Para 2012, Orlando Manuel Gómez estaba feliz, emocionado y lleno de expectativas para sí mismo y su familia. Tenía 21 años y dirigía Sexodiverso, un programa radial sobre temas LGBTIQ+, en su natal Punto Fijo, en la península de Paraguaná, en la costa al norte del estado Falcón. Venezuela seguía siendo un país en el que no era seguro que un hombre besara a otro en la calle. Aun así, su programa cultivó una vasta audiencia en las madrugadas, mientras la ciudad dormía. Para entonces, el régimen venezolano marcaba la línea editorial en la mayoría de los medios. Cuando llegó la época electoral, Orlando se rehusó a parcializar su programa y favorecer la campaña presidencial de Hugo Chávez. “Entendí que solo querían usar mi programa para proselitismo y no lo permití. Quizá en el fondo nunca tuvieron intención de apoyar la comunidad LGBTIQ+, sino ganar votos”. No lo dejaron continuar.
Luego de esa experiencia, decidió marcharse de su pueblo y orientar su vida a un nuevo lugar, el sitio elegido fue la ciudad de Falcón, fuera del área rural; allí, según sus propias palabras, “podría ser tal cual era, sin recibir restricciones”. En 2018, ya con su título de comunicador social, era un periodista menos feliz, trabajaba para un diario oficialista cubriendo temas que le interesaban poco y con un sueldo que no le alcanzaba para vivir. Por eso, cuando sus amigos le plantearon migrar a Colombia, esa idea, en otro tiempo remota, se volvió una decisión inevitable.
No todos tenían claro a dónde llegar, pero sabían que había que irse. En cuestión de una semana, Orlando diseñó una ruta junto a tres amigos y acordó encontrarse con Mariom, una amiga que había migrado dos años antes y que ahora trabajaba limpiando casas en Barranquilla. El 13 de mayo de 2018, se aseguró de pasar con su mamá todo el Día de la Madre y, al otro día, partió a Colombia. Los dos lloraron. Ella temía no volverlo a ver, él le hizo la promesa incierta de que algún día sí volverían a verse. “Nunca se me olvidará esa imagen de mi madre en la terraza con mis dos hermanas y mi sobrinita llorando”.
En su maleta llevaba utensilios de cocina, comida para los próximos días y un tostiarepas por expresa recomendación de su mamá: una especie de horno portátil que, aunque engorroso, él sabía que le serviría para sobrevivir recordando las recetas que ella le enseñó. También guardó una camiseta que tenía bordada en la espalda la palabra ‘periodista’, un regalo que se hizo a sí mismo cuando logró la proeza de graduarse. Ambos objetos integraron su kit de supervivencia; con ellos, él repetía con especial devoción: “Esto me va a recordar siempre de dónde vengo, lo que soy y para dónde voy”.
El 14 de mayo, “salimos de Punto Fijo a Coro, capital de Falcón. De ahí hasta Maracaibo. Llegamos a las dos de la madrugada y seguimos por carretera hasta la frontera con Colombia, en Paraguachón, La Guajira”. Orlando tenía su pasaporte y pudo pasar a sellarlo: “Mejor entrar de manera formal”, dice. Pero aun así tuvo que tomar pasos irregulares y toparse con retenes. Primero, la Guardia Bolivariana; luego, el Ejército colombiano, seguido de los indígenas wayú y los grupos armados en la trocha… Todos ellos les exigieron dinero o dejar sus pertenencias, lo que tuvieran. Pero no a todos de la misma manera. Entre sus tres acompañantes de viaje estaba Laura*. A Laura “se le notaba” que era una mujer trans y por ello la Guardia Bolivariana la violentó.
En el puente del río Limón, poco antes de llegar a Paraguachón, los oficiales –relata Orlando– la detuvieron y la separaron del grupo, la llevaron a un cuartito con la excusa de revisar que estuviera transportando dólares escondidos en algún rincón de su cuerpo. Laura no llevaba dólares, pero los guardias, recuerda Orlando, no se detuvieron y allí, entre un grupo de hombres, la requisaron a la fuerza, la manosearon, se burlaron de ella y la intimidaron para que no contara lo sucedido. Asegura que en todo momento ella fue víctima de estigmatización y que en los controles eran siempre más insistentes con ella.
Pero lograron pasar y llegaron a Barranquilla, a un apartamento en donde apenas podían dormir y recobrar fuerzas para juntar dinero y seguir a los países que ellos veían como destino. Para tres de ellos, Colombia era un lugar de tránsito; para Orlando, era un destino. En Barranquilla se encontró con su amiga Mariom, y ella le recomendó empezar con un nuevo trabajo como lavador de carros, mientras conseguía un “empleo formal” como periodista.
Lo emplearon en el turno nocturno, luego de ser víctima de múltiples episodios de acoso por parte de tres compatriotas que trabajaban junto a él, allí uno de sus más experimentados colegas, en un evidente ataque de homofobia, cerró el capó de uno de los automóviles mientras Orlando lo limpiaba y le lesionó, de manera intencional, el dedo meñique de la mano izquierda, el cual se quedó atorado por unos minutos en el interior del carro, episodio del que aún conserva una cicatriz, como un tatuaje imborrable, de aquel cruel momento. Orlando recuerda que temía perder el dedo y que el miedo lo invadió por completo; también recuerda que pidió ayuda entre llantos, pero sus compañeros solo se burlaban de lo acontecido, hasta que sus gritos fueron tan fuertes que finalmente lo ayudaron.
Una de esas noches, Orlando odió el agua. Nadaba en un mar que parecía no mojarle el cuerpo. Era el de las playas de Adícora, en la península de Paraguaná, noreste de Venezuela, donde había pasado su adolescencia. Por un momento sintió paz, pero luego sintió que el agua sí lo mojó. Despertó. Estaba en el techo del lavadero de carros, tomando un descanso luego de una larga jornada, durmiendo en una gomaespuma “raquítica y mugrosa que podía ser una alfombra”. La gomaespuma había absorbido el aguacero propio de la ribera del Magdalena. Orlando solía ser trasnochador. Seis meses antes, seguramente hubiera estado despierto, escribiendo en su computador un reportaje para algún periódico, cobijado con su manta azul y entusiasmado por hacer lo que le gustaba: ser periodista. Ahora era víctima del agua: tenía la espalda molida por las ondas del tejado de asbesto, las manos entumecidas por la presión de la manguera, las manos y los pies arrugados por la humedad, y dedicaba unas 14 horas diarias a lavar carros. El único lugar seco donde podía descansar era el techo y su ritual consistía en ponerse ropa seca, para no resfriarse, y contar estrellas en el cielo hasta dormir. Fue la medianoche en que su cansancio no le permitió contar estrellas, ni considerar la posibilidad de la lluvia, que el agua lo invadió también en ese lugar. “La vida me había puesto en el otro extremo”, escribió tres años más tarde en una crónica.
Orlando odiaba ese trabajo, pero al mismo tiempo lo apreciaba: era lo mejor que había podido conseguir y era el resultado de un esfuerzo enorme por encajar en una realidad nueva. Se grabó los consejos de Mariom: “Cuando la señora cristiana dueña del parqueadero te entreviste, no se note que eres venezolano. Intenta que tu acento pase por barranquillero, si te preguntan si sabes lavar carros, miente y di que sí, que tienes experiencia, no hables de tu carrera profesional y, sobre todo, que no se te note que eres gay”.
La última era una tarea difícil en un entorno de “machos” como el de los lavaderos de carros, pero Orlando se reprimió durante diez meses, pero no pasó mucho tiempo para que algunos de sus compañeros intuyeran su orientación sexual y le hicieran matoneo.
Otro día, otro colega que prefería trabajar en su mismo turno, le dijo a la jefa que tener un hombre gay en el lavadero iba a “contaminar el negocio”. La jefa, una cincuentona cristiana que no pensaba que Dios amara a todos por igual, echó a Orlando un Domingo de Ramos, mediante un mensaje de WhatsApp. Orlando, casi sin poder creerlo, solo se conmovió hasta las lágrimas.
Orlando no sabía que en Colombia esa forma de discriminación laboral está prohibida y que aun siendo migrante podía denunciar. “No sabía que tenía derechos”, afirma, pero ya intuía que Colombia era un país más seguro para ser gay. En los meses anteriores había experimentado lo que para él era algo nuevo: ir por la calle tomado de la mano de su novio en plena vía pública. Su novio, paciente, le explicaba que no pasaba nada, que había ciertos lugares en el sur de la ciudad donde era mejor no dar papaya, pero que en Colombia, donde ya se había legalizado el matrimonio entre parejas del mismo sexo, tomarse de la mano era algo básico. Mayor era su miedo a ser agredido cuando su novio se despedía de él con un beso antes de subirse al bus, pero nunca pasó nada. “Pese a lo difícil que es ser LGBTIQ+ en Colombia, salir de mi país también fue una forma de vivir mi orientación sexual en libertad”, apunta.
Luego de la experiencia laboral fallida en el lavadero consiguió un trabajo como mesero y luego otro como cocinero en el que debía preparar comidas rápidas. Sus meses pasaron de un empleo a otro hasta que un día, mientras buscaba información sobre cómo acceder a pruebas de VIH para ayudar a otras personas migrantes que necesitaban apoyo, conoció a Frank, un alegre compatriota que trabajaba en Caribe Afirmativo, una fundación que lucha por los derechos de la población diversa en la región Caribe y que ha hecho particular esfuerzo en la inclusión de la población migrante. Rápidamente se hicieron amigos y Frank le propuso formar parte de un proyecto nuevo llamado Red Integra: un espacio dirigido a población migrante venezolana. Orlando aceptó y, meses más tarde, ya estaba adelantando agenda como activista LGBTIQ+ migrante en la ciudad. Fue como un “resurgir de su vida como activista, líder diverso y profesional de las comunicaciones”.
Pero la inclusión no era suficiente. Para Orlando, era urgente que hubiera un colectivo dedicado exclusivamente a la población migrante LGBTIQ+ que se asegurara de que nadie pasara por lo que él pasó. Ya existían en Barranquilla varios colectivos de migrantes que se ayudaban entre sí, pero estos no tenían enfoques diferenciales y, en algunos, existía discriminación hacia las personas diversas. Pero ahora tenía herramientas que antes no: conocía sus derechos, tenía una red de apoyo y sabía que la cooperación internacional apoyaba proyectos como el suyo. Por eso, con un grupo de amigos fundó Identidades Diversas, un colectivo para informar a personas migrantes LGBTIQ+ sobre sus derechos y trabajar por su integración. Pese a que no existiera otra iniciativa así, le tomó por sorpresa que un proyecto pequeño captara la atención del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Este organismo le ayudó a identificar las necesidades de más personas migrantes LGBTIQ+. Conoció más personas que habían pasado por lo mismo que él, pero también otras que lo habían tenido peor: trata de personas, retención de documentos, explotación sexual, eran algunas vivencias comunes. Atención psicosocial, asistencia jurídica para la migración, empleabilidad, vivienda, ayuda humanitaria y prevención de violencias fueron algunas de las necesidades que encontraron. Aun con aquellos que habían pasado vejámenes que él, como hombre cisgénero, no alcanzaba a imaginar, compartió el haber vivido la angustia de no saber que como migrante y como persona LGBTIQ+ tenía derechos en Colombia.
Orlando junto a Naibel, su amiga y compañera de liderazgos.
A la fecha, Orlando divide su tiempo entre ser mesero y trabajar en Identidades Diversas, donde lleva un año brindando acompañamiento a personas migrantes LGBTIQ+. En colectivo, han creado redes seguras para que los migrantes vivan con tranquilidad su sexualidad y su identidad de género y puedan, a la vez, integrarse en Colombia. Orlando aún tiene la esperanza de trabajar como comunicador social para cumplirles la promesa a su mamá y a su natal Venezuela.