CONTEXTO:

el rastro de la guerra

Fotografía

|  Por Jorge Cardona.

“Todo está escondido en la memoria, refugio de la vida y de la historia”.

León Gieco

Nadie conoce cuándo empezó la guerra en Colombia y todas las versiones documentadas son creíbles. La más reciente evidencia son los capítulos del informe de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, que en febrero de 2015 entregaron doce expertos y dos relatores a la mesa de negociación de La Habana. Existen aspectos comunes o relatos afines, pero también claras diferencias en la interpretación sobre sus causas y orígenes. Ni siquiera este valioso insumo, surgido en agosto de 2014 en busca de una mínima verdad histórica entre el Estado y la insurgencia, puede aportar una versión concluyente. La violencia colombiana se pierde en la noche de los tiempos y se recicla en los críticos escenarios que el país ha afrontado en las últimas décadas. Es una guerra de muchos rostros, demasiadas víctimas y varias generaciones que han contado a sus hijos relatos de horror.

En ese continuo renacer de la borrasca por las armas también pesa una agobiante carga histórica: un recuento de guerras con memoria bicentenaria. Al menos una por década en el siglo XIX, desde la primera República en 1810. La última, al mismo tiempo la más larga, costosa y sangrienta, comenzó 75 días antes de iniciar el siglo XX. La guerra de los Mil Días que, desde octubre de 1899 hasta noviembre de 1902, dejó más de 100.000 víctimas mortales que, multiplicadas por número de viudas, huérfanos, hogares destruidos o desplazados, heredó a Colombia una tragedia humanitaria. En un solo combate, sobre una franja territorial de 26 kilómetros, en Palonegro (Santander), entre el 11 y el 26 de mayo de 1900 murieron 2.500 combatientes liberales y conservadores. Incontables familias de los años veinte o treinta del siglo pasado crecieron escuchando a sus abuelos referir tantos hechos heroicos como dolores o infamias.

Luego de los tratados de Neerlandia (Magdalena), Wisconsin (Panamá) y Chinácota (Norte de Santander) en 1902, el país entró en una difícil transición económica y social agravada por el zarpazo norteamericano en Panamá en 1903. Aunque la consigna colectiva fue mantener la paz entre los partidos, no se ausentó el conflicto. Especialmente en regiones apartadas, donde empezaron a surgir sucesos de violencia asociados a la colonización de territorios, la adjudicación de baldíos, los abusos en la explotación del caucho o la acción de la delincuencia común porque demasiadas armas quedaron circulando. En junio de 1907, con el objetivo de integrar unas Fuerzas Armadas ajenas a la reyerta política, se puso en marcha la reforma militar que sentó sus bases institucionales. Una comisión de oficiales chilenos, con metodología prusiana, comenzó a educar para el comprometedor derecho y deber del uso legítimo de las armas.

La causa indígena

Además de encarar los primeros intentos de invasión peruana, pronto el recién creado Ejército se vio condicionado a su inicial desafío interno: la causa indígena. Desde el Cauca, en defensa de los cabildos afectados por la liquidación de algunos resguardos, el líder de origen paez, Quintín Lame, encabezó una movilización que derivó en un levantamiento armado que se extendió hasta Valle, Tolima, Huila o Nariño en 1914. Nacido en una familia de terrazgueros que pagaba por el derecho a vivir en las grandes haciendas, a sus 18 años Quintín Lame fue enrolado al Ejército y vivió la guerra de los Mil Días. Primero como ordenanza de un general conservador en Panamá y después junto al legendario combatiente liberal Avelino Rosas, quien importó de Cuba la técnica de la guerra de guerrillas. Cuando llegó la paz se hizo tinterillo para intervenir en pleitos de tierras y luego se puso al frente de la revuelta.

                             |  Quintín Lame y sus compañeros de lucha indígena presos en 1915, en El Cofre, Cauca |   Wikimedia Commons Cerca de 6.000 indígenas lo apoyaron hasta que fue capturado. En distintos momentos de su vida pasó por la cárcel. Pero su idea tuvo eco y sembró la primera semilla de la rebeldía. Su causa étnica, el descontento social y el contexto internacional agitado por el triunfo de la Revolución Bolchevique en Rusia en 1917, fueron los ejemplos que llevaron al surgimiento de los movimientos obreros y partidos políticos de ideario socialista. Los años veinte vieron el auge del sindicalismo, pero también de la represión oficial y el Estado de Sitio. El choque fue inevitable y muchos sucesos dejaron memoria de la confrontación: 20 artesanos muertos a bala por el Ejército en marzo de 1919, durante una protesta a las afueras del palacio presidencial; huelga contra la Standar Oil en Barrancabermeja, en 1924 reprimida por la tropa, y la de 1927 que terminó con 15 muertos y preso el dirigente que la orientó, Raúl Eduardo Mahecha.

En vez de diálogo, la expresión de la hegemonía conservadora fue represión. El Ejército fue conminado a contener las huelgas y, por decreto oficial, todas fueron declaradas actos subversivos. Eso explica el fatal desenlace del 6 de diciembre de 1928 en Ciénaga (Magdalena), conocido como la matanza de las bananeras, cuando el general Carlos Cortés Vargas arremetió contra los trabajadores que protestaban contra la United Fruit Company. Nadie supo definitivamente cuántos murieron. La cifra oficial fue de 47. Los huelguistas dijeron que 1.500. En tres debates históricos, el congresista liberal Jorge Eliécer Gaitán la calificó como “un monstruoso y premeditado delito”. Según García Márquez en Cien años de soledad, José Arcadio Segundo quedó convencido de que fueron más de 3.000. Entre verdad, ficción o memoria, la agitación social se hizo intensa y al desafío obrero se sumó el conflicto agrario.

 

La protesta social

Líbano (Tolima) era un importante centro de expansión cafetera. En sus entrañas, en julio de 1929, con mando del zapatero Pedro Narváez nació un movimiento de insurrección con dirección obrero-artesanal y apoyo de bases campesinas. Los bolcheviques del Líbano, como se autodenominaron, o su réplica en San Vicente de Chucurí (Santander) con nombre similar y apoyo del Partido Socialista Revolucionario, dieron un nuevo aviso de guerra. Entre choques con la fuerza pública por invasión de haciendas cafeteras en Cundinamarca, o litigios entre colonos y propietarios en otras zonas del país, se dio la vuelta de tuerca política. Se cayó la hegemonía conservadora en 1930 y el cambio tuvo efectos en la beligerancia nacional. Entre el revanchismo de los vencedores y la negativa de los vencidos ante el nuevo orden, se encendió la chispa que hizo explotar la bomba de tiempo del sectarismo y la sevicia.

Primero en Santander, Norte de Santander y Boyacá. Después en Cundinamarca, Antioquia y el occidente de Caldas. El fuego de la violencia partidista se extendió y a finales de la década de los cuarenta ya era un incendio. Con los ánimos caldeados, los 16 años que se mantuvo el liberalismo en el poder fueron de avances en derechos pero también de inequidades económicas. La crisis del capitalismo mundial agravó el panorama. En 1936 fue reformada la Carta Política para crear obligaciones sociales a la propiedad privada, proteger a los trabajadores y fomentar la libertad de enseñanza. En respuesta a las ligas campesinas extendidas por el Sinú, las haciendas en Sumapaz o la región bananera, se expidió la Ley 200 de 1936 o Ley de Tierras. La reacción terrateniente fue la expulsión de muchos arrendatarios o aparceros y se agudizó la lucha de clases en algunos frentes del campo. Los colonos sin tierras se lanzaron a tumbar montaña en zonas vírgenes.

Poco a poco la pugna política adquirió matices y a la pelea entre liberales y conservadores se sumaron antagónicas posiciones ideológicas de nuevos caudillos. Con la intención de promover la lucha por el socialismo, en 1933 surgió la Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria, UNIR, de Jorge Eliécer Gaitán. En la otra esquina apareció la Acción Nacional Derechista. En España estalló la Guerra Civil en 1936, en Colombia se dividieron opiniones entre falangistas o republicanos y hasta la Iglesia católica se metió al río revuelto y, desde Antioquia, con su lema de librar “buenas batallas de la fe”, monseñor Miguel Ángel Builes insistía en que no se podía ser liberal y católico al tiempo. Lo secundaban movimientos fascistas como Los Leopardos en Caldas, Jerarquía en Medellín o el Haz Godo en Cauca. En la antesala de la caída del liberalismo en 1946 se evidenció el grado de fanatismo al que había llegado Colombia.

 

Intento de golpe y Bogotazo

En un clima de agitación exacerbado por la crisis económica o la turbulencia en el Congreso, el Ejército notificó que no iba a ser ausente del ajetreo institucional. El 10 de julio de 1944, una intentona golpista liderada por el coronel Diógenes Gil durante una visita del presidente López Pumarejo a Pasto, probó que las Fuerzas Armadas no estaban conformes. Pero sin arraigo en la oposición y errores en el complot, la intentona fracasó. Al final la suerte quedó echada para los liberales divididos y la victoria en las elecciones fue conservadora. “Ninguna mano del pueblo se levantará contra mí y la oligarquía no me mata porque sabe que si lo hace el país se vuelca y las aguas demorarán 50 años en regresar a su nivel normal”, había advertido Jorge Eliécer Gaitán. Lo asesinaron el 9 de abril de 1948 en Bogotá y desde entonces se multiplica el conflicto.

El Bogotazo fue una réplica violenta del asesinato de Gaitán pero no la única que se inició en Colombia ese día. En algunas regiones nacieron juntas revolucionarias, en otras aparecieron núcleos de insurgencia o milicias populares. Pillaje también hubo y asesinatos selectivos. Cuando el Ejército restauró el orden en Bogotá, buena parte de la Policía fue tachada de “nueveabrileña” por haber apoyado a la turba y fue sustituida. Por decreto gubernamental, 142 oficiales y centenares de agentes fueron licenciados. En su remplazo se formó una policía conservadora que adquirió un apelativo de horror: la chulavita. Con apoyo de terratenientes y políticos interesados en ampliar sus feudos, o con el de pájaros asesinos para facilitarlo, se impuso así una oleada de crímenes asociados a un continuado despojo. El pretexto fue la confrontación partidista pero también se impuso el desplazamiento forzado con avaros propósitos.

                                     |  Bogotazo: Capitolio Nacional donde se desarrollaba la IX Conferencia Panamericana | Wikimedia Commons 

El 9 de abril replicó con rudeza en muchos pueblos. En Ceilán, por ejemplo, corregimiento enclavado en el Valle, sobre la cordillera Occidental, un joven llamado Pedro Antonio Marín vio asomar la guerra que describió en sus memorias. Los liberales inmovilizaron a los conservadores, pero tres días después llegó el Ejército y se llevó presos a los primeros. Los que quedaron se refugiaron en el caserío de Betania, donde 200 hombres, entre pájaros y policías, los atacaron y les causaron decenas de muertos. Cuando la situación fue insostenible, Marín huyó a Génova (Caldas), donde estaban sus padres, y con diez primos organizó un grupo armado para resguardarse. Cuando la Policía intervino, se internó en la montaña hasta acceder a Gaitania y Planadas, en el sur del Tolima, donde Gerardo Loaiza, sus cuatro hijos y los aserradores orientaron la resistencia. En cada región de Colombia surgió una historia de guerra.

En Barrancabermeja (Santander), luego de diez días de junta revolucionaria, el excomandante de Policía de San Vicente de Chucurí, Rafael Rangel, organizó un grupo armado que abrió operaciones en el Magdalena Medio y el Carare. En la base aérea de Apiay (Meta), el comandante Alfredo Silva atacó a la Policía, causó la muerte a ocho agentes y se declaró insurrecto. En Puerto López (Meta), el llanero Eliseo Velásquez causó la muerte a 23 agentes y emprendió la rebelión. En Yacopí (Cundinamarca) se creó una junta revolucionaria al mando de Saúl Fajardo. El país se llenó de bandoleros, chulavitas, pájaros o guerrilleros. La espina dorsal era el sectarismo partidista y desde los centros del poder el ejemplo de los políticos no resultaba el más loable. En septiembre de 1949, durante un debate en el Congreso para adelantar las elecciones, la discusión terminó a bala y murió el representante liberal Gustavo Jiménez.

 

Bases de las guerrillas

Un mes después fue asaltada la Casa Liberal en Cali y cayeron 24 militantes. En noviembre, el gobierno Ospina, antes que afrontar un juicio político por la violencia en ascenso, cerró el Congreso, decretó el Estado de Sitio y patentó la censura de prensa. El primer ciclo de violencia sin suficiente memoria se prolongó hasta el “golpe de opinión” de junio de 1953, como bautizó el dirigente liberal Darío Echandía a la alianza de conservadores y liberales que llevó al poder al general Gustavo Rojas Pinilla. En el tránsito hacia el nuevo régimen, en el sur del Tolima, la “Columna Guerrillera” comandada por Gerardo Loaiza, que se profesaba liberal y tenía su base de operaciones en el sitio La Ocasión, situado en la margen derecha del río Cambrín, se unió con los comunistas que operaban por Chaparral y creó un Estado Mayor Unificado. Para 1950 se hacía llamar Ejército Revolucionario de Liberación Nacional.

En esa transformación tuvo mucha influencia Isauro Yosa, un líder agrario de Natagaima (Tolima) que primero estuvo en el Unirismo gaitanista, luego creó ligas campesinas para toma de tierras y terminó comunista. Entre 1942 y 1948 fue concejal de Chaparral y luego cambió su nombre por Mayor Líster, en homenaje al jefe republicano de la Guerra Civil española, Enrique Líster. Su consigna fue la autodefensa de masas y declaró “héroes de la lucha popular” a quienes resistían en Tolima, Cauca o en Viotá (Cundinamarca), entonces llamada “Ciudad Roja”. En la cumbre de una arisca montaña en la cordillera Central, entre la hoya del río Cambrín y la quebrada La Lindosa, se estableció el cuartel general de El Davis. A través de “columnas de marcha”, como lo hizo el sublevado dirigente comunista Luis Carlos Prestes en Brasil en 1924, fueron llegando a este fortín de tradición liberal decenas de refugiados con sus familias y enseres.

Por algún tiempo, la organización de El Davis, con cerca de 2.000 hombres y mujeres, funcionó sin contratiempos, pero desde 1952 empezaron las peleas entre liberales y comunistas hasta por temas religiosos. Los primeros se autodenominaron limpios; los segundos, comunes. Cuando el asunto terminó en agresión, el Ejército aprovechó para golpear sus comandos. En esa violenta pugna estaba inmerso el movimiento cuando se produjo el golpe de Gustavo Rojas Pinilla, quien desde su primera declaración pública esbozó la urgencia de desactivar los odios partidistas. Por eso, su primera acción fue expedir decretos de indulto. Uno para las guerrillas liberales, otro para los militares. En septiembre de 1953 la fórmula dio frutos y empezó la entrega de armas. La primordial se dio en los Llanos Orientales, donde la guerrilla de Guadalupe Salcedo ya había expedido “leyes” como “gobierno popular”.

También lo hicieron las guerrillas del Territorio Vásquez (Cundinamarca), las de Antioquia o las del Carare-Opón (Santander). En el sur del Tolima, los limpios acogieron el proceso de paz, pero los comunes prefirieron convertirse en movimiento de autodefensa campesina. Cuando la presión militar se hizo intensa, emulando sus columnas de marcha, crearon cuatro destacamentos llamados “comisiones rodadas” y evacuaron el cuartel de El Davis. El primero, orientado por Jacobo Prías Alape o ‘Charro Negro’ y Pedro Antonio Marín o ‘Manuel Marulanda Vélez’, se desplazó a Riochiquito, zona indígena al norte del Cauca. El segundo, a la cabeza de Alfonso Castañeda o ‘Richard’ e Isauro Yosa o ‘Líster’, se movilizó hacia Villarrica (Tolima), en Sumapaz. El tercero, al mando de Ave Negra, se ubicó en Natagaima. El último, dirigido por Andrés Bermúdez o ‘Llanero’, fue destrozado por los limpios.

Días después, el Estado Mayor de las guerrillas comunistas anunció que no entregaba sus armas, reorganizó sus cuadros políticos y ordenó crear destacamentos móviles y comisión de finanzas. El gobierno Rojas, que había constituido una Oficina de Rehabilitación y Socorro para regular la tenencia de tierras, promover una bolsa de empleo o fomentar condiciones para reparar víctimas, excluyó de su plan a los comunistas. Por el contrario, en el contexto internacional de la Guerra Fría, ilegalizó su militancia en 1954. Ese fue el preámbulo para reeditar la confrontación en su nuevo capítulo: la guerra de Villarrica en el Sumapaz tolimense, en la cordillera Oriental, una próspera región con legado de conflicto. En los años treinta había sido territorio de lucha entre colonos y latifundistas y, después de 1948, en sus entrañas había surgido una férrea resistencia comunista liderada desde Icononzo (Tolima) por el diputado Juan de la Cruz Varela.

A pesar de que Varela y sus comandos se habían desmovilizado simbólicamente en octubre de 1953, ayudaron a organizar al contingente guerrillero comunista recién llegado a Villarrica procedente del sur del Tolima. Cuando Líster, Ave Negra y Richard negociaban su posible rendición, intervino el Ejército. El 12 de noviembre de 1954 fue capturado Líster y varios campesinos fueron ejecutados. Cinco meses después, por decreto de Estado de Sitio, la región del Sumapaz fue declarada de operaciones militares. Unos 5.000 soldados de cuatro batallones, apoyados por aviones de combate, intervinieron en la región con el argumento de contener la amenaza comunista que se asomaba a la capital del país. Con prensa censurada o amenazada de prisión, la guerra de Villarrica se prolongó hasta 1956, incluso con acciones de bombardeo y ametrallamiento reconocidas por la embajada de Estados Unidos en Bogotá.

Sin embargo, hábiles en su terreno y con movilidad, antes que plegarse a una rendición negociada, los guerrilleros repitieron su repliegue a través de columnas de marcha. Una hacia la región de El Pato (Caquetá), otra hacia Guayabero y la última a la zona de El Duda y Ariari (Meta). La guerrilla fue desalojada de Villarrica, pero no disuelta. El registro de esta guerra y sus víctimas sigue siendo escaso. Al año siguiente cayó el gobierno Rojas y, con base en los acuerdos de Benidorm y Sitges (España), se aprobó el plebiscito de diciembre de 1957 que creó el Frente Nacional. En la mutación de la dictadura rojista al bipartidismo concertado, la Junta Militar que administró el cambio del orden político expidió el Decreto 0942 de mayo de 1958 que impulsó la Comisión Nacional Investigadora de las Causas Actuales de la Violencia, instancia clave para hacer memoria de estos tiempos de enfrentamiento.

Con esfuerzo de Otto Morales, Augusto Ramírez, el sacerdote Germán Guzmán, el abogado Eduardo Umaña Luna y el sociólogo Orlando Fals, entre otros, la Comisión contactó a “cabecillas de todas las tendencias” y, según quedó escrito en su histórico texto La Violencia en Colombia, firmó 52 pactos de paz después de 20.000 entrevistas personales. Además de este avance por la memoria de la guerra, por conducto del Decreto 0328, en noviembre de 1958, fue aprobada una nueva ley de amnistía para extinguir sumarios por delitos políticos. El objetivo del gobierno liberal de Alberto Lleras Camargo era sentar bases para la concordia. Por eso no excluyó a los comunistas y en Aipe (Huila) se dio el primer encuentro con sus delegados. Para 1959, producto de estos acercamientos, entre otras designaciones, Manuel Marulanda, o Tirofijo, como lo apodaron los militares, fue nombrado inspector de la carretera Neiva-Gaitania-Planadas.

 

Nacen las FARC

No obstante, la paz entre comunes y limpios era una tregua armada y la prueba de su fragilidad fue el asesinato de Jacobo Prías Alape o ‘Charro Negro’ en enero de 1960, en Gaitania, donde el dirigente comunista organizaba un equipo de proyección de cine. Ocho meses después, desde su nuevo enclave de Marquetalia, zona selvática de El Támaro entre Tolima y Cauca, los comunistas aprobaron sostenerse como autodefensa de masas. La victoria de la Revolución cubana en 1959 ya tenía conmocionado el entorno continental y la aparición de algunas expresiones insurgentes como el Movimiento Obrero Estudiantil Campesino, MOEC, o el Frente Unido de Acción Revolucionaria, FUAR, dieron arraigo a la teoría del foco guerrillero como semilla para afianzar la lucha armada en Colombia. En 1961, el Partido Comunista aprobó por primera vez su directriz de “combinar todas las formas de lucha”.

Afianzado en el régimen del Estado de Sitio para responder a las guerrillas comunistas y al MOEC que abrió frentes en Cauca, Urabá y Vichada, el gobierno Lleras reorganizó el Ministerio de Guerra, creó el Consejo Superior para la Defensa Nacional y transformó el criticado Servicio de Inteligencia Colombiano, SIC, de los tiempos de la dictadura en el Departamento Administrativo de Seguridad, DAS. De forma simultánea, respaldó el programa Alianza para el Progreso del electo presidente de Estados Unidos John F. Kennedy, para evitar una segunda Cuba en América Latina. De hecho, tras su presentación ante la OEA en Punta del Este (Uruguay), Kennedy lo lanzó en Colombia en diciembre de 1961. Días antes de su visita, el Gobierno rompió relaciones con Cuba. Pero a pesar del equilibrio social que pretendía el Ejecutivo, con ley de reforma agraria incluida (Ley 135 de 1961), el clima de seguridad en el país era crítico.

Al grupo MOEC, el FUAR y los movimientos de inspiración comunista, se sumaron el médico antioqueño Tulio Bayer con un frente subversivo en Vichada y el dirigente Federico Arango Fonnegra con otro foco en Territorio Vásquez (Santander). Entonces en el Congreso, el senador conservador Álvaro Gómez Hurtado acuñó la expresión que hizo carrera para describir las zonas que constituían reto para el establecimiento: “repúblicas independientes”. Aunque aseguró que eran 16 en todo el país, enfatizó en las que calificó sometidas a la influencia marxista: Marquetalia, Riochiquito, El Pato, Guayabero, Sumapaz, Ariari y Vichada. Las Fuerzas Armadas, abocadas a acoger como propia la doctrina del enemigo interno desplegada en reuniones continentales auspiciadas por Estados Unidos, rápidamente se alinearon alrededor de la urgencia de responder a esa “agresión comunista”.

Con el ascenso al poder del dirigente conservador Guillermo León Valencia y su anuncio de acabar las “repúblicas independientes”, esa se volvió la misión aparte. Tras meses de abatir bandoleros como Chispas, Desquite, Pedro Brincos, Sangrenegra o Efraín González, que representaban violentos rezagos de la sevicia partidista, dentro de las Fuerzas Armadas tomó forma el Plan Lazo, asesorado por oficiales de Estados Unidos. Los oídos sordos prevalecieron a los esfuerzos de las organizaciones sociales por evitar la colisión, y en mayo de 1964, con intervención de varios batallones, grupos móviles de inteligencia, equipos de operaciones sicológicas, compañías de contraguerrilla y todos los aviones de combate y helicópteros disponibles, abrió fuego la Operación Soberanía. El objetivo: erradicar los enclaves comunistas.

Semanas después, con triunfalismo, el gobierno Valencia proclamó victoria. Pero los movimientos atacados se replegaron hacia algunos territorios de su influencia, redactaron un Programa Agrario de Guerrilleros, eje de su plataforma política, y luego se reagruparon militarmente como Bloque Armado del Sur. Entre el 25 de abril y el 5 de mayo de 1966, tras una reunión de comandantes en la región de El Pato, optaron por llamarse Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, y trazaron planes inmediatos de acción militar, política y financiera para pasar de la resistencia al ataque. Como máximo comandante fue escogido Manuel Marulanda Vélez. El MOEC ya no existía tras la muerte de su líder Antonio Larrota. La guerrilla de Federico Fonnegra tampoco por idénticas razones. Tulio Bayer había sido capturado. Las FARC continuaban una secuencia de guerra que pronto encontró expresiones afines.

En la zona de San Vicente de Chucurí, con larga historia de insurgencia, inspirado en la Revolución cubana, se formó otro grupo armado que en enero de 1965 se tomó el municipio de Simacota (Santander) y lanzó su manifiesto de creación: el Ejército de Liberación Nacional, ELN. Su máximo jefe, Fabio Vásquez Castaño, estaba inmerso en la guerra desde la muerte de su padre a manos de los pájaros en el Eje Cafetero. La reacción de las autoridades ante las FARC y el ELN fue fortalecerse desde el Derecho. Al amparo del Estado de Sitio, el Gobierno expidió el Decreto 3398 de 1965 que organizó la defensa nacional, instó a personas naturales y jurídicas a cooperar con ella y, a través de un parágrafo específico, autorizó el amparo de armas de uso privativo de las Fuerzas Armadas como de propiedad particular, la fórmula para involucrar civiles en la contienda y crear grupos de autodefensa.

La agitación política en los años sesenta fue intensa. Hasta la teología de la liberación, surgida en América Latina como interpretación del Evangelio en la “opción preferencial por los pobres”, obró para que algunos sacerdotes acogieran la revolución como una causa aceptable. Entre ellos, el cura Camilo Torres, cuya gesta desde la Universidad Nacional en Bogotá y su prematura muerte en combate integrando las filas del ELN, en febrero de 1966, marcó época. Lo mismo que la Alianza Nacional Popular, Anapo, como partido de oposición al frentenacionalismo imperante. El gobierno liberal de Carlos Lleras Restrepo trató de responder a los apremios de la época con la reforma económica en 1968, o la reforma agraria con protagonismo de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos de Colombia, pero no pudo neutralizar el nacimiento de una tercera guerrilla en 1967: el Ejército Popular de Liberación, EPL. Esta vez en Córdoba, Sucre y Antioquia.

 

Se extendieron las guerrillas

Además de sus frentes en Caquetá, Cauca, Huila o Tolima, las FARC daban aliento a un cuarto en el Magdalena Medio. El ELN avanzaba en los departamentos de Santander y Antioquia. El EPL se asomaba a la región Caribe. Entre tanto, el Estado se mantuvo en la línea de ajustar sus normas y, desde el poder político, se blindó con la Ley 48 de 1968 que                               Decreto 3398 de 1965 refrendó la directriz del apoyo civil a la defensa. Sobre todo porque una doble práctica de los grupos guerrilleros para financiarse ya hacía estragos en la sociedad colombiana: la extorsión y el secuestro, el mismo sistema que era aplicado por otros grupos guerrilleros del continente. Como en otras naciones de América Latina, con el aval de sus élites políticas y económicas, la respuesta genérica de las Fuerzas Armadas fue acoger la doctrina contrainsurgente emanada de las directrices del Pentágono y del Departamento de Estado de Estados Unidos.

Eso explica la creciente asistencia militar norteamericana en elementos de guerra, asesoría en inteligencia, o entrenamiento de oficiales en sus academias; todo para preservar el capitalismo y sus áreas de influencia e impedir la penetración del comunismo. La represión en forma, con la consecuente criminalización de la protesta social o de la oposición política, equiparando el delito de rebelión con el de opinión. En la orilla más crítica, agitación en las universidades públicas, los movimientos sociales y campesinos o los partidos de izquierda. De cara a los años setenta, mientras en diversos países de América Latina se afianzaban los regímenes militares con apoyo de Washington, en Colombia se confió la tarea a civiles con Fuerzas Armadas en su decidido apoyo, con Estado de Sitio a bordo y servicios de inteligencia empecinados en clasificar a sectores sociales o defensores ciudadanos como brazo político de la subversión.

La nueva década vio germinar otras organizaciones empecinadas en la toma del poder por la vía armada. El grupo MIR-Patria Libre, el Partido Revolucionario de los Trabajadores, PRT, la Autodefensa Obrera, ADO, todos en la dogmática marxista, leninista o maoísta, y el movimiento Quintín Lame de línea indigenista. Conflicto en ascenso que el gobierno conservador de Misael Pastrana enfrentó con la fuerza de las bayonetas. Luego del Pacto de Chicoral en enero de 1972, que frenó la reforma agraria y dividió el movimiento campesino con aval del sector privado y de la clase dirigente, con la consecuente aplicación del Estado de Sitio para reprimir la protesta social, el Ejecutivo desplegó una acción militar a gran escala contra el ELN. La Operación Anorí, ejecutada a partir de 1973 y que causó la debacle en las filas de la guerrilla, provocó su retirada hacia Arauca o el sur del Cesar y precipitó la salida de Fabio Vásquez a Cuba.

Esa victoria militar, paradójicamente, antes que fortalecer al Estado causó crisis institucional interna con ruido de sables. El plan del Ejército, entonces comandado por el general Álvaro Valencia Tovar, era estrechar el cerco contra el diezmado ELN, pero el nuevo gobierno liberal de Alfonso López en 1974, interesado en propiciar una salida negociada al dilema de la insurgencia, ordenó suspender operaciones. La guerrilla ofreció entregar sus armas previo retiro de tropas y el Ejecutivo designó al gobernador de Bolívar Álvaro Escallón y al consejero presidencial Jaime Castro para recibirlas. Los delegados del Gobierno acudieron a la cita, pero el ELN nunca apareció. El hecho derivó en una tensa relación entre el nuevo Jefe de Estado y el general Valencia y sus colaboradores. En medio de rumores de desobediencia y malestar castrense, en mayo de 1975 López retiró al oficial y a otros mandos.

El choque de trenes, sumado a una ola de conflictos laborales, paros cívicos y movilizaciones sociales, forzó al gobierno López a declinar su agenda de humanización de la guerra y retornar al atajo del Estado de Sitio. Sobre todo después de que el ELN asesinó en Bogotá al general Ramón Arturo Rincón en septiembre de 1975, y otro grupo guerrillero en evolución, el movimiento 19 de abril, M-19, creado como rechazo al fraude en los comicios presidenciales de 1970, secuestró a José Raquel Mercado, presidente de la Confederación de Trabajadores de Colombia, CTC, y después de someterlo a un juicio revolucionario por supuesta “traición a la clase obrera”, lo ejecutó en abril de 1976. Era tal la impotencia de las autoridades frente al secuestro y de tales dimensiones la rentable industria en que se había convertido, que el arzobispo de Medellín, Tulio Botero Salazar, sugirió la pena de muerte para contenerlo.

 

La guerra sucia

El 14 de septiembre de 1977 se realizó un paro cívico nacional que recapituló el clima de inconformidad nacional. Las centrales obreras, los estudiantes, la oposición política, los transportadores, los movimientos campesinos; fue un estallido social de hondas repercusiones. López Michelsen lo calificó como “una huelga preparada por la subversión y los enemigos del Gobierno”. Pero ese momento marcó un lindero de no retorno hacia el diálogo y, por el contrario, dio argumentos a la doctrina de seguridad nacional con urgencia de reforzar la lucha contra el enemigo interno. Con los gremios cuestionando el rumbo de la economía, los sindicatos la carestía de vida, los medios de comunicación la corrupción y la inseguridad representada en el apogeo del secuestro, las Fuerzas Armadas ganaron autonomía para enfrentar la crisis.

El paso definitivo se dio en septiembre de 1978, un mes después de la posesión de Julio César Turbay, cuando se expidió el Decreto 1923, conocido como Estatuto de Seguridad. Se incrementaron las penas por perturbación del orden público, secuestro o rebelión. Se autorizó el juzgamiento de civiles a cargo de militares en consejos verbales de guerra. El delito político quedó sujeto a la interpretación castrense, y con ella, una rienda suelta a los militares que pronto encendió las alarmas de varias organizaciones nacionales e internacionales de derechos humanos. Una declaratoria de guerra a la subversión en el contexto de la defensa nacional que terminó incluyendo en el círculo de las sospechas a muchos civiles. A tal punto que fueron perseguidos incluso destacados intelectuales como el escritor Gabriel García Márquez, quien tuvo que asilarse en marzo de 1981 en la embajada de México en Bogotá para no ser apresado.

Con escasas excepciones, el conflicto armado se había extendido por Colombia. Desde su Sexta Conferencia en 1978, las FARC moldeaban exitosamente sus planes: un frente de guerra por departamento, redes de apoyo en centros urbanos, comandos móviles de ataque. Su expansión se sentía con fuerza en Cauca, Caquetá, Meta, Santander, Putumayo, Cundinamarca o Antioquia. A su vez, el ELN, tras la crisis de Anorí y la purga interna que derivó en fusilamientos, se reorganizó desde Arauca y Santander y ya poseía estructuras en Valle, Antioquia o Bogotá. El EPL seguía en ascenso en Antioquia, la región Caribe, Chocó y el Eje Cafetero. El M-19 asestaba los primeros golpes que caracterizaron su propuesta urbana: el robo de 5.000 armas del Ejército en el Cantón Norte de Bogotá a través de un túnel de 75 metros descubierto el Año Nuevo de 1979; o la toma de rehenes en la embajada de la República Dominicana en 1980.

A la propagación del accionar subversivo, estimulado por la victoria del Ejército Sandinista en Nicaragua en 1979, y la dura respuesta militar con episodios de guerra sucia, se sumaron dos violencias más que potenciaron la tragedia colombiana. Los carteles de la droga, que tuvieron una década a sus anchas para aprender a matar, y el paramilitarismo, que cobró vengativa identidad con hechos de ‘limpieza social’ o crímenes selectivos a partir de organizaciones privadas que convirtieron a los civiles en su blanco predilecto. El Estatuto de Seguridad llenó las cárceles de presos políticos, pero no resolvió el conflicto. Las Fuerzas Armadas tuvieron más libertades que nunca, pero no ganaron la guerra. Al cabo de tres años, el gobierno Turbay se vio compelido a dar un giro a su fórmula y en marzo de 1981 expidió una ley de amnistía (Ley 37 de 1981). Luego creó una comisión de paz para buscar una salida negociada.

 

Un intento por la paz

Los dos esfuerzos resultaron fallidos, pero crearon el clima electoral favorable a quien mostrara más audacia para el encuentro con la paz. La victoria en 1982 fue para Belisario Betancur, quien organizó una comisión de 34 integrantes y echó a andar un proceso que partió en dos la historia contemporánea de Colombia. Las guerrillas aceptaron negociar, pero sin afán pues acumulaban suficiente poder para vender caro su desarme. Las FARC tenían 14 frentes y su Séptima Conferencia, en mayo de 1982, había dispuesto constituir escuelas de formación, unidades tácticas de combate, inteligencia basada en control de territorios, incremento de su actividad política y un centro de despliegue estratégico: la cordillera Oriental. La Unión Camilista del ELN avanzaba fortalecida por la extorsión a las compañías petroleras. El EPL se posicionaba en zonas de desarrollo agroindustrial. El M-19 protagonizaba en las ciudades.

La prisa por la paz de Belisario Betancur se enredó en demasiadas alambradas. Promovió una ley de amnistía (Ley 35 de 1982) que abrió las puertas de las cárceles a muchos presos políticos, pero su generosa apuesta polarizó al país. “Enemigos agazapados de la paz”, fue el calificativo que usó el comisionado, Otto Morales, para identificar a los acérrimos detractores cuando desistió de su misión en mayo de 1983. Betancur pidió a la Procuraduría aclarar qué era el grupo Muerte a Secuestradores, MAS, que hacía correr ríos de sangre en las regiones, y cuando recibió la respuesta con la relación de 59 miembros de las Fuerzas Armadas entre 163 nombres de paramilitares o narcotraficantes, fue Troya en los cuarteles. Su más enconado contradictor fue el ministro de Defensa, general Fernando Landazábal. La oposición fue encarnizada, pero en 1984 la persistencia de la comisión de paz logró la firma de varios acuerdos de cese al fuego.

Ese año, través de su nuevo comisionado John Agudelo Ríos, se suscribieron pactos con las FARC (28 de marzo), la ADO (23 de agosto), el M-19 y el EPL (24 de agosto) y dos destacamentos del ELN (9 de diciembre). En los acuerdos, el Gobierno logró que se desautorizara el secuestro, la extorsión y el terrorismo en todas sus formas. En el mismo contexto de acercamientos de paz, se promovió la creación del partido político Unión Patriótica, UP, para que las FARC cambiaran las armas por las urnas. También surgieron el Frente Popular o A Luchar, con fines similares para el EPL o el ELN. Líderes del M-19 se hicieron visibles echando discursos en las ciudades. Pero pudieron más los detractores abiertos y subrepticios, el paramilitarismo se cruzó en la senda y el narcotráfico, aglutinado bajo la fachada de Los Extraditables, asesinó al ministro de Justicia Rodrigo Lara en abril de 1984 y terminó de acuñar la violencia terrorista.

Los esfuerzos de paz fracasaron por incumplimiento bilateral de la tregua, graves hechos de violencia política, vacilaciones frente al desarme y desgano político. El epílogo representa el más cruento y sombrío capítulo en la cronología de la guerra colombiana. El 6 de noviembre de 1985, un comando del M-19 asaltó el Palacio de Justicia en Bogotá, las Fuerzas Armadas reaccionaron con uso desmedido de fuerza y fueron 28 horas de horror a escasos pasos de la casa presidencial que la memoria del país todavía trasiega. Murió un centenar de personas, entre ellas once magistrados de la Corte Suprema de Justicia. Doce personas siguen desaparecidas. Un pavoroso incendio arrasó con el templo de la justicia donde el M-19 quiso hacer un juicio a Belisario Betancur por supuesto incumplimiento de los acuerdos. Entre las pavesas y cenizas de esa conflagración se desvaneció la quimera de la paz y se selló el comienzo de la barbarie.

 

Una guerra de todos contra todos

Cuando asumió Virgilio Barco, en 1986, había demasiados asesinos sueltos y la guerra se tornó de todos contra todos. La UP entró a la arena electoral y fue arrasada a sangre y fuego. Las cifras de crímenes de sus líderes crecieron de manera escandalosa. Con una emboscada en Caquetá en junio de 1987 que provocó la muerte de 27 militares, los acuerdos de La Uribe con las FARC quedaron agónicos. El asesinato del vocero del EPL Óscar William Calvo en noviembre de 1985 ya había dejado abrupto otro camino de paz. El narcotráfico amedrentó con violencia y fue necesario un Estatuto Antiterrorista (Decreto 180 de 1988) para contener su embestida. En marzo se estrenó la elección popular de alcaldes y el paramilitarismo la transmutó en botín selecto de su guerra política. 1988 fue llamado el año de las masacres. Tan sólo en Segovia (Antioquia) el 11 de noviembre fueron 43 las víctimas de la Casa Castaño.

El año 1989 es para hacer memoria. El poder judicial decidió develar las entrañas del paramilitarismo, pero la comisión que lo asumió fue masacrada en La Rochela (Santander). La justicia aclaró que, con apoyo civil y militar, detrás de muchas matanzas existía un triángulo criminal Fidel Castaño-Pablo Escobar-Gonzalo Rodríguez Gacha, y pagó cara su valentía. Jueces y fiscales fueron el blanco predilecto. Hasta el fútbol se quedó sin campeón ese año por el asesinato de un árbitro. Los carrosbomba del narcotráfico llevaron luto a las ciudades. Un avión con 107 inocentes a bordo fue explotado en el aire. Los magnicidios se volvieron usuales. El pánico disparó los exilios. Se supo de mercenarios israelíes o ingleses cobrando millones por enseñar a matar y de 140 bandas criminales diseminando la muerte por los territorios de Colombia. El contrapeso entre tanta impunidad y tragedia fue un proceso de paz que se supo abrir paso.

Después del secuestro del líder conservador Álvaro Gómez en mayo de 1988 y el homicidio de su escolta Juan de Dios Hidalgo a manos del M-19, la entrega del cautivo fue condicionada únicamente a una mesa de diálogo. Así se dio y el M-19 acogió la metodología del Gobierno, liderada por el consejero Rafael Pardo y definida en tres fases: desmovilización, desarme y reincorporación a la vida civil. En cumplimiento de una precisa hoja de ruta, el Congreso aprobó una ley de amnistía (Ley 77 de 1989) y el proceso de paz culminó el 8 de marzo de 1990 con la entrega de armas encabezada por el último comandante de la organización, Carlos Pizarro Leongómez, quien 49 días después fue asesinado por el paramilitarismo a bordo de un avión. Fue el cuarto candidato presidencial con idéntico destino. Antes habían caído Jaime Pardo Leal en octubre de 1987, Luis Carlos Galán en agosto de 1989 y Bernardo Jaramillo, de la UP, en marzo de 1990.

 

                          |   Desmovilización del grupo guerrillero M-19. | Diario La Opinión. Archivo Colprensa.

La Constituyente, otra esperanza de paz

Elegido presidente, César Gaviria creó una Consejería para la Defensa y Seguridad encaminada a priorizar la órbita civil sobre el orden castrense; recobró los contactos de paz con el EPL, el Quintín Lame y el PRT que habían quedado de la era Barco; y formalizó tres derroteros para enfrentar la grave situación nacional: una política de sometimiento a la justicia para rendición de narcotraficantes a cambio de no extradición, rebajas procesales y laxas condenas; un severo Estatuto para la Defensa de la Justicia (Decreto 2790 de 1990), con justicia sin rostro para enfrentar la temeridad de los grupos ilegales; y un proceso constituyente que terminó en la convocatoria a una asamblea de 70 delegatarios, que entre febrero y julio de 1991 reformaron la carta de 1886 con activa participación de los jefes guerrilleros del M-19, ahora en la actividad política.

No obstante, el mismo día de las elecciones para la Constituyente (9 de diciembre de 1990), las Fuerzas Militares iniciaron la Operación Centauro contra Casa Verde, sede del Estado Mayor del Bloque Oriental y refugio de Manuel Marulanda, en Uribe (Meta). Versados en su territorio, los guerrilleros rompieron el cerco, contragolpearon desde otras regiones y se extendió la guerra. En contraste, por esos mismos días de continua refriega, con guía del comisionado Jesús Antonio Bejarano se sellaron tres procesos de paz. Con el PRT en Ovejas (Sucre), en enero de 1991; con el EPL en Labores (Antioquia), en marzo; y con el Quintín Lame en Cauca, en mayo. Tras su desarme, con voz pero sin voto, los tres grupos sumaron sus delegados a la Asamblea. El 30 de abril, el constituyente Álvaro Leyva Durán, acompañado de tres insurgentes y una comisión política, ocupó pacíficamente la sede de la embajada de Venezuela en Bogotá para reclamar diálogo político.

Los tres alzados en armas pertenecían a las FARC, el ELN y una disidencia del EPL. Su manifestación conjunta se hizo a nombre de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar (CGSB), una organización creada desde 1987 para unificar el accionar insurgente. En ese momento su fuerza sumaba 48 frentes de las FARC, 22 columnas del ELN y unos 100 disidentes del EPL. El gobierno Gaviria aceptó un encuentro exploratorio en Cravo Norte (Arauca), que se concretó el 15 de mayo. Ese día, la CGSB y el Ejecutivo acordaron iniciar conversaciones de paz en Caracas (Venezuela). La primera cita se concretó dos semanas después. De entrada, el Gobierno propuso cese de hostilidades, veeduría internacional, acatamiento a los convenios de Ginebra y entrega de armas. La insurgencia pidió cese al fuego bilateral, delegados en la Constituyente, solución a los presos políticos y claridad en casos de desaparición forzada.

“Esta negociación de paz se pudo haber iniciado desde hace 5.000 muertos”, fue la frase del jefe de la delegación de las FARC, Guillermo León Sáenz o ‘Alfonso Cano’, que resumió la expectativa creada frente a la mesa de diálogos. Pero la guerra siguió de largo y mientras la Constituyente terminaba de dar forma a la nueva Carta Política y Pablo Escobar aceptaba recluirse con sus secuaces en una cárcel de Envigado (Antioquia) para seguir delinquiendo, los colosos de la confrontación ajustaban planes para escalar su rudeza. Por eso el proceso de paz no cuajó. En octubre estaba suspendido por un atentado de las FARC en Cauca al presidente del Congreso Aurelio Iragorri, con siete víctimas. En noviembre, a 23 kilómetros de Bogotá, las FARC emboscaron a una comisión judicial y mataron a siete funcionarios. El paramilitarismo tampoco dio tregua a sus violentas acciones.

El intento de golpe de Estado en Venezuela, liderado por el teniente coronel Hugo Chávez en febrero de 1992, obligó a trasladar la mesa de negociación a Tlaxcala (México). Tres meses después estaba deshecha por la muerte en cautiverio del exministro Argelino Durán en Norte de Santander. “Fracasé, hay enemigos de la paz, hay un planteamiento guerrerista en la clase dirigente que el gobierno no atiende”, admitió el último vocero del Estado, Horacio Serpa Uribe. Entre marzo y abril de 1993, las FARC realizaron su Octava Conferencia y trazaron planes inmediatos para siete bloques de su máquina de guerra. Proyectos de finanzas, armas y apoyo internacional para sus bloques Oriental, Sur, Magdalena Medio, José María Córdoba, Occidental, Caribe y Central. Toda Colombia con su presencia. El ELN cada vez más lesivo con el secuestro, el minado de territorios o los atentados a la infraestructura petrolera.

La guerra subversiva en aumento, el paramilitarismo desbocado y en Bogotá o Medellín la segunda oleada terrorista de Pablo Escobar tras fugarse de la cárcel en Envigado. Muchos horrores y olvidos, incontables víctimas en el anonimato y una recortada memoria de esos tiempos dolorosos. Entre ellos, uno de los capítulos más impunes de la violencia colombiana: los Perseguidos por Pablo Escobar, Pepes. La CIA y la DEA de Estados Unidos, la Policía, el Ejército, la Fuerza Aérea, el cartel de Cali, el del Norte del Valle, la Casa Castaño, los mafiosos de Itagüí, Bello, La Estrella o Envigado, todos contra Pablo Escobar, quien finalmente fue dado de baja el 2 de diciembre de 1993. Nunca se investigó lo mínimo. Como tampoco la tras escena de la Ley 81 de 1993 que se aprobó ese mismo mes, cuando era secreto a voces que en el Senado y la Cámara había quienes legislaban untados por los dineros del narcotráfico.

Con la muerte de Pablo Escobar, en el imaginario de la Nación se dio por hecho que el cartel de Medellín estaba extinto y que lo propio era completar la tarea contra el de Cali. Pero el país estaba permeado por el narcotráfico desde los cenáculos del poder hasta el fútbol profesional o las cloacas del delito común. En las zonas de cultivos ilícitos desafiaba al Estado porque en ocasiones la coca había sustituido el dinero, obraba como valor de compra y ley, combustible de guerra. Por eso a más de uno le vino como anillo al dedo la Ley 81 de 1993 que oficializó a largo plazo el atajo de la rebaja de penas; o el Decreto Ley 356 de 1994 que con el tiempo abrió camino a las Cooperativas de Seguridad Rural, Convivir, mampara legal para que algunos mafiosos tomaran estatus de autodefensas, y unos y otros se disfrazaran de aliados del Estado, en una metamorfosis de intereses oscuros, omisiones oficiales y degradación del conflicto.

El epílogo de la era Gaviria dejó breves oasis de paz con sus legados. El acuerdo del 9 de abril de 1994 con la Corriente de Renovación Socialista, organización surgida del ELN en 1989 como opción contraria a la guerra absoluta, a pesar de que dos de sus negociadores Carlos Prada o ‘Enrique Buendía’ y Evelio Bolaños o ‘Ricardo González’ murieron a manos del Ejército en septiembre de 1993 cuando movilizaban a los combatientes hacia Flor del Monte (Sucre), sede de los diálogos. O el acuerdo con las milicias de Medellín, suscrito el 26 de mayo de 1994 en el corregimiento de Santa Helena, que demostró cómo en las comunas de la capital antioqueña o en los barrios periféricos de otras grandes urbes se había gestado también una violenta dinámica de combos, oficinas de cobro, bandas y milicias que habían entrado en el círculo vicioso de la corrupción, la connivencia o la violencia extendida.

 

Más que el proceso ocho mil

Los tiempos de Ernesto Samper fueron más que el proceso ocho mil y los dineros del cartel de Cali en su campaña presidencial. Inició decidido a concretar un proceso de paz con las FARC y así se lo hizo saber al general Harold Bedoya con su recordado “aquí mando yo”, en una ceremonia militar en la Escuela Naval en Cartagena, para advertirle que no era de su resorte decidir si desmilitarizaba o no la región de Uribe (Meta) para comenzar diálogos. También formalizó la adhesión de Colombia a los protocolos de los Convenios de Ginebra sobre Derecho Internacional Humanitario y respaldó a la OEA para crear una Comisión de la Verdad que aclarara decenas de crímenes cometidos en Trujillo (Valle) por una perversa alianza de militares y mafiosos. Pero el narcoescándalo pudo más, sus buenas intenciones se apagaron sin brillo y los reflectores del país se quedaron registrando los dividendos publicitarios de la cacería policial al cartel de Cali.

Entre las artimañas del cartel del Norte del Valle para lucrarse de los descuentos legales, el desfile de políticos a la cárcel por nexos con los mafiosos de Cali, los magnicidios impunes como el de Álvaro Gómez Hurtado en 1995, o la guerra misma, cada vez más ensañada con los civiles, se multiplicó la crisis. Aunque Samper fue absuelto por el Congreso y las presiones de Estados Unidos derivaron en el regreso de la extradición y una ley de extinción de dominio de capitales ilícitos con carácter retroactivo, hacia 1996 la ecuación del conflicto ya no era favorable al Estado. Al sur del país, las FARC ya confiaban en controlar al menos dos departamentos y en Caquetá y Putumayo forzaban a marchar labriegos y colonos para defender las zonas cocaleras de la fumigación con glifosato. Al norte, las autodefensas desplazaban comunidades a su paso y dejaban su marca de violencia sexual, desapariciones, asesinatos selectivos o matanzas.

En abril de 1997, bajo la comandancia de Carlos Castaño Gil, autodefiniéndose como “un movimiento político-militar de carácter antisubversivo”, es decir, contra las FARC, el ELN y todo lo que en su imaginación oliera a izquierda, nacieron las Autodefensas Unidas de Colombia. Se unificaron 20 frentes constituidos en la región Caribe por las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, se sumaron las de los Llanos Orientales, del Casanare al Guaviare; las de Ramón Isaza y Ramiro Vanoy en Antioquia; las de Diego Murillo o ‘Don Berna’ en el valle de Aburrá; las del Catatumbo de Salvatore Mancuso; las de Rodrigo Tovar o ‘Jorge 40’ en Cesar y Magdalena. A semejanza de las FARC se creó un Estado Mayor Central y se organizó un sistema de bloques para llevar su talión a todas partes. Se desborda cualquier intento de memoria para referenciar tantos crímenes de lesa humanidad cometidos en cumplimiento de estos designios mayores.

Tres meses después, las autodefensas concretaron una demostración de poder que parece de ficción. Con apoyo de unidades del Ejército, fletaron un avión con un comando que partió de Urabá y atravesó el territorio nacional hasta San José del Guaviare. En lanchas rápidas, el grupo accedió a Mapiripán (Meta) el 19 de julio de 1997 y durante 48 horas asesinó civiles a sus anchas. A fines de ese año, en entrevista a la revista Cambio, Carlos Castaño lo denominó como parte de su “arremetida final”. En el sur de Bolívar, Barrancabermeja, el oriente de Antioquia, el sur de Córdoba, el Urabá chocoano y el Catatumbo, la situación se tornó crítica. En las principales ciudades, la lista de magnicidios causada por sus pistoleros especializados es interminable: los investigadores del CINEP Mario Calderón y Elsa Alvarado en 1996, los defensores de derechos humanos Eduardo Umaña Mendoza y Jesús María Valle en 1998, el periodista Jaime Garzón Forero en 1999.

A su vez, las FARC, confiadas en sus redes de inteligencia y su poder bélico que había llegado a 62 frentes distribuidos en siete bloques —Oriental (22), Sur (10), Magdalena Medio (8), Noroccidental (8), Central (5), Norte (5) y Occidental (4)—, pusieron en marcha su nueva estrategia: golpes a unidades militares con elevado número de prisioneros de guerra. El 30 de agosto de 1996, unos 750 guerrilleros destruyeron la base militar de Las Delicias (Putumayo), perteneciente al Batallón de Selva Número 49 del Ejército. Murieron 28 militares, 16 quedaron heridos y los guerrilleros se llevaron cautivos a 60 uniformados que ofrecieron en canje por sus compañeros presos en las cárceles. Una exigencia que derivó en 289 días de forcejeo político con el Estado, hasta que el gobierno Samper se vio forzado a aceptar la desmilitarización de 13.161 kilómetros cuadrados en el departamento del Caquetá para que fueran devueltos.

Ese fue el preámbulo de una secuencia dolorosa que llevó a las FARC a su tope en la guerra contra el Estado y a las Fuerzas Armadas a sus mayores descalabros. Entre otros, Patascoy (Nariño) en diciembre de 1997, con saldo de 22 muertos y 18 retenidos; El Billar (Caquetá) en marzo de 1998, con 69 muertos y 43 prisioneros; Miraflores (Guaviare) en agosto, con 16 víctimas y 129 capturados; Mutatá (Antioquia) el mismo mes, con 42 muertos y 21 retenidos; Mitú (Vaupés) en noviembre, con 19 muertos y 72 capturados. En un año, la guerrilla sumaba más de 250 prisioneros de guerra. Su forma de despedir al gobierno Samper y de conminar al de Andrés Pastrana a que aceptara sus condiciones para un proceso de paz: desmilitarizar cuatro municipios de Meta y Caquetá, en un área de 42.000 kilómetros cuadrados, con una presión adicional: agilizar el canje de militares y policías por guerrilleros presos.

 

Un territorio despejado

Andrés Pastrana heredó de su antecesor una iniciativa de paz de última hora, cuando ese ya era el tema dominante en el debate electoral: los acuerdos del Palacio de Viana en Madrid (España), en febrero de 1998, y de Puerta del Cielo en Maguncia (Alemania), en junio del mismo año, ambos suscritos con la guerrilla del ELN. La sociedad civil fue protagonista y, a través del Consejo Nacional de Paz, órgano consultivo del Gobierno, se plantearon propósitos de avanzar hacia una Convención Nacional con humanización de la guerra, poniendo fin a la voladura de oleoductos, excluyendo a los menores de edad de las hostilidades y también a los mayores de 65 años de la selección de víctimas del secuestro. Con el mismo componente de sociedad civil, se suscribió en julio de 1998 el Acuerdo de El Nudo de Paramillo con las Autodefensas Unidas para tratar de contener la grave crisis humanitaria que vivía Colombia.

                           |  Voceros de las FARC durante los diálogos de paz, alzan sus armas.  |   Wikimedia CommonsEl 7 de enero de 1999 se instalaron los diálogos de paz entre el gobierno Pastrana y las FARC. La silla vacía del máximo jefe guerrillero que no acudió a la cita, fue presagio de lo que iba a suceder. Tres años con más escándalos que avances. El país polarizado como en tiempos de Betancur y la insurgencia dedicada a convertir la concesión del Estado en retaguardia de sus ilícitos. Su interés estuvo más centrado en el canje de prisioneros, convertido en tema nacional por el impacto de las cárceles de la selva. El pacto humanitario de junio de 2001 fue el momento cumbre. Se ideó como intercambio de soldados y policías enfermos por guerrilleros presos y al final 323 hombres de la fuerza pública recobraron su libertad. Las FARC se quedaron con medio centenar de oficiales y suboficiales del Ejército y de la Policía y, como lo anunció luego el Mono Jojoy, pronto las FARC empezaron a sumar dirigentes políticos a sus cautivos.

Por los lados del ELN y sus 42 frentes la situación tampoco evolucionó hacia la paz. Cuando el gobierno Pastrana intentaba dar continuidad a los avances de su antecesor, esta guerrilla explotó el Oleoducto Central de Colombia en la región de Machuca (Antioquia) y desató un incendio que terminó con la vida de 42 personas. El Gobierno canceló el itinerario de paz con esta guerrilla y el ELN presionó para recobrarlo a través de secuestros masivos. Cinco tripulantes y 41 pasajeros de un avión Fokker 50 que cubría la ruta Bogotá-Bucaramanga en abril de 1999, o 143 feligreses que asistían a una eucaristía en la iglesia La María de Cali en mayo, entre otros hechos. Un tira y afloje que nunca derivó en proceso formal. A mediados de 2000, cuando más cerca estuvo e incluso se discutió un eventual despeje militar en el sur de Bolívar, se atravesó el paramilitarismo que justamente en esa zona dejó su impronta de fosas comunes.

En 2001, a pesar de que el proceso de paz prometía un país distinto, la situación real del proceso y de Colombia era desesperada. Las FARC arrasaban pueblos, reclutaban menores de edad, emboscaban tropas, salían a las vías a realizar “pescas milagrosas” para secuestrar al azar y aplicaban “leyes de tributación” exigiendo pagos a quienes ostentaran un patrimonio superior a un millón de dólares. Aunque solo pudieron sacar de las cárceles a 14 de sus hombres, el acuerdo humanitario de junio también significaba una victoria política. Su siguiente objetivo era alcanzar una constituyente mitad gobierno mitad guerrilla. Entre tanto, al otro lado del país, los paramilitares se paseaban impunes por campos y ciudades y en Santa Fe de Ralito (Córdoba), ese mismo 2001, cuatro jefes paramilitares con cuatro senadores, siete representantes a la Cámara, dos gobernadores, cinco alcaldes y otros dirigentes políticos, firmaban un pacto para refundar la Patria.

Cuando la autoridad se advertía erosionada, el control territorial en duda y la percepción nacional rayaba en el pesimismo absoluto, sobrevino el giro que cambió la perspectiva de la guerra. Superadas sus fricciones en la era Samper, el gobierno de Estados Unidos, presidido por el demócrata Bill Clinton, constituyó una alianza estratégica con la administración de Andrés Pastrana para complementar la reforma militar que se desarrollaba en el país. Aunque el Plan Colombia incluyó cambios institucionales y compromisos concretos en derechos humanos, su énfasis fue la lucha antinarcóticos. Enmarcado en la Iniciativa Andina contra las Drogas, desde Washington llegó el apoyo económico y militar que modificó el curso del conflicto. Con batallones de alta montaña, fuerzas de tarea conjunta, equipos de ofensiva aérea y modernos sistemas de inteligencia, las Fuerzas Armadas quedaron dispuestas para alterar el rumbo de la confrontación.

En febrero de 2002, cuando Pastrana dio por cancelado el proceso de paz con las FARC y ordenó recobrar militarmente la zona de distensión, las Fuerzas Armadas de Colombia eran otras y el contexto internacional también. Después de los ataques terroristas a las torres gemelas de Nueva York en septiembre de 2001, Estados Unidos incluyó a las FARC, al ELN y a las autodefensas en el listado de su nuevo enemigo: el terrorismo. También solicitó en extradición por narcotráfico a varios jefes de la guerrilla y el paramilitarismo. De forma adicional, aunque con salvedad de siete años para entrar en vigor, en agosto de 2002 el saliente gobierno ratificó la vigencia del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, creado contra la impunidad de los crímenes de lesa humanidad, los crímenes de guerra y otras graves violaciones de los derechos humanos.

 

Uribe llegó con Seguridad Democrática

Ese fue el escenario que encontró Álvaro Uribe cuando ganó las elecciones en 2002. Conocido por su talante militarista cuando ejerció la Gobernación de Antioquia entre 1995 y 1997, su discurso de Seguridad Democrática convenció en las urnas y lo empezó a desarrollar desde el día de su posesión, cuando las FARC lo recibieron con un ataque de morteros a varias guarniciones militares y la propia Casa de Nariño, con saldo de 27 muertos. Con facultades excepcionales empezó a expedir decretos para desplegar su ofensiva en áreas geográficas de influencia subversiva y pronto la confrontación armada se intensificó en toda Colombia. En contraste, urgido de algún reconocimiento político, el paramilitarismo anunció su disposición a un cese de hostilidades que derivó en el acuerdo de Santa Fe de Ralito en julio de 2003, con el expreso compromiso de desmovilizar todos sus frentes antes de diciembre de 2005.

No obstante, como lo había advertido Carlos Castaño antes de ser asesinado por sus socios en 2004, el narcotráfico terminó causando el desplome de su organización. Aunque muchos mafiosos lograron colarse en el proceso, cuando la ley creada para saldar sus cuentas judiciales (Ley 975 de 2005) se ajustó en la Corte Constitucional a los derechos de las víctimas, se trancó su salto libre a la política. El 13 de mayo de 2008, el Gobierno entendió que no negociaba con autodefensas sino con narcotraficantes y extraditó a sus principales jefes a Estados Unidos. Sin embargo, en ese momento sus verdades ya hacían estragos en la parapolítica y la justicia develaba los nexos entre el paramilitarismo y los congresistas, los militares o los civiles. El Ejecutivo libraba una inusitada pelea con la Corte Suprema de Justicia. A la sombra seguía el drama de las comunidades sometidas al despojo de sus tierras o el asesinato de sus líderes.

Con reelección incluida a través de una reforma constitucional de efectos penales, la era Uribe duró ocho años en los que predominó la pugna. Se dieron intentos por establecer diálogos con las FARC, pero pudieron más la crueldad subversiva y la obstinación del Gobierno. La crisis humanitaria de los secuestrados mantuvo en suspenso al país y extremó la polémica. Los rescates militares de los cautivos, fallidos o exitosos, llenaron de dolor o júbilo a los colombianos y le dieron la vuelta al mundo. Las FARC perdieron importantes comandantes y la guerra tecnológica replegó sus frentes, incomunicó sus enlaces y pospuso sus planes. La crisis con Venezuela fue constante y la confrontación internacional notoria. La crisis institucional de los falsos positivos, con decenas de civiles ejecutados y presentados por las Fuerzas Armadas como dados de baja en combate, dejó el rastro de un modelo que quiso seguir de largo.

 

Las FARC negocian un acuerdo de paz

En 2010, Juan Manuel Santos, exministro de Defensa del gobierno Uribe y artífice de muchos de los sucesos de guerra que trastrocaron el rumbo del conflicto, ganó la Presidencia de Colombia. Todo hacía pensar en la continuidad de la Seguridad Democrática aunque desde su discurso de posesión estaban abiertas las puertas del diálogo. Sus primeros meses fueron el anuncio de lo que venía. La Operación Sodoma en septiembre, en La Macarena (Meta), donde fue abatido el estratega militar de las FARC, Víctor Suárez o ‘Mono Jojoy’. O en noviembre de 2011, la Operación Odiseo, entre Suárez y Morales (Cauca), donde cayó Guillermo León Sáenz o ‘Alfonso Cano’. Las FARC perdían dos ases más de su baraja cuando el Gobierno dio un giro intempestivo hacia los diálogos. El primer aviso había sido el impulso y la aprobación de una ley de víctimas (Ley 1448 de 2011) para reparar a miles de colombianos atropellados por la guerra.

A diferencia de su antecesor, en esa ley Santos reconoció la realidad del conflicto armado y el 23 de febrero de 2012, el mismo día en el que súbitamente las FARC anunciaron el fin del secuestro como forma de lucha, con apoyo de los gobiernos de Venezuela y Noruega, comenzó en La Habana (Cuba) la fase exploratoria de un proceso de paz que se hizo público en agosto. Desde entonces, con notable disminución de acciones violentas, se desarrolla una negociación política en busca de la paz para Colombia. En cifras del informe ¡Basta ya! del Centro de Memoria Histórica, se trata de ponerle fin a un conflicto que, al menos entre 1985 y 2013 causó la muerte de 220.000 personas, 166.000 de ellas civiles. Más de 30.000 secuestros desde hace 50 años, cerca de 12.000 mutilados por minas antipersonales, cinco millones de desplazados. Infames estadísticas que tienen ahora una opción de detenerse.

Todo está por verse y es claro que hacer la paz será más difícil que continuar en guerra. Lo primordial respecto a las FARC es la materia prima que existe para empezar la misión. Un acuerdo agrario, otro de participación en política, un tercero de solución al problema de las drogas ilícitas, el cuarto para la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición de la guerra, y un acuerdo de cese al fuego y de hostilidades, bilateral y definitivo con dejación de armas, garantías de seguridad y refrendación. El acuerdo final ahora se circunscribe como Acuerdo Especial en el contexto del Derecho Internacional Humanitario y se espera que finalmente haga parte de la Carta Política. Con tanto laberinto, aunque sin armas, nadie puede asegurar que no seguirá el conflicto político. Por eso es mejor pensar en términos de posacuerdo. Lo cierto es que la historia enseña que toda guerra sin vencedores ni vencidos termina en una mesa de negociación y que Colombia merece que la suya cese. La memoria será la clave para que nadie olvide lo que no debe repetir.

¿Cómo se va a desmontar un ciclo de cuatro décadas o más bajo el influjo del narcotráfico y sus múltiples secuelas? ¿Qué va a suceder con los grupos armados organizados, como se denomina hoy a las bandas criminales que ocupan territorios para sus ejércitos impunes? ¿Algún día se podrá afianzar una mesa de negociación con el ELN? Hay más interrogantes que respuestas y muchas más dudas que certezas. Pero es el desafío de una sociedad que tiene hoy la oportunidad histórica de cerrar uno de sus capítulos más difíciles y cruentos: el de la guerra entre el Estado, sus Fuerzas Armadas y las FARC, que se acerca a su fin. ¿Será posible pasar esta larga página y empezar a cambiar el rumbo de la historia? Cuando crezca una generación que no tenga que referir testimonios de víctimas, se podrá decir que la paz germinó y que el país aprendió las lecciones de no escuchar, no admitir, o de excluir en una nación que pertenece a todos sus hijos.

La Constituyente,

V