Entre la diáspora general, la crisis de Venezuela ha creado un
éxodo particular de mujeres embarazadas que buscan acceso a la salud en Colombia. Miles de
mujeres y sus hijos viajan como pueden, a veces por trochas en el desierto, decididas a
sobrevivir al otro lado de la frontera.
Por: Sinar Alvarado
Fotografías: Stephen Ferry
Las primeras mujeres llegan antes del amanecer y se reúnen en silencio frente al puesto de salud
de Paraguachón, un caserío asentado sobre el desierto de La Guajira. Decenas de mujeres
embarazadas, casi todas de la etnia Wayúu, viajan cada semana entre Venezuela y Colombia con la
necesidad de parir a sus hijos sin contratiempos. Cuando hay suerte cruzan en carro, pero casi
siempre llegan en moto o a pie, a través del puesto fronterizo y por las trochas que acceden a
este corregimiento del municipio de Maicao.
A las seis de la mañana aparece Salim Torregro —un enfermero moreno, fornido y de pelo corto— que
abre el portón del puesto y las invita a pasar a un patio de tierra, la antesala de los
consultorios. Las mujeres se acomodan en sillas plásticas, bajo dos árboles que las protegen del
sol calentano. Casi todas volverán a casa, en distintos pueblos del lado venezolano, antes del
mediodía. Y sólo ocho, las de embarazos más avanzados, compartirán una ambulancia para tomarse
ecografías en el Hospital San José, de Maicao. Yuselín Castillo, una Wayúu de 30 años de
edad,
vestida con su manta de colores, figura hoy entre las candidatas.
—Ya tengo cuatro varones y dos hembras. Algún día me irán a sacar de abajo, si tienen buena
cabeza —dice Yuselín con la imaginación puesta en el futuro, sentada junto al consultorio donde
Salim la acaba de atender. Allí le tomaron muestras de sangre y de orina, y le pidieron que
esperara, mientras el enfermero decide si irá al hospital más tarde.
El puesto de salud —blanco y bien iluminado— es un edificio nuevo hecho con láminas de metal.
Adentro, con aire acondicionado, hay cuatro consultorios, dos baños y una sala de espera.
Afuera, en cambio, el edificio contrasta con la miseria que lo circunda. Algunas casas de
ladrillo y techos de asbesto están pintadas de colores vivos. Pero a pocos metros crece una
nueva invasión con casuchas de palos, latas y bolsas plásticas donde conviven centenares de
venezolanos recién llegados.
Los hombres se pasan el día sobre la carretera principal que comunica a ambos países, con los
ojos semicerrados para protegerse del sol y la arena fina que levanta el viento desde los
márgenes. Suelen ser tipos jóvenes, con la piel cobriza, que cargan el equipaje de los escasos
viajeros a cambio de monedas o billetes menores.
Ellas, mientras tanto, ven pasar las horas en esas chozas precarias, ocupadas con los hijos,
cocinando con leña para sentarse a la mesa una o dos veces cada día.
Varias organizaciones de cooperación internacional apoyan al hospital de Maicao y a su puesto
de
salud: la Organización Internacional para las Migraciones, la Agencia de los Estados Unidos
para
el Desarrollo (USAID), Save the Children, Americare, Acnur y la Organización Panamericana de
la
Salud. Este respaldo permite ofrecer ecografías a las pacientes desde las 16 semanas de
embarazo, y pruebas de laboratorio para medir niveles de glicemia o detectar sífilis y VIH.
Muchas pacientes llegan con estas dos patologías, debido a la promiscuidad, la escasez de
preservativos en su país o el trabajo sexual. A todas las evalúan en ginecología, nutrición y
psicología.
Las venezolanas, que suelen llegar entre el cuarto y el quinto mes de gestación, pueden controlar
su gravidez hasta el día del parto, que también ocurre del lado colombiano. Después, sus hijos
tendrán acceso a un monitoreo de su desarrollo.
Una demanda inesperada
Yuselín Castillo —morena, delgada, el pelo negro y liso— es solo una de muchas madres que cruzan
la frontera cada semana en busca de acceso a la salud. Mabiz Mercado, una enfermera alta y de
piel blanca, encargada de relaciones públicas en el Hospital San José, de Maicao, tiene cifras
que revelan el tamaño del fenómeno.
—Ha crecido mucho la demanda de servicios para las gestantes. De cada 100 madres que
atendemos,
entre 60 y 70 son migrantes de la zona fronteriza. Y representan el 30 por ciento del total
de
pacientes atendidos cada mes.
Dice Mabiz, sentada en su oficina en el primer piso del hospital, rodeada de carpetas y cajas
con insumos médicos que llevan los logotipos de todos los cooperantes que apoyan su trabajo
aquí. El hospital ofrece a las migrantes un centro obstétrico donde hacen monitoreo y exámenes
diversos. Cuando alguna requiere cuidados que no son ambulatorios, puede quedarse hospitalizada
en una habitación o incluso en una unidad de cuidados intermedios. Para ser atendidas, las
venezolanas solo necesitan su cédula; pero también las reciben si no la tienen.
Madres gestantes atendidas en mayo de 2021
—En mayo de 2021, de 530 madres gestantes atendidas, 363 eran venezolanas — dice Mabiz mientras
revisa su archivo, y recuerda que el Decreto 866 de 2017 ordenó atender a la población migrante
que llega por urgencias. Otro decreto, el 1288 de 2018, confirma que es preciso atender a las
gestantes y vacunar a sus hijos.
Pero no hay dinero para financiar ese esfuerzo. El hospital de Maicao, dice Mabiz, ha
facturado
39 mil millones de pesos en servicios a migrantes desde 2017, sin que el Ministerio de Salud
pague ese gasto. Los directivos han reclamado y han hecho huelgas; como respuesta les
piden que
esperen, que los van a priorizar. Y nada.
—Nos tienen en una crisis financiera, agudizada por la pandemia. Se restringieron las consultas,
las cirugías, el régimen subsidiado y el contributivo, que nos aportaba dinero de las EPS. Se
cayó en un 50 por ciento la demanda de esos servicios. Estamos facturando 12 mil millones de
pesos al año en atención a migrantes, sin que el gobierno cancele esos servicios. Así ninguna
entidad puede salir adelante —dice Mabiz.
Ella cuenta que la tabla de salvación, insuficiente, ha sido la cooperación internacional, que
aporta dos mil millones de pesos anuales para servicios ambulatorios y de baja complejidad. El
gasto grueso, explica, sigue saliendo del presupuesto interno y el hospital está en iliquidez
frente a la demanda diaria de los migrantes.
—Hemos sacrificado los salarios, el pago de proveedores, los servicios públicos, medicamentos e
insumos. Hace tres meses que no cobramos, y no podemos parar —se queja la enfermera.
Maicao, una pequeña ciudad arenosa con 166 mil habitantes según el Departamento
Administrativo Nacional de Estadística, desde siempre ha vivido del contrabando y el
comercio. Hoy acoge, según Mabiz, a 57 mil extranjeros en su periferia, repartidos en 29
asentamientos recientes: casas de lata construidas directo sobre el suelo del desierto.
Ella cuenta que la mayoría de las pacientes llega sin controles ni exámenes, con sus bebés
desnutridos. Tres niños han muerto este año. Hace poco llegó una mujer desde Venezuela en moto,
convulsionando, y al rato murió en el hospital.
El Estatuto Temporal de Protección es una oportunidad para los migrantes, dice Mabiz. Empezó a
regir este año hasta 2031, y puede permitir a los migrantes ingresar de manera formal al sistema
de salud. El Hospital San José, según dice, atendió a casi 15 mil pacientes extranjeros en 2020.
Los bebés nacidos en este hospital son colombianos de nacimiento.
—Estamos en un estado de conmoción interna, pero no han querido declarar la emergencia. Aquí
coincidieron la pandemia, los migrantes y las inundaciones. Estamos pagando una deuda antigua
que Colombia tiene con Venezuela, pero sin respaldo del gobierno nacional. Nos hemos quedado
solos en esta pelea.
La vida acá y allá
Una a una, por turnos, siempre calladas, esta mañana las mujeres van pasando al consultorio de
enfermería.
Casi todas llegan solas. De cuarenta embarazadas que aguardan en el jardín, solo una está
acompañada por su pareja. Yuselín también llegó por su cuenta. A esta hora, siete de la mañana,
su esposo debe estar en algún punto cerca de la frontera, caminando con la urgencia de vender
algo.
—Los dos trabajamos ambulantes. Él vende casa por casa; yo en los buses. Pero es duro, porque
cierran la frontera una semana sí y otra no. Por la cuarentena.
Los cierres suspenden el tránsito de los viajeros, del que viven muchos vendedores informales en
toda esta zona. Yuselín produce veinte mil pesos diarios en promedio; de ahí saca algo para la
comida y guarda otro poco para sus medicinas.
Desde los dos años creció junto a su padre en Ciudad Ojeda, una población petrolera ubicada junto
al Lago de Maracaibo, a doscientos kilómetros de Paraguachón. A los 16 años se vino a
Paraguaipoa, un pueblo del lado venezolano a pocos minutos de la frontera, donde vive muy cerca
de su mamá. Yuselín tiene seis meses de embarazo y esta es la tercera vez que visita el puesto
de salud.
—En Paraguaipoa tuve controles en los hospitales, pero no seguí porque allá no hay nada. Toca
llevarlo todo: medicinas, guantes, algodón. Todo. En las clínicas sí hay, pero es muy costoso y
se paga en dólares. Lo que uno hace es para el sustento diario, no alcanza para más. Una amiga
me dijo que acá me podían atender gratis, y vine.
Yuselín viene siempre en moto desde Paraguaipoa, del lado venezolano, porque es más rápido y
barato. Cuarenta mil pesos debe pagar por los dos trayectos: lo mismo que produce en dos
jornadas de trabajo. Hoy pasará siete horas en Colombia sin comprar una galleta o una bolsa de
agua.
—Antes, con los otros embarazos, sí me hice los controles allá. Hace dos años se conseguía casi
todo en Venezuela, pero ahora no. Todo es complicado. La gente se ha venido para acá por la
crisis.
Esa diáspora, según Naciones Unidas, suma hoy más de cinco millones de venezolanos regados por
el
mundo, un tercio de ellos asentados en Colombia. Varios hermanos de Yuselín están en
distintos
puntos del país, empleados en oficios mal pagados y diversos. Todos crecieron vinculados a
Colombia por medio de la frontera, pero ella dice que se siente venezolana y le duele vivir cada
vez más desprendida de su país.
—Vivir allá es muy duro. Se va la luz y se daña la comida a cada rato. Toca comprar la carne o
el pollo todos los días para que no se pierda.
Yuselín habla con la mirada en un punto indeterminado, fuera de la escena; mientras recrea en su
mente las penurias que describe con un discurso acostumbrado. Sus hijos se quedaron sin escuela
desde que empezó la cuarentena; y ella, que solo completó la primaria, conoce las desventajas
que eso puede traerles más adelante. Tal vez por eso evade el tema enseguida, sonríe y le
brillan los ojos cuando habla de la nueva vida que prospera en su vientre.
Las estadísticas del desastre
Cuando las madres gestantes visitan el puesto de salud, cuenta Salim, vienen con un estrés
evidente producido por sus embarazos avanzados. Sus hijos pequeños, que muchas traen para
evaluarlos, presentan desnutrición aguda o grave.
Entre enero de 2020 y junio de 2021, según datos internos, el Hospital San José atendió a 103
niños malnutridos, hijos de venezolanas.
—En Venezuela no tienen servicio de salud. No hay insumos médicos, no hay personal y se ven
obligadas a salir de su territorio. Este puesto es la única opción para cientos de migrantes
—dice Salim, y cuenta que han recibido pacientes graves, niños que llegan medio desvanecidos
tras largos periodos de hambre.
—Nos toca remitirlos al hospital para que empiecen la recuperación nutricional —cuenta.
Pero las necesidades van más allá de lo fisiológico. Lessy Gómez, psicóloga, orienta cada semana
a varias mujeres en su consultorio, ubicado junto al de Salim. —Hablamos de planificación
familiar para que se cuiden y den bienestar a sus hijos —dice Lessy.
Algunas de estas madres jóvenes, cuenta la psicóloga, han formado hogares para asegurarse un
techo; pero no porque deseen convivir junto a sus parejas. Simplemente, según ella, buscan una
protección inmediata que las salve de dormir en la calle o quién sabe dónde. La atención
psicológica que brindan en el puesto de salud busca, por medio de la planificación, evitar más
embarazos de hijos no deseados. En el hospital de Maicao, de acuerdo con sus estadísticas,
entre
enero de 2020 y agosto de 2021 nacieron 4.137 hijos de madres venezolanas.
—Realizamos acompañamiento con charlas de formación para que ellas puedan enfrentar lo que viene
después del parto. Brindamos educación y estrategias para que ellas puedan tener algún oficio
que les ayude a mejorar su calidad de vida — explica la psicóloga. Pero todo este esfuerzo se ve
limitado por la geografía: cuando las pacientes vuelven a sus casas en Venezuela, el personal no
puede monitorear los resultados de sus intervenciones. De lejos es imposible verificar que
pongan en práctica el conocimiento y las ideas que reciben.
Las mujeres en sus charlas describen el panorama desolador que sobrellevan en sus hogares. El
desempleo, la escasez, el hambre. Un informe de la Comisión para los Derechos Humanos del estado
Zulia (Codhez), en la zona fronteriza, resume esta realidad cruda. En La Guajira venezolana
solo
el 5 por ciento de la población puede pagar atención médica; el 71 por ciento de los hogares
vive en pobreza extrema; y el 94 por ciento padece inseguridad alimentaria.
En la Guajira venezolana
5%
puede pagar atención médica
71%
de hogares vive en pobreza extrema
94%
padece inseguridad alimentaria
Buenas nuevas
—Este servicio es bueno para nosotros, los que no tenemos nada. Lo único que hay que hacer es
llegar aquí. Yo espero que mi parto sea de este lado, porque allá tengo que comprar todo. Y es
difícil que me atiendan —dice Yuselín, y a los pocos minutos Salim pronuncia su nombre junto al
de otras que viajarán hasta Maicao para hacerse una ecografía.
El viaje en ambulancia hasta el hospital dura unos veinte minutos. Al llegar, las ocho mujeres se
sientan en sillas contra la pared y esperan su turno. De vez en cuando cruzan algunas palabras,
pero la mayor parte del tiempo permanecen calladas, con la vista fija en el piso o atentas al
vaivén de las enfermeras, los médicos y los pacientes que cruzan el ancho corredor del primer
piso.
Yuselín entra de primera y el radiólogo, cubierto con un traje blanco enterizo, gafas y una
mascarilla, le pide que se acueste sobre la camilla. Después le descubre su panza morena y le
aplica con cuidado un gel que esparce por toda la superficie. Ella respira nerviosa y mira con
curiosidad la pantalla que en pocos segundos revelará nueva información relevante. El médico
desplaza el lector, mira la pantalla y enseguida informa con palabras suaves:
—Tenemos dos niñas. Una de 29 semanas de gestación. La otra es más pequeña, de 28 semanas y
cuatro días.
Yuselín está contenta, pero apenas demuestra su emoción.
—Yo sabía. Con estas dos sí paro. No más.
Después de las ecografías, las ocho mujeres, agotadas, charlan en confianza sentadas bajo un
toldo mientras la ambulancia las recoge para ir de vuelta a la frontera.
Cinco esperan niñas; las otras tres, varones. Siete de las ocho van vestidas con coloridas mantas
Wayúu. Tienen edades diversas, pero casi todas están por debajo de los treinta años. La mayor,
que aparenta más de cuarenta y quizá tenga menos, vino desde Cojoro, un pueblo en la Alta
Guajira ubicado a seis horas en moto.
El sol del mediodía calentaba desde lo alto, apenas suavizado por una brisa fresca que sopla
desde el norte, desde Venezuela. Puede que ese viento leve traiga algo más desde allá, porque
las mujeres, de brazos cruzados sobre las panzas, han empezado a hablar de su país maltrecho.
Unos metros más allá, sobre la fachada del hospital, se puede leer un mensaje: “La vida, nuestro
compromiso”.
Yuselín arrastra sus chancletas sobre el suelo y juega con la arena. Después hace una mueca de
decepción y concluye:
—Yo siento tristeza porque mis hijas deberían nacer en mi país, no acá. Van a ser colombianas y
eso también me va a obligar a hacer un trámite. A gastar tiempo, plata que no tengo. Si por mí
fuera, hubiera parido en mi país.