Cada vez que cuenta lo que le pasó siente que está hablando de otra persona. Todavía le cuesta –¿cómo no?– asimilar que una bala le atravesó el vientre y casi la mata. Todavía huye del momento en el que despertó: con las manos atadas, el cuerpo invadido de agujas, cables, tubos; el dolor. La incapacidad de reconocer a su madre, las ganas de levantarse y no poder y el sonido estrepitoso del himno de la guardia indígena que se le coló en la cabeza. “Guardia, guardia, fuerza, fuerza”. Una y otra vez. Una y otra vez.
–Yo rogaba que lo quitaran, pero mi mamá me decía que no sonaba, que no había nada. Y, sin embargo, yo lo seguía escuchando–.
Daniela Soto Pito (Caldono, 1997) es una joven lideresa del pueblo nasa. Le falta un semestre para terminar la carrera de Filosofía en la universidad del Cauca. Le gusta leer. Le gusta la fotografía. Le gusta escribir. María Fernanda Hernández, una de sus mejores amigas, cuenta que es rebelde y andariega, a veces dura en el trato, desconfiada de entrada, pero amorosa cuando conecta con el otro. Cumplió 24 años en noviembre, pero ya tiene experiencia en cargos que la han convertido en un referente en su comunidad: ha coordinado la guardia infantil de su escuela y la del cabildo universitario de Popayán. Ha estado al frente del programa de jóvenes y de formación de mujeres del Cric (Consejo Regional Indígena del Cauca), es parte de la Red de Juventud de la Fundación Mi sangre y es miembro del comité operativo de la Agenda de Paz Joven del Cauca y de la alianza Prodefensoras, una iniciativa impulsada, entre otros, por ONU Mujeres.
A Cali había llegado como parte de las delegaciones del CRIC que acudieron a esa capital para respaldar el Paro Nacional. Aquel domingo 9 de mayo de 2021, mientras estaban concentrados en la Universidad del Valle recibieron la llamada de auxilio de una autoridad indígena que alertaba de que civiles vestidos de blanco habían retenido a un Consejero Mayor y le impedían el paso.
En el camino hacia ese sector, en el sur de la ciudad, se encontraron con unas camionetas blancas que obstaculizaban la vía a la altura de La María, en la avenida Cañas Gordas. Hubo gritos, insultos, empellones. Los civiles armados –y en presencia de la Policía, según testimonios y videos que recogieron diversos medios de comunicación (1)– les gritaron “guerrilleros” a los indígenas. “Cali se respeta”, les dijeron. “No somos guerrilleros y no tenemos armas”, contestaron ellos. En el encontronazo, la guardia indígena, contó Daniela, intentó, a la fuerza, mover uno de los vehículos que estaban sobre la vía y fue cuando se desató la balacera. Ella quedó detrás de una camioneta, más cerca de los pistoleros que de su gente. Cruzó la calle corriendo, agachada, en pánico. Cuando sintió el impacto de la bala vio que tenía un orificio pequeño en la parte baja del costado izquierdo del abdomen. No salía sangre. No es grave, pensó. Caminó dos pasos y se desplomó.
Aquello pudo haber sido una masacre. Junto a Daniela resultaron heridos diez indígenas, todos hombres. Prensa nacional e internacional recogió el ataque armado contra la minga en medio del estallido social que atravesaba Colombia y que entre el 28 de abril y el 28 de junio dejó cifras escalofriantes, según un informe (2) de las organizaciones Indepaz y Temblores ONG: 75 asesinatos (44 con posible autoría de la fuerza pública); 83 víctimas de violencia ocular, 28 de violencia sexual, 1.832 detenciones arbitrarias y 1.468 casos de violencia física, entre otros. A ello se suman los reportes de personas desaparecidas –312, según datos del observatorio de Derechos Humanos de la Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos– recogidos en un informe del portal 070 (3).
La última imagen que tuvo Daniela antes de desvanecerse fue la del cadáver de su íntimo amigo, Edwin Dagua Ipia (4), el joven líder nasa, autoridad newexs del resguardo Huellas, en Caloto, asesinado el 7 de diciembre de 2018.
–Veo a Edwin tirado en el piso, aferrado a su bastón, y siento un profundo rechazo. Algo que me decía que yo no iba a terminar así. Que no podía. Que había que buscar justicia–.
La figura de Edwin estará presente muchas veces a lo largo de este viaje de cuatro días que emprendo con Daniela una mañana de octubre desde Cali y con paradas en el municipio de Caldono, recorridos por las veredas de los resguardos de Las Mercedes y Pueblo Nuevo y destino final en Santander de Quilichao, en el Cauca.
–Que Edwin no esté y que se olvide su historia me da mucha tristeza. Es como si no hubiera valido la pena si no se sigue recordando. Ese camino que él dejó trazado es el que ahora nosotros estamos caminando–, me dice Daniela sentada en el andén de una calle de Caldono, mientras llueve y esperamos la llegada de la chiva que nos llevará hasta Pueblo Nuevo.
Daniela Soto y Edwin Dagua se conocieron en 2016 en Caloto, en un congreso de la Acin, la Asociación de cabildos indígenas del Norte del Cauca. Mientras departían en grupos distintos y discutían sobre la organización indígena, Daniela escuchó a Edwin. Su discurso le pareció potente. Los grupos se juntaron y comenzaron a debatir sobre la necesidad de mirar hacia adentro y buscar cambios de fondo más que de forma. Cuando llegó el momento de hablar frente al Congreso, chicos y chicas animaron a Edwin a subir a la tarima. “Vaya, que nosotros lo apoyamos”, le dijeron.
–Todos aplaudimos. Pensé: qué áspero, qué fuerza. La tiene clara. Es que nosotros no teníamos a alguien así que nos representara. Ese día le dimos trago, bailamos y desde entonces el parche se hermanó. Éramos muy unidos y nos juntábamos mucho–.
En 2017 Edwin fue elegido Gobernador de una de las zonas del resguardo de Huellas. Tenía 27 años. A Daniela, por su parte, le asignaron la coordinación de jóvenes del CRIC. Tenía 18. Edwin llegó hablando duro: Se opuso de frente a la minería, al narcotráfico, a la presencia de grupos armados, al reclutamiento de menores y jóvenes.
–Él era la persona que nos había retornado la confianza en los ejercicios de liderazgo. Siempre me sentí representada. Y ver que lo callaran así…Un hombre que jamás se vendía, que nunca se doblegó. Ese fue un golpe fortísimo para el proceso juvenil. Fue un dolor muy grande. Esa vez, con mis amigos estábamos tan rotos, tan adoloridos, que yo amanecí en un quirófano. Me estaban operando una rodilla porque habíamos bebido y casi nos matamos en una moto–.
Acaba de cumplir 24 años, pero oyéndola hablar parece que Daniela Soto hubiera vivido ya varias vidas. En esta le ha tocado sembrar a muchos conocidos, a amigos, a líderes y lideresas. Mientras esperamos la chiva en Caldono y ataca la lluvia, nos refugiamos en una cafetería. Daniela recita los nombres de una lista que es mucho más extensa: Gerson Acosta, 35 años, autoridad indígena, asesinado en abril de 2017. María Efigenia Vásquez, comunicadora indígena del pueblo Kokonuko, también en 2017; igual que Felipe Castro Basto, de 17 años, comunero; el guardia Eider Arley Campo Hurtado en 2018; la gobernadora Cristina Bautista, autoridad del resguardo de Tacueyó y cuatro guardias indígenas en 2019; Sandra Liliana Peña Chocué, gobernadora del resguardo La Laguna-Siberia, en Caldono, en abril de este año. Y los esposos Argenis y Marceliano Yatacué, en junio.
–Y mi amiga Beatriz Cano. Ese fue otro de los golpes más duros que he sufrido–, me dice con los ojos repletos de lágrimas.
El 4 de junio Beatriz Cano (5) iba con un compañero y su hija de 5 años hacia un cabildo indígena cuando quedó atrapada entre las balas de un grupo armado que disparó contra la policía en un retén rutinario, en pleno casco urbano de Santander de Quilichao. Tenía 35 años, era de Medellín, pero se había convertido en una más de la comunidad nasa. Trabajaba como locutora y periodista de la emisora comunitaria Radio Payumat. En el atentado murieron dos patrulleros y dos autoridades indígenas. El compañero y su hija resultaron heridos. Ella falleció el 7 de junio.
–Fui la primera que la recibió en el ataúd. Lo peor era que Beatriz me había mandado muchos audios diciéndome ‘Daniela, usted va a salir de esta, usted va a estar bien, mucha fuerza’. Me partió el alma cuando su papá me contó que los había llamado y les había pedido que pusieran unas velitas por mí. Y ahora yo estaba ahí, acompañándolos a ellos en una situación de la que Beatriz no había podido salir–.
No fue la única tragedia a la que se tuvo que enfrentar en su convalecencia, todavía con el dolor encendido de la herida en el abdomen. Unas semanas atrás, la noche del 28 de mayo (6), y también durante las manifestaciones en el Paro Nacional, mataron en Cali al líder universitario Sebastián Jacanamijoy, del pueblo Inga, e hirieron a Isan Imbachi, del pueblo Yanacona, ambos amigos suyos.
–Lloré toda la noche. Por mis amigos y por esos puntos que me dolían. Chillé y chillé porque no me podía mover para ir al velorio de Sebastián. Me tocó verlo por Internet–.
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Donde nació Daniela la vida se convierte a veces en un baile permanente, sin pausa, con la muerte. El departamento del Cauca es como un inmenso campo minado. Una tierra en llamas. Un lugar bendecido con el verde luminoso e interminable de las cordilleras occidental y central, pero al fin y al cabo un verde manchado de sangre. Siempre en emergencia. Siempre en resistencia. Un informe (7) del pasado enero de las organizaciones de la mesa territorial de garantías de ese departamento concluye que es aquí donde más personas líderes sociales han sido asesinadas desde que se suscribió el Acuerdo de Paz, en 2016, hasta el 2020. En ese lapso han caído 271, el 24% del total nacional. El 50,92%, es decir, 138, eran indígenas.
El mismo informe señala la paradoja de la amplia presencia militar y policial en el territorio y el “elevado” gasto en recursos públicos para su mantenimiento en contraste con la expansión y el poderío económico de los grupos armados ilegales. Aquí el conflicto no sólo no terminó, sino que se ha recrudecido con saña.
Las disidencias de las Farc (con las columnas móviles Dagoberto Ramos y Jaime Martínez y el Frente Carlos Patiño); las del EPL, la Nueva Marquetalia de Iván Márquez (firmantes del Acuerdo de Paz y luego reincidentes en el alzamiento armado), grupos ‘posdesmovilización’ de las AUC y el ELN, entre otros, confluyen en este territorio en disputa y se posicionan en los espacios que dejaron las antiguas Farc-EP, según investigaciones (8) de la Defensoría del Pueblo y organizaciones de Derechos Humanos como la Red Francisco Isaías Cifuentes. La guerra, dicen estos informes, se alimenta de la minería –legal e ilegal–, de la lucha por la tierra y del cultivo de coca y marihuana para uso ilícito.
Entre 2015 y 2020 el Cauca pasó de 8.660 hectáreas sembradas de coca a 16.544, según la Oficina (9) de las Naciones Unidas para la Droga y el Delito (UNODC). En el top de los 20 departamentos registrados con coca en 2020 –y donde se concentra el 84% del área total del país–, ocupa el cuarto lugar por detrás de Norte de Santander, Nariño y Putumayo. Le sigue Antioquia.
Caldono ha sido históricamente uno de los municipios del Cauca –y del país– más afectados por el conflicto armado. El Informe Nacional de Tomas y Ataques Guerrilleros (1965-2013) (10) –elaborado por el Centro Nacional de Memoria Histórica en 2016–, recoge la cifra de 244 incursiones armadas por parte de las antiguas Farc en el departamento del Cauca. Caldono aparece como el segundo municipio de Colombia con más incursiones armadas, por detrás de Toribío, también en el Cauca. El informe habla de 30, especialmente entre 1997 y 2002 y entre 2008 y 2013, pero reconoce que para los habitantes de esta zona la cifra es mucho más elevada. En el registro único de víctimas figuraban hasta el pasado 31 de octubre 3.168 de sus 41.770 habitantes como sujetos de atención y reparación.
Hasta hace unos años no se había documentado aquí presencia de cultivos de coca para uso ilícito, según consta en una alerta temprana (11) de la Defensoría del Pueblo –la 040 de agosto de 2020–. Este informe ya advertía de la reconfiguración y del escenario de riesgo en Caldono, y llamaba la atención sobre el avance de los cultivos de uso ilícito, así como de la “presunta” instalación de laboratorios para el procesamiento de pasta base.
Una mañana que desayunamos en su casa, en el resguardo Las Mercedes, Daniela me dice que en estos años han enterrado más jóvenes que incluso antes del Acuerdo de Paz.
–En aquella época yo sentía el conflicto como algo lejano porque ocurría en el municipio, que queda a 40 minutos de mi casa. Y escuchaba de los hostigamientos y de los asesinatos; convivía con esa guerra, pero no me tocaba. Ahora, en cambio, hemos tenido que enterrar a amigos y amigas. Muchos jóvenes se van a raspar coca en el Naya o en otras zonas. O se están yendo a esas filas. El reclutamiento es uno de nuestros principales problemas, pero es un efecto de las necesidades de los pelaos. Es que no se han cumplido los acuerdos. Es que no hay garantías, ni oportunidades, nada–.
El día que llegamos al resguardo Pueblo Nuevo se va a celebrar un encuentro cultural de jóvenes nasa. La tarde es fría. El pueblo, una postal de paisaje andino, montaña adentro, se intuye alegre, vital. Tal vez por la presencia multitudinaria de los chicos que se van sumando a la cita. Daniela es muy conocida. Saluda a sus amigos, hay risas, abrazos; se ven tan infalibles. Y tan vulnerables.
Antes del evento vamos al centro de desarrollo comunitario Luis Ángel Monroy, un internado donde terminó su bachillerato a los quince años y donde su mamá ejerció como maestra. Fue aquí, me cuenta, donde entendió que era indígena.
La vereda Monterilla, donde había nacido, es de mayoría campesina y los chicos de la escuela se reconocen a sí mismos como campesinos. Ella iba con su mochila de lana, pronunciando palabras en Nasa Yuwe, inocente y feliz. Pero los chicos la discriminaban, se burlaban, la apartaban. Hasta los profesores, dice ella.
Entonces eliminó esa parte suya que no gustaba a los otros. En busca de aprobación, decidió que ya no quería ni su mochila, ni su lengua. Se mimetizó y acabó siendo una de las mejores alumnas de su grupo, perfectamente integrada, pero a expensas de sí misma.
Cuando llegó a Pueblo Nuevo el rechazo fue al revés. No la aceptaban porque era hija de un hombre mestizo. Allí no era indígena, sino blanca.
–Me tocó ganarme el respeto de la gente. Me fui apropiando del discurso, aprendí a danzar, a tejer manillas, a recuperar palabras del idioma que había olvidado, a hacer minga, a entender de dónde venía y lo que nos había pasado. Comencé a sentirme orgullosa de ser quien era y le cogí amor al proceso—.
Recorremos las aulas del colegio, el patio, la huerta; nos detenemos en las paredes adornadas con leyendas escritas en lengua Nasa Yuwe y hablamos de la nostalgia que le producen aquellos años.
–Recuerdo a un chico que estaba en mi clase, entregado a la guardia, y terminó en esos grupos armados. Es que no todos los que acabaron el bachillerato han podido seguir estudiando o tener trabajo. Me atrevería a decir que entre un 30 o 40 por ciento de mi generación ha ido a parar a las filas o se ha convertido en raspadores de coca–.
El reclutamiento de los jóvenes de su territorio es uno de los asuntos que la atraviesan, que la obsesionan. Por eso se la pasa buscando estrategias, propiciando festivales culturales, talleres de prevención y sensibilización, todo lo que de alguna manera arranque a los chicos de las garras de los violentos. En esas andaba cuando la visité: preparando un encuentro que se llevaría a cabo en los primeros días de noviembre y que convocaría a cientos de jóvenes de la región.
Las claves del liderazgo de Daniela las encuentro en su mamá, Rosa Pito, una mujer de 49 años, maestra comunitaria que ha criado sola a sus dos hijos (Daniela tiene un hermano menor) y que solía llevarla de niña a las reuniones donde se tomaban las decisiones del pueblo nasa. Cenamos en la cocina de la casa, que está en un terreno más o menos amplio, con plantas de colores en la entrada, un huerto y un patio donde crecen algunas matas de coca de uso sagrado y ritual que la abuela materna dejó antes de morir. Aquí creció Daniela: una estancia pequeña, austera; dos habitaciones, baño, una sala con un mueble, una mesa y un televisor.
Dice Rosa que desde pequeña Daniela fue una niña sin miedos, que por las noches atravesaba sola los caminos a oscuras de la vereda, que siendo todavía muy pequeña la ayudó en el parto de su hermano ahí en la casa; que a los 15 se fue sola para Popayán a cursar la universidad (Daniela cuenta que escogió esta carrera para aprender a pensar y para orientar y transformar la realidad que les tocó vivir) y que nunca le pidió más dinero a su mamá que el que le podía mandar con un sueldo de maestra comunitaria que apenas alcanzaba para el sustento.
En el cuarto de Rosa hay un altar con una mesita forrada con un mantel blanco, una vela amarilla, una figura de la virgen, un chumbe (un tejido tradicional en lana, especie de correa larga con la que se sujeta a los bebés en la espalda y que está cargado de simbología nasa) y la foto de ella con los dos hijos. Es su forma de protegerlos. “Daniela vino para grandes cosas, estoy segura; por eso no le guardo rencor a la gente que le hizo daño. Ella es muy valiente”, comenta.
Cuando indago con Daniela sobre su papel de lideresa me asegura que no busca figuración, que no espera nada. Si lo piensa bien, apenas se está construyendo. De hecho, apenas está entendiendo y sintiendo, dice, lo que significa ser mujer. Por eso es tan crítica con su comunidad cuando se trata del machismo exacerbado que la marca y los altos niveles de violencia contra las mujeres.
–¿Por qué no nos dejan pensar en nosotras si también es una urgencia y una emergencia lo que nos pasa? ¿Acaso solo importan los asesinatos cuando son de carácter político? A nosotras nos matan de manera cruel y nadie dice nada–.
La última mañana juntas desayunamos en una cafetería de Santander de Quilichao. Han sido cuatro días –apretados, intensos–, en los que la he visto danzar, recibir una mala noticia y mantenerse fuerte, reír abrazada a sus amigos, asistir a un taller de seguridad digital, acudir a un ritual ancestral de armonización con un mayor y llorar recordando a sus muertos.
Antes de despedirnos le pregunto por los cinco tatuajes que lleva en el cuerpo, sobre todo por uno muy pequeño, un rayo entre tres líneas a un lado y al otro, dibujado en la muñeca izquierda y que se hizo tras la muerte de Edwin Dagua.
–El trueno representa a un mayor, a un abuelo sabio del pueblo nasa. La línea de arriba es el cielo, la del medio, los seres vivos y no vivos y la de abajo, el inframundo. Para nosotros simboliza que estamos vivos en esos tres espacios. El arma más fuerte que tenemos como comunidad es la espiritualidad. Desde ahí resistimos, por eso no hemos necesitado ir a las armas–.
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