La Pista: el aterrizaje de emergencia de miles de migrantes
En Maicao (La Guajira) queda uno de los asentamientos más grandes
e inhóspitos para los migrantes venezolanos que viven en Colombia. En este lugar, la
pandemia de la covid-19 arrasó con todo rastro de bienestar y recrudeció los problemas
sociales, cuentan sus habitantes. Aunque muchos aseguran tenerle miedo al virus, no dudan al
decir que se trata de un tema secundario, que primero están el hambre y las necesidades.
Por: Diario Criterio - David Efrén OrtegaVídeo y fotografía: Mario López y Christian Arévalo
Antes de las diez de la mañana los plásticos que hacen de paredes y techos de los cientos de
ranchos apostados a lado y lado del antiguo aeropuerto de Maicao, en pleno desierto de La
Guajira, están a punto de arder, de desintegrarse. Dentro de esas casas, alzadas con cartones y
material sintético negro, rojo o blanco, se concentra un espeso vaho que dificulta la
respiración.
A esa hora, las cerca de 5.000 personas que habitan a lo largo de los 1.600 metros que mide la
pista de aterrizaje -según estimaciones de la propia comunidad, pues ninguna autoridad los ha
contado- ya han salido de sus ranchos, ya sea para rebuscarse la vida en Maicao y sus
alrededores o simplemente para huir del calor.
A esta enorme invasión se le conoce como La Pista y es otro escenario que refleja el drama que
viven cientos de migrantes en Colombia, uno del que quizás no se ha hablado lo suficiente.
Quienes allí habitan son venezolanos en su mayoría. Algunos proceden de grandes ciudades como
Caracas y Maracaibo; y otra parte son indígenas Wayúu que se atrevieron a cruzar la frontera por
las trochas del desierto o por la Serranía del Perijá, huyendo de la compleja situación que se
vive en el vecino país.
Ese asentamiento está tan solo a once calles de la alcaldía de Maicao y a catorce de la mezquita
Omar Ibn Al-Jattab, una imponente y ostentosa estructura construida con mármol italiano y con un
alminar que se eleva a más de treinta metros. Desde ese lugar se puede divisar La Pista y quedan
en evidencia los profundos contrastes que se viven en este municipio. Por un lado, hermosas
casas con fachadas de blanco inmaculado y grandes puertas de madera. Y a escasos centímetros,
decenas de cambuches apenas protegidos con techos de zinc, sostenidos con llantas viejas y
ladrillos. Es una especie de viaje por un Leteo de arena ocre que une el cielo y el purgatorio.
Al llegar, las primeras miradas hacia el forastero son de desconfianza y curiosidad. No es una
zona a la que se entre fácil y hay muchas denuncias de inseguridad. Se sabe que los primeros
moradores llegaron hace casi seis años desde Venezuela e instalaron sus casas en un lote de 1,6
kilómetros prácticamente abandonado por la alcaldía. Al ver que nada pasaba, este lugar empezó a
ser el destino de personas desarraigadas.
Aunque para muchos La Pista puede representar caos, lo cierto es que sus habitantes viven como si
se tratara de cualquier barrio. Cada casa tiene un número y pertenece a una manzana, la cual
cuenta con un líder, elegido a veces por voto popular. Según cálculos de la oficina municipal de
la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres, se estima que en el lugar habitan
cerca de 2.200 familias, acomodadas en 12 manzanas que a su vez albergan entre 100 y 200
ranchos.
Keyla Acuña es joven, morena y venezolana. Habla fuerte y tan rápido que cada palabra que dice se
solapa con la siguiente. Con ese vértigo, dice: “Cuando llegué a Colombia, empecé a vivir en
arriendo y me la pasaba rodando de casa en casa, pero la plata no alcanzaba para esa renta.
Entonces cuando vi que estaban invadiendo me vine de a poquitos. Nadie estaba utilizando esta
tierra, era puro monte y un hueco que fuimos rellenando”.
Ella lleva casi cinco años en La Pista, viene de Machiques (Estado Zulia), ciudad en la que
trabajaba como empleada en casas de familia y vendiendo comida para las fincas. Hoy vive con su
pareja, sus dos hijos, un hermano y una hermana que llegó hace un año con su novio y su hijo.
Los ocho comparten un rancho construido con tablas, de un solo cuarto, sobre el que permanece
extendida en el suelo de tierra la espuma de un colchón y colgadas en los palos, que hacen de
vigas, un par de chinchorros.
En La Pista la ausencia más notable es la de los servicios públicos, especialmente agua y
alcantarillado. Algunos se las han arreglado para conectarse ilícitamente a los postes del
alumbrado público. Keyla, por ejemplo, pagó 150.000 pesos por el cableado y ahora utiliza el
servicio para prender un televisor y dos bombillos.
En cuanto al agua, cada familia se la compra a los “burreros” que transitan todo el día por La
Pista. Son comerciantes que van con dos canecas azules de 200 litros y amarran a una carreta
halada por un burro o una mula. María Chiquinquirá Romero Epinayú -una venezolana Wayúu de 55
años que llegó a La Pista hace un año, cuando una sobrina le dijo que le daba el rancho porque
se iba para Bogotá- asegura que día por medio paga 3.000 pesos para comprar una “pipa” de agua,
una especie de balde que se llena con menos de 10 litros.
Con esa cantidad debe lavar y cocinar para su hija, su nieto, su esposo y su mamá, de 87 años.
También le tiene que sobrar otro poco para su aseo personal. Para solventar este gasto y el de
la comida, vende botellas de chicha a 2.000 pesos, y su hija, Yuli Montiel, trabaja como
empleada de servicio en una casa de familia. “Me gano 200.000 pesos al mes y trabajo desde las
seis de la mañana hasta las ocho o nueve de la noche”, comenta Yuli.
KEYLA Y KEILYS ACUÑA
Covid-19: entre desinformación y falta de atención
“Vivir en La Pista es arrecho, como decimos nosotros”, asegura Keyla. Sus palabras cobran más
fuerza si se tiene en cuenta que, además de las precarias condiciones de vida y la falta de
servicios básicos, la pandemia llegó a ese rincón con el mismo rigor que lo hizo en toda
Colombia, en donde el virus ha dejado un saldo de cinco millones de infectados y más de 128.000
muertos.
La covid-19 llegó sin avisar, como lo hacen muchos de los males que acechan en La Pista. Desde
marzo de 2020, marginados e inexistentes para los servicios de salud y el Estado por su
condición de irregulares, sus habitantes simplemente tuvieron que resistir.
Lo más complejo ocurrió cuando cerraron Maicao. Romero recuerda que las primeras semanas fueron
las más difíciles, pues la ciudad quedó desolada y tuvieron que quedarse encerrados sin ninguna
opción de trabajo. “Nosotros tuvimos que tomarnos la chicha que vendíamos. Muchas veces esa era
la única comida que probábamos en todo el día”, dice.
Hacinados, en precarias condiciones y con temperaturas de más de 40 grados centígrados, los
habitantes eran un blanco fácil para el virus. Muchos se enfermaron, y no está claro cuántos
fallecieron. María Romero dice que se contagió dos veces y asegura que por eso ahora sufre de
una neumonía que trata con medicamentos recetados en una farmacia local. Pero ella no conoce
ningún caso de muerte por el virus en La Pista, más allá de los rumores que le llegan de vez en
cuando.
MARÍA CHIQUINQUIRÁ ROMERO
En medio de la angustia por no tener qué cocinar en la parte más dura de la pandemia, Keyla Acuña
dice que se propuso sembrar algunas plantas en los bordes de su rancho. Empezó con tomate,
patilla y pimentón. Ninguno le dio resultado porque se los robaban, comenta. Finalmente, intentó
con el frijol con buenos resultados. Hoy tiene una especie de jardín que rodea toda su casa y
del que se siente orgullosa. “Como frijolito todos los días”, dice.
Según datos del Instituto Nacional de Salud (INS), con corte al 17 de diciembre de este año, en
el país se han registrado 70.920 casos positivos de personas extranjeras, de los cuales 60.880
(el 85,84 por ciento) corresponden a ciudadanos venezolanos. Al lado, eclipsan los casos de
estadounidenses (2.635), peruanos (615) y españoles (602). En total, las cifras representan
apenas un 1,34 por ciento del total de casos positivos registrados en el país.
Según datos del Instituto Nacional de Salud (INS)
60.880
Casos covid-19 migrantes en Colombia.
5.115.194
Total casos en Colombia.
1,35
Porcentaje sobre casos nacionales.
La ciudad más afectada es Bogotá, con 31.855 casos. Le siguen Antioquia, Valle y Norte de
Santander. En La Guajira, donde hay aproximadamente 150.800 migrantes venezolanos, se reportaron
894 casos positivos de covid-19. El número evidencia por sí solo el subregistro si se tienen en
cuenta los datos de la población nacional y la alta circulación que ha tenido la covid-19 el
país. En cuanto a las víctimas mortales del virus, la información es más limitada. Si bien el
INS habla de 1.040 extranjeros fallecidos, no especifica sus nacionalidades.
En La Pista la mayoría de los habitantes asegura estar vacunado contra la covid-19, ya sea porque
han asistido a las campañas que realizan las IPS o porque organizaciones internacionales, como
Save the Children o Acnur, han pasado por los ranchos llevando los biológicos. Sin embargo, la
cobertura en este lugar también se ha visto afectada por los rumores, las noticias falsas y la
información malintencionada.
Noralis González tiene 17 años, un niño de brazos y seis meses de embarazo. Es de Maracaibo y
llegó a La Pista junto a su madre hace un mes y medio para cuidar el rancho que levantó una de
sus hermanas, que ahora trabaja en Medellín. Noralis confiesa, con una sonrisa casi de
vergüenza, que también viajó con su pareja, pero que la abandonó a los pocos días de haber
llegado a Maicao.
Ella es una de las personas que le tiene miedo a vacunarse contra la covid-19 porque le han dicho
que “le puede hacer daño al bebé”. Para médicos y epidemiólogos este tipo de afirmaciones no
tienen sustento, pues según datos del Ministerio de Salud la covid-19 es la primera causa de
muerte de las mujeres embarazadas en Colombia y que la vacuna, lejos de hacerles daño, las
protege.
NORALIS GONZÁLEZ
Casos como el de Noralis se repiten por toda La Pista. Keilys Acuña, hermana de Keyla, dice que
no se ha hecho vacunar porque “estaba dando seno y me dijeron que así no se podía”. Además,
asegura que le tiene miedo porque ha visto que muchos se vacunan y caen en cama, o en la hamaca
o el suelo de turno. Lo mismo piensa la mamá de Noralis, Raiza González, quien no quiere recibir
dosis porque una hermana suya ya lo hizo y “ahora vive enferma todo el tiempo”. “Eso es la
vacuna, porque antes ella era muy alentada”, asegura.
Yuli Montiel cuenta que al principio muchos tenían miedo de vacunarse porque les decían que a los
venezolanos les habían dejado el biológico de Janssen, “el más malo”, según los falsos rumores.
Carmen González, otra migrante que viene de Caracas, advierte que la vacunación para los
venezolanos no ha sido fácil, porque al inicio les pedían documentos. Incluso, asegura que duró
mucho tiempo sin vacunarse porque escuchó que los datos que pedían eran para sacarlos de
Colombia.
Al margen de toda esta desinformación, los datos del Ministerio de Salud y de la Organización
Panamericana de la Salud (OPS) señalan que, entre el 17 de febrero y el 5 de septiembre de 2021,
se habían aplicado 44.820 dosis de la vacuna contra la covid-19 a población venezolana habitante
en Colombia. De esta cifra, 29.215 corresponde a primeras dosis y 11.503 a segundas dosis. El
dato global es preocupante, pues tan solo en Maicao se estima que hay 51.361 refugiados y
migrantes venezolanos.
La vacunación para esta población arrancó en forma a principios de octubre de 2021, cuando
el
gobierno autorizó la inmunización sin distinción de estatus migratorio. “No podemos tener más de
un millón de personas sin vacunar, eso nos afecta todas las metas de cobertura”, aseguró en su
momento el ministro de salud, Fernando Ruiz.
La atención en salud
Al margen de la covid-19, la atención en salud para los migrantes suele ser muy complicada. La
mayoría asegura que cuando están enfermos no se les pasa por la cabeza ir al hospital porque
allá solo los atienden por urgencias si tienen complicaciones serias. Sin otra opción, se
automedican, preparan remedios caseros o esperan la asistencia esporádica de los organismos
internacionales.
“En mi parto, por ejemplo, me ayudó Unicef. A mi hijo lo atienden porque es colombiano de
nacimiento, pero a mí no, por la falta de papeles. No he podido sacarlos porque no me queda
tiempo, ya que vivo del diario. Además, no conozco bien el proceso”, comenta Yuli Montiel.
Noralis González tampoco sabe qué hacer. En pocos meses tendrá su segundo hijo y aún no tiene
claro quién atenderá su parto y cómo puede obtener un seguro médico para su bebé.
UNO DE LOS RANCHOS DE LA
PISTA
Las otras secuelas de la pandemia
Para muchos en La Pista lo peor no ha sido la covid-19, sino sobrevivir a la pandemia. Familias
enteras de migrantes llegaron allí por ella, luego de que perdieran el trabajo que les permitía
comer y pagar un arriendo. Naciones Unidas estima que el 69,50 por ciento de los migrantes
venezolanos en Colombia fueron desalojados de sus casas durante la pandemia. Según este
organismo, cerca del 11 por ciento de los desalojos terminaron en indigencia.
Cientos de venezolanos que llegaron a Colombia huyendo del hambre se encontraron de frente con un
panorama desalentador, ya que miles de hogares colombianos también cayeron en la pobreza.
Incluso, dicen algunos, La Pista también aloja a varios locales que no pudieron seguir pagando
un arriendo. Según el Dane, citado por la organización Dejusticia, antes de la pandemia el 11,9
por ciento de los colombianos consumía menos de tres comidas al día, una cifra que se elevó a 30
por ciento para julio de 2021.
En estas condiciones, para muchos en La Pista la covid-19 es un asunto secundario, ya que por
fuerza mayor no pueden pensar en cuarentenas, tapabocas y medidas de bioseguridad. Yuli Montiel
cuenta que una vez la criticaron por no usar tapabocas. Le preguntaron si era que no le tenía
miedo al virus. Con rabia y a punto de llorar, recuerda lo que respondió: “Claro que sí nos
preocupamos, pero un niño no deja de llorar cuando no le dan comida”.
La pandemia también agravó los problemas de seguridad. A pocas cuadras de La Pista, los
habitantes de Maicao aseguran que ese lugar es un infierno y que cruzar la barrera de escombros
y basura que separa el asentamiento de los barrios puede ser muy peligroso. La comunidad habla
de un aumento en los atracos, el microtráfico, las muertes violentas y hasta de las fallas en el
servicio eléctrico por las conexiones ilegales.
En La Pista sus habitantes no niegan que la situación sea compleja. Muchos, incluso, dicen que
los disparos son constantes, que han visto ladrones esconderse en los ranchos y que prefieren no
salir tarde en la noche ni en las madrugadas. Jairo Aguilar Deluque, secretario de gobierno del
departamento, afirma que de los 163 homicidios que se han presentado este año en La Guajira, 30
fueron contra migrantes venezolanos.
El funcionario explica que muchos han sido empujados a la delincuencia por la situación social y
que, en contubernio con ciudadanos colombianos, han montado combos y bandas criminales que hoy
azotan a Maicao, Uribia y Riohacha. Todas estas circunstancias refuerzan los prejuicios sobre
los migrantes venezolanos.
Según la firma Invamer la opinión desfavorable sobre los migrantes venezolanos en Colombia ha
llegado hasta el 81 por ciento. La cifra es de abril de 2020, justo cuando estalló la pandemia.
Aunque la medición más reciente, realizada en abril de 2021, evidencia un descenso (64,1 por
ciento), el dato continúa siendo preocupante.
El drama de los retornados
Visiblemente cansada, vestida con una bata de estampados florales y con una mochila Wayúu
colgando de su brazo derecho, Tácita Polo de la Cruz busca entre sus cosas la llave del candado
que abre la puerta de su casa, un rancho hecho totalmente con plástico negro, asegurado con
palos, puntillas y tapas de gaseosa. En este lugar lleva aproximadamente un año, desde que se
vino de Venezuela.
Aunque puede ser confundida fácilmente como una migrante venezolana más, entre los 1.700.000 que
viven en Colombia y los casi 5.000 de La Pista, no se reconoce como tal. Dice que es colombiana,
nacida en Mompox, un pueblo del departamento de Bolívar declarado por la Unesco como Patrimonio
Cultural de La Humanidad. Por esta razón, prefiere que le digan “retornada”.
Este apelativo, según el Ministerio de Trabajo, es usado para los emigrantes que se encuentran en
otro país diferente al de su origen y toman la decisión de regresar. En Colombia, los retornados
son recibidos con los brazos abiertos, pues por lo menos así lo establece la Ley 1565 de 2012,
“en la cual se dictan las disposiciones y se fijan incentivos para el retorno de los colombianos
residentes en el extranjero”.
TÁCITA POLO DE LA CRUZ
Sin embargo, Tácita asegura que esas palabras se las llevó el viento del desierto, pues desde que
llegó a Colombia ninguno de sus paisanos ha ido a verla. “Por aquí no se acerca el alcalde ni el
gobernador. Nadie nos da una razón, es como si fuéramos unos animales”. Por su parte, la
administración del departamento asegura que en la zona se realizan constantemente jornadas de
atención a las poblaciones vulnerables y que actualmente se trabaja en la vacunación contra el
covid-19. El alcalde de Maicao, Mohamad Dasuki, fue consultado para este reportaje sobre la
situación de La Pista, pero no ha dado respuesta.
Táctica comenta que vive hace casi un año en La Pista, el lugar al que tuvo que llegar cuando
salió del vecino país por la crisis. “Yo me fui porque en ese tiempo uno creía que allá le iba a
rendir la plata y se podía comprar una casita. Duré cinco años trabajando en casas de familia,
lavando y planchando, pero me devolví porque se puso muy malo y la plata no alcanzaba para
nada”, dice Tácita. Según datos de Migración Colombia, desde 2017 han regresado cerca de 500.000
colombianos del vecino país.
Tácita, de 67 años, es uno de los rostros de esta situación. Ahora vive sola en su casa de La
Pista, porque intentó volver a Mompox, pero sus familiares no la recibieron. En el día tiene que
salir del rancho porque el calor es impensable y en las noches duerme con miedo por temor a que
alguien entre a robarle su chinchorro y el ventilador, las únicas dos pertenencias que conserva.
Dice que se gana la vida vendiendo billetes de lotería en el centro de Maicao y que se hace cerca
de 15.000 mil pesos diarios, lo que difícilmente le alcanzaría para pagar una habitación mensual
con servicios públicos. No tiene una estufa ni canecas para almacenar el agua, por lo que les
pide el favor a algunos vecinos que la dejen cocinar. “Yo quiero que me reubiquen o que me den
un ranchito mejor, porque acá no tengo baño y a mi edad no creo que pueda aguantar esta
situación”, dice.
El futuro de La Pista
En La Pista confluyen los sueños, la resignación y la desesperanza de miles de migrantes y unos
cuantos retornados. Algunos tienen claro que quieren volver a Venezuela, otros se han aferrado a
sus ranchos como el bien más preciado y buscan a toda costa algo que les permitan seguir
viviendo en ese lugar. También están los que quedan abrumados, prácticamente aturdidos ante la
pregunta sobre el futuro.
Yuli Montiel, por ejemplo, afirma que si bien tiene ganas de regresar a su país natal, se va a
quedar el tiempo que sea necesario por su hijo, especialmente por la educación. “Allá, en
Venezuela, por más que uno estudie el título no tiene valor. Yo estudié Derecho hasta quinto
semestre y luego me salí porque el sueldo de mi mamá no alcanzaba y me tocó trabajar”.
Por su parte, Keyla Acuña asegura que volverá cuando las cosas mejoren en Venezuela. Extraña su
tierra porque allá conoce el ‘movimiento’ y espera poder llegar a vender tintos, agua o lo que
sea. Antes de terminar, se ríe y cuenta que en los seis años que lleva viviendo en Colombia
nunca ha tenido un trabajo. “Solo una vez un viejito me contrató para trabajar en su casa, pero
duré solo una semana porque le dio un infarto”.
Raiza González, en cambio, no sabe qué hacer. No se va del rancho porque perdería las tejas de
zinc y los plásticos y otra familia tomaría rápidamente el terreno. Asegura que va a extrañar
las fiestas decembrinas en su pueblo, pero no puede hacer nada. La escena es más dramática
cuando su hija, ante la pregunta sobre el futuro, se ríe tímidamente, baja la cabeza y se queda
en silencio. “Yo no tengo planes”, asegura, mientras su bebé no para de llorar porque lleva
varios días con diarrea y son las doce del mediodía y aún no ha probado el primer bocado de
comida.
Gran parte de estos pensamientos dependen de lo que las autoridades de Maicao y La Guajira
decidan sobre La Pista. Sobre la mesa está la reubicación y el desalojo, medidas que no
convencen a muchos. Según el gobernador Nemesio Raúl Roys, dejarlos en la calle no es una
opción. “Los venezolanos en este departamento no son una cosa desconocida, todos crecimos con
una relación cercana con ese país. Todo venezolano que necesite venir a La Guajira, siempre y
cuando sea un ciudadano de bien, recibirá de nosotros todos los esfuerzos para encontrar las
oportunidades que necesita”, dice.
Cabe resaltar que, aunque el gobernador enfatiza en la atención a la población migrante,
instituciones como la
Corte
Constitucional han señalado que los funcionarios públicos no pueden
hacer uso de discursos que constituyan incitación a la discriminación o atenten contra la honra
y buen nombre, en este caso de los migrantes venezolanos.
Roys también asegura que no solucionan nada llevando comida y techo, por lo que están enfocados
en buscar formas de “generar inclusión socioeconómica”. No obstante, en La Pista nadie cree en
palabras, comentan que durante la pandemia nunca vieron un carro de la alcaldía o la gobernación
y confiesan vivir con miedo ante un eventual desalojo. “Ya una vez nos hicieron desarmar los
ranchos y correr porque supuestamente venían unas máquinas a tumbar todo”, recuerda Keyla.
El gobierno nacional apunta a solucionar la crisis migratoria con la puesta en marcha del
Estatuto Temporal de Protección para Migrantes. Este mecanismo les dará a los venezolanos que
lleguen al país un lapso de 10 años para adquirir visa de residentes; es decir, acceder a un
régimen migratorio ordinario. Con esta medida se busca llegar a la población venezolana
vulnerable con protección oportuna. Según el Ministerio de Relaciones Exteriores, el 56 por
ciento de venezolanos en Colombia permanece de manera irregular, lo que no les permite acceder a
servicios básicos, como la atención en salud.
Por las calles improvisadas y polvorientas de La Pista se rumoraba que los sacarían a inicios del
2022. También se dice, en voz baja, que una acción de este tipo podría desatar una rebelión para
la que no estaría preparada la fuerza pública ni cualquier autoridad. Por ahora, algunos como
Yuli prefieren quedarse con una sentencia que bien podría definir la vida en este asentamiento:
“que sea lo que Dios quiera”.