En la isla de Tierrabomba, a menos de media hora de navegación desde el Centro Histórico de Cartagena, se erige el majestuoso Fuerte de San Fernando de Bocachica. A la entrada de la bahía, sus baterías y troneras son un testimonio mudo de la Cartagena colonial que atrae cada año a miles de turistas. En lanchas o yates, nacionales y extranjeros llegan allí deslumbrados por las tonalidades intensas del agua y los rascacielos de los barrios Manga, Castillogrande y Bocagrande, que han dejado mar atrás.
A unos cuantos pasos de esa postal turística se levantan unas columnas de hierro de lo que prometía convertirse, hace cinco años, en un moderno puesto de salud para mejorarles las condiciones de vida a los cerca de seis mil habitantes de Bocachica, el corregimiento insular asentado a un lado de las baterías y troneras. Desde ahí se ven los imponentes edificios, los hoteles de lujo y las playas de ensueño. Un retrato idílico completamente opuesto a las calles de barro en las que chapotean, a diario, quienes allí viven.
Al otro extremo de la isla, en un terreno desmontado sobre una loma, solo se ven los cimientos de la construcción prometida para el corregimiento de Tierrabomba, uno de los cuatro asentamientos nativos de este pedazo de tierra con 43 kilómetros de litoral costero. Mientras llega el puesto de salud, sus casi 4.000 habitantes deben conformarse recibiendo atención médica en una casa. En caso de emergencia, sea día o noche, deben cruzar la bahía para llegar al Hospital de Bocagrande, tal como les ocurre a sus vecinos en Bocachica.
En la Cartagena continental, lejos de la zona turística y colonial, una bodega llena de polvo, murciélagos, listones de madera y equipo médico abandonado ocupa el lugar de lo que en el pasado fue el Hospital de Nelson Mandela, una institución pública que funcionaba 24 horas para ofrecerles los servicios de emergencias y consulta externa a los habitantes de este sur cartagenero. Al igual que en Bocachica y Tierrabomba, la construcción de Nelson Mandela es un testimonio de lo que no fue.
La misma fotografía de abandono se repite en El Pozón y Canapote, barriadas de la periferia que atestiguan una fallida revolución de cemento, en una ciudad que desde hace ocho años no logra que sus alcaldes electos acaben su mandato constitucional por cuenta de enfermedades, inhabilidades o escándalos de corrupción. Esa inestabilidad administrativa ya deja 12 mandatarios. Sin embargo, no ha frenado las inversiones en infraestructura que, durante ese periodo, sumaron al menos $366.726 millones en escuelas, vías, parques, caños, hospitales y un mercado.
Uno de los símbolos del desgreño administrativo de una ciudad en crisis recurrente son los casi $100.000 millones contratados en 2014 para intervenir 25 puestos de salud en los barrios y corregimientos más pobres, durante los dos años y medio del gobierno atípico de Dionisio Vélez Trujillo. Mucho más porque esos recursos salieron de un crédito de $250.000 millones del que Cartagena aún debe $82.000 millones hasta 2022.