariachi, un guerrillero llamado Policía fue el que llegó a matar a Charro Negro”.

Para el habitante de la loma de Planadas, la guerrilla de Manuel Marulanda era gente bien intencionada en un principio. “En esa época que empezaron, de verdad estaban muy organizados y tenían ideas muy buenas, porque a uno lo dejaban trabajar y le ayudaban a cuidar los esfuerzos. Don Manuel era una persona supremamente seca, de muy pocas palabras, no le daba confianza a nadie. Después de un saludo, preguntaba dos o tres cosas y no era más. Pero era justo”.

Tafur vio a Tirofijo varias veces en reuniones que programaba la guerrilla en la región. “Marulanda decía que los grandes problemas con el correr de los años los iban a tener las grandes capitales del país y yo, en medio de mi ignorancia y de mi niñez, decía «este señor está loco, cómo va a creer que las guerras van a ser en las ciudades». Este tipo estaba tan seguro y eso es lo que estamos viviendo. […] Todo lo que yo le escuché iba en beneficio del pueblo, de sus comunidades, de su organización”.

“La última vez que yo me encontré con él eran como las siete de la mañana. En ese entonces yo tenía mulas, tenía unos 14 o 15 años. Vi una casa llena de Ejército, ahí estaba él y me dijo: «quihubo, muchacho, ¿cómo le va?». Yo le dije: «¿qué más, comandante?». Él me dijo: «¿qué hay por allá?»; y yo le respondí, «nada».  Fue la última vez que lo vi”.

 

Las reglas de las FARC

La líder comunal Gloria Cecilia Sánchez Bocanegra tiene poco más de 50 años de edad. Actualmente se dedica a pintar al óleo en una pequeña casa que está adornando para pasar su vejez. Tiene una energía contagiosa, le gusta el rock, siempre ha vivido en Planadas y, al igual que muchas de las casi siete mil personas residentes en el pueblo, muchas de ellas recuerdan los momentos más duros del conflicto.

Gloria rememora los relatos de sus padres y de los viejos, en los que se aseguraba que a lo largo y ancho del territorio de Planadas, varias reglas se impusieron. Eran impartidas desde la hacienda Marquetalia por el líder de la naciente organización revolucionaria. La ley del monte, como canta el mariachi, fue el nombre que la gente les dio a las normas de las FARC. Se dividió en dos, la impuesta para los ciudadanos y el fuerte régimen disciplinario para quienes integraban sus filas.

Una de las primeras medidas fue imponer orden en la zona. Se acabaron las peleas entre vecinos y arrieros, dice Gloria. Las FARC se encargaron de arreglar pleitos de linderos, establecimiento de caminos, pagos de deudas, problemas en el hogar, inasistencias alimentarias y hasta líos de infidelidad.

“Al que robaba le ponían un cartel y lo paseaban por el parque todo un domingo, digamos como esas leyes chinas, esas las aplicaron aquí”. Afirma que muy joven ella alcanzó a ver esa situación y que en un principio era como una burla, pero que luego esta medida causó estigmatización y el ambiente sereno de Planadas se convirtió en un escenario de zozobra y temor.

Se establecieron leyes propias del comunismo, de obligatorio cumplimiento. Una muy recordada fue la prohibición de productos extranjeros. “Aquí una Coca-Cola no se conseguía, teníamos que tomar las gaseosas que ellos [las FARC] dijeran, empezaron a imponer un dominio”. Y esto derivó en violaciones de los derechos humanos.

 

Gloria evoca cuando la guerrilla visitaba las fincas, los campesinos debían convivir con ellos y hasta hacerles mandados, como llevarles la remesa, prestarles las mulas para los largos recorridos por las montañas, comprarles medicamentos y entregar todo tipo de recados o mensajes. “Yo conocí, muy niña, personalmente a Tirofijo, una vez que fueron [los guerrilleros] a nuestra finca. Allí se estaban varios días, a veces hasta meses, no podíamos hacer nada distinto a recibirlos y atenderlos”.

En su testimonio, Gloria da a conocer que si bien en los inicios del conflicto se impusieron normas, los guerrilleros nunca atropellaron a sus coterráneos. “La guerrilla era comunista, casi no asediaba al habitante, nosotros los veíamos como unos amigos”, manifiesta.

Las raíces campesinas de las FARC hacían que los jóvenes vieran a esa guerrilla como una opción de futuro, al punto de echarse un fusil al hombro y seguirla, la consideraban una organización que velaba por el pueblo, por la comunidad. “Muchos jóvenes se fueron de manera voluntaria. No se presentaban reclutamientos forzados, la gente se iba con ellos por deseo propio”.

Con el correr del tiempo, de alguna manera los moradores validaron esas normas; para ellos, todo funcionaba bien. Las reglas del Estado también se cumplían, pero imperaban las de la guerrilla.

Las FARC hicieron pública su transformación en la estrategia de guerra en la VII Conferencia, en 1982. Pasarían de una guerrilla defensiva a convertirse en ofensiva. Así lo registra el informe ¡Basta ya!, del Centro Nacional de Memoria Histórica. Esto significó para la guerrilla una expansión a otros territorios, tener el absoluto control del negocio del narcotráfico e instaurar nuevos dominios y leyes, entre ellas la conocida por los ciudadanos como la ley del silencio.

En Planadas, la guerrilla redobló controles. Les hacían requisas a los viajeros, les pedían los documentos, patrullaban en el interior y en las afueras del pueblo, ante la mirada pasiva de las fuerzas del Estado. Los planadunos se limitaban a cumplir.

También se establecieron grandes campamentos, puntos de entrenamiento militar y surgieron los grupos de milicias o redes de auxiliadores. Las FARC empezaron a controlar la siembra de coca y amapola y ello complicó aún más el panorama. Planadas, en la década de los noventa, fue conocido como el primer productor de amapola en el país. “Fue una época difícil porque entraron gentes de otras partes a comprar, se presentaron ajustes de cuentas, el uno matando al otro, pero lo hacían grupos de narcotraficantes”, recuerda la líder.

Se empezó hablar de destierros, desapariciones y crímenes selectivos. Los niños no podían salir luego de las siete de la noche de sus casas, pues los riesgos se hicieron evidentes.  Tampoco se les permitía a los jóvenes ingresar al Ejército a prestar el servicio militar; la norma era ser parte de la guerrilla y ya no era voluntario su ingreso. Señoras de Planadas cuentan que los menores de edad se veían caminar por las calles con fusil en mano, recibían adiestramiento militar y aprendían a sobrevivir en el monte, en medio del conflicto. Muchas familias se fueron del pueblo para proteger a sus hijos.

El momento de mayor dominio y control de las FARC en este municipio fue durante la época de la zona de distensión, en los diálogos de paz del Caguán, periodo del presidente Andrés Pastrana Arango (1998 a 2002), otra zona despejada “no declarada”. “Antes de Pastrana, la guerrilla no vivió aquí en el pueblo, en la época de Pastrana se vinieron al pueblo”, dice Gloria Cecilia.

Menciona que en ese momento fue cuando más se produjo el desplazamiento. “Ellos [los guerrilleros] trajeron a sus familiares, se organizaron comunidades, la gente era agresiva con los que no íbamos con ellos, entonces teníamos que ser calmados porque irnos nos implicaría perderlo todo”.

Gloria recuerda que los grupos que se llamaban milicianos ejercieron más controles y cometieron atropellos contra la población civil. “Eran unos chicos desubicados, les dieron una cantidad de poder y cosas, vinieron a cometer muchos abusos”. Los castigos ya no eran tan simples, cualquier error se pagaba con la vida.

Posteriormente, los controles fuertes vinieron del Estado y empezó un señalamiento contra los habitantes. “A nosotros nos estigmatizaron, que éramos guerrilleros”. Los planadunos que lograron quedarse en el pueblo debieron aprender a vivir en medio de las desafiantes reglas, a ser neutrales, a muchas veces agachar la cabeza, pero siempre aferrados a la esperanza de ver el fin del conflicto.

 

Los servidores públicos de Planadas asediados durante el conflicto

“Esta región ha sufrido mucho, ya que diferentes grupos armados han estado haciendo presencia en el municipio y ha sido casi una constante”, así describe Carlos Arturo Rosas Pérez lo que ha sido permanecer en una zona donde el conflicto nunca ha cesado.

 

Carlos Arturo, de 57 años, es oriundo de Dolores (Tolima) y ha sido testigo de las embestidas de la violencia. Sus memorias tienen relación directa con la represión y el daño que la guerra le ha causado a la democracia.

Desde hace 45 años vive en Planadas y allí ha ocupado cargos públicos. Trabajó 11 años en la Caja Agraria y como tesorero de la Alcaldía entre 1998 y 2000. Además, fue empleado del Hospital. Se niega a olvidar el secuestro y asesinato de líderes políticos y comunales y de personajes populares del pueblo.

“Hemos tenido unos casos duros, por ejemplo, el asesinato de Saúl Rojas, un alcalde en ejercicio, en la década de los ochenta. En el periodo del 98 al 2000 ganamos unas elecciones con el alcalde Mario Sánchez y fue secuestrado dos veces por las FARC. Él duró en poder de este grupo, la primera vez, como un mes; en el segundo secuestro, cinco meses. Luego la guerrilla lo liberó, pero no pudo volver al pueblo. Estuvo en Ibagué hasta cuando terminó su periodo; tan pronto terminó, viajó a los EE.UU. donde le dieron asilo, ya es ciudadano norteamericano”. Agrega que fue un secuestro político que golpeó la gobernabilidad en este poblado ubicado en límites con el Huila.

“Son momentos duros cuando uno tiene que ver que su jefe está secuestrado. El pueblo sufre mucho, porque cuando a los pueblos se le llevan a sus alcaldes, todo se descontrola, porque la idea del alcalde la tiene él, nadie más”.

Según la Unidad Nacional de Víctimas, de 1985 a mayo de 2016, en Colombia se presentaron por lo menos 31.200 secuestros, de los cuales un alto porcentaje de las víctimas fueron servidores públicos, como alcaldes y concejales, y reconocidas figuras como Íngrid Betancourt, Jorge Eduardo Géchem, Fernando Araújo, Alan Jara y Guillermo Gaviria, entre otros. Se sumaron a centenares de policías y militares.

Rosas Pérez también habla del control militar que ejerció la guerrilla en los años ochenta y noventa.  “Como el Gobierno retiró el Ejército, la guerrilla cogió el control de todo el sur del Tolima, había dos bases en Marquetalia y una que se llamaba Casa Verde, y de aquí [Planadas] hacían operativos para otros municipios. Este era como un campo de entrenamiento de tropas, ir a un campamento de la guerrilla era normal. Yo fui cuando me desempeñé como tesorero del municipio, tenía que ir. Era un ejército común y corriente y debíamos entregarles cuentas como funcionarios públicos, de lo que estábamos haciendo, qué habíamos comprado, por qué hicimos tal cosa; la guerrilla manejaba todo. Todo es todo”.

Asegura que las FARC controlaban el presupuesto municipal: “vigilaban inversiones, pero no para pedirle plata al municipio, en la época de nosotros no hubo eso”.

Sin embargo, y pese a los controles, en Planadas todos sabían que tenían cierta seguridad de las FARC, suerte que no tuvieron centenares de pueblos en Colombia, que fueron destruidos tras sangrientas tomas guerrilleras y despiadados atentados.

“Una de las políticas de las FARC es que militarmente nunca haría enfrentamientos en el casco urbano. Los combates con la Fuerza Pública se presentaron en zona rural, en Gaitania y en Bilbao, corregimientos de Planadas, pero aquí no. La guerrilla siempre respetó a Planadas”.

Este pequeño pueblo, de calles un poco empinadas y muy comercial por el café, no se salvó de los asesinatos selectivos, de la presencia de grupos paramilitares y del exterminio de simpatizantes de la Unión Patriótica (UP) que en el país dejó por lo menos 1.590 asesinados y desaparecidos entre 1984 y 1997, según se informa en el documento del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, Unión Patriótica, expedientes contra el olvido, escrito por Roberto Romero Ospina.

“En alguna época cuando se hizo una amnistía con las FARC, nació la UP como un grupo político, pero de todos modos tenía en sí el apoyo de las FARC, con armas. […] Prácticamente en este municipio liquidaron, digamos a sangre fría, a miembros de la UP. […] Los mataron casi que en el centro del pueblo, en pleno día”.

Sobre las conversaciones de paz hay confianza, pero también temor, pues el municipio vivió una amarga experiencia que trajo consigo dolor: las negociaciones del Caguán.

“Lo importante es que el Estado a lo que se comprometa, lo cumpla, y que también la guerrilla a lo que se comprometa, lo cumpla. Porque si hay violaciones de alguno de los dos grupos, eso no va a tener ningún fin bueno. Precisamente eso fue lo que pasó cuando estuvo lo de la UP. […] A mí me duele mucho que hubieran matado tanta gente”.

En Planadas no quieren que las FARC vuelvan a controlar el territorio; de algo de lo que están seguros allí es que quieren un Estado que actúe. “Que tengamos aquí las fuerzas del Estado, tengamos nuestros fiscales, nuestros jueces, que los alcaldes puedan gobernar, que tengamos esa tranquilidad para nosotros vivir”.

Carlos Arturo Rosas es testigo del conflicto en Planadas y a su vez un resistente de tantos hechos de dolor. “Lo que buscamos es que la vida de nosotros sea más agradable, más feliz, sin tantos altibajos”.

 

“La mujer que guarda una camisa rota por dos tiros”

 

—¿Cuál es el recuerdo que guarda en su memoria sobre el conflicto colombiano? —preguntamos a una habitante de Gaitania.

—Esta camisa a cuadros, rota por dos tiros —respondió.

La mujer exhibe sobre la mesa del comedor una camisa vieja, con olor a moho. De la tela de cuadros verdes fue removida hace 16 años la sangre seca de Luis Alberto Guzmán, el esposo y compañero que le dejó cuatro hijos. Los dos agujeros deshilachan la prenda y amenazan con desintegrarla.

Edilma Gaviria, bajita, de cabello corto y rojizo, levanta la camisa como queriendo ponérsela o abrazarla. Ya no llora. Se le acabaron las lágrimas.

A Luis Alberto Guzmán lo asesinaron el 21 de julio de 2004. Recibió dos tiros en la cabeza y dos más en el pecho que quedaron grabados en su camisa manga larga, talla S, marca Concorde. Los hechos en los que murió sucedieron cuatro años antes de que el mundo conociera de las ejecuciones extrajudiciales, mal llamadas falsos positivos, con los acontecimientos de Soacha (Cundinamarca).

La mujer asegura que su esposo es una de esas víctimas, pero nadie la escuchó. “Nosotros vivíamos al borde de un camino real, ahí entraba el Ejército que nos preguntaba por la guerrilla y decíamos: «sí, la guerrilla por aquí pasa e incluso aquí viene». Es más, mi esposo les dijo: «mire, allá vinieron un día y allá cocinaron afuera de la casa», porque uno tiene que obedecer tanto a los unos como a los otros. […] Una noche que mi esposo quedó en la finca, el Ejército subió y le dijeron que tenía que llevar yo no sé qué a otra vereda. Él va con un señor y se encuentran y entonces ocurre lo inesperado. No entiendo por qué ellos [el Ejército] hicieron eso con él. ¡Tanta gente que venía ese día y agarrar a mi esposo y matarlo tan cobardemente!”.

Para Edilma lo más duro no fue perder al padre y al marido, ha sido ver que su hijo menor no deja de tener pesadillas con Planadas y por eso no ha querido mudarse al pueblo. “A mi esposo lo mataron por allá y lo bajaron a la escuela donde mis niños estudiaban. Fueron a pedirle a la profesora que prestara el carro, pero dijo que no. Entonces fueron donde un vecino para que les prestara una mula y ahí bajaron el cuerpo. Mi niño estaba en esa fonda cuando le dijeron: «bueno, chino, vaya y dele agua a ese caballo». Y el niño de 11 años fue y miró que del caballo colgaba un cuerpo al que solo se le veían las botas porque estaba cubierto con trapos. No sabía que era su papá hasta después, cuando llamaron a decirnos que lo habían matado. Después de todo lo que pasó, el niño quedó con ese trauma”.

Intentó por todos los medios legitimar la defensa de que su esposo no era subversivo, pero su versión no fue atendida. “A él lo tiraron como un perro por allá en un sitio. Duró ahí toda la noche hasta el otro día que lo echaron por la mañana para Chaparral. Fui y le habían quitado todo. Ya lo tenían en puros interiores. Me dijeron: «mire, ahí está la ropa, usted verá si la bota, o la echamos a la basura, o se la lleva». Les dije: «no, yo me la llevo». Esta camisa era para haberla botado hace tiempo, pero la tengo porque es una evidencia. […] En el acta de levantamiento dicen que él vestía ropa militar. No fue así, porque a mí me entregaron la ropa que llevaba puesta: esta camisa. Después a él se lo llevan para un batallón y mi hijo fue hasta allá y dice que vio el cuerpo que tenía puesto un camuflado. Y que le encuentran en los bolsillos del pantalón unos números telefónicos de una comandante”.

Edilma nunca ha sido reconocida como víctima. Cuando intenta acercarse a las autoridades para contar su historia, le dan la espalda. Eso la hizo quedarse quieta e intentar recomenzar la vida. Con una hija vive en una vivienda de cuatro por ocho metros, en donde tienen lo básico para vivir. Es esclava del tiempo. Tiene pegados a las paredes tres almanaques. “Son para no perder de vista que el tiempo todo lo sana”.

Mientras mira los almanaques, Edilma relata la historia de su vida y la de su casa en un barrio que antes fue una invasión. “Dicen que fue fundado por la guerrilla, pero igual Carcafé fue el que hizo esto y las escrituras y todo está firmado por el alcalde que donó los lotes. Ahora resulta que a algunos nos quieren embargar las casitas por unas deudas que tenemos”.

Se despide desde la ventana de colores de su casa. “No me han querido reconocer como una víctima. Y aunque lo soy, me gusta más que me digan que soy una emprendedora. Una mujer verraca”.

 

La hija del guerrillero

 

En Planadas hay bastantes hijos de guerrilleros. Una de ellas accedió a relatar su historia. Manifiesta que corrió mejor suerte que muchos que terminan siendo reclutados. Según las cifras que maneja el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, desde 1999 hasta febrero de 2015, su programa de atención especializada para niños, niñas y adolescentes desvinculados de los grupos armados ilegales atendió a 5.730 menores. Esta chica, de 16 años, se salvó porque su padre nunca quiso esa vida para ella.

“Por ser hija de un comandante guerrillero me han pasado muchas cosas. La ley, el Ejército, me ha cansado mucho desde muy pequeña. Que yo esto, que yo lo otro y pues, ya en últimas, me cogió el Bienestar Familiar. Un día me sacó la Policía, la Dijín, y me llevaron para Ibagué. Me separaron de la mamá que me crió. Cuando eso pasó, yo tenía 12 años. Allá el Bienestar dijo que por qué me entregaban a ellos si yo no estaba desnutrida, no tenía maltrato ni nada de eso. Pero así pasó.

“Según me cuentan, la historia de mi vida es que a los ocho días de nacida mi propia mamá me dejó al cuidado de una señora, porque en ese entonces la que mandaba era la guerrilla. A mi mamá de crianza le dijeron que me tuviera por una semana, y ella aceptó. Pasaron los meses y mi verdadera mamá, que era guerrillera, no regresó por mí. Llegó como a los dos años, pero a verme.

“Cuando cumplí cinco años conocí a mi papá. Le dije: «hola, papi». Él siguió visitándome. Y cuando yo lo veía sentía una alegría muy grande porque compartía al menos un abrazo con él.  Esa sensación era muy chévere. Sentía tristeza cuando me despedía de él.  Yo creo que mi papá sí me quiere mucho. Me decía  que nunca fuera a escoger esa vida que él escogió porque eso era muy duro, que él quería que saliera adelante. Decía que quería colaborarme.

“Cuando yo tenía cinco años también ocurrió algo feo. Una bomba mató a mi mamá. Ella y el compañero que la acompañaba encontraron una casa abandonada y entraron a mirar y la casa explotó, y allí quedó ella muerta. Mi mamá no tuvo más hijos, solo a mí. Pero mi papá sí me han dicho que tuvo muchos. O sea que tengo muchos hermanos que ni siquiera conozco.

“La última vez que vi a mi papá fue cuando tenía siete años. Nunca ha podido estar en mis cumpleaños. Yo he escuchado que él está bien, porque la gente siempre comenta. Aquí en el pueblo saben quién es él y lo conocen. Claro que me gustaría verlo, pero quizá sea muy difícil para él. Cuando pienso en él lo recuerdo como un hombre más bien bajito, un poco más alto que yo. Es acuerpado. Es muy chusco y es blanco con cabello negro. Ojos color café oscuros. La última vez que me mandó un regalo fue un computador y un armario para guardar mi ropa. Pero me lo dañaron cuando me lo dejaron.

“No es fácil ser hija de un guerrillero. La gente no es que hable mal de él, porque yo sé que lo querían mucho, pero a veces uno se siente raro. La gente me dice que él era bueno, porque a los niños les daba cuadernos y dulces. Entonces como que no hablan así como tan feo, no. Entonces uno se alegra porque el papá es chévere, pero también hay cosas malas de él.

“Ahora que se habla de los diálogos de paz y de que se van a desmovilizar los guerrilleros, yo no creo que mi papá se desmovilice. Mi papá lleva muchos años en eso y una vez un hermano le dijo a él qué pensaba de esa negociación y él dijo que no se desmovilizaba. Desde los 12 años es guerrillero y tiene como 48.

“Cuando pienso en todo lo que nos ha pasado, porque a mi mamá de crianza, pobrecita, la detuvieron acusándola de cosas que son mentiras, quisiera devolver el tiempo para que las cosas fueran diferentes. Para estar con mi papá. Que me viera crecer, que me viera en todo lo que yo hacía. Nunca traté casi con él, nunca jugué con él, nunca compartí muchas cosas y eso me ha hecho falta.

“Yo he llorado mucho, porque es muy horrible que le digan a uno que el papá está por allá y cuando llegaban los helicópteros en este tiempo que había muchos conflictos, yo lloraba mucho al saber que lo iban a matar. Es muy horrible saber que uno tiene un papá así, que es muy perseguido”.

 

El viaje a la tierra que le sirvió de refugio a ‘Tirofijo’

 

 

En la vereda Villanueva —ubicada a dos horas, a lomo de mula, del corregimiento de Gaitania y a siete de Planadas—, empieza el recorrido a un pasado histórico, el del inicio del conflicto armado con las FARC.

Mario Medina Valbuena, un auténtico campesino, arriero y hablador, saluda con acento paisa. Usa sombrero, poncho y un carriel cruzado en el pecho. Explica que esa parte del Tolima fue colonizada por antioqueños y vallecaucanos.

Mario tiene 52 años y es el guía del viaje a Marquetalia, donde vive desde hace 35 años. Era un niño cuando sus padres, oriundos de Bolívar (Valle del Cauca), lo llevaron a abrir caminos en esta zona del sur tolimense, que aún conservaba bosques con maderas finas y tierras en disputa.

Aclara que las trochas hacen largo y agotador el viaje para quienes no están acostumbrados a andar por los filos de las montañas. Mientras se avanza loma arriba, Mario habla de esta parte de la inmensa cordillera Central: “desde que llegué se ha presentado un cambio grande. Eran puros caminos de herradura hasta Gaitania y la forma de uno conseguirse la vida en ese tiempo era muy dura. Yo, que fui arriero, sacando madera, lo sé”.

También se refiere a las necesidades de hoy. No hay energía eléctrica, los puentes artesanales existentes están deteriorados, no hay agua potable, no hay médicos… “Tenemos necesidades como un verriondo”.

A lo lejos, en las faldas de las montañas, se observan cultivos de pan coger, plantaciones de café y ganado. Comenta que en las décadas de los ochenta y noventa existieron grandes extensiones de amapola, pero que de eso ya no hay nada.

La vegetación se hace más espesa a medida que se avanza en el viaje. Por momentos golpea una brisa fresca que proviene del cañón conocido como Filo de Hambre. Se escuchan el murmullo del viento y los cascos de los caballos cuando pisotean las piedras y los charcos.

“Nos acercamos”, dice Medina dos horas después del recorrido. Señala una montaña donde se distinguen un prado y una diminuta vivienda. “Allá es la finca donde vamos, donde vivió Marulanda, allá es mi casa”. Las bestias siguen el camino angosto y resbaladizo, el mismo que a diario recorren campesinos e indígenas de la región, y que anduvieron militares y guerrilleros. Se acelera el paso.

En la orilla de la solitaria trocha está una inmensa palma que marca la entrada a la finca La Base, como es conocida Marquetalia. En los alrededores hay grandes extensiones de prados que forman un tapizado denso, muy verde; potreros divididos, y una zona montañosa amplia y verde.

En un morro, rodeada de flores coloridas, de conejos que brincan por todos lados y de gallinas que picotean la tierra, se encuentra la casa, en madera. Tiene tres rústicos cuartos —uno de ellos vacío—, una cocina, un reducido comedor y un largo zaguán. En la parte trasera hay una huerta con plantas aromáticas y de allí sobresale el rojo de los pétalos de tres amapolas. El lugar es limpio, silencioso y muy tranquilo.

En La Base vive una familia. “Ellos son los que cuidan la finca”,  precisa Mario. Mantienen el ganado y se ayudan económicamente con la venta de leche y queso.

“Fue aquí donde se fundó las FARC, pero nosotros no la conocimos, conocimos fue al Ejército”, dice Medina, mientras observa una cruz grande de madera sembrada justo al frente de la vivienda, como señal de no olvido.

Desde la casa se divisa una panorámica que permite imaginar las líneas geográficas: al sur, los departamentos de Huila y Cauca, y al norte, Tolima y Cundinamarca. El estratégico sitio lo escogieron Pedro Antonio Marín Rodríguez, alias ‘Manuel Marulanda’ o ‘Tirofijo’, y Luis Alberto Morantes Jaimes, alias ‘Jacobo Arenas’, en 1960, para consolidar la República de Marquetalia, en este corregimiento de Gaitania, y que sirvió de refugio para un grupo de campesinos comunistas alzados en armas.

Mario dice que, según cuenta la historia, en este sector se libraron muchas batallas. La más recordada es la Operación Soberanía, conocida más adelante como Marquetalia y que fue parte de las estrategias del gobierno de Guillermo León Valencia para combatir los grupos guerrilleros que se fundaron en las disputas bipartidistas de los años cincuenta.

El 14 de junio de 1964, tropas del coronel José Joaquín Matallana, con cuatro helicópteros, asaltaron los cerros del sur del Tolima para retomar el control. “El Ejército penetró a la zona que había sido considerada como la residencia oficial del comando del bandolero Tirofijo. La penetración de las tropas a Marquetalia se hizo mediante una hábil operación combinada de fuerzas terrestres y aéreas. Al iniciarse los avances tanto por tierra como aire, los bandoleros hicieron alguna resistencia, pero enseguida encendieron los pocos ranchos que le servían de refugio y precipitadamente evacuaron el valle hacia la zona montañosa”, informó el 15 de junio de 1964 el periódico El Tiempo en primera plana.

Este diario de edición nacional también dio a conocer que en aquella operación, tras los enfrentamientos, murieron dos militares y cuatro más fallecieron debido a la explosión de un campo minado que dejaron sembrado los hombres de Tirofijo en su retirada.

Años después, el Ejército se asentó en estas tierras para ejercer el control. En la finca La Base vivían entre 35 y 40 hombres.

“Venía con mi papá acá a traerle cargas de comida, de remesa, al Ejército. Eso fue hace como 35 años. Yo tenía como 13 años”. Medina Valbuena agrega que si bien el Ejército llegó a la zona para quedarse, también mandaban las FARC.

Los últimos combates cercanos que conocieron los pobladores se presentaron hace 12 años o más. “Pero de ahí para acá no se ha vuelto a ver nada”.

Mario afirma que él es el único dueño de la finca Marquetalia, desde hace ocho años. “Se la compré al señor Eduardo Olaya, antes las tierras fueron vendidas por Argemiro […], tengo los papeles a mi nombre. […] Cuando estaba el Ejército, esto era limpio, solo este pedacito. Luego el Ejército se fue y ya llegó el señor Argemiro a trabajar. La arregló, le sembró los pastos, le vendió luego al señor Eduardo Olaya y yo le compré”, precisa al mencionar que La Base tiene 85 hectáreas: “yo mismo las hice medir”.

Del rastro del Ejército en estas tierras solo quedan unos túneles profundos afuera de la vivienda. Servían como trincheras para resguardarse de los ataques esporádicos de la columna móvil Héroes de Marquetalia, como se denominó a un grupo de las FARC que se constituyó en la zona para hacer valer su histórico poder.

“Esos túneles, trincheras, que usted ve, son del Ejército y esos muros de cemento. De la guerrilla ya no hay nada”. En la actualidad las tropas están ubicadas en un cerro de la parte alta de la vereda Marquetalia.

Otro vestigio de la guerra son las hélices y los pedazos de un helicóptero que se encuentran esparcidos a metros de la casa. “Dicen que se accidentó por una falla mecánica. Que estaba el Ejército acá. Venía aterrizando y cogió el filo al contrario y con el viento se fue hacia allá. Eso fue hace como 27 años”, asegura Mario y aclara que ese helicóptero no fue parte de la Operación Marquetalia, como han informado varios medios de comunicación. “De esa operación no hay rastro de nada. Sí, eso fue hace 60 años, hace mucho tiempo. Hoy solo está el cuento, la historia”.

Cuando se le pregunta sobre Manuel Marulanda, Mario Medina manifiesta que solo quedan las leyendas y lo que comentan los más viejos. “Ya de eso no se dice nada. Nosotros por aquí no pensamos sino en trabajar, en no hacerle mal a nadie, esas son historias que ya pasaron”. Historias de las que muchos quieren saber y no olvidar. En los ocho años que lleva viviendo en La Base ha recibido periodistas, servidores públicos y uno que otro curioso que quieren conocer la historia de las FARC y de la Operación Marquetalia.

“Sí, aquí han venido, pues decían que era una casa desocupada y es una gran mentira porque yo estaba aquí”, dice algo ofuscado y espera que se informe de Marquetalia como una región tranquila donde se está trabajando sin violencia. “Nosotros vivimos muy bien acá, sin problemas con nadie. Entre vecinos vivimos bien”.

Mario sabe del valor histórico que tiene su finca y por ello ha procurado tenerla bonita. “La he tenido lo mejor que he podido. Porque esto cuando yo lo compré era un charcal. Aquí casa no había. Estaba acabada y pienso que uno debe tenerla bien para que el que venga vea algo agradable. Me siento contento”.

La memoria histórica se ha convertido en un derecho de las víctimas y de los colombianos para conocer la verdad del conflicto armado y eso le ha dado a pensar a Mario en establecer un sitio de memoria. “Sería muy bueno, y con los restos de ese helicóptero que hay ahí, pues todo eso serviría, ¿cierto?”, plantea.

“Ojalá, muy bueno que hubiera la paz. Eso es lo que quisiera yo, para que siguiéramos viviendo como ahorita, muy tranquilos”, dice esperanzado este padre de cuatro hijos —dos de ellos menores de edad— que desea seguir adelante con sus labores de campesino, con su ganado y vivir tranquilo.

El viaje de regreso a Villanueva fue silencioso. Luego de recorrer las tierras que sirvieron de refugio para los campesinos comunistas liderados por Pedro Antonio Marín, conocer los detalles de la Operación Marquetalia y evidenciar las necesidades de los habitantes de la región, queda la realidad de los labriegos que con dignidad esperan soluciones a sus problemas, y guardan la esperanza de que Marquetalia sea considerado, por propios y extraños, un territorio de paz.

 

El líder comunal que ha resistido 28 años en territorio de conflicto

 

En la Marquetalia de hoy existe una pequeña escuela donde estudian 12 niños. Casas campesinas que quedan la una de la otra como a dos horas de camino se divisan a lo lejos, entre las inmensas montañas de la cordillera Central, dividida por el cañón conocido como Filo de Hambre y el río Atá. Allí se guardan los recuerdos del surgimiento histórico de la guerrilla más antigua de América.

En la escuela, en abril de 2016, se llevó a cabo una de las pocas reuniones de los habitantes de la zona. A lomo de mula y a caballo fueron llegando 27 personas de la vereda, entre hombres, mujeres y niños. Varios recorrieron hasta cinco horas de camino por angostas trochas, desafiando los filos de las montañas y el cansancio que implican las andanzas. Son desafíos a los que ya están acostumbrados.

Entre los campesinos se encuentra Wilson Millán Poblador, alto y de tez blanca. Usa gorra para guarecerse del sol de montaña y lleva puesta una camiseta verde manzana, que se confunde con los múltiples tonos de la cordillera. Es el presidente de la Junta de Acción Comunal de Marquetalia. Allí lleva viviendo 28 años.

Wilson, con un acento tranquilo y firme, dice que la reunión tiene como objetivo elegir a los nuevos líderes comunales, quienes deberán insistir y solicitar apoyos a la Alcaldía de Planadas y a las autoridades del Tolima para suplir las necesidades de la vereda. Las mismas que se presentan desde hace 60 años. Los habitantes saben que deben aprovechar el momento coyuntural de las posibles ayudas que llegarán a las regiones derivadas de la cercanía del posconflicto.

Las luchas son iguales a las que libraron sus progenitores desde que se asentaron en la zona. La situación de Marquetalia no cambia, comenta Millán, sus pobladores requieren servicios de salud, la apertura de una carretera y el mejoramiento de los puentes sobre los ríos.

“Mi padre nos trajo de Santa María (Huila) cuando estaban realizando la carretera de caminos vecinales. Esa carretera es la que sale por los lados de Planadas, Ataco, Coyaima y Natagaima, en el Tolima, y por el otro lado conduce a Santa María y Neiva, en el Huila”.

Desde niño supo que la vida no sería fácil en Marquetalia por las complejidades de un territorio escarpado, las grandes distancias —el pueblo más cercano es Gaitania y queda a cuatro horas—, la pobreza y, lo más complicado, crecer en medio del conflicto armado y de la estigmatización histórica del lugar porque allí surgieron las FARC.

Todos los lugareños saben exactamente qué sucedió. Los relatos de los viejos han pasado a sus hijos y la memoria del conflicto se mantiene viva, pese al correr de los años, aunque cuando se les pregunta, en principio, prefieren no decir nada.

“Yo pienso que Marquetalia es algo muy original. Por aquí fue en el 64 que se fundó las FARC, de donde salió Manuel Marulanda y el escritor Jacobo Arenas […] a las ocho de la mañana, un sábado de julio, fue donde nació la guerrilla. Eso dicen los grandes escritores”.

Hechos históricos que valoran y comparten con forasteros, periodistas y los contados funcionarios que llegan a la región para conocer el lugar donde nació la guerrilla. Señala la montaña que queda detrás de la escuela: “ahí hay un altiplano, en ese lugar de aproximadamente 1.000 metros de largo por 60 u 80 metros de ancho, fue donde fue fundada las FARC y donde comenzó el conflicto”.

Wilson sabe lo complicado que es vivir cerca del grupo alzado en armas. Como lo saben las 475 familias —un total de 1.760 personas— que residen en Marquetalia y en la parte alta del río Atá.

Al hablar de la violencia, recuerda vivencias y momentos de incertidumbre y de desafíos que debió afrontar para hacerle el quite a la realidad del poder de las armas. Un reto fue evitar echarse un fusil al hombro como lo hicieron varios de los jóvenes de hace 28 años. “Cuando estaba niño, veía que salían personas para allá, tenían edades entre 14, 15 y 16 años, no sé la vida de ellos, qué pasará con ellos. Mis padres me instruyeron en no estar ni aquí ni allá, porque siempre el conflicto es algo complejo, muy difícil”. Reconoce Wilson que esos mismos valores a los cuales se aferró para no involucrarse en ese contexto, son los que hoy les inculca a sus cinco pequeños hijos.

Él, igual que muchos habitantes de Planadas, distinguió a varios comandantes de la guerrilla. “Hace como 18 o 20 años los conocí. Estaba Galeano, Hernán, que ya falleció, y así sucesivamente”. Asegura que desde hace ocho años no los ve patrullar. “Los vemos en la televisión, que están en La Habana, en los diálogos de paz”.

Este campesino que ha trabajado en la siembra de café, cultivos de pan coger y en la ganadería, considera que de alguna manera todos en Marquetalia son víctimas del conflicto, y más los que se quedaron, resistieron y lucharon ante la guerra.

En la zona, todos llevan un duelo, los recuerdos de lo que pasó, cuando vivieron situaciones difíciles como el reclutamiento de sus hijos, desplazamientos forzados, muertes de seres queridos y diversos horrores de la violencia que se suman a las seis décadas de estigmatización por el solo hecho de haber nacido y vivido en Marquetalia.

Un duelo del que todavía no se han recuperado Wilson y su familia es la muerte de su cuñado. “Belisario murió prácticamente desangrado y destrozado por la explosión de una mina que le afectó las piernas, la cintura. Él duró vivo unos 18 minutos, pero por la lejanía de todo, sin tener una vía de acceso, falleció. Se le hubiera podido prestar apoyo. Él se estrelló con la mina cuando estaba bajando unos novillos al corregimiento de Gaitania. Mi hermana Martha vive sola, quedó una niña huérfana”.

Con resignación habla de lo grave que es vivir entre territorios minados. Es una realidad silenciosa. De acuerdo con la Dirección para la Acción Integral contra Minas Antipersonal del Gobierno, en el país se registraron 11.233 víctimas de minas antipersonal, entre civiles y militares, de 1990 a diciembre de 2015.

Su vocación de líder lo lleva a decir que hay esperanza. Sueña y anhela con la paz, pero sabe que esa paz llegará cuando se solucionen las necesidades básicas y de infraestructura local. Vuelve a referirse a la urgencia de que se reconstruya un puente artesanal deteriorado que se encuentra en el camino hacia Gaitania: “yo pienso que se le daría un golpe verdaderamente a la guerra haciendo esta infraestructura y siempre esto es lo que nos ha golpeado, porque se le ha invertido mucho dinero a otras cosas que no son prioritarias”.

Saben de lo que pasa en el país, especialmente de los acuerdos de paz entre la guerrilla de las FARC y el Gobierno en La Habana. Se enteran cuando logran prender el televisor, luego de que se cargan las baterías de los paneles solares, pues allí tampoco hay energía eléctrica, o cuando bajan al pueblo y ven las noticias mientras almuerzan en los días de mercado.

“El acuerdo pienso que es muy bueno y todo, pero en sí miro que haiga infraestructura, unidades sanitarias, casas y puentes dignos, que haiga salud, educación y buenos manejos de los recursos de la Nación, pienso en que se lograría una paz adecuada”.

Esperan no volver a ver a la guerrilla. ¿Y si vuelve? “Yo diría que otra vez quedamos en medio de dos gobiernos que mandan en la República y si el Gobierno está mandando igual que las FARC, nosotros como campesinos, como pueblo, nos tocaría estar sujetos a la organización que esté”.

Wilson dio inicio a la asamblea comunal y animó a los habitantes de Marquetalia a seguir luchando por su bienestar.

 

Aprendizajes y detrás de cámara de Memorias de la cordillera

 

“Quien hace memoria está saliendo de las sombras de su propio destino. Andar con él y escucharlo es el primer paso para ganar la confianza de contar su relato. Esa memoria suma a la reconstrucción de la historia ”

Ginna Morelo.

 

“Las voces de la memoria nos hacen imaginar el pasado y sentir a un país herido que quiere evitar los olvidos, es como resumo la vivencia luego de reportear esta historia ”

Edilma Prada.

 

Los relatos de la memoria permiten investigar contextos, confrontar fuentes y compartir voces que ayudan a unir ese entramado de historias y de hechos para comprender el conflicto armado en Colombia.

Una parte de esas historias, las que ayudan a entender en nuestros tiempos el inicio de las Farc, están compiladas en esta pieza: Memorias de la cordillera. Un rosario de voces, experiencias y recuerdos de quienes vivieron de cerca los inicios de un país en guerra y de los que hoy se apegan a la esperanza, que nace de las actuales conversaciones de paz que se realizan en La Habana, Cuba.

Emprendimos un viaje al pasado y al presente, guiados por la memoria de otros. Viaje que nos enseña historias de campesinos inocentes y de víctimas invisibles. Los destinos fueron el municipio tolimense de Planadas, el corregimiento de Gaitania y la vereda Marquetalia, sitios enclavados en la imponente Cordillera Central, límites con el departamento del Huila.  El mismo lugar donde en 1964 se crearon las Farc.

Este recorrido nos llevó a conocer una realidad explorada, pero que requiere ser más explicada; y a entender a través de los recuerdos de sus habitantes las vivencias duras del conflicto, las añoranzas de los tiempos tranquilos y las miradas fijas hacia una paz que anhelan desde siempre.

Memorias de la cordillera inicialmente valida los testimonios de los hombres, de las mujeres, de los líderes, de los que de una u otra forma fueron testigos vívidos del conflicto armado. Sus voces son las que hacen las memorias del país. Con cada voz se elabora el rompecabezas del conflicto, con cada historia se cuenta un pedacito de la realidad que generó el poder de las armas, con cada testimonio se aporta a validar una verdad, la que guarda en sus recuerdos cada colombiano.

Con estas historias quisimos reforzar nuestro mensaje como reporteras regionales, como es el de volver a uno de los tantos lugares del país donde se inició la violencia. Hay que caminar para percibir la historia de hoy y animar a que los silencios del pasado afloren en un momento donde los esfuerzos deben llevar a construir la Colombia desconfigurada por la guerra. A comprender que el principio del conflicto armado es el mismo principio para la construcción de paz, y las razones deben comunicarse a toda costa, porque las realidades siguen siendo las mismas.

Dedicamos tiempos largos a hablar con las víctimas, a entrevistarlas, a escuchar cómo ellas han tenido que esperar para sanar sus heridas, sus duelos. Hay que explorar procesos como las conversaciones o los diálogos de saberes, aquellos que nos enseñan la sabiduría de los indígenas. Hay que entender que las miradas profundas de las víctimas cuentan un pasado, hechos y realidades.

La idiosincrasia de sus gentes, los tonos de voz, las culturas y los territorios también hacen parte de la memoria y la relatan.

Para escribir historias de memoria se necesita un esfuerzo adicional, el de entrevistar los archivos, revisar las páginas de los viejos periódicos, los libros de historia y hasta los álbumes familiares. También descubrir lo que cuentan los objetos, aquellos que se conservan y cuidan como lo preciado.

Esas historias se hacen fuertes y sus datos se contrastan cuando de igual manera acudimos a expertos que llevan años analizando y revisando las páginas de la historia de la Colombia olvidada, apartada. Aquella que se recorre a lomo de mula.

En Memorias de la cordillera, cada historia fue tomando su propia forma, pero todas ligadas a una misma realidad, a un mismo contexto, un mismo hecho.

En la siguiente bitácora encontrarán los hilos narrativos que permitió mapear el desarrollo de cada historia, inicialmente nos enfocamos en las palabras clave que nos llevarían a hacer la reportería, luego a la búsqueda de los datos y personajes, para finalmente, junto a las voces de nuestros protagonistas, escribir y plasmar los relatos.

 

Los anteriores fueron algunos aprendizajes y lecciones al construir Memorias de la cordillera, aprendizajes que están plasmados en cada página de este libro que hoy deja un reto abierto, el reto de escuchar y reconstruir más memorias, las de los habitantes de las riberas de los ríos, las de los ciudadanos, las de quienes batallan en los desiertos, en la selva o en la escarpadas cordilleras, las de la resiliencia que se multiplican por millones en nuestro territorio.

Memorias que todos los periodistas desde nuestros lugares de trabajo podemos contar como aporte a la reconstrucción de la historia de 60 años de conflicto.

 

 

  • Los cubrimientos para hacer memoria se deben planear como un proceso; es decir desarrollarlos de manera general no reseñando simples hechos. Comprender los distintos momentos para explicarlo e informarlo.
  • También se hace necesario ahondar sobre las causas que generaron los conflictos y las violencias; profundizar cómo están sanando las heridas quienes sufrieron la crueldad de la guerra y mapear las iniciativas de paz, aquellas que las comunidades gestaron en sus diversas realidades para resistir y superar los traumas del pasado.
  • Caminar los territorios, las profundidades de las selvas, las inmensas cordilleras para recuperar esas memorias olvidadas o desconocidas que se quieren perder en el largo periodo del conflicto que ha vivido el país.

MEMORIAS

DE LA CORDILLERA

|  Por Ginna Morelo y Edilma Prada

La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda,

y cómo la recuerda para contarla.

 

Gabriel García Márquez

 

 

La brisa fría corre por los filos de las montañas de la cordillera Central de Colombia, corta la piel de quienes no están acostumbrados a andar a lomo de mula por caminos estrechos y accidentados y lleva hasta los visitantes el rumor de la guerra. Hombres, mujeres y niños, campesinos e indígenas, son testigos de décadas de sangre y de intentos de reconciliación. Cuando quisieron hablar, los disparos ahogaron sus voces. Entonces callaron para levantarse y desearon ser pueblos invisibles y no en disputa. Ahora quieren romper silencios, pero tienen dudas del desenlace de los acuerdos que invocan la paz.

 

La historia de las FARC es un relato de memorias superpuestas. El profesor y doctor en filología William Fernando Torres ha estudiado el fenómeno de la violencia desde la Universidad Surcolombiana, en Neiva, Huila.

Para este académico, la memoria con relación a las FARC no es una sola, sino que resulta plural, desproporcionada hacia lo bueno y lo malo, enriquecida desde lo histórico, porque comprende los relatos de las violencias de Colombia, y vívida desde las víctimas, porque son los testigos de por lo menos 50 años de acontecimientos y tales hechos serán como ellas los recuerden.

 

Torres explica que lo primero que viene a la mente cuando se piensa en las FARC es la memoria épica de la guerrilla, la que cuenta el asesinato del famoso Charro Negro y el avance de hombres y mujeres por la búsqueda de un espacio propio. Este habría de ser el embrión del movimiento guerrillero.

“Esa memoria prevalece entre el campesinado viejo, de eso que entonces no tenía un nombre. Los más viejos relatan las marchas, que fueron un ejercicio de una brillante estrategia militar. Antes de 1964 avanzaban familias enteras por el sur del Tolima. Adelante iban los que sembraban la tierra y atrás llegaban los combatientes con sus mujeres, a organizarse comunalmente”, explica William Torres.

“Esa memoria fue puesta en libros, como el de Eusebio Prada, baquiano de las guerrillas. Dicho relato está en un texto de Eduardo Pizarro, del año 91. En él  cuenta que esos campesinos iban cantando canciones de la segunda república española y leían La marcha de los coroneles, novela de Jorge Amado”, menciona el profesor Torres.

El movimiento comenzaba a exponer su pensamiento y a luchar por la tierra. Aparecieron entonces las memorias de una violencia recordada como amenaza por las élites del país. En 1960 el senador Álvaro Gómez denunciaba ante el Congreso de la República, la existencia de "repúblicas independientes" en Colombia: El Pato, Sumapaz, Riochiquito, la región del Ariari  y la intendencia del Vichada. Justo sobre ello el sacerdote Darío Martínez Amariles, que reside en Planadas, hace memoria sobre la rudeza del movimiento guerrillero.

A juicio del profesor Torres, quien más ha relatado estos momentos es el sociólogo Alfredo Molano, que ha reconstruido esa historia en cinco libros. “Él no justifica a las FARC, sino que las explica”, dice. Para entender lo ocurrido es relevante la Operación Soberanía, del Ejército colombiano, más conocida como la toma a Marquetalia.

En la década de los ochenta, las FARC comenzaron a recoger dinero a partir de los secuestros y las extorsiones, para terminar involucradas en los negocios del narcotráfico. Empezaban los años más violentos del accionar guerrillero. El miedo se sintió en muchos territorios de Colombia, por lo que una serie de acontecimientos propiciaron los diálogos del Caguán en 1999.

Ese proceso de negociación no derivó en la anhelada paz, pero fue el oxígeno —en una zona de concentración de dominio guerrillero— para que las FARC se fortalecieran. Y el momento propicio para que el presidente Andrés Pastrana embarcara al país en el Plan Colombia.

Sin embargo, cuando se levantaron los diálogos de paz del Caguán porque no condujeron a nada, se evidenció el poder de una guerrilla que llegó a secuestrar a una generación política en Colombia.

Los ríos de sangre han corrido hasta llegar al momento de una nueva esperanza, el del actual proceso de La Habana y al que los habitantes del sur del Tolima, que vieron crecer a un movimiento, hoy se refieren diciendo que está casi aproximándose a su fin.

Los contadores de historias

El cura que confesaba a Manuel Marulanda

Si Pedro Antonio Marín Rodríguez, alias ‘Manuel Marulanda’ o ‘Tirofijo’, estuviera vivo, se vería tan viejo como el cura Darío Martínez Amariles, nacido en 1927, un año antes que el guerrillero más famoso del mundo.

Se conocieron en 1975, cuando al sacerdote lo encargaron de la Parroquia de Planadas y los revolucionarios comunistas colombianos, que sí creían en Dios, lo obligaban a oficiar misas y a bautizar guerrilleros.

El cura, oriundo de Pácora (Caldas), esconde una mirada cansada detrás de sus lentes bifocales y a sus 89 años todavía rememora historias de las FARC. Espanta a un perro de pelaje escaso que juega con su sotana amarillenta y está a punto de tirarle al piso la Biblia abierta en el evangelio de san Marcos.

El brazo derecho que espanta al perro le tiembla cuando habla. “Cuando yo llegué acá, militaba el Ejército, tenía su puesto allá en la salida en un punto que se llama Tolú. Había tranquilidad. Había honradez. Luego llegó la administración del doctor Pastrana y recogió a todas las Fuerzas Militares; como quien dice, se llevó las armas. Para ese momento ya existían los famosos Héroes de Marquetalia”.

 

El sacerdote llegó a Planadas nueve años después de que Jacobo Arenas instaló entre el 25 de abril y el 5 de mayo de 1966 la Segunda Conferencia del Bloque Sur que creó las FARC, con un secretariado ejecutivo a la cabeza. El municipio, a 252 kilómetros de Ibagué, se ubica sobre las estribaciones de la cordillera Central, en las riberas del río Atá. Sus calles guardan la memoria del origen de las FARC, así como otros pueblos del sur del Tolima y del norte del Cauca, cunas de grandes litigios: la lucha por la tierra de los indígenas —paeces y pijaos— y la de los campesinos por el reconocimiento de sus derechos políticos, explica el periodista Alfredo Molano en su libro A lomo de mula.

Martínez Amariles rezaba con los guerrilleros y también le tocaba hacerlo con el Ejército. “Me llevaban obligado en helicóptero a Marquetalia, enclave histórico del fortalecimiento de las FARC, a celebrar las misas los domingos, a las ocho de la mañana”.

Las confesiones que guarda el sacerdote son heridas que ni los siete santos que habitan su casa de madera con olor a moho le ayudan a sanar. “Son recuerdos muy dolorosos. Aquí se tomaban la casa cural y los tenía que dejar y desde allá les tiraban bombas a la Policía […], pero el daño lo hizo Pastrana, porque las Fuerzas Armadas se fueron con las armas y se fortalecieron las FARC. Luego, por los enfrentamientos y las luchas por la tierra, se presentaron matanzas. Cogían a las personas y las tiraban al río y los cuerpos iban a desembocar del Atá al Magdalena. Allá llegaban todos esos cadáveres, a Saldaña. El cura de allá me mandaba a llamar, que fuera, porque como yo era el párroco de Planadas, debía ir a reconocer a mis muertos”.

Entre entierros y bautizos se la pasó el padre Amariles en las décadas de los setenta y ochenta. “A mí siempre me ha gustado recoger muchachos pobres que quieran estudiar. Los recogía y los traía al colegio, con la venia de sus padres, porque yo fui rector de la institución de Planadas durante 29 años. Un día se me llevaron tres muchachos y por allá los pelaron, y me mandaban a decir que fuera a reconocerlos. Los dejaban en el monte, los tapaban con hojas. Otras veces me los traían acá, me los entraban a la iglesia, para que yo les diera cristiana sepultura. […] Ellos [los guerrilleros] llegaban de otras regiones y me mandaban a llamar. Pedían dizque los bautizara, ya viejos, de 58, de 60 años. Y que además me pusiera de acuerdo con el registrador para que les sacara papeles. Me tocaba ir y llevar al registrador. Les prestábamos ese servicio”.

El Tolima ya había vivido épocas sangrientas. Entre 1948 y 1957, según la Comisión Investigadora de las Causas de la Violencia de 1958, fueron asesinadas 35.294 personas y abandonadas 93.882 fincas, relata Molano en su libro. La respuesta a esa violencia fue la conformación de comandos armados para defender la tierra, uno de ellos liderado por Pedro Antonio Marín ‘Tirofijo’. Dos décadas después de los ríos de sangre, el afán de muchos miembros de la guerrilla y familiares era legalizar sus tierras y para ello tenían que bautizarse y registrarse.

En esas épocas, recuerda el sacerdote, también había espacio para el esoterismo de los guerrilleros y en especial de Tirofijo. “Él siempre me decía, «yo soy muy católico, mi papá y mamá son muy católicos y no sé por qué yo resulté aquí». Me contó una vez que una vieja se enamoró de él y le cogió una foto. Él venía y me decía que a las doce de la noche, una, dos de la mañana, dizque le cogía un desespero, dizque un dolor en el corazón, que no lo dejaba dormir. Un día se fue a las doce de la noche a buscar a la mujer y ella estaba despierta y lo estaba alumbrando con la foto que había atravesado con tres alfileres por todo el centro del corazón de la foto. Ahí mismo la cogió y la mató.  Él la mató, me lo confesó”.

El cura Martínez Amariles no responde las preguntas que tienen que ver con la lucha armada o política de las FARC. Es un hombre de rezos y de plegarias. “Ellos [los guerrilleros] me decían que tenían una meta, que ellos luchaban por los buenos gobiernos. […] Lo único que sé es que a mi manera yo luché mucho por este pueblo. Yo me iba a Bogotá, permanecía semanas enteritas allá en esas antesalas de la Caja Agraria suplicando que nos abrieran una Caja en Planadas. Y llegó, la establecieron acá, al frente del colegio.  Entonces enseguida se hicieron sentir los atracos, hubo un robo millonario. Yo lo que he visto ha sido violencia. Una vez hubo una toma a la Policía. Cogieron a los agentes, los amarraron y les metieron candela. Cogieron a un militar, lo amarraron de un naranjo y ahí amaneció el otro día vuelto chicharrón, era terrible”.

La memoria de la guerra que guarda el hombre un año mayor que Tirofijo lo ha vuelto escéptico ante la posibilidad de la paz. “No es que no crea, es que ellos [los guerrilleros] dicen que en Colombia no habrá paz, que entregan las armas, pero guardan otras. A mí me lo han dicho, me lo han confesado. Ellos a mí me cuentan todo desde siempre”.

 

“Yo guardo la mesa donde comía don Manuel”

Humberto Tafur cierra sus ojos y retrocede 60 años para hacer memoria. Tenía 13 cuando comenzó a ver a Tirofijo. A esa misma edad, Pedro Antonio Marín se fue de su casa paterna en Génova (Caldas en ese entonces; hoy perteneciente al departamento del Quindío). “Él [Tirofijo] venía a comer aquí [Planadas], inclusive todavía conservo la mesa donde él comía, ya tiene sesenta y pico de años. Él le pagaba los alimentos a mi mamá […]. A don Manuel nunca lo vi tomar trago”.

Al ícono de la guerrilla le guarda respeto, como también lo hacen muchos pobladores del municipio de Gaitania, quienes reconocen en la lucha armada una pelea legítima por la tierra y el orden. “El tipo [Manuel Marulanda] era un cerebro de admirar, porque donde él estaba nadie hacía daño. Si alguien se llevaba una panela, le dejaba una boletica y esa persona enseguida la devolvía. Todo era muy organizado. Si alguien violaba una muchacha, le aplicaban la pena capital. El que no aceptaba la recomendación, las normas de ellos [los guerrilleros], pagaba con la vida”.

Tafur evoca el final de los años cincuenta, cuando Manuel Marulanda organizó Marquetalia, en donde un grupo de alzados comunistas que no entregaron las armas constituyeron una república independiente por la violencia bipartidista. “Él fundó Marquetalia con mucha gente que le gustaba hacerles daño a los demás. Entonces se los llevó a volear hacha, hasta que construyeron la hacienda y todo el pueblo y les enseñó disciplina”.

En mayo de 1964 el Ejército colombiano lanzó la Operación Soberanía, que terminó tomándose el territorio. Ese acontecimiento sería conocido, desde entonces, como el mito fundacional de las FARC.

Tafur vive en una loma empinada y resbalosa, hasta donde se llega luego de andar 247 pasos, desde la calle principal. Ahí se ven las montañas de Planadas y huele a café. Hace la escalada con botas de caucho, para no ensuciarse sus pantalones ni echar a perder sus zapatos de cuero. Su respiración es pausada, así como sus pasos. Quiere tener tiempo de contar lo que sabe y rememora. “En esta región recordamos claramente a los líderes organizadores de la guerrilla, los primeros fueron Jacobo Prías Alape, conocido como el ‘Coronel Charro Negro’; estaba don Pedro Antonio Marín ‘Tirofijo’, en esa época le llamaban el ‘Mayor Marulanda’; estaba el Mayor Líster; el Mayor Ciro y otros. Los grados eran como en el Ejército, de cabo hasta coronel. Yo estaba muy muchacho y, después de eso, ya ellos salieron para el Llano, se fueron organizando y cogieron tanta fuerza que se regaron por todo el país”.

“A Charro Negro lo asesinó la guerrilla del General Mariachi. Yo estaba muy pequeño, pero me acuerdo que eso sucedió al frente de la casa cural. Charro Negro y Mariachi estaban alegando en el parque y el finado les decía que por qué no respetaban la zona de él. Se fue a desayunar donde una señora Candelaria. La señora le dijo: «hombre, Charro, váyase que esa gente llegó a matarlo». Entonces él le dijo: «no, ya alegué con ellos y esos no me hacen nada». Cuando el finado Charro venía subiendo, un guerrillero de los de Mariachi le dio dos disparos y lo mató. Yo digo una cosa: si no lo hubieran matado, Colombia no tendría este problema”.

Tafur narra las divisiones que existían entre las guerrillas del sur del Tolima. En el grupo en que estaban Jacobo Prías Alape ‘Charro Negro’ y Pedro Antonio Marín ‘Tirofijo’ se hacían llamar los comunes. La guerrilla del General Mariachi se hacía llamar los limpios. Ambos eran guerrilleros, pero los primeros eran comunistas y los segundos estaban más del lado del Ejército. “Yo digo que este conflicto que tiene el país lo inició la gente de Mariachi, un guerrillero llamado Policía fue el que llegó a matar a Charro Negro”.

Para el habitante de la loma de Planadas, la guerrilla de Manuel Marulanda era gente bien intencionada en un principio. “En esa época que empezaron, de verdad estaban muy organizados y tenían ideas muy buenas, porque a uno lo dejaban trabajar y le ayudaban a cuidar los esfuerzos. Don Manuel era una persona supremamente seca, de muy pocas palabras, no le daba confianza a nadie. Después de un saludo, preguntaba dos o tres cosas y no era más. Pero era justo”.

Tafur vio a Tirofijo varias veces en reuniones que programaba la guerrilla en la región. “Marulanda decía que los grandes problemas con el correr de los años los iban a tener las grandes capitales del país y yo, en medio de mi ignorancia y de mi niñez, decía «este señor está loco, cómo va a creer que las guerras van a ser en las ciudades». Este tipo estaba tan seguro y eso es lo que estamos viviendo. […] Todo lo que yo le escuché iba en beneficio del pueblo, de sus comunidades, de su organización”.

“La última vez que yo me encontré con él eran como las siete de la mañana. En ese entonces yo tenía mulas, tenía unos 14 o 15 años. Vi una casa llena de Ejército, ahí estaba él y me dijo: «quihubo, muchacho, ¿cómo le va?». Yo le dije: «¿qué más, comandante?». Él me dijo: «¿qué hay por allá?»; y yo le respondí, «nada».  Fue la última vez que lo vi”.

 

Las reglas de las FARC

La líder comunal Gloria Cecilia Sánchez Bocanegra tiene poco más de 50 años de edad. Actualmente se dedica a pintar al óleo en una pequeña casa que está adornando para pasar su vejez. Tiene una energía contagiosa, le gusta el rock, siempre ha vivido en Planadas y, al igual que muchas de las casi siete mil personas residentes en el pueblo, muchas de ellas recuerdan los momentos más duros del conflicto.

Gloria rememora los relatos de sus padres y de los viejos, en los que se aseguraba que a lo largo y ancho del territorio de Planadas, varias reglas se impusieron. Eran impartidas desde la hacienda Marquetalia por el líder de la naciente organización revolucionaria. La ley del monte, como canta el mariachi, fue el nombre que la gente les dio a las normas de las FARC. Se dividió en dos, la impuesta para los ciudadanos y el fuerte régimen disciplinario para quienes integraban sus filas.

Una de las primeras medidas fue imponer orden en la zona. Se acabaron las peleas entre vecinos y arrieros, dice Gloria. Las FARC se encargaron de arreglar pleitos de linderos, establecimiento de caminos, pagos de deudas, problemas en el hogar, inasistencias alimentarias y hasta líos de infidelidad.

“Al que robaba le ponían un cartel y lo paseaban por el parque todo un domingo, digamos como esas leyes chinas, esas las aplicaron aquí”. Afirma que muy joven ella alcanzó a ver esa situación y que en un principio era como una burla, pero que luego esta medida causó estigmatización y el ambiente sereno de Planadas se convirtió en un escenario de zozobra y temor.

Se establecieron leyes propias del comunismo, de obligatorio cumplimiento. Una muy recordada fue la prohibición de productos extranjeros. “Aquí una Coca-Cola no se conseguía, teníamos que tomar las gaseosas que ellos [las FARC] dijeran, empezaron a imponer un dominio”. Y esto derivó en violaciones de los derechos humanos.

Gloria evoca cuando la guerrilla visitaba las fincas, los campesinos debían convivir con ellos y hasta hacerles mandados, como llevarles la remesa, prestarles las mulas para los largos recorridos por las montañas, comprarles medicamentos y entregar todo tipo de recados o mensajes. “Yo conocí, muy niña, personalmente a Tirofijo, una vez que fueron [los guerrilleros] a nuestra finca. Allí se estaban varios días, a veces hasta meses, no podíamos hacer nada distinto a recibirlos y atenderlos”.

En su testimonio, Gloria da a conocer que si bien en los inicios del conflicto se impusieron normas, los guerrilleros nunca atropellaron a sus coterráneos. “La guerrilla era comunista, casi no asediaba al habitante, nosotros los veíamos como unos amigos”, manifiesta.

Las raíces campesinas de las FARC hacían que los jóvenes vieran a esa guerrilla como una opción de futuro, al punto de echarse un fusil al hombro y seguirla, la consideraban una organización que velaba por el pueblo, por la comunidad. “Muchos jóvenes se fueron de manera voluntaria. No se presentaban reclutamientos forzados, la gente se iba con ellos por deseo propio”.

Con el correr del tiempo, de alguna manera los moradores validaron esas normas; para ellos, todo funcionaba bien. Las reglas del Estado también se cumplían, pero imperaban las de la guerrilla.

Las FARC hicieron pública su transformación en la estrategia de guerra en la VII Conferencia, en 1982. Pasarían de una guerrilla defensiva a convertirse en ofensiva. Así lo registra el informe ¡Basta ya!, del Centro Nacional de Memoria Histórica. Esto significó para la guerrilla una expansión a otros territorios, tener el absoluto control del negocio del narcotráfico e instaurar nuevos dominios y leyes, entre ellas la conocida por los ciudadanos como la ley del silencio.

En Planadas, la guerrilla redobló controles. Les hacían requisas a los viajeros, les pedían los documentos, patrullaban en el interior y en las afueras del pueblo, ante la mirada pasiva de las fuerzas del Estado. Los planadunos se limitaban a cumplir.

También se establecieron grandes campamentos, puntos de entrenamiento militar y surgieron los grupos de milicias o redes de auxiliadores. Las FARC empezaron a controlar la siembra de coca y amapola y ello complicó aún más el panorama. Planadas, en la década de los noventa, fue conocido como el primer productor de amapola en el país. “Fue una época difícil porque entraron gentes de otras partes a comprar, se presentaron ajustes de cuentas, el uno matando al otro, pero lo hacían grupos de narcotraficantes”, recuerda la líder.

Se empezó hablar de destierros, desapariciones y crímenes selectivos. Los niños no podían salir luego de las siete de la noche de sus casas, pues los riesgos se hicieron evidentes.  Tampoco se les permitía a los jóvenes ingresar al Ejército a prestar el servicio militar; la norma era ser parte de la guerrilla y ya no era voluntario su ingreso. Señoras de Planadas cuentan que los menores de edad se veían caminar por las calles con fusil en mano, recibían adiestramiento militar y aprendían a sobrevivir en el monte, en medio del conflicto. Muchas familias se fueron del pueblo para proteger a sus hijos.

El momento de mayor dominio y control de las FARC en este municipio fue durante la época de la zona de distensión, en los diálogos de paz del Caguán, periodo del presidente Andrés Pastrana Arango (1998 a 2002), otra zona despejada “no declarada”. “Antes de Pastrana, la guerrilla no vivió aquí en el pueblo, en la época de Pastrana se vinieron al pueblo”, dice Gloria Cecilia.

Menciona que en ese momento fue cuando más se produjo el desplazamiento. “Ellos [los guerrilleros] trajeron a sus familiares, se organizaron comunidades, la gente era agresiva con los que no íbamos con ellos, entonces teníamos que ser calmados porque irnos nos implicaría perderlo todo”.

Gloria recuerda que los grupos que se llamaban milicianos ejercieron más controles y cometieron atropellos contra la población civil. “Eran unos chicos desubicados, les dieron una cantidad de poder y cosas, vinieron a cometer muchos abusos”. Los castigos ya no eran tan simples, cualquier error se pagaba con la vida.

Posteriormente, los controles fuertes vinieron del Estado y empezó un señalamiento contra los habitantes. “A nosotros nos estigmatizaron, que éramos guerrilleros”. Los planadunos que lograron quedarse en el pueblo debieron aprender a vivir en medio de las desafiantes reglas, a ser neutrales, a muchas veces agachar la cabeza, pero siempre aferrados a la esperanza de ver el fin del conflicto.

 

Los servidores públicos de Planadas asediados durante el conflicto

“Esta región ha sufrido mucho, ya que diferentes grupos armados han estado haciendo presencia en el municipio y ha sido casi una constante”, así describe Carlos Arturo Rosas Pérez lo que ha sido permanecer en una zona donde el conflicto nunca ha cesado.

 

Carlos Arturo, de 57 años, es oriundo de Dolores (Tolima) y ha sido testigo de las embestidas de la violencia. Sus memorias tienen relación directa con la represión y el daño que la guerra le ha causado a la democracia.

Desde hace 45 años vive en Planadas y allí ha ocupado cargos públicos. Trabajó 11 años en la Caja Agraria y como tesorero de la Alcaldía entre 1998 y 2000. Además, fue empleado del Hospital. Se niega a olvidar el secuestro y asesinato de líderes políticos y comunales y de personajes populares del pueblo.

“Hemos tenido unos casos duros, por ejemplo, el asesinato de Saúl Rojas, un alcalde en ejercicio, en la década de los ochenta. En el periodo del 98 al 2000 ganamos unas elecciones con el alcalde Mario Sánchez y fue secuestrado dos veces por las FARC. Él duró en poder de este grupo, la primera vez, como un mes; en el segundo secuestro, cinco meses. Luego la guerrilla lo liberó, pero no pudo volver al pueblo. Estuvo en Ibagué hasta cuando terminó su periodo; tan pronto terminó, viajó a los EE.UU. donde le dieron asilo, ya es ciudadano norteamericano”. Agrega que fue un secuestro político que golpeó la gobernabilidad en este poblado ubicado en límites con el Huila.

“Son momentos duros cuando uno tiene que ver que su jefe está secuestrado. El pueblo sufre mucho, porque cuando a los pueblos se le llevan a sus alcaldes, todo se descontrola, porque la idea del alcalde la tiene él, nadie más”.

Según la Unidad Nacional de Víctimas, de 1985 a mayo de 2016, en Colombia se presentaron por lo menos 31.200 secuestros, de los cuales un alto porcentaje de las víctimas fueron servidores públicos, como alcaldes y concejales, y reconocidas figuras como Íngrid Betancourt, Jorge Eduardo Géchem, Fernando Araújo, Alan Jara y Guillermo Gaviria, entre otros. Se sumaron a centenares de policías y militares.

Rosas Pérez también habla del control militar que ejerció la guerrilla en los años ochenta y noventa.  “Como el Gobierno retiró el Ejército, la guerrilla cogió el control de todo el sur del Tolima, había dos bases en Marquetalia y una que se llamaba Casa Verde, y de aquí [Planadas] hacían operativos para otros municipios. Este era como un campo de entrenamiento de tropas, ir a un campamento de la guerrilla era normal. Yo fui cuando me desempeñé como tesorero del municipio, tenía que ir. Era un ejército común y corriente y debíamos entregarles cuentas como funcionarios públicos, de lo que estábamos haciendo, qué habíamos comprado, por qué hicimos tal cosa; la guerrilla manejaba todo. Todo es todo”.

Asegura que las FARC controlaban el presupuesto municipal: “vigilaban inversiones, pero no para pedirle plata al municipio, en la época de nosotros no hubo eso”.

Sin embargo, y pese a los controles, en Planadas todos sabían que tenían cierta seguridad de las FARC, suerte que no tuvieron centenares de pueblos en Colombia, que fueron destruidos tras sangrientas tomas guerrilleras y despiadados atentados.

“Una de las políticas de las FARC es que militarmente nunca haría enfrentamientos en el casco urbano. Los combates con la Fuerza Pública se presentaron en zona rural, en Gaitania y en Bilbao, corregimientos de Planadas, pero aquí no. La guerrilla siempre respetó a Planadas”.

Este pequeño pueblo, de calles un poco empinadas y muy comercial por el café, no se salvó de los asesinatos selectivos, de la presencia de grupos paramilitares y del exterminio de simpatizantes de la Unión Patriótica (UP) que en el país dejó por lo menos 1.590 asesinados y desaparecidos entre 1984 y 1997, según se informa en el documento del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, Unión Patriótica, expedientes contra el olvido, escrito por Roberto Romero Ospina.

“En alguna época cuando se hizo una amnistía con las FARC, nació la UP como un grupo político, pero de todos modos tenía en sí el apoyo de las FARC, con armas. […] Prácticamente en este municipio liquidaron, digamos a sangre fría, a miembros de la UP. […] Los mataron casi que en el centro del pueblo, en pleno día”.

Sobre las conversaciones de paz hay confianza, pero también temor, pues el municipio vivió una amarga experiencia que trajo consigo dolor: las negociaciones del Caguán.

“Lo importante es que el Estado a lo que se comprometa, lo cumpla, y que también la guerrilla a lo que se comprometa, lo cumpla. Porque si hay violaciones de alguno de los dos grupos, eso no va a tener ningún fin bueno. Precisamente eso fue lo que pasó cuando estuvo lo de la UP. […] A mí me duele mucho que hubieran matado tanta gente”.

En Planadas no quieren que las FARC vuelvan a controlar el territorio; de algo de lo que están seguros allí es que quieren un Estado que actúe. “Que tengamos aquí las fuerzas del Estado, tengamos nuestros fiscales, nuestros jueces, que los alcaldes puedan gobernar, que tengamos esa tranquilidad para nosotros vivir”.

Carlos Arturo Rosas es testigo del conflicto en Planadas y a su vez un resistente de tantos hechos de dolor. “Lo que buscamos es que la vida de nosotros sea más agradable, más feliz, sin tantos altibajos”.

 

“La mujer que guarda una camisa rota por dos tiros”

 

—¿Cuál es el recuerdo que guarda en su memoria sobre el conflicto colombiano? —preguntamos a una habitante de Gaitania.

—Esta camisa a cuadros, rota por dos tiros —respondió.

La mujer exhibe sobre la mesa del comedor una camisa vieja, con olor a moho. De la tela de cuadros verdes fue removida hace 16 años la sangre seca de Luis Alberto Guzmán, el esposo y compañero que le dejó cuatro hijos. Los dos agujeros deshilachan la prenda y amenazan con desintegrarla.

Edilma Gaviria, bajita, de cabello corto y rojizo, levanta la camisa como queriendo ponérsela o abrazarla. Ya no llora. Se le acabaron las lágrimas.

A Luis Alberto Guzmán lo asesinaron el 21 de julio de 2004. Recibió dos tiros en la cabeza y dos más en el pecho que quedaron grabados en su camisa manga larga, talla S, marca Concorde. Los hechos en los que murió sucedieron cuatro años antes de que el mundo conociera de las ejecuciones extrajudiciales, mal llamadas falsos positivos, con los acontecimientos de Soacha (Cundinamarca).

La mujer asegura que su esposo es una de esas víctimas, pero nadie la escuchó. “Nosotros vivíamos al borde de un camino real, ahí entraba el Ejército que nos preguntaba por la guerrilla y decíamos: «sí, la guerrilla por aquí pasa e incluso aquí viene». Es más, mi esposo les dijo: «mire, allá vinieron un día y allá cocinaron afuera de la casa», porque uno tiene que obedecer tanto a los unos como a los otros. […] Una noche que mi esposo quedó en la finca, el Ejército subió y le dijeron que tenía que llevar yo no sé qué a otra vereda. Él va con un señor y se encuentran y entonces ocurre lo inesperado. No entiendo por qué ellos [el Ejército] hicieron eso con él. ¡Tanta gente que venía ese día y agarrar a mi esposo y matarlo tan cobardemente!”.

Para Edilma lo más duro no fue perder al padre y al marido, ha sido ver que su hijo menor no deja de tener pesadillas con Planadas y por eso no ha querido mudarse al pueblo. “A mi esposo lo mataron por allá y lo bajaron a la escuela donde mis niños estudiaban. Fueron a pedirle a la profesora que prestara el carro, pero dijo que no. Entonces fueron donde un vecino para que les prestara una mula y ahí bajaron el cuerpo. Mi niño estaba en esa fonda cuando le dijeron: «bueno, chino, vaya y dele agua a ese caballo». Y el niño de 11 años fue y miró que del caballo colgaba un cuerpo al que solo se le veían las botas porque estaba cubierto con trapos. No sabía que era su papá hasta después, cuando llamaron a decirnos que lo habían matado. Después de todo lo que pasó, el niño quedó con ese trauma”.

Intentó por todos los medios legitimar la defensa de que su esposo no era subversivo, pero su versión no fue atendida. “A él lo tiraron como un perro por allá en un sitio. Duró ahí toda la noche hasta el otro día que lo echaron por la mañana para Chaparral. Fui y le habían quitado todo. Ya lo tenían en puros interiores. Me dijeron: «mire, ahí está la ropa, usted verá si la bota, o la echamos a la basura, o se la lleva». Les dije: «no, yo me la llevo». Esta camisa era para haberla botado hace tiempo, pero la tengo porque es una evidencia. […] En el acta de levantamiento dicen que él vestía ropa militar. No fue así, porque a mí me entregaron la ropa que llevaba puesta: esta camisa. Después a él se lo llevan para un batallón y mi hijo fue hasta allá y dice que vio el cuerpo que tenía puesto un camuflado. Y que le encuentran en los bolsillos del pantalón unos números telefónicos de una comandante”.

Edilma nunca ha sido reconocida como víctima. Cuando intenta acercarse a las autoridades para contar su historia, le dan la espalda. Eso la hizo quedarse quieta e intentar recomenzar la vida. Con una hija vive en una vivienda de cuatro por ocho metros, en donde tienen lo básico para vivir. Es esclava del tiempo. Tiene pegados a las paredes tres almanaques. “Son para no perder de vista que el tiempo todo lo sana”.

Mientras mira los almanaques, Edilma relata la historia de su vida y la de su casa en un barrio que antes fue una invasión. “Dicen que fue fundado por la guerrilla, pero igual Carcafé fue el que hizo esto y las escrituras y todo está firmado por el alcalde que donó los lotes. Ahora resulta que a algunos nos quieren embargar las casitas por unas deudas que tenemos”.

Se despide desde la ventana de colores de su casa. “No me han querido reconocer como una víctima. Y aunque lo soy, me gusta más que me digan que soy una emprendedora. Una mujer verraca”.

 

La hija del guerrillero

 

En Planadas hay bastantes hijos de guerrilleros. Una de ellas accedió a relatar su historia. Manifiesta que corrió mejor suerte que muchos que terminan siendo reclutados. Según las cifras que maneja el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, desde 1999 hasta febrero de 2015, su programa de atención especializada para niños, niñas y adolescentes desvinculados de los grupos armados ilegales atendió a 5.730 menores. Esta chica, de 16 años, se salvó porque su padre nunca quiso esa vida para ella.

“Por ser hija de un comandante guerrillero me han pasado muchas cosas. La ley, el Ejército, me ha cansado mucho desde muy pequeña. Que yo esto, que yo lo otro y pues, ya en últimas, me cogió el Bienestar Familiar. Un día me sacó la Policía, la Dijín, y me llevaron para Ibagué. Me separaron de la mamá que me crió. Cuando eso pasó, yo tenía 12 años. Allá el Bienestar dijo que por qué me entregaban a ellos si yo no estaba desnutrida, no tenía maltrato ni nada de eso. Pero así pasó.

“Según me cuentan, la historia de mi vida es que a los ocho días de nacida mi propia mamá me dejó al cuidado de una señora, porque en ese entonces la que mandaba era la guerrilla. A mi mamá de crianza le dijeron que me tuviera por una semana, y ella aceptó. Pasaron los meses y mi verdadera mamá, que era guerrillera, no regresó por mí. Llegó como a los dos años, pero a verme.

“Cuando cumplí cinco años conocí a mi papá. Le dije: «hola, papi». Él siguió visitándome. Y cuando yo lo veía sentía una alegría muy grande porque compartía al menos un abrazo con él.  Esa sensación era muy chévere. Sentía tristeza cuando me despedía de él.  Yo creo que mi papá sí me quiere mucho. Me decía  que nunca fuera a escoger esa vida que él escogió porque eso era muy duro, que él quería que saliera adelante. Decía que quería colaborarme.

“Cuando yo tenía cinco años también ocurrió algo feo. Una bomba mató a mi mamá. Ella y el compañero que la acompañaba encontraron una casa abandonada y entraron a mirar y la casa explotó, y allí quedó ella muerta. Mi mamá no tuvo más hijos, solo a mí. Pero mi papá sí me han dicho que tuvo muchos. O sea que tengo muchos hermanos que ni siquiera conozco.

“La última vez que vi a mi papá fue cuando tenía siete años. Nunca ha podido estar en mis cumpleaños. Yo he escuchado que él está bien, porque la gente siempre comenta. Aquí en el pueblo saben quién es él y lo conocen. Claro que me gustaría verlo, pero quizá sea muy difícil para él. Cuando pienso en él lo recuerdo como un hombre más bien bajito, un poco más alto que yo. Es acuerpado. Es muy chusco y es blanco con cabello negro. Ojos color café oscuros. La última vez que me mandó un regalo fue un computador y un armario para guardar mi ropa. Pero me lo dañaron cuando me lo dejaron.

“No es fácil ser hija de un guerrillero. La gente no es que hable mal de él, porque yo sé que lo querían mucho, pero a veces uno se siente raro. La gente me dice que él era bueno, porque a los niños les daba cuadernos y dulces. Entonces como que no hablan así como tan feo, no. Entonces uno se alegra porque el papá es chévere, pero también hay cosas malas de él.

 “Ahora que se habla de los diálogos de paz y de que se van a desmovilizar los guerrilleros, yo no creo que mi papá se desmovilice. Mi papá lleva muchos años en eso y una vez un hermano le dijo a él qué pensaba de esa negociación y él dijo que no se desmovilizaba. Desde los 12 años es guerrillero y tiene como 48.

“Cuando pienso en todo lo que nos ha pasado, porque a mi mamá de crianza, pobrecita, la detuvieron acusándola de cosas que son mentiras, quisiera devolver el tiempo para que las cosas fueran diferentes. Para estar con mi papá. Que me viera crecer, que me viera en todo lo que yo hacía. Nunca traté casi con él, nunca jugué con él, nunca compartí muchas cosas y eso me ha hecho falta.

“Yo he llorado mucho, porque es muy horrible que le digan a uno que el papá está por allá y cuando llegaban los helicópteros en este tiempo que había muchos conflictos, yo lloraba mucho al saber que lo iban a matar. Es muy horrible saber que uno tiene un papá así, que es muy perseguido”.

 

El viaje a la tierra que le sirvió de refugio a ‘Tirofijo’

 

 

En la vereda Villanueva —ubicada a dos horas, a lomo de mula, del corregimiento de Gaitania y a siete de Planadas—, empieza el recorrido a un pasado histórico, el del inicio del conflicto armado con las FARC.

Mario Medina Valbuena, un auténtico campesino, arriero y hablador, saluda con acento paisa. Usa sombrero, poncho y un carriel cruzado en el pecho. Explica que esa parte del Tolima fue colonizada por antioqueños y vallecaucanos.

Mario tiene 52 años y es el guía del viaje a Marquetalia, donde vive desde hace 35 años. Era un niño cuando sus padres, oriundos de Bolívar (Valle del Cauca), lo llevaron a abrir caminos en esta zona del sur tolimense, que aún conservaba bosques con maderas finas y tierras en disputa.

Aclara que las trochas hacen largo y agotador el viaje para quienes no están acostumbrados a andar por los filos de las montañas. Mientras se avanza loma arriba, Mario habla de esta parte de la inmensa cordillera Central: “desde que llegué se ha presentado un cambio grande. Eran puros caminos de herradura hasta Gaitania y la forma de uno conseguirse la vida en ese tiempo era muy dura. Yo, que fui arriero, sacando madera, lo sé”.

También se refiere a las necesidades de hoy. No hay energía eléctrica, los puentes artesanales existentes están deteriorados, no hay agua potable, no hay médicos… “Tenemos necesidades como un verriondo”.

A lo lejos, en las faldas de las montañas, se observan cultivos de pan coger, plantaciones de café y ganado. Comenta que en las décadas de los ochenta y noventa existieron grandes extensiones de amapola, pero que de eso ya no hay nada.

La vegetación se hace más espesa a medida que se avanza en el viaje. Por momentos golpea una brisa fresca que proviene del cañón conocido como Filo de Hambre. Se escuchan el murmullo del viento y los cascos de los caballos cuando pisotean las piedras y los charcos.

“Nos acercamos”, dice Medina dos horas después del recorrido. Señala una montaña donde se distinguen un prado y una diminuta vivienda. “Allá es la finca donde vamos, donde vivió Marulanda, allá es mi casa”. Las bestias siguen el camino angosto y resbaladizo, el mismo que a diario recorren campesinos e indígenas de la región, y que anduvieron militares y guerrilleros. Se acelera el paso.

En la orilla de la solitaria trocha está una inmensa palma que marca la entrada a la finca La Base, como es conocida Marquetalia. En los alrededores hay grandes extensiones de prados que forman un tapizado denso, muy verde; potreros divididos, y una zona montañosa amplia y verde.

En un morro, rodeada de flores coloridas, de conejos que brincan por todos lados y de gallinas que picotean la tierra, se encuentra la casa, en madera. Tiene tres rústicos cuartos —uno de ellos vacío—, una cocina, un reducido comedor y un largo zaguán. En la parte trasera hay una huerta con plantas aromáticas y de allí sobresale el rojo de los pétalos de tres amapolas. El lugar es limpio, silencioso y muy tranquilo.

En La Base vive una familia. “Ellos son los que cuidan la finca”,  precisa Mario. Mantienen el ganado y se ayudan económicamente con la venta de leche y queso.

“Fue aquí donde se fundó las FARC, pero nosotros no la conocimos, conocimos fue al Ejército”, dice Medina, mientras observa una cruz grande de madera sembrada justo al frente de la vivienda, como señal de no olvido.

Desde la casa se divisa una panorámica que permite imaginar las líneas geográficas: al sur, los departamentos de Huila y Cauca, y al norte, Tolima y Cundinamarca. El estratégico sitio lo escogieron Pedro Antonio Marín Rodríguez, alias ‘Manuel Marulanda’ o ‘Tirofijo’, y Luis Alberto Morantes Jaimes, alias ‘Jacobo Arenas’, en 1960, para consolidar la República de Marquetalia, en este corregimiento de Gaitania, y que sirvió de refugio para un grupo de campesinos comunistas alzados en armas.

Mario dice que, según cuenta la historia, en este sector se libraron muchas batallas. La más recordada es la Operación Soberanía, conocida más adelante como Marquetalia y que fue parte de las estrategias del gobierno de Guillermo León Valencia para combatir los grupos guerrilleros que se fundaron en las disputas bipartidistas de los años cincuenta.

El 14 de junio de 1964, tropas del coronel José Joaquín Matallana, con cuatro helicópteros, asaltaron los cerros del sur del Tolima para retomar el control. “El Ejército penetró a la zona que había sido considerada como la residencia oficial del comando del bandolero Tirofijo. La penetración de las tropas a Marquetalia se hizo mediante una hábil operación combinada de fuerzas terrestres y aéreas. Al iniciarse los avances tanto por tierra como aire, los bandoleros hicieron alguna resistencia, pero enseguida encendieron los pocos ranchos que le servían de refugio y precipitadamente evacuaron el valle hacia la zona montañosa”, informó el 15 de junio de 1964 el periódico El Tiempo en primera plana.

Este diario de edición nacional también dio a conocer que en aquella operación, tras los enfrentamientos, murieron dos militares y cuatro más fallecieron debido a la explosión de un campo minado que dejaron sembrado los hombres de Tirofijo en su retirada.

Años después, el Ejército se asentó en estas tierras para ejercer el control. En la finca La Base vivían entre 35 y 40 hombres.

“Venía con mi papá acá a traerle cargas de comida, de remesa, al Ejército. Eso fue hace como 35 años. Yo tenía como 13 años”. Medina Valbuena agrega que si bien el Ejército llegó a la zona para quedarse, también mandaban las FARC.

Los últimos combates cercanos que conocieron los pobladores se presentaron hace 12 años o más. “Pero de ahí para acá no se ha vuelto a ver nada”.

Mario afirma que él es el único dueño de la finca Marquetalia, desde hace ocho años. “Se la compré al señor Eduardo Olaya, antes las tierras fueron vendidas por Argemiro […], tengo los papeles a mi nombre. […] Cuando estaba el Ejército, esto era limpio, solo este pedacito. Luego el Ejército se fue y ya llegó el señor Argemiro a trabajar. La arregló, le sembró los pastos, le vendió luego al señor Eduardo Olaya y yo le compré”, precisa al mencionar que La Base tiene 85 hectáreas: “yo mismo las hice medir”.

Del rastro del Ejército en estas tierras solo quedan unos túneles profundos afuera de la vivienda. Servían como trincheras para resguardarse de los ataques esporádicos de la columna móvil Héroes de Marquetalia, como se denominó a un grupo de las FARC que se constituyó en la zona para hacer valer su histórico poder.

“Esos túneles, trincheras, que usted ve, son del Ejército y esos muros de cemento. De la guerrilla ya no hay nada”. En la actualidad las tropas están ubicadas en un cerro de la parte alta de la vereda Marquetalia.

Otro vestigio de la guerra son las hélices y los pedazos de un helicóptero que se encuentran esparcidos a metros de la casa. “Dicen que se accidentó por una falla mecánica. Que estaba el Ejército acá. Venía aterrizando y cogió el filo al contrario y con el viento se fue hacia allá. Eso fue hace como 27 años”, asegura Mario y aclara que ese helicóptero no fue parte de la Operación Marquetalia, como han informado varios medios de comunicación. “De esa operación no hay rastro de nada. Sí, eso fue hace 60 años, hace mucho tiempo. Hoy solo está el cuento, la historia”.

Cuando se le pregunta sobre Manuel Marulanda, Mario Medina manifiesta que solo quedan las leyendas y lo que comentan los más viejos. “Ya de eso no se dice nada. Nosotros por aquí no pensamos sino en trabajar, en no hacerle mal a nadie, esas son historias que ya pasaron”. Historias de las que muchos quieren saber y no olvidar. En los ocho años que lleva viviendo en La Base ha recibido periodistas, servidores públicos y uno que otro curioso que quieren conocer la historia de las FARC y de la Operación Marquetalia.

“Sí, aquí han venido, pues decían que era una casa desocupada y es una gran mentira porque yo estaba aquí”, dice algo ofuscado y espera que se informe de Marquetalia como una región tranquila donde se está trabajando sin violencia. “Nosotros vivimos muy bien acá, sin problemas con nadie. Entre vecinos vivimos bien”.

Mario sabe del valor histórico que tiene su finca y por ello ha procurado tenerla bonita. “La he tenido lo mejor que he podido. Porque esto cuando yo lo compré era un charcal. Aquí casa no había. Estaba acabada y pienso que uno debe tenerla bien para que el que venga vea algo agradable. Me siento contento”.

La memoria histórica se ha convertido en un derecho de las víctimas y de los colombianos para conocer la verdad del conflicto armado y eso le ha dado a pensar a Mario en establecer un sitio de memoria. “Sería muy bueno, y con los restos de ese helicóptero que hay ahí, pues todo eso serviría, ¿cierto?”, plantea.

“Ojalá, muy bueno que hubiera la paz. Eso es lo que quisiera yo, para que siguiéramos viviendo como ahorita, muy tranquilos”, dice esperanzado este padre de cuatro hijos —dos de ellos menores de edad— que desea seguir adelante con sus labores de campesino, con su ganado y vivir tranquilo.

El viaje de regreso a Villanueva fue silencioso. Luego de recorrer las tierras que sirvieron de refugio para los campesinos comunistas liderados por Pedro Antonio Marín, conocer los detalles de la Operación Marquetalia y evidenciar las necesidades de los habitantes de la región, queda la realidad de los labriegos que con dignidad esperan soluciones a sus problemas, y guardan la esperanza de que Marquetalia sea considerado, por propios y extraños, un territorio de paz.

 

El líder comunal que ha resistido 28 años en territorio de conflicto

 

En la Marquetalia de hoy existe una pequeña escuela donde estudian 12 niños. Casas campesinas que quedan la una de la otra como a dos horas de camino se divisan a lo lejos, entre las inmensas montañas de la cordillera Central, dividida por el cañón conocido como Filo de Hambre y el río Atá. Allí se guardan los recuerdos del surgimiento histórico de la guerrilla más antigua de América.

En la escuela, en abril de 2016, se llevó a cabo una de las pocas reuniones de los habitantes de la zona. A lomo de mula y a caballo fueron llegando 27 personas de la vereda, entre hombres, mujeres y niños. Varios recorrieron hasta cinco horas de camino por angostas trochas, desafiando los filos de las montañas y el cansancio que implican las andanzas. Son desafíos a los que ya están acostumbrados.

Entre los campesinos se encuentra Wilson Millán Poblador, alto y de tez blanca. Usa gorra para guarecerse del sol de montaña y lleva puesta una camiseta verde manzana, que se confunde con los múltiples tonos de la cordillera. Es el presidente de la Junta de Acción Comunal de Marquetalia. Allí lleva viviendo 28 años.

Wilson, con un acento tranquilo y firme, dice que la reunión tiene como objetivo elegir a los nuevos líderes comunales, quienes deberán insistir y solicitar apoyos a la Alcaldía de Planadas y a las autoridades del Tolima para suplir las necesidades de la vereda. Las mismas que se presentan desde hace 60 años. Los habitantes saben que deben aprovechar el momento coyuntural de las posibles ayudas que llegarán a las regiones derivadas de la cercanía del posconflicto.

Las luchas son iguales a las que libraron sus progenitores desde que se asentaron en la zona. La situación de Marquetalia no cambia, comenta Millán, sus pobladores requieren servicios de salud, la apertura de una carretera y el mejoramiento de los puentes sobre los ríos.

“Mi padre nos trajo de Santa María (Huila) cuando estaban realizando la carretera de caminos vecinales. Esa carretera es la que sale por los lados de Planadas, Ataco, Coyaima y Natagaima, en el Tolima, y por el otro lado conduce a Santa María y Neiva, en el Huila”.

Desde niño supo que la vida no sería fácil en Marquetalia por las complejidades de un territorio escarpado, las grandes distancias —el pueblo más cercano es Gaitania y queda a cuatro horas—, la pobreza y, lo más complicado, crecer en medio del conflicto armado y de la estigmatización histórica del lugar porque allí surgieron las FARC.

Todos los lugareños saben exactamente qué sucedió. Los relatos de los viejos han pasado a sus hijos y la memoria del conflicto se mantiene viva, pese al correr de los años, aunque cuando se les pregunta, en principio, prefieren no decir nada.

“Yo pienso que Marquetalia es algo muy original. Por aquí fue en el 64 que se fundó las FARC, de donde salió Manuel Marulanda y el escritor Jacobo Arenas […] a las ocho de la mañana, un sábado de julio, fue donde nació la guerrilla. Eso dicen los grandes escritores”.

Hechos históricos que valoran y comparten con forasteros, periodistas y los contados funcionarios que llegan a la región para conocer el lugar donde nació la guerrilla. Señala la montaña que queda detrás de la escuela: “ahí hay un altiplano, en ese lugar de aproximadamente 1.000 metros de largo por 60 u 80 metros de ancho, fue donde fue fundada las FARC y donde comenzó el conflicto”.

Wilson sabe lo complicado que es vivir cerca del grupo alzado en armas. Como lo saben las 475 familias —un total de 1.760 personas— que residen en Marquetalia y en la parte alta del río Atá.

Al hablar de la violencia, recuerda vivencias y momentos de incertidumbre y de desafíos que debió afrontar para hacerle el quite a la realidad del poder de las armas. Un reto fue evitar echarse un fusil al hombro como lo hicieron varios de los jóvenes de hace 28 años. “Cuando estaba niño, veía que salían personas para allá, tenían edades entre 14, 15 y 16 años, no sé la vida de ellos, qué pasará con ellos. Mis padres me instruyeron en no estar ni aquí ni allá, porque siempre el conflicto es algo complejo, muy difícil”. Reconoce Wilson que esos mismos valores a los cuales se aferró para no involucrarse en ese contexto, son los que hoy les inculca a sus cinco pequeños hijos.

Él, igual que muchos habitantes de Planadas, distinguió a varios comandantes de la guerrilla. “Hace como 18 o 20 años los conocí. Estaba Galeano, Hernán, que ya falleció, y así sucesivamente”. Asegura que desde hace ocho años no los ve patrullar. “Los vemos en la televisión, que están en La Habana, en los diálogos de paz”.

Este campesino que ha trabajado en la siembra de café, cultivos de pan coger y en la ganadería, considera que de alguna manera todos en Marquetalia son víctimas del conflicto, y más los que se quedaron, resistieron y lucharon ante la guerra.

En la zona, todos llevan un duelo, los recuerdos de lo que pasó, cuando vivieron situaciones difíciles como el reclutamiento de sus hijos, desplazamientos forzados, muertes de seres queridos y diversos horrores de la violencia que se suman a las seis décadas de estigmatización por el solo hecho de haber nacido y vivido en Marquetalia.

Un duelo del que todavía no se han recuperado Wilson y su familia es la muerte de su cuñado. “Belisario murió prácticamente desangrado y destrozado por la explosión de una mina que le afectó las piernas, la cintura. Él duró vivo unos 18 minutos, pero por la lejanía de todo, sin tener una vía de acceso, falleció. Se le hubiera podido prestar apoyo. Él se estrelló con la mina cuando estaba bajando unos novillos al corregimiento de Gaitania. Mi hermana Martha vive sola, quedó una niña huérfana”.

Con resignación habla de lo grave que es vivir entre territorios minados. Es una realidad silenciosa. De acuerdo con la Dirección para la Acción Integral contra Minas Antipersonal del Gobierno, en el país se registraron 11.233 víctimas de minas antipersonal, entre civiles y militares, de 1990 a diciembre de 2015.

Su vocación de líder lo lleva a decir que hay esperanza. Sueña y anhela con la paz, pero sabe que esa paz llegará cuando se solucionen las necesidades básicas y de infraestructura local. Vuelve a referirse a la urgencia de que se reconstruya un puente artesanal deteriorado que se encuentra en el camino hacia Gaitania: “yo pienso que se le daría un golpe verdaderamente a la guerra haciendo esta infraestructura y siempre esto es lo que nos ha golpeado, porque se le ha invertido mucho dinero a otras cosas que no son prioritarias”.

Saben de lo que pasa en el país, especialmente de los acuerdos de paz entre la guerrilla de las FARC y el Gobierno en La Habana. Se enteran cuando logran prender el televisor, luego de que se cargan las baterías de los paneles solares, pues allí tampoco hay energía eléctrica, o cuando bajan al pueblo y ven las noticias mientras almuerzan en los días de mercado.

“El acuerdo pienso que es muy bueno y todo, pero en sí miro que haiga infraestructura, unidades sanitarias, casas y puentes dignos, que haiga salud, educación y buenos manejos de los recursos de la Nación, pienso en que se lograría una paz adecuada”.

Esperan no volver a ver a la guerrilla. ¿Y si vuelve? “Yo diría que otra vez quedamos en medio de dos gobiernos que mandan en la República y si el Gobierno está mandando igual que las FARC, nosotros como campesinos, como pueblo, nos tocaría estar sujetos a la organización que esté”.

Wilson dio inicio a la asamblea comunal y animó a los habitantes de Marquetalia a seguir luchando por su bienestar.

 

Aprendizajes y detrás de cámara de Memorias de la cordillera

 

“Quien hace memoria está saliendo de las sombras de su propio destino. Andar con él y escucharlo es el primer paso para ganar la confianza de contar su relato. Esa memoria suma a la reconstrucción de la historia ”

Ginna Morelo.

 

“Las voces de la memoria nos hacen imaginar el pasado y sentir a un país herido que quiere evitar los olvidos, es como resumo la vivencia luego de reportear esta historia ”

Edilma Prada.

 

Los relatos de la memoria permiten investigar contextos, confrontar fuentes y compartir voces que ayudan a unir ese entramado de historias y de hechos para comprender el conflicto armado en Colombia.

Una parte de esas historias, las que ayudan a entender en nuestros tiempos el inicio de las Farc, están compiladas en esta pieza: Memorias de la cordillera. Un rosario de voces, experiencias y recuerdos de quienes vivieron de cerca los inicios de un país en guerra y de los que hoy se apegan a la esperanza, que nace de las actuales conversaciones de paz que se realizan en La Habana, Cuba.

Emprendimos un viaje al pasado y al presente, guiados por la memoria de otros. Viaje que nos enseña historias de campesinos inocentes y de víctimas invisibles. Los destinos fueron el municipio tolimense de Planadas, el corregimiento de Gaitania y la vereda Marquetalia, sitios enclavados en la imponente Cordillera Central, límites con el departamento del Huila.  El mismo lugar donde en 1964 se crearon las Farc.

Este recorrido nos llevó a conocer una realidad explorada, pero que requiere ser más explicada; y a entender a través de los recuerdos de sus habitantes las vivencias duras del conflicto, las añoranzas de los tiempos tranquilos y las miradas fijas hacia una paz que anhelan desde siempre.

Memorias de la cordillera inicialmente valida los testimonios de los hombres, de las mujeres, de los líderes, de los que de una u otra forma fueron testigos vívidos del conflicto armado. Sus voces son las que hacen las memorias del país. Con cada voz se elabora el rompecabezas del conflicto, con cada historia se cuenta un pedacito de la realidad que generó el poder de las armas, con cada testimonio se aporta a validar una verdad, la que guarda en sus recuerdos cada colombiano.

Con estas historias quisimos reforzar nuestro mensaje como reporteras regionales, como es el de volver a uno de los tantos lugares del país donde se inició la violencia. Hay que caminar para percibir la historia de hoy y animar a que los silencios del pasado afloren en un momento donde los esfuerzos deben llevar a construir la Colombia desconfigurada por la guerra. A comprender que el principio del conflicto armado es el mismo principio para la construcción de paz, y las razones deben comunicarse a toda costa, porque las realidades siguen siendo las mismas.

Dedicamos tiempos largos a hablar con las víctimas, a entrevistarlas, a escuchar cómo ellas han tenido que esperar para sanar sus heridas, sus duelos. Hay que explorar procesos como las conversaciones o los diálogos de saberes, aquellos que nos enseñan la sabiduría de los indígenas. Hay que entender que las miradas profundas de las víctimas cuentan un pasado, hechos y realidades.

La idiosincrasia de sus gentes, los tonos de voz, las culturas y los territorios también hacen parte de la memoria y la relatan.

Para escribir historias de memoria se necesita un esfuerzo adicional, el de entrevistar los archivos, revisar las páginas de los viejos periódicos, los libros de historia y hasta los álbumes familiares. También descubrir lo que cuentan los objetos, aquellos que se conservan y cuidan como lo preciado.

Esas historias se hacen fuertes y sus datos se contrastan cuando de igual manera acudimos a expertos que llevan años analizando y revisando las páginas de la historia de la Colombia olvidada, apartada. Aquella que se recorre a lomo de mula.

En Memorias de la cordillera, cada historia fue tomando su propia forma, pero todas ligadas a una misma realidad, a un mismo contexto, un mismo hecho.

En la siguiente bitácora encontrarán los hilos narrativos que permitió mapear el desarrollo de cada historia, inicialmente nos enfocamos en las palabras clave que nos llevarían a hacer la reportería, luego a la búsqueda de los datos y personajes, para finalmente, junto a las voces de nuestros protagonistas, escribir y plasmar los relatos.

 

Los anteriores fueron algunos aprendizajes y lecciones al construir Memorias de la cordillera, aprendizajes que están plasmados en cada página de este libro que hoy deja un reto abierto, el reto de escuchar y reconstruir más memorias, las de los habitantes de las riberas de los ríos, las de los ciudadanos, las de quienes batallan en los desiertos, en la selva o en la escarpadas cordilleras, las de la resiliencia que se multiplican por millones en nuestro territorio.

Memorias que todos los periodistas desde nuestros lugares de trabajo podemos contar como aporte a la reconstrucción de la historia de 60 años de conflicto.

 

 

  • Los cubrimientos para hacer memoria se deben planear como un proceso; es decir desarrollarlos de manera general no reseñando simples hechos. Comprender los distintos momentos para explicarlo e informarlo.
  • También se hace necesario ahondar sobre las causas que generaron los conflictos y las violencias; profundizar cómo están sanando las heridas quienes sufrieron la crueldad de la guerra y mapear las iniciativas de paz, aquellas que las comunidades gestaron en sus diversas realidades para resistir y superar los traumas del pasado.
  • Caminar los territorios, las profundidades de las selvas, las inmensas cordilleras para recuperar esas memorias olvidadas o desconocidas que se quieren perder en el largo periodo del conflicto que ha vivido el país.

v

V

MEMORIAS

DE LA CORDILLERA

|  Por Ginna Morelo y Edilma Prada

La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda,

y cómo la recuerda para contarla.

 

Gabriel García Márquez

 

 

La brisa fría corre por los filos de las montañas de la cordillera Central de Colombia, corta la piel de quienes no están acostumbrados a andar a lomo de mula por caminos estrechos y accidentados y lleva hasta los visitantes el rumor de la guerra. Hombres, mujeres y niños, campesinos e indígenas, son testigos de décadas de sangre y de intentos de reconciliación. Cuando quisieron hablar, los disparos ahogaron sus voces. Entonces callaron para levantarse y desearon ser pueblos invisibles y no en disputa. Ahora quieren romper silencios, pero tienen dudas del desenlace de los acuerdos que invocan la paz.

 

La historia de las FARC es un relato de memorias superpuestas. El profesor y doctor en filología William Fernando Torres ha estudiado el fenómeno de la violencia desde la Universidad Surcolombiana, en Neiva, Huila.

Para este académico, la memoria con relación a las FARC no es una sola, sino que resulta plural, desproporcionada hacia lo bueno y lo malo, enriquecida desde lo histórico, porque comprende los relatos de las violencias de Colombia, y vívida desde las víctimas, porque son los testigos de por lo menos 50 años de acontecimientos y tales hechos serán como ellas los recuerden.

Torres explica que lo primero que viene a la mente cuando se piensa en las FARC es la memoria épica de la guerrilla, la que cuenta el asesinato del famoso Charro Negro y el avance de hombres y mujeres por la búsqueda de un espacio propio. Este habría de ser el embrión del movimiento guerrillero.

“Esa memoria prevalece entre el campesinado viejo, de eso que entonces no tenía un nombre. Los más viejos relatan las marchas, que fueron un ejercicio de una brillante estrategia militar. Antes de 1964 avanzaban familias enteras por el sur del Tolima. Adelante iban los que sembraban la tierra y atrás llegaban los combatientes con sus mujeres, a organizarse comunalmente”, explica William Torres.

“Esa memoria fue puesta en libros, como el de Eusebio Prada, baquiano de las guerrillas. Dicho relato está en un texto de Eduardo Pizarro, del año 91. En él  cuenta que esos campesinos iban cantando canciones de la segunda república española y leían La marcha de los coroneles, novela de Jorge Amado”, menciona el profesor Torres.

El movimiento comenzaba a exponer su pensamiento y a luchar por la tierra. Aparecieron entonces las memorias de una violencia recordada como amenaza por las élites del país. En 1960 el senador Álvaro Gómez denunciaba ante el Congreso de la República, la existencia de "repúblicas independientes" en Colombia: El Pato, Sumapaz, Riochiquito, la región del Ariari  y la intendencia del Vichada. Justo sobre ello el sacerdote Darío Martínez Amariles, que reside en Planadas, hace memoria sobre la rudeza del movimiento guerrillero.

A juicio del profesor Torres, quien más ha relatado estos momentos es el sociólogo Alfredo Molano, que ha reconstruido esa historia en cinco libros. “Él no justifica a las FARC, sino que las explica”, dice. Para entender lo ocurrido es relevante la Operación Soberanía, del Ejército colombiano, más conocida como la toma a Marquetalia.

En la década de los ochenta, las FARC comenzaron a recoger dinero a partir de los secuestros y las extorsiones, para terminar involucradas en los negocios del narcotráfico. Empezaban los años más violentos del accionar guerrillero. El miedo se sintió en muchos territorios de Colombia, por lo que una serie de acontecimientos propiciaron los diálogos del Caguán en 1999.

Ese proceso de negociación no derivó en la anhelada paz, pero fue el oxígeno —en una zona de concentración de dominio guerrillero— para que las FARC se fortalecieran. Y el momento propicio para que el presidente Andrés Pastrana embarcara al país en el Plan Colombia.

Sin embargo, cuando se levantaron los diálogos de paz del Caguán porque no condujeron a nada, se evidenció el poder de una guerrilla que llegó a secuestrar a una generación política en Colombia.

Los ríos de sangre han corrido hasta llegar al momento de una nueva esperanza, el del actual proceso de La Habana y al que los habitantes del sur del Tolima, que vieron crecer a un movimiento, hoy se refieren diciendo que está casi aproximándose a su fin.

Los contadores de historias

El cura que confesaba a Manuel Marulanda

Si Pedro Antonio Marín Rodríguez, alias ‘Manuel Marulanda’ o ‘Tirofijo’, estuviera vivo, se vería tan viejo como el cura Darío Martínez Amariles, nacido en 1927, un año antes que el guerrillero más famoso del mundo.

Se conocieron en 1975, cuando al sacerdote lo encargaron de la Parroquia de Planadas y los revolucionarios comunistas colombianos, que sí creían en Dios, lo obligaban a oficiar misas y a bautizar guerrilleros.

El cura, oriundo de Pácora (Caldas), esconde una mirada cansada detrás de sus lentes bifocales y a sus 89 años todavía rememora historias de las FARC. Espanta a un perro de pelaje escaso que juega con su sotana amarillenta y está a punto de tirarle al piso la Biblia abierta en el evangelio de san Marcos.

El brazo derecho que espanta al perro le tiembla cuando habla. “Cuando yo llegué acá, militaba el Ejército, tenía su puesto allá en la salida en un punto que se llama Tolú. Había tranquilidad. Había honradez. Luego llegó la administración del doctor Pastrana y recogió a todas las Fuerzas Militares; como quien dice, se llevó las armas. Para ese momento ya existían los famosos Héroes de Marquetalia”.

 

El sacerdote llegó a Planadas nueve años después de que Jacobo Arenas instaló entre el 25 de abril y el 5 de mayo de 1966 la Segunda Conferencia del Bloque Sur que creó las FARC, con un secretariado ejecutivo a la cabeza. El municipio, a 252 kilómetros de Ibagué, se ubica sobre las estribaciones de la cordillera Central, en las riberas del río Atá. Sus calles guardan la memoria del origen de las FARC, así como otros pueblos del sur del Tolima y del norte del Cauca, cunas de grandes litigios: la lucha por la tierra de los indígenas —paeces y pijaos— y la de los campesinos por el reconocimiento de sus derechos políticos, explica el periodista Alfredo Molano en su libro A lomo de mula.

Martínez Amariles rezaba con los guerrilleros y también le tocaba hacerlo con el Ejército. “Me llevaban obligado en helicóptero a Marquetalia, enclave histórico del fortalecimiento de las FARC, a celebrar las misas los domingos, a las ocho de la mañana”.

Las confesiones que guarda el sacerdote son heridas que ni los siete santos que habitan su casa de madera con olor a moho le ayudan a sanar. “Son recuerdos muy dolorosos. Aquí se tomaban la casa cural y los tenía que dejar y desde allá les tiraban bombas a la Policía […], pero el daño lo hizo Pastrana, porque las Fuerzas Armadas se fueron con las armas y se fortalecieron las FARC. Luego, por los enfrentamientos y las luchas por la tierra, se presentaron matanzas. Cogían a las personas y las tiraban al río y los cuerpos iban a desembocar del Atá al Magdalena. Allá llegaban todos esos cadáveres, a Saldaña. El cura de allá me mandaba a llamar, que fuera, porque como yo era el párroco de Planadas, debía ir a reconocer a mis muertos”.

Entre entierros y bautizos se la pasó el padre Amariles en las décadas de los setenta y ochenta. “A mí siempre me ha gustado recoger muchachos pobres que quieran estudiar. Los recogía y los traía al colegio, con la venia de sus padres, porque yo fui rector de la institución de Planadas durante 29 años. Un día se me llevaron tres muchachos y por allá los pelaron, y me mandaban a decir que fuera a reconocerlos. Los dejaban en el monte, los tapaban con hojas. Otras veces me los traían acá, me los entraban a la iglesia, para que yo les diera cristiana sepultura. […] Ellos [los guerrilleros] llegaban de otras regiones y me mandaban a llamar. Pedían dizque los bautizara, ya viejos, de 58, de 60 años. Y que además me pusiera de acuerdo con el registrador para que les sacara papeles. Me tocaba ir y llevar al registrador. Les prestábamos ese servicio”.

El Tolima ya había vivido épocas sangrientas. Entre 1948 y 1957, según la Comisión Investigadora de las Causas de la Violencia de 1958, fueron asesinadas 35.294 personas y abandonadas 93.882 fincas, relata Molano en su libro. La respuesta a esa violencia fue la conformación de comandos armados para defender la tierra, uno de ellos liderado por Pedro Antonio Marín ‘Tirofijo’. Dos décadas después de los ríos de sangre, el afán de muchos miembros de la guerrilla y familiares era legalizar sus tierras y para ello tenían que bautizarse y registrarse.

En esas épocas, recuerda el sacerdote, también había espacio para el esoterismo de los guerrilleros y en especial de Tirofijo. “Él siempre me decía, «yo soy muy católico, mi papá y mamá son muy católicos y no sé por qué yo resulté aquí». Me contó una vez que una vieja se enamoró de él y le cogió una foto. Él venía y me decía que a las doce de la noche, una, dos de la mañana, dizque le cogía un desespero, dizque un dolor en el corazón, que no lo dejaba dormir. Un día se fue a las doce de la noche a buscar a la mujer y ella estaba despierta y lo estaba alumbrando con la foto que había atravesado con tres alfileres por todo el centro del corazón de la foto. Ahí mismo la cogió y la mató.  Él la mató, me lo confesó”.

El cura Martínez Amariles no responde las preguntas que tienen que ver con la lucha armada o política de las FARC. Es un hombre de rezos y de plegarias. “Ellos [los guerrilleros] me decían que tenían una meta, que ellos luchaban por los buenos gobiernos. […] Lo único que sé es que a mi manera yo luché mucho por este pueblo. Yo me iba a Bogotá, permanecía semanas enteritas allá en esas antesalas de la Caja Agraria suplicando que nos abrieran una Caja en Planadas. Y llegó, la establecieron acá, al frente del colegio.  Entonces enseguida se hicieron sentir los atracos, hubo un robo millonario. Yo lo que he visto ha sido violencia. Una vez hubo una toma a la Policía. Cogieron a los agentes, los amarraron y les metieron candela. Cogieron a un militar, lo amarraron de un naranjo y ahí amaneció el otro día vuelto chicharrón, era terrible”.

La memoria de la guerra que guarda el hombre un año mayor que Tirofijo lo ha vuelto escéptico ante la posibilidad de la paz. “No es que no crea, es que ellos [los guerrilleros] dicen que en Colombia no habrá paz, que entregan las armas, pero guardan otras. A mí me lo han dicho, me lo han confesado. Ellos a mí me cuentan todo desde siempre”.

 

“Yo guardo la mesa donde comía don Manuel”

Humberto Tafur cierra sus ojos y retrocede 60 años para hacer memoria. Tenía 13 cuando comenzó a ver a Tirofijo. A esa misma edad, Pedro Antonio Marín se fue de su casa paterna en Génova (Caldas en ese entonces; hoy perteneciente al departamento del Quindío). “Él [Tirofijo] venía a comer aquí [Planadas], inclusive todavía conservo la mesa donde él comía, ya tiene sesenta y pico de años. Él le pagaba los alimentos a mi mamá […]. A don Manuel nunca lo vi tomar trago”.

Al ícono de la guerrilla le guarda respeto, como también lo hacen muchos pobladores del municipio de Gaitania, quienes reconocen en la lucha armada una pelea legítima por la tierra y el orden. “El tipo [Manuel Marulanda] era un cerebro de admirar, porque donde él estaba nadie hacía daño. Si alguien se llevaba una panela, le dejaba una boletica y esa persona enseguida la devolvía. Todo era muy organizado. Si alguien violaba una muchacha, le aplicaban la pena capital. El que no aceptaba la recomendación, las normas de ellos [los guerrilleros], pagaba con la vida”.

Tafur evoca el final de los años cincuenta, cuando Manuel Marulanda organizó Marquetalia, en donde un grupo de alzados comunistas que no entregaron las armas constituyeron una república independiente por la violencia bipartidista. “Él fundó Marquetalia con mucha gente que le gustaba hacerles daño a los demás. Entonces se los llevó a volear hacha, hasta que construyeron la hacienda y todo el pueblo y les enseñó disciplina”.

En mayo de 1964 el Ejército colombiano lanzó la Operación Soberanía, que terminó tomándose el territorio. Ese acontecimiento sería conocido, desde entonces, como el mito fundacional de las FARC.

Tafur vive en una loma empinada y resbalosa, hasta donde se llega luego de andar 247 pasos, desde la calle principal. Ahí se ven las montañas de Planadas y huele a café. Hace la escalada con botas de caucho, para no ensuciarse sus pantalones ni echar a perder sus zapatos de cuero. Su respiración es pausada, así como sus pasos. Quiere tener tiempo de contar lo que sabe y rememora. “En esta región recordamos claramente a los líderes organizadores de la guerrilla, los primeros fueron Jacobo Prías Alape, conocido como el ‘Coronel Charro Negro’; estaba don Pedro Antonio Marín ‘Tirofijo’, en esa época le llamaban el ‘Mayor Marulanda’; estaba el Mayor Líster; el Mayor Ciro y otros. Los grados eran como en el Ejército, de cabo hasta coronel. Yo estaba muy muchacho y, después de eso, ya ellos salieron para el Llano, se fueron organizando y cogieron tanta fuerza que se regaron por todo el país”.

“A Charro Negro lo asesinó la guerrilla del General Mariachi. Yo estaba muy pequeño, pero me acuerdo que eso sucedió al frente de la casa cural. Charro Negro y Mariachi estaban alegando en el parque y el finado les decía que por qué no respetaban la zona de él. Se fue a desayunar donde una señora Candelaria. La señora le dijo: «hombre, Charro, váyase que esa gente llegó a matarlo». Entonces él le dijo: «no, ya alegué con ellos y esos no me hacen nada». Cuando el finado Charro venía subiendo, un guerrillero de los de Mariachi le dio dos disparos y lo mató. Yo digo una cosa: si no lo hubieran matado, Colombia no tendría este problema”.

Tafur narra las divisiones que existían entre las guerrillas del sur del Tolima. En el grupo en que estaban Jacobo Prías Alape ‘Charro Negro’ y Pedro Antonio Marín ‘Tirofijo’ se hacían llamar los comunes. La guerrilla del General Mariachi se hacía llamar los limpios. Ambos eran guerrilleros, pero los primeros eran comunistas y los segundos estaban más del lado del Ejército. “Yo digo que este conflicto que tiene el país lo inició la gente de Mariachi, un guerrillero llamado Policía fue el que llegó a matar a Charro Negro”.

Para el habitante de la loma de Planadas, la guerrilla de Manuel Marulanda era gente bien intencionada en un principio. “En esa época que empezaron, de verdad estaban muy organizados y tenían ideas muy buenas, porque a uno lo dejaban trabajar y le ayudaban a cuidar los esfuerzos. Don Manuel era una persona supremamente seca, de muy pocas palabras, no le daba confianza a nadie. Después de un saludo, preguntaba dos o tres cosas y no era más. Pero era justo”.

Tafur vio a Tirofijo varias veces en reuniones que programaba la guerrilla en la región. “Marulanda decía que los grandes problemas con el correr de los años los iban a tener las grandes capitales del país y yo, en medio de mi ignorancia y de mi niñez, decía «este señor está loco, cómo va a creer que las guerras van a ser en las ciudades». Este tipo estaba tan seguro y eso es lo que estamos viviendo. […] Todo lo que yo le escuché iba en beneficio del pueblo, de sus comunidades, de su organización”.

“La última vez que yo me encontré con él eran como las siete de la mañana. En ese entonces yo tenía mulas, tenía unos 14 o 15 años. Vi una casa llena de Ejército, ahí estaba él y me dijo: «quihubo, muchacho, ¿cómo le va?». Yo le dije: «¿qué más, comandante?». Él me dijo: «¿qué hay por allá?»; y yo le respondí, «nada».  Fue la última vez que lo vi”.

 

Las reglas de las FARC

La líder comunal Gloria Cecilia Sánchez Bocanegra tiene poco más de 50 años de edad. Actualmente se dedica a pintar al óleo en una pequeña casa que está adornando para pasar su vejez. Tiene una energía contagiosa, le gusta el rock, siempre ha vivido en Planadas y, al igual que muchas de las casi siete mil personas residentes en el pueblo, muchas de ellas recuerdan los momentos más duros del conflicto.

Gloria rememora los relatos de sus padres y de los viejos, en los que se aseguraba que a lo largo y ancho del territorio de Planadas, varias reglas se impusieron. Eran impartidas desde la hacienda Marquetalia por el líder de la naciente organización revolucionaria. La ley del monte, como canta el mariachi, fue el nombre que la gente les dio a las normas de las FARC. Se dividió en dos, la impuesta para los ciudadanos y el fuerte régimen disciplinario para quienes integraban sus filas.

Una de las primeras medidas fue imponer orden en la zona. Se acabaron las peleas entre vecinos y arrieros, dice Gloria. Las FARC se encargaron de arreglar pleitos de linderos, establecimiento de caminos, pagos de deudas, problemas en el hogar, inasistencias alimentarias y hasta líos de infidelidad.

“Al que robaba le ponían un cartel y lo paseaban por el parque todo un domingo, digamos como esas leyes chinas, esas las aplicaron aquí”. Afirma que muy joven ella alcanzó a ver esa situación y que en un principio era como una burla, pero que luego esta medida causó estigmatización y el ambiente sereno de Planadas se convirtió en un escenario de zozobra y temor.

Se establecieron leyes propias del comunismo, de obligatorio cumplimiento. Una muy recordada fue la prohibición de productos extranjeros. “Aquí una Coca-Cola no se conseguía, teníamos que tomar las gaseosas que ellos [las FARC] dijeran, empezaron a imponer un dominio”. Y esto derivó en violaciones de los derechos humanos.

Gloria evoca cuando la guerrilla visitaba las fincas, los campesinos debían convivir con ellos y hasta hacerles mandados, como llevarles la remesa, prestarles las mulas para los largos recorridos por las montañas, comprarles medicamentos y entregar todo tipo de recados o mensajes. “Yo conocí, muy niña, personalmente a Tirofijo, una vez que fueron [los guerrilleros] a nuestra finca. Allí se estaban varios días, a veces hasta meses, no podíamos hacer nada distinto a recibirlos y atenderlos”.

En su testimonio, Gloria da a conocer que si bien en los inicios del conflicto se impusieron normas, los guerrilleros nunca atropellaron a sus coterráneos. “La guerrilla era comunista, casi no asediaba al habitante, nosotros los veíamos como unos amigos”, manifiesta.

Las raíces campesinas de las FARC hacían que los jóvenes vieran a esa guerrilla como una opción de futuro, al punto de echarse un fusil al hombro y seguirla, la consideraban una organización que velaba por el pueblo, por la comunidad. “Muchos jóvenes se fueron de manera voluntaria. No se presentaban reclutamientos forzados, la gente se iba con ellos por deseo propio”.

Con el correr del tiempo, de alguna manera los moradores validaron esas normas; para ellos, todo funcionaba bien. Las reglas del Estado también se cumplían, pero imperaban las de la guerrilla.

Las FARC hicieron pública su transformación en la estrategia de guerra en la VII Conferencia, en 1982. Pasarían de una guerrilla defensiva a convertirse en ofensiva. Así lo registra el informe ¡Basta ya!, del Centro Nacional de Memoria Histórica. Esto significó para la guerrilla una expansión a otros territorios, tener el absoluto control del negocio del narcotráfico e instaurar nuevos dominios y leyes, entre ellas la conocida por los ciudadanos como la ley del silencio.

En Planadas, la guerrilla redobló controles. Les hacían requisas a los viajeros, les pedían los documentos, patrullaban en el interior y en las afueras del pueblo, ante la mirada pasiva de las fuerzas del Estado. Los planadunos se limitaban a cumplir.

También se establecieron grandes campamentos, puntos de entrenamiento militar y surgieron los grupos de milicias o redes de auxiliadores. Las FARC empezaron a controlar la siembra de coca y amapola y ello complicó aún más el panorama. Planadas, en la década de los noventa, fue conocido como el primer productor de amapola en el país. “Fue una época difícil porque entraron gentes de otras partes a comprar, se presentaron ajustes de cuentas, el uno matando al otro, pero lo hacían grupos de narcotraficantes”, recuerda la líder.

Se empezó hablar de destierros, desapariciones y crímenes selectivos. Los niños no podían salir luego de las siete de la noche de sus casas, pues los riesgos se hicieron evidentes.  Tampoco se les permitía a los jóvenes ingresar al Ejército a prestar el servicio militar; la norma era ser parte de la guerrilla y ya no era voluntario su ingreso. Señoras de Planadas cuentan que los menores de edad se veían caminar por las calles con fusil en mano, recibían adiestramiento militar y aprendían a sobrevivir en el monte, en medio del conflicto. Muchas familias se fueron del pueblo para proteger a sus hijos.

El momento de mayor dominio y control de las FARC en este municipio fue durante la época de la zona de distensión, en los diálogos de paz del Caguán, periodo del presidente Andrés Pastrana Arango (1998 a 2002), otra zona despejada “no declarada”. “Antes de Pastrana, la guerrilla no vivió aquí en el pueblo, en la época de Pastrana se vinieron al pueblo”, dice Gloria Cecilia.

Menciona que en ese momento fue cuando más se produjo el desplazamiento. “Ellos [los guerrilleros] trajeron a sus familiares, se organizaron comunidades, la gente era agresiva con los que no íbamos con ellos, entonces teníamos que ser calmados porque irnos nos implicaría perderlo todo”.

Gloria recuerda que los grupos que se llamaban milicianos ejercieron más controles y cometieron atropellos contra la población civil. “Eran unos chicos desubicados, les dieron una cantidad de poder y cosas, vinieron a cometer muchos abusos”. Los castigos ya no eran tan simples, cualquier error se pagaba con la vida.

Posteriormente, los controles fuertes vinieron del Estado y empezó un señalamiento contra los habitantes. “A nosotros nos estigmatizaron, que éramos guerrilleros”. Los planadunos que lograron quedarse en el pueblo debieron aprender a vivir en medio de las desafiantes reglas, a ser neutrales, a muchas veces agachar la cabeza, pero siempre aferrados a la esperanza de ver el fin del conflicto.

 

Los servidores públicos de Planadas asediados durante el conflicto

“Esta región ha sufrido mucho, ya que diferentes grupos armados han estado haciendo presencia en el municipio y ha sido casi una constante”, así describe Carlos Arturo Rosas Pérez lo que ha sido permanecer en una zona donde el conflicto nunca ha cesado.

 

Carlos Arturo, de 57 años, es oriundo de Dolores (Tolima) y ha sido testigo de las embestidas de la violencia. Sus memorias tienen relación directa con la represión y el daño que la guerra le ha causado a la democracia.

Desde hace 45 años vive en Planadas y allí ha ocupado cargos públicos. Trabajó 11 años en la Caja Agraria y como tesorero de la Alcaldía entre 1998 y 2000. Además, fue empleado del Hospital. Se niega a olvidar el secuestro y asesinato de líderes políticos y comunales y de personajes populares del pueblo.

“Hemos tenido unos casos duros, por ejemplo, el asesinato de Saúl Rojas, un alcalde en ejercicio, en la década de los ochenta. En el periodo del 98 al 2000 ganamos unas elecciones con el alcalde Mario Sánchez y fue secuestrado dos veces por las FARC. Él duró en poder de este grupo, la primera vez, como un mes; en el segundo secuestro, cinco meses. Luego la guerrilla lo liberó, pero no pudo volver al pueblo. Estuvo en Ibagué hasta cuando terminó su periodo; tan pronto terminó, viajó a los EE.UU. donde le dieron asilo, ya es ciudadano norteamericano”. Agrega que fue un secuestro político que golpeó la gobernabilidad en este poblado ubicado en límites con el Huila.

“Son momentos duros cuando uno tiene que ver que su jefe está secuestrado. El pueblo sufre mucho, porque cuando a los pueblos se le llevan a sus alcaldes, todo se descontrola, porque la idea del alcalde la tiene él, nadie más”.

Según la Unidad Nacional de Víctimas, de 1985 a mayo de 2016, en Colombia se presentaron por lo menos 31.200 secuestros, de los cuales un alto porcentaje de las víctimas fueron servidores públicos, como alcaldes y concejales, y reconocidas figuras como Íngrid Betancourt, Jorge Eduardo Géchem, Fernando Araújo, Alan Jara y Guillermo Gaviria, entre otros. Se sumaron a centenares de policías y militares.

Rosas Pérez también habla del control militar que ejerció la guerrilla en los años ochenta y noventa.  “Como el Gobierno retiró el Ejército, la guerrilla cogió el control de todo el sur del Tolima, había dos bases en Marquetalia y una que se llamaba Casa Verde, y de aquí [Planadas] hacían operativos para otros municipios. Este era como un campo de entrenamiento de tropas, ir a un campamento de la guerrilla era normal. Yo fui cuando me desempeñé como tesorero del municipio, tenía que ir. Era un ejército común y corriente y debíamos entregarles cuentas como funcionarios públicos, de lo que estábamos haciendo, qué habíamos comprado, por qué hicimos tal cosa; la guerrilla manejaba todo. Todo es todo”.

Asegura que las FARC controlaban el presupuesto municipal: “vigilaban inversiones, pero no para pedirle plata al municipio, en la época de nosotros no hubo eso”.

Sin embargo, y pese a los controles, en Planadas todos sabían que tenían cierta seguridad de las FARC, suerte que no tuvieron centenares de pueblos en Colombia, que fueron destruidos tras sangrientas tomas guerrilleras y despiadados atentados.

“Una de las políticas de las FARC es que militarmente nunca haría enfrentamientos en el casco urbano. Los combates con la Fuerza Pública se presentaron en zona rural, en Gaitania y en Bilbao, corregimientos de Planadas, pero aquí no. La guerrilla siempre respetó a Planadas”.

Este pequeño pueblo, de calles un poco empinadas y muy comercial por el café, no se salvó de los asesinatos selectivos, de la presencia de grupos paramilitares y del exterminio de simpatizantes de la Unión Patriótica (UP) que en el país dejó por lo menos 1.590 asesinados y desaparecidos entre 1984 y 1997, según se informa en el documento del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, Unión Patriótica, expedientes contra el olvido, escrito por Roberto Romero Ospina.

“En alguna época cuando se hizo una amnistía con las FARC, nació la UP como un grupo político, pero de todos modos tenía en sí el apoyo de las FARC, con armas. […] Prácticamente en este municipio liquidaron, digamos a sangre fría, a miembros de la UP. […] Los mataron casi que en el centro del pueblo, en pleno día”.

Sobre las conversaciones de paz hay confianza, pero también temor, pues el municipio vivió una amarga experiencia que trajo consigo dolor: las negociaciones del Caguán.

“Lo importante es que el Estado a lo que se comprometa, lo cumpla, y que también la guerrilla a lo que se comprometa, lo cumpla. Porque si hay violaciones de alguno de los dos grupos, eso no va a tener ningún fin bueno. Precisamente eso fue lo que pasó cuando estuvo lo de la UP. […] A mí me duele mucho que hubieran matado tanta gente”.

En Planadas no quieren que las FARC vuelvan a controlar el territorio; de algo de lo que están seguros allí es que quieren un Estado que actúe. “Que tengamos aquí las fuerzas del Estado, tengamos nuestros fiscales, nuestros jueces, que los alcaldes puedan gobernar, que tengamos esa tranquilidad para nosotros vivir”.

Carlos Arturo Rosas es testigo del conflicto en Planadas y a su vez un resistente de tantos hechos de dolor. “Lo que buscamos es que la vida de nosotros sea más agradable, más feliz, sin tantos altibajos”.

 

“La mujer que guarda una camisa rota por dos tiros”

 

—¿Cuál es el recuerdo que guarda en su memoria sobre el conflicto colombiano? —preguntamos a una habitante de Gaitania.

—Esta camisa a cuadros, rota por dos tiros —respondió.

La mujer exhibe sobre la mesa del comedor una camisa vieja, con olor a moho. De la tela de cuadros verdes fue removida hace 16 años la sangre seca de Luis Alberto Guzmán, el esposo y compañero que le dejó cuatro hijos. Los dos agujeros deshilachan la prenda y amenazan con desintegrarla.

Edilma Gaviria, bajita, de cabello corto y rojizo, levanta la camisa como queriendo ponérsela o abrazarla. Ya no llora. Se le acabaron las lágrimas.

A Luis Alberto Guzmán lo asesinaron el 21 de julio de 2004. Recibió dos tiros en la cabeza y dos más en el pecho que quedaron grabados en su camisa manga larga, talla S, marca Concorde. Los hechos en los que murió sucedieron cuatro años antes de que el mundo conociera de las ejecuciones extrajudiciales, mal llamadas falsos positivos, con los acontecimientos de Soacha (Cundinamarca).

La mujer asegura que su esposo es una de esas víctimas, pero nadie la escuchó. “Nosotros vivíamos al borde de un camino real, ahí entraba el Ejército que nos preguntaba por la guerrilla y decíamos: «sí, la guerrilla por aquí pasa e incluso aquí viene». Es más, mi esposo les dijo: «mire, allá vinieron un día y allá cocinaron afuera de la casa», porque uno tiene que obedecer tanto a los unos como a los otros. […] Una noche que mi esposo quedó en la finca, el Ejército subió y le dijeron que tenía que llevar yo no sé qué a otra vereda. Él va con un señor y se encuentran y entonces ocurre lo inesperado. No entiendo por qué ellos [el Ejército] hicieron eso con él. ¡Tanta gente que venía ese día y agarrar a mi esposo y matarlo tan cobardemente!”.

Para Edilma lo más duro no fue perder al padre y al marido, ha sido ver que su hijo menor no deja de tener pesadillas con Planadas y por eso no ha querido mudarse al pueblo. “A mi esposo lo mataron por allá y lo bajaron a la escuela donde mis niños estudiaban. Fueron a pedirle a la profesora que prestara el carro, pero dijo que no. Entonces fueron donde un vecino para que les prestara una mula y ahí bajaron el cuerpo. Mi niño estaba en esa fonda cuando le dijeron: «bueno, chino, vaya y dele agua a ese caballo». Y el niño de 11 años fue y miró que del caballo colgaba un cuerpo al que solo se le veían las botas porque estaba cubierto con trapos. No sabía que era su papá hasta después, cuando llamaron a decirnos que lo habían matado. Después de todo lo que pasó, el niño quedó con ese trauma”.

Intentó por todos los medios legitimar la defensa de que su esposo no era subversivo, pero su versión no fue atendida. “A él lo tiraron como un perro por allá en un sitio. Duró ahí toda la noche hasta el otro día que lo echaron por la mañana para Chaparral. Fui y le habían quitado todo. Ya lo tenían en puros interiores. Me dijeron: «mire, ahí está la ropa, usted verá si la bota, o la echamos a la basura, o se la lleva». Les dije: «no, yo me la llevo». Esta camisa era para haberla botado hace tiempo, pero la tengo porque es una evidencia. […] En el acta de levantamiento dicen que él vestía ropa militar. No fue así, porque a mí me entregaron la ropa que llevaba puesta: esta camisa. Después a él se lo llevan para un batallón y mi hijo fue hasta allá y dice que vio el cuerpo que tenía puesto un camuflado. Y que le encuentran en los bolsillos del pantalón unos números telefónicos de una comandante”.

Edilma nunca ha sido reconocida como víctima. Cuando intenta acercarse a las autoridades para contar su historia, le dan la espalda. Eso la hizo quedarse quieta e intentar recomenzar la vida. Con una hija vive en una vivienda de cuatro por ocho metros, en donde tienen lo básico para vivir. Es esclava del tiempo. Tiene pegados a las paredes tres almanaques. “Son para no perder de vista que el tiempo todo lo sana”.

Mientras mira los almanaques, Edilma relata la historia de su vida y la de su casa en un barrio que antes fue una invasión. “Dicen que fue fundado por la guerrilla, pero igual Carcafé fue el que hizo esto y las escrituras y todo está firmado por el alcalde que donó los lotes. Ahora resulta que a algunos nos quieren embargar las casitas por unas deudas que tenemos”.

Se despide desde la ventana de colores de su casa. “No me han querido reconocer como una víctima. Y aunque lo soy, me gusta más que me digan que soy una emprendedora. Una mujer verraca”.

 

La hija del guerrillero

 

En Planadas hay bastantes hijos de guerrilleros. Una de ellas accedió a relatar su historia. Manifiesta que corrió mejor suerte que muchos que terminan siendo reclutados. Según las cifras que maneja el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, desde 1999 hasta febrero de 2015, su programa de atención especializada para niños, niñas y adolescentes desvinculados de los grupos armados ilegales atendió a 5.730 menores. Esta chica, de 16 años, se salvó porque su padre nunca quiso esa vida para ella.

“Por ser hija de un comandante guerrillero me han pasado muchas cosas. La ley, el Ejército, me ha cansado mucho desde muy pequeña. Que yo esto, que yo lo otro y pues, ya en últimas, me cogió el Bienestar Familiar. Un día me sacó la Policía, la Dijín, y me llevaron para Ibagué. Me separaron de la mamá que me crió. Cuando eso pasó, yo tenía 12 años. Allá el Bienestar dijo que por qué me entregaban a ellos si yo no estaba desnutrida, no tenía maltrato ni nada de eso. Pero así pasó.

“Según me cuentan, la historia de mi vida es que a los ocho días de nacida mi propia mamá me dejó al cuidado de una señora, porque en ese entonces la que mandaba era la guerrilla. A mi mamá de crianza le dijeron que me tuviera por una semana, y ella aceptó. Pasaron los meses y mi verdadera mamá, que era guerrillera, no regresó por mí. Llegó como a los dos años, pero a verme.

“Cuando cumplí cinco años conocí a mi papá. Le dije: «hola, papi». Él siguió visitándome. Y cuando yo lo veía sentía una alegría muy grande porque compartía al menos un abrazo con él.  Esa sensación era muy chévere. Sentía tristeza cuando me despedía de él.  Yo creo que mi papá sí me quiere mucho. Me decía  que nunca fuera a escoger esa vida que él escogió porque eso era muy duro, que él quería que saliera adelante. Decía que quería colaborarme.

“Cuando yo tenía cinco años también ocurrió algo feo. Una bomba mató a mi mamá. Ella y el compañero que la acompañaba encontraron una casa abandonada y entraron a mirar y la casa explotó, y allí quedó ella muerta. Mi mamá no tuvo más hijos, solo a mí. Pero mi papá sí me han dicho que tuvo muchos. O sea que tengo muchos hermanos que ni siquiera conozco.

“La última vez que vi a mi papá fue cuando tenía siete años. Nunca ha podido estar en mis cumpleaños. Yo he escuchado que él está bien, porque la gente siempre comenta. Aquí en el pueblo saben quién es él y lo conocen. Claro que me gustaría verlo, pero quizá sea muy difícil para él. Cuando pienso en él lo recuerdo como un hombre más bien bajito, un poco más alto que yo. Es acuerpado. Es muy chusco y es blanco con cabello negro. Ojos color café oscuros. La última vez que me mandó un regalo fue un computador y un armario para guardar mi ropa. Pero me lo dañaron cuando me lo dejaron.

“No es fácil ser hija de un guerrillero. La gente no es que hable mal de él, porque yo sé que lo querían mucho, pero a veces uno se siente raro. La gente me dice que él era bueno, porque a los niños les daba cuadernos y dulces. Entonces como que no hablan así como tan feo, no. Entonces uno se alegra porque el papá es chévere, pero también hay cosas malas de él.

 “Ahora que se habla de los diálogos de paz y de que se van a desmovilizar los guerrilleros, yo no creo que mi papá se desmovilice. Mi papá lleva muchos años en eso y una vez un hermano le dijo a él qué pensaba de esa negociación y él dijo que no se desmovilizaba. Desde los 12 años es guerrillero y tiene como 48.

“Cuando pienso en todo lo que nos ha pasado, porque a mi mamá de crianza, pobrecita, la detuvieron acusándola de cosas que son mentiras, quisiera devolver el tiempo para que las cosas fueran diferentes. Para estar con mi papá. Que me viera crecer, que me viera en todo lo que yo hacía. Nunca traté casi con él, nunca jugué con él, nunca compartí muchas cosas y eso me ha hecho falta.

“Yo he llorado mucho, porque es muy horrible que le digan a uno que el papá está por allá y cuando llegaban los helicópteros en este tiempo que había muchos conflictos, yo lloraba mucho al saber que lo iban a matar. Es muy horrible saber que uno tiene un papá así, que es muy perseguido”.

 

El viaje a la tierra que le sirvió de refugio a ‘Tirofijo’

 

En la vereda Villanueva —ubicada a dos horas, a lomo de mula, del corregimiento de Gaitania y a siete de Planadas—, empieza el recorrido a un pasado histórico, el del inicio del conflicto armado con las FARC.

Mario Medina Valbuena, un auténtico campesino, arriero y hablador, saluda con acento paisa. Usa sombrero, poncho y un carriel cruzado en el pecho. Explica que esa parte del Tolima fue colonizada por antioqueños y vallecaucanos.

Mario tiene 52 años y es el guía del viaje a Marquetalia, donde vive desde hace 35 años. Era un niño cuando sus padres, oriundos de Bolívar (Valle del Cauca), lo llevaron a abrir caminos en esta zona del sur tolimense, que aún conservaba bosques con maderas finas y tierras en disputa.

Aclara que las trochas hacen largo y agotador el viaje para quienes no están acostumbrados a andar por los filos de las montañas. Mientras se avanza loma arriba, Mario habla de esta parte de la inmensa cordillera Central: “desde que llegué se ha presentado un cambio grande. Eran puros caminos de herradura hasta Gaitania y la forma de uno conseguirse la vida en ese tiempo era muy dura. Yo, que fui arriero, sacando madera, lo sé”.

También se refiere a las necesidades de hoy. No hay energía eléctrica, los puentes artesanales existentes están deteriorados, no hay agua potable, no hay médicos… “Tenemos necesidades como un verriondo”.

A lo lejos, en las faldas de las montañas, se observan cultivos de pan coger, plantaciones de café y ganado. Comenta que en las décadas de los ochenta y noventa existieron grandes extensiones de amapola, pero que de eso ya no hay nada.

La vegetación se hace más espesa a medida que se avanza en el viaje. Por momentos golpea una brisa fresca que proviene del cañón conocido como Filo de Hambre. Se escuchan el murmullo del viento y los cascos de los caballos cuando pisotean las piedras y los charcos.

“Nos acercamos”, dice Medina dos horas después del recorrido. Señala una montaña donde se distinguen un prado y una diminuta vivienda. “Allá es la finca donde vamos, donde vivió Marulanda, allá es mi casa”. Las bestias siguen el camino angosto y resbaladizo, el mismo que a diario recorren campesinos e indígenas de la región, y que anduvieron militares y guerrilleros. Se acelera el paso.

En la orilla de la solitaria trocha está una inmensa palma que marca la entrada a la finca La Base, como es conocida Marquetalia. En los alrededores hay grandes extensiones de prados que forman un tapizado denso, muy verde; potreros divididos, y una zona montañosa amplia y verde.

En un morro, rodeada de flores coloridas, de conejos que brincan por todos lados y de gallinas que picotean la tierra, se encuentra la casa, en madera. Tiene tres rústicos cuartos —uno de ellos vacío—, una cocina, un reducido comedor y un largo zaguán. En la parte trasera hay una huerta con plantas aromáticas y de allí sobresale el rojo de los pétalos de tres amapolas. El lugar es limpio, silencioso y muy tranquilo.

En La Base vive una familia. “Ellos son los que cuidan la finca”,  precisa Mario. Mantienen el ganado y se ayudan económicamente con la venta de leche y queso.

“Fue aquí donde se fundó las FARC, pero nosotros no la conocimos, conocimos fue al Ejército”, dice Medina, mientras observa una cruz grande de madera sembrada justo al frente de la vivienda, como señal de no olvido.

Desde la casa se divisa una panorámica que permite imaginar las líneas geográficas: al sur, los departamentos de Huila y Cauca, y al norte, Tolima y Cundinamarca. El estratégico sitio lo escogieron Pedro Antonio Marín Rodríguez, alias ‘Manuel Marulanda’ o ‘Tirofijo’, y Luis Alberto Morantes Jaimes, alias ‘Jacobo Arenas’, en 1960, para consolidar la República de Marquetalia, en este corregimiento de Gaitania, y que sirvió de refugio para un grupo de campesinos comunistas alzados en armas.

Mario dice que, según cuenta la historia, en este sector se libraron muchas batallas. La más recordada es la Operación Soberanía, conocida más adelante como Marquetalia y que fue parte de las estrategias del gobierno de Guillermo León Valencia para combatir los grupos guerrilleros que se fundaron en las disputas bipartidistas de los años cincuenta.

El 14 de junio de 1964, tropas del coronel José Joaquín Matallana, con cuatro helicópteros, asaltaron los cerros del sur del Tolima para retomar el control. “El Ejército penetró a la zona que había sido considerada como la residencia oficial del comando del bandolero Tirofijo. La penetración de las tropas a Marquetalia se hizo mediante una hábil operación combinada de fuerzas terrestres y aéreas. Al iniciarse los avances tanto por tierra como aire, los bandoleros hicieron alguna resistencia, pero enseguida encendieron los pocos ranchos que le servían de refugio y precipitadamente evacuaron el valle hacia la zona montañosa”, informó el 15 de junio de 1964 el periódico El Tiempo en primera plana.

Este diario de edición nacional también dio a conocer que en aquella operación, tras los enfrentamientos, murieron dos militares y cuatro más fallecieron debido a la explosión de un campo minado que dejaron sembrado los hombres de Tirofijo en su retirada.

Años después, el Ejército se asentó en estas tierras para ejercer el control. En la finca La Base vivían entre 35 y 40 hombres.

“Venía con mi papá acá a traerle cargas de comida, de remesa, al Ejército. Eso fue hace como 35 años. Yo tenía como 13 años”. Medina Valbuena agrega que si bien el Ejército llegó a la zona para quedarse, también mandaban las FARC.

Los últimos combates cercanos que conocieron los pobladores se presentaron hace 12 años o más. “Pero de ahí para acá no se ha vuelto a ver nada”.

Mario afirma que él es el único dueño de la finca Marquetalia, desde hace ocho años. “Se la compré al señor Eduardo Olaya, antes las tierras fueron vendidas por Argemiro […], tengo los papeles a mi nombre. […] Cuando estaba el Ejército, esto era limpio, solo este pedacito. Luego el Ejército se fue y ya llegó el señor Argemiro a trabajar. La arregló, le sembró los pastos, le vendió luego al señor Eduardo Olaya y yo le compré”, precisa al mencionar que La Base tiene 85 hectáreas: “yo mismo las hice medir”.

Del rastro del Ejército en estas tierras solo quedan unos túneles profundos afuera de la vivienda. Servían como trincheras para resguardarse de los ataques esporádicos de la columna móvil Héroes de Marquetalia, como se denominó a un grupo de las FARC que se constituyó en la zona para hacer valer su histórico poder.

“Esos túneles, trincheras, que usted ve, son del Ejército y esos muros de cemento. De la guerrilla ya no hay nada”. En la actualidad las tropas están ubicadas en un cerro de la parte alta de la vereda Marquetalia.

Otro vestigio de la guerra son las hélices y los pedazos de un helicóptero que se encuentran esparcidos a metros de la casa. “Dicen que se accidentó por una falla mecánica. Que estaba el Ejército acá. Venía aterrizando y cogió el filo al contrario y con el viento se fue hacia allá. Eso fue hace como 27 años”, asegura Mario y aclara que ese helicóptero no fue parte de la Operación Marquetalia, como han informado varios medios de comunicación. “De esa operación no hay rastro de nada. Sí, eso fue hace 60 años, hace mucho tiempo. Hoy solo está el cuento, la historia”.

Cuando se le pregunta sobre Manuel Marulanda, Mario Medina manifiesta que solo quedan las leyendas y lo que comentan los más viejos. “Ya de eso no se dice nada. Nosotros por aquí no pensamos sino en trabajar, en no hacerle mal a nadie, esas son historias que ya pasaron”. Historias de las que muchos quieren saber y no olvidar. En los ocho años que lleva viviendo en La Base ha recibido periodistas, servidores públicos y uno que otro curioso que quieren conocer la historia de las FARC y de la Operación Marquetalia.

“Sí, aquí han venido, pues decían que era una casa desocupada y es una gran mentira porque yo estaba aquí”, dice algo ofuscado y espera que se informe de Marquetalia como una región tranquila donde se está trabajando sin violencia. “Nosotros vivimos muy bien acá, sin problemas con nadie. Entre vecinos vivimos bien”.

Mario sabe del valor histórico que tiene su finca y por ello ha procurado tenerla bonita. “La he tenido lo mejor que he podido. Porque esto cuando yo lo compré era un charcal. Aquí casa no había. Estaba acabada y pienso que uno debe tenerla bien para que el que venga vea algo agradable. Me siento contento”.

La memoria histórica se ha convertido en un derecho de las víctimas y de los colombianos para conocer la verdad del conflicto armado y eso le ha dado a pensar a Mario en establecer un sitio de memoria. “Sería muy bueno, y con los restos de ese helicóptero que hay ahí, pues todo eso serviría, ¿cierto?”, plantea.

“Ojalá, muy bueno que hubiera la paz. Eso es lo que quisiera yo, para que siguiéramos viviendo como ahorita, muy tranquilos”, dice esperanzado este padre de cuatro hijos —dos de ellos menores de edad— que desea seguir adelante con sus labores de campesino, con su ganado y vivir tranquilo.

El viaje de regreso a Villanueva fue silencioso. Luego de recorrer las tierras que sirvieron de refugio para los campesinos comunistas liderados por Pedro Antonio Marín, conocer los detalles de la Operación Marquetalia y evidenciar las necesidades de los habitantes de la región, queda la realidad de los labriegos que con dignidad esperan soluciones a sus problemas, y guardan la esperanza de que Marquetalia sea considerado, por propios y extraños, un territorio de paz.

 

El líder comunal que ha resistido 28 años en territorio de conflicto

 

En la Marquetalia de hoy existe una pequeña escuela donde estudian 12 niños. Casas campesinas que quedan la una de la otra como a dos horas de camino se divisan a lo lejos, entre las inmensas montañas de la cordillera Central, dividida por el cañón conocido como Filo de Hambre y el río Atá. Allí se guardan los recuerdos del surgimiento histórico de la guerrilla más antigua de América.

En la escuela, en abril de 2016, se llevó a cabo una de las pocas reuniones de los habitantes de la zona. A lomo de mula y a caballo fueron llegando 27 personas de la vereda, entre hombres, mujeres y niños. Varios recorrieron hasta cinco horas de camino por angostas trochas, desafiando los filos de las montañas y el cansancio que implican las andanzas. Son desafíos a los que ya están acostumbrados.

Entre los campesinos se encuentra Wilson Millán Poblador, alto y de tez blanca. Usa gorra para guarecerse del sol de montaña y lleva puesta una camiseta verde manzana, que se confunde con los múltiples tonos de la cordillera. Es el presidente de la Junta de Acción Comunal de Marquetalia. Allí lleva viviendo 28 años.

Wilson, con un acento tranquilo y firme, dice que la reunión tiene como objetivo elegir a los nuevos líderes comunales, quienes deberán insistir y solicitar apoyos a la Alcaldía de Planadas y a las autoridades del Tolima para suplir las necesidades de la vereda. Las mismas que se presentan desde hace 60 años. Los habitantes saben que deben aprovechar el momento coyuntural de las posibles ayudas que llegarán a las regiones derivadas de la cercanía del posconflicto.

Las luchas son iguales a las que libraron sus progenitores desde que se asentaron en la zona. La situación de Marquetalia no cambia, comenta Millán, sus pobladores requieren servicios de salud, la apertura de una carretera y el mejoramiento de los puentes sobre los ríos.

“Mi padre nos trajo de Santa María (Huila) cuando estaban realizando la carretera de caminos vecinales. Esa carretera es la que sale por los lados de Planadas, Ataco, Coyaima y Natagaima, en el Tolima, y por el otro lado conduce a Santa María y Neiva, en el Huila”.

Desde niño supo que la vida no sería fácil en Marquetalia por las complejidades de un territorio escarpado, las grandes distancias —el pueblo más cercano es Gaitania y queda a cuatro horas—, la pobreza y, lo más complicado, crecer en medio del conflicto armado y de la estigmatización histórica del lugar porque allí surgieron las FARC.

Todos los lugareños saben exactamente qué sucedió. Los relatos de los viejos han pasado a sus hijos y la memoria del conflicto se mantiene viva, pese al correr de los años, aunque cuando se les pregunta, en principio, prefieren no decir nada.

“Yo pienso que Marquetalia es algo muy original. Por aquí fue en el 64 que se fundó las FARC, de donde salió Manuel Marulanda y el escritor Jacobo Arenas […] a las ocho de la mañana, un sábado de julio, fue donde nació la guerrilla. Eso dicen los grandes escritores”.

Hechos históricos que valoran y comparten con forasteros, periodistas y los contados funcionarios que llegan a la región para conocer el lugar donde nació la guerrilla. Señala la montaña que queda detrás de la escuela: “ahí hay un altiplano, en ese lugar de aproximadamente 1.000 metros de largo por 60 u 80 metros de ancho, fue donde fue fundada las FARC y donde comenzó el conflicto”.

Wilson sabe lo complicado que es vivir cerca del grupo alzado en armas. Como lo saben las 475 familias —un total de 1.760 personas— que residen en Marquetalia y en la parte alta del río Atá.

Al hablar de la violencia, recuerda vivencias y momentos de incertidumbre y de desafíos que debió afrontar para hacerle el quite a la realidad del poder de las armas. Un reto fue evitar echarse un fusil al hombro como lo hicieron varios de los jóvenes de hace 28 años. “Cuando estaba niño, veía que salían personas para allá, tenían edades entre 14, 15 y 16 años, no sé la vida de ellos, qué pasará con ellos. Mis padres me instruyeron en no estar ni aquí ni allá, porque siempre el conflicto es algo complejo, muy difícil”. Reconoce Wilson que esos mismos valores a los cuales se aferró para no involucrarse en ese contexto, son los que hoy les inculca a sus cinco pequeños hijos.

Él, igual que muchos habitantes de Planadas, distinguió a varios comandantes de la guerrilla. “Hace como 18 o 20 años los conocí. Estaba Galeano, Hernán, que ya falleció, y así sucesivamente”. Asegura que desde hace ocho años no los ve patrullar. “Los vemos en la televisión, que están en La Habana, en los diálogos de paz”.

Este campesino que ha trabajado en la siembra de café, cultivos de pan coger y en la ganadería, considera que de alguna manera todos en Marquetalia son víctimas del conflicto, y más los que se quedaron, resistieron y lucharon ante la guerra.

En la zona, todos llevan un duelo, los recuerdos de lo que pasó, cuando vivieron situaciones difíciles como el reclutamiento de sus hijos, desplazamientos forzados, muertes de seres queridos y diversos horrores de la violencia que se suman a las seis décadas de estigmatización por el solo hecho de haber nacido y vivido en Marquetalia.

Un duelo del que todavía no se han recuperado Wilson y su familia es la muerte de su cuñado. “Belisario murió prácticamente desangrado y destrozado por la explosión de una mina que le afectó las piernas, la cintura. Él duró vivo unos 18 minutos, pero por la lejanía de todo, sin tener una vía de acceso, falleció. Se le hubiera podido prestar apoyo. Él se estrelló con la mina cuando estaba bajando unos novillos al corregimiento de Gaitania. Mi hermana Martha vive sola, quedó una niña huérfana”.

Con resignación habla de lo grave que es vivir entre territorios minados. Es una realidad silenciosa. De acuerdo con la Dirección para la Acción Integral contra Minas Antipersonal del Gobierno, en el país se registraron 11.233 víctimas de minas antipersonal, entre civiles y militares, de 1990 a diciembre de 2015.

Su vocación de líder lo lleva a decir que hay esperanza. Sueña y anhela con la paz, pero sabe que esa paz llegará cuando se solucionen las necesidades básicas y de infraestructura local. Vuelve a referirse a la urgencia de que se reconstruya un puente artesanal deteriorado que se encuentra en el camino hacia Gaitania: “yo pienso que se le daría un golpe verdaderamente a la guerra haciendo esta infraestructura y siempre esto es lo que nos ha golpeado, porque se le ha invertido mucho dinero a otras cosas que no son prioritarias”.

Saben de lo que pasa en el país, especialmente de los acuerdos de paz entre la guerrilla de las FARC y el Gobierno en La Habana. Se enteran cuando logran prender el televisor, luego de que se cargan las baterías de los paneles solares, pues allí tampoco hay energía eléctrica, o cuando bajan al pueblo y ven las noticias mientras almuerzan en los días de mercado.

“El acuerdo pienso que es muy bueno y todo, pero en sí miro que haiga infraestructura, unidades sanitarias, casas y puentes dignos, que haiga salud, educación y buenos manejos de los recursos de la Nación, pienso en que se lograría una paz adecuada”.

Esperan no volver a ver a la guerrilla. ¿Y si vuelve? “Yo diría que otra vez quedamos en medio de dos gobiernos que mandan en la República y si el Gobierno está mandando igual que las FARC, nosotros como campesinos, como pueblo, nos tocaría estar sujetos a la organización que esté”.

Wilson dio inicio a la asamblea comunal y animó a los habitantes de Marquetalia a seguir luchando por su bienestar.

 

Aprendizajes y detrás de cámara de Memorias de la cordillera

 

“Quien hace memoria está saliendo de las sombras de su propio destino. Andar con él y escucharlo es el primer paso para ganar la confianza de contar su relato. Esa memoria suma a la reconstrucción de la historia ”

Ginna Morelo.

 

“Las voces de la memoria nos hacen imaginar el pasado y sentir a un país herido que quiere evitar los olvidos, es como resumo la vivencia luego de reportear esta historia ”

Edilma Prada.

 

Los relatos de la memoria permiten investigar contextos, confrontar fuentes y compartir voces que ayudan a unir ese entramado de historias y de hechos para comprender el conflicto armado en Colombia.

Una parte de esas historias, las que ayudan a entender en nuestros tiempos el inicio de las Farc, están compiladas en esta pieza: Memorias de la cordillera. Un rosario de voces, experiencias y recuerdos de quienes vivieron de cerca los inicios de un país en guerra y de los que hoy se apegan a la esperanza, que nace de las actuales conversaciones de paz que se realizan en La Habana, Cuba.

Emprendimos un viaje al pasado y al presente, guiados por la memoria de otros. Viaje que nos enseña historias de campesinos inocentes y de víctimas invisibles. Los destinos fueron el municipio tolimense de Planadas, el corregimiento de Gaitania y la vereda Marquetalia, sitios enclavados en la imponente Cordillera Central, límites con el departamento del Huila.  El mismo lugar donde en 1964 se crearon las Farc.

Este recorrido nos llevó a conocer una realidad explorada, pero que requiere ser más explicada; y a entender a través de los recuerdos de sus habitantes las vivencias duras del conflicto, las añoranzas de los tiempos tranquilos y las miradas fijas hacia una paz que anhelan desde siempre.

Memorias de la cordillera inicialmente valida los testimonios de los hombres, de las mujeres, de los líderes, de los que de una u otra forma fueron testigos vívidos del conflicto armado. Sus voces son las que hacen las memorias del país. Con cada voz se elabora el rompecabezas del conflicto, con cada historia se cuenta un pedacito de la realidad que generó el poder de las armas, con cada testimonio se aporta a validar una verdad, la que guarda en sus recuerdos cada colombiano.

Con estas historias quisimos reforzar nuestro mensaje como reporteras regionales, como es el de volver a uno de los tantos lugares del país donde se inició la violencia. Hay que caminar para percibir la historia de hoy y animar a que los silencios del pasado afloren en un momento donde los esfuerzos deben llevar a construir la Colombia desconfigurada por la guerra. A comprender que el principio del conflicto armado es el mismo principio para la construcción de paz, y las razones deben comunicarse a toda costa, porque las realidades siguen siendo las mismas.

Dedicamos tiempos largos a hablar con las víctimas, a entrevistarlas, a escuchar cómo ellas han tenido que esperar para sanar sus heridas, sus duelos. Hay que explorar procesos como las conversaciones o los diálogos de saberes, aquellos que nos enseñan la sabiduría de los indígenas. Hay que entender que las miradas profundas de las víctimas cuentan un pasado, hechos y realidades.

La idiosincrasia de sus gentes, los tonos de voz, las culturas y los territorios también hacen parte de la memoria y la relatan.

Para escribir historias de memoria se necesita un esfuerzo adicional, el de entrevistar los archivos, revisar las páginas de los viejos periódicos, los libros de historia y hasta los álbumes familiares. También descubrir lo que cuentan los objetos, aquellos que se conservan y cuidan como lo preciado.

Esas historias se hacen fuertes y sus datos se contrastan cuando de igual manera acudimos a expertos que llevan años analizando y revisando las páginas de la historia de la Colombia olvidada, apartada. Aquella que se recorre a lomo de mula.

En Memorias de la cordillera, cada historia fue tomando su propia forma, pero todas ligadas a una misma realidad, a un mismo contexto, un mismo hecho.

En la siguiente bitácora encontrarán los hilos narrativos que permitió mapear el desarrollo de cada historia, inicialmente nos enfocamos en las palabras clave que nos llevarían a hacer la reportería, luego a la búsqueda de los datos y personajes, para finalmente, junto a las voces de nuestros protagonistas, escribir y plasmar los relatos.

 

(clic a la imagen)

 

Los anteriores fueron algunos aprendizajes y lecciones al construir Memorias de la cordillera, aprendizajes que están plasmados en cada página de este libro que hoy deja un reto abierto, el reto de escuchar y reconstruir más memorias, las de los habitantes de las riberas de los ríos, las de los ciudadanos, las de quienes batallan en los desiertos, en la selva o en la escarpadas cordilleras, las de la resiliencia que se multiplican por millones en nuestro territorio.

Memorias que todos los periodistas desde nuestros lugares de trabajo podemos contar como aporte a la reconstrucción de la historia de 60 años de conflicto.

 

 

  • Los cubrimientos para hacer memoria se deben planear como un proceso; es decir desarrollarlos de manera general no reseñando simples hechos. Comprender los distintos momentos para explicarlo e informarlo.
  • También se hace necesario ahondar sobre las causas que generaron los conflictos y las violencias; profundizar cómo están sanando las heridas quienes sufrieron la crueldad de la guerra y mapear las iniciativas de paz, aquellas que las comunidades gestaron en sus diversas realidades para resistir y superar los traumas del pasado.
  • Caminar los territorios, las profundidades de las selvas, las inmensas cordilleras para recuperar esas memorias olvidadas o desconocidas que se quieren perder en el largo periodo del conflicto que ha vivido el país.

 

 

v