En Guatemala, 53 mujeres se ahorcaron en 2016. Al oriente del país, en una aldea de Chiquimula, una menor de 15 años se colgó de una viga porque estaba embarazada. Esta es la historia de Mariela Vásquez, la adolescente que iba a concebir una niña que no quería.
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La familia de Mariela Vásquez derribó su casa para destruir su recuerdo. Tiraron su covacha de palos y la reconstruyeron al lado con adobe. El solar de la antigua casa colinda con la nueva vivienda. En julio de 2016, Luisa de María Díaz le dijo a su marido Margarito que no soportaba vivir ahí:
– Cuando entro, veo la viga y parece que ahí está colgada.
El 24 de junio de 2016, Luisa de Díaz, de 58 años, y su esposo, de 56, sobrevivieron a la pérdida de su hija, Mariela de 15, cuando se colgó con un lazo de la viga del cuarto en el que vivía con sus padres, en Magüeyal, un caserío ubicado a una hora de terracería de San Juan Ermita, en la región Chortí, la única zona indígena del departamento de Chiquimula, frontera entre Honduras, El Salvador y Guatemala.
Mariela dejó una nota de suicidio escrita con pluma azul en una hoja blanca: “No lloren por mí, me mataré porque estoy embarazada”. Tenía 33 semanas de gestación. Siete meses. Iba a tener una niña. La niña que una niña no soportó tener en su vientre. En la última década, hubo 11,380 partos de menores de edad en Chiquimula, 399 fueron en el municipio San Juan Ermita.
Su madre no fue al entierro y quemó las fotos y la ropa de su hija menor para borrar su ausencia y la de su nieta.
Sus familiares dicen que desconocían que iba a ser madre. No saben quién la embarazó. Dicen que la hubieran apoyado en la crianza del bebé.
– Yo no lloré; si con llorar la reviviera, le dijo el papá, Margarito Vásquez, al médico del Instituto Nacional de Ciencias Forenses (Inacif) de Chiquimula.
A continuación, le pidió permiso para vestir el cuerpo desnudo de su hija antes de enterrarla en el cementerio de la aldea Tasharjá, a la que pertenece su caserío, a hora y media de Chiquimula.
– Yo la hubiera apoyado con su bebé, porque era la última [de mis hijos], dice Luisa de Díaz, mientras se recoge el pelo trenzado en un chongo.
Esta mujer menudita, de ancha nariz y vestido rosa agujereado, era madre de nueve hijos. “Ahora, ocho. Por la muerte de la Mariela, la finada”, la fallecida. La más pequeña, iba a cumplir 16 años el 24 de diciembre, dentro de dos semanas.
A sus 15 años, Mariela Vásquez solía caminar cantando canciones de misa mientras subía la empinada cuesta de tierra y piedras que entre cafetales y bananos lleva a su casa.
No le gustaba andar sola y le decía a su mamá que la acompañara a donde fuera. Estaba a punto de hacer la confirmación y era la directora del coro de la iglesia católica de su aldea, en el que la acompañaba en la guitarra su hermano José, catequista de 30 años. Estudiaba tercero básico, quería ser maestra o enfermera y le pedía a su hermana Mónica, de 24, que igual que le enseñó a bordar, le ayudara con la tarea. Pero en marzo dejó la escuela.
Luisa de Díaz apoya el codo en un reposabrazos roto. No logra acomodarse en la silla de plástico que ha colocado delante de su casa nueva de techo de lámina y piso de tierra, pero dice que va a hablar su verdad. Y la dice golpeando el piso con su sandalia derecha:
– Fue por calumnias entre hembras [que abandonó la escuela]; le decían que era prostituta, que andaba jugando con novios.
Su hija llegaba a casa llorando y su madre le decía que las ignorara. “Pero no aguantó seguir en la escuela”.
El sábado 24 de junio, Mariela Vásquez había quedado a las ocho de la mañana para sembrar pinos con su hermano José y otros muchachos que, como ella, estaban a punto de hacer la confirmación católica. Pero ese día le pidió a su mamá que fuera en su lugar.
– Ay mamá, yo no quiero, tengo pereza de sembrar, le dijo.
A eso de las nueve, su hermana Mónica, a quien todos llaman Vilma, se acercó a casa de su familia a lavar y tender ropa. Vio que la puerta estaba cerrada, pero como su hermana solía ir a buscar naranjas o limas, no le dio importancia y regresó a la casa que comparte con su esposo y sus tres hijos.
Mientras caminaba, un grito: “Vilma, la Mariela se mató”.
Era Idalia, su suegra, vecina de la familia, que extrañada por ver cerrada la casa, había forzado la cerradura. Cuando a los segundos llegó Vilma, ambas se quedaron viendo la oscuridad del cuarto, en el que sobresalía un bulto colgante con el rostro de su hermana menor, ahora un cuerpo con una blusa negra, un calzón verde y una falda café. El lazo se le había desplazado del cuello y le apretaba la cara.
A las diez, llegó la llamada, recuerda pétreo Margarito Vásquez. Vilma llamó por celular a su padre, que estaba fumigando. Dejó tirados todos sus útiles de agricultor y salió corriendo a buscar a su esposa y a su hijo mayor.
– Rascando la tierra, salí. Me quedé muy triste, legalmente, evoca este hombre alto y delgado, de fuertes pómulos y ojos como almendras, cuya aparente rudeza muta en ternura para cargar a su nieto menor.
Vilma Vásquez, una réplica física de su mamá, descolgó a su hermana y bajó su cuerpo a la cama para tratar de reanimarla. Pero ya estaba muerta. En esa cama la encontraron Margarito y Luisa. Aunque no la vieron colgada, la imagen mental llevó a la matriarca a pedir que botaran su casa. Era la casa del suicidio de su hija.
El fiscal que llegó a la escena del suicidio confirma que a la niña de 15 años no se le notaba el embarazo de siete meses. “Puede ser que estuviera desnutrida”, dice en su mesa de trabajo Yuri Rodríguez, un fiscal de delitos comunes que lleva 22 años en el Ministerio Público de Chiquimula. Por falta de personal, ese día le tocó cubrir este caso que le corresponde a la Fiscalía de Delitos contra la Vida: “Buscamos indicios de muerte violenta, pero todo apuntaba a que se trataba de un suicidio”.
Aquel día, el fiscal Rodríguez llegó alrededor de las cuatro a El Magueyal. Revisando el expediente, dice que vecinos le contaron que Mariela Vásquez tenía un novio, que estudiaba con ella: “Pero el papá no lo sabía. Posiblemente hubo una ruptura y optó por quitarse la vida”.
Su familia nunca le conoció un novio. Su madre y su padre sí sabían de un pretendiente de un caserío cercano, que le decía que era suya, que la seguía, aunque según dijo a su familia, ella no quería ser de él. Un mes después de que se suicidara, el muchacho se marchó a Estados Unidos.
La mamá también menciona a un profesor de gimnasia, que ya no trabaja en la escuela:
– Parece que las niñas peleaban para que fuera su novio… Pero yo esperaba que los maestros me hablaran si pasaba algo.
Los ojos más tristes que habitan una casa construida en agosto para olvidar, no son acusadores, solo demandan entender por qué su hija no le quiso contar su embarazo.
– El papá me dijo que la querían mucho, que nunca la golpearon, aunque en el Oriente hay mucho machismo.
Así cuenta el caso Manuel Vicente García, el fiscal de delitos contra la vida encargado del suicidio. No pudo llegar el día del suceso por acumulación de trabajo y llegó meses después, cuando consideró que ya había pasado el duelo de la familia.
Rebasado por los expedientes, el fiscal García resopla y se queja, dice que está defraudado con el trabajo por la falta de apoyo a su fiscalía, donde lleva dos años:
– Una adolescente no puede llegar a decirle a su papá que está embarazada porque arremetería contra ella. Pero al papá [de Mariela] hay que guardarle respeto –dice dejando un silencio largo– porque muchas veces [otros papás] violan a las hijas. Pero él se llevaba bien con las suyas.
El rostro de la niña Mariela Vásquez es un vacío. Su madre eliminó sus fotos y el álbum fotográfico de la escena del crimen está en Esquipulas, a una hora de Chiquimula, porque aquel 24 de junio, ante la falta de efectivos, fiscales de Esquipulas tomaron las fotos. Las imágenes de su muerte y la nota de suicidio de la menor están bajo secreto de sumario en Esquipulas hasta que el Ministerio Público decida cerrar el caso.
La aldea El Magueyal pertenece a San Juan Ermita, un municipio con un nivel de pobreza general del 60.7%, según la Secretaría General de Planificación de la Presidencia del Gobierno de Guatemala. Con 110 familias, El Magueyal, zona de magüeys, justifica buena parte de estos porcentajes.
La familia Vásquez Díaz es chortí, pero solo habla castellano. El hermano catequista, José Trinidad, posa su sombrero en una roca mientras cuenta que ve mucha pobreza entre sus vecinos. Siente que su familia es afortunada: “Nosotros comemos carne tres o cuatro veces a la semana”.
Hoy hay tortillas y queso cuajado para comer. Tras el almuerzo, la madre de Mariela mece en una hamaca a su nieto menor, hijo de Vilma, que hoy llevó a pesar al bebé en el salón comunal de la aldea, que queda a dos largas curvas de distancia de la casa, una estampa de mamás caminantes con bebés en sus brazos.
El facilitador comunitario del Ministerio de Salud que apuntó los datos del hijo de Vilma es Cristóbal de Jesús Vásquez, primo del papá de Mariela Vásquez. En su mesita, con su gorra puesta, se queda mirando su cuaderno: “[Las adolescentes] hacen sus cosas y se quedan calladas”.
Tras el suicidio, el facilitador Cristóbal se sorprendió porque la niña no salía y era buena estudiante: ¿Por qué no acuden al puesto de salud si se dan cuenta que están embarazadas?, se pregunta este padre de tres mujeres.
– Uno ya sabe a qué edad la hembra puede tener hijos. Y no es a los 15 años.
– A veces, los jóvenes son muy ignorantes por falta de información sexual –cuestiona José Trinidad, el catequista hermano mayor de Mariela–. He luchado porque los centros de salud den charlas, pero solo lo hacen cuando ya están embarazadas.
Arrecia el viento de la tarde en la montaña. Las plantas de café que don Margarito plantó cuando Mariela tenía 9 años, se mueven con fuerza. Con su voz firme, suspira una reflexión que se lleva el viento:
– Sería bonito que hubiera educación sexual en la escuela.
A Ernesto Galdámez, médico forense, le apasionan las estadísticas. El director del Inacif de Chiquimula deja abierto un Power Point que presentó en 2015 en el Congreso para explicar por qué necesita más recursos. Solo el año pasado, Chiquimula con 380.000 habitantes, ocupó el tercer lugar a nivel nacional en necropsias clínicas. Sobre todo, por casos de homicidios:
“Chiquimula tiene un índice de muerte violenta entre 80 y 90 personas por cada 100.000 habitantes”.
El analítico y hablador Galdámez, en su ordenado despacho, va llegando dónde quiere llegar: En los últimos tres años, solo registró dos casos de menores de edad muertas por asfixia por suspensión, el término para personas que aparecen colgadas. Ambos en 2016: una tenía entre 11 y 14 años y otra, entre 15 y 16 años.
Como en un gráfico de necropsias queda Mariela Vásquez, una de las 53 mujeres que se ahorcaron en Guatemala hasta octubre de 2016.
En la visualización de la izquierda, podrás observar la evolución de la tasa de nacimientos por cada mil habitantes en el departamento de Chiquimula. En la visualización de la derecha, podrás observar la evolución del porcentaje de mortalidad materna y de mortalidad fetal en adolescentes.
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