Alicia León lleva en su bicicleta color aguamarina los hilos, las agujas, el pan, la leche y la papaya para compartir. También el papel carbón, las telas blancas, las fotografías de familiares desaparecidos de sus compañeras que luego serán bordadas, la colchoneta para el yoga, a veces las galerías que exponen en los eventos de conmemoración y los materiales de las obras de teatro. Todo cabe en su bicicleta, sobre todo la esperanza.
En la canasta de adelante, en la parrilla de atrás, en el manubrio. Se toma 20 minutos desde su casa hasta el Parque de la Llanura de la Memoria Histórica de Villavicencio, donde se encuentra el jardín sagrado; luego a la casa de su madre; a la casa de alguna de sus compañeras; a donde tenga que ir, en dos ruedas y sin sentirse encartada.
Es la secretaria general y una de las lideresas del Grupo Ampliado de Memoria y de Teatro El Tente. Nació como agrupación de mujeres buscadoras de personas dadas por desaparecidas, de las escuelas de memoria del Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado —Movice— Capítulo Meta. Montaron su primera obra denominada Anunciando la ausencia, producto de estas escuelas, y la primera presentación fue en el 2013. Desde 2017 se constituyeron formalmente como organización de víctimas, practican yoga, bordado y manualidades, y preservan un jardín sagrado donde recuerdan a sus seres queridos.
¿Dónde están?: pregunta en presente con miras hacia el futuro
En septiembre, en el marco del Festival MandaLaVida, organizado por la ONG Otra Escuela, El Tente presentó su nueva obra de teatro titulada ¿Dónde están? Allí el público no solo fue espectador, sino también participante. El tambor sonó en los momentos adecuados y en las transiciones entre escenas y cuando el silencio se prolongaba.
Gritan la pregunta constante, diaria. La puesta en escena se remite a una historia cotidiana de una mujer que por más de 15 años ha buscado a su hijo desaparecido. “No es una historia específica. La obra está compuesta por relatos de todas nosotras”, explica Alicia.
La protagonista tiene un vestido largo y negro, una manta blanca con flores rosadas que la envuelve, pelo corto. En el escenario hay margaritas de diferentes colores y fotografías de familiares que desaparecieron en el marco del conflicto armado. En una de las escenas es Año Nuevo y se muestra cómo la ausencia pesa el doble en fechas especiales.
“Ya llegó la de todos los días”: así recibe la institucionalidad a la protagonista en otra de las escenas. Esto refleja la lucha contra la burocracia que enfrentan constantemente estas mujeres. Le toca repetir a varias personas la historia de su hijo, su cédula, su fecha de desaparición, lo que demuestra una revictimización constante que la obra denuncia.
El director, Shamuel Coronado, cuenta que para la construcción de esta puesta en escena se trabajó desde la corriente del teatro del oprimido. “Tejimos nuevas narrativas, empezamos a hablar más de la memoria, de la sanación, pero, sobre todo, de los conflictos o las opresiones que ellas viven en sus diferentes entornos hoy en día siendo mujeres buscadoras”.
Entre el público asistente se encontraba Valentina Quintero, una joven de 19 años de Bogotá, que no se esperaba “que fuera tan chocante”. Para ella, esta historia refleja también a todas las personas desaparecidas en Colombia. “Me dio mucho sentimiento ver la fuerza que tienen ellas para salir y hacer una denuncia frente a lo que sienten”. Luisa Andrea Morales dice que “es el reflejo de una realidad y es interesante por quienes lo hacen porque les ayuda a transmutar. Como espectadores compartimos esos dolores que están para siempre en ellas”.
Felipe Saavedra, un joven de 24 años, se identifica con la obra porque es familiar de una persona dada por desaparecida: su abuelo. “No se puede describir, pero se siente feo, mucha tristeza, rabia”. Giovanny Patiño, del colectivo Perros Sin Raza, comenta que “hay que mantener vivo el recuerdo de los familiares que desaparecen y aparecen después en formas diferentes”.
Tal como explica Jaime Flórez, magíster en Estudios Culturales y Visuales, el teatro “puede ayudar a visibilizar distintos relatos del conflicto, a sus víctimas y victimarios, como el caso de la obra Labio de liebre, del Teatro Petra, y en esa medida sensibilizar a los públicos y contribuir a crear una mayor conciencia sobre esta problemática”.
Luego de la obra de teatro se presentó el grupo musical Memoria Sonora para la Paz, proveniente de los municipios de Buenos Aires y Suárez, Cauca. Esto hizo que las mujeres de El Tente celebraran el éxito de su obra con el baile y las canciones que hablan sobre paz en el territorio. “Más que las personas lloren, lo que nosotras queremos es contar nuestras historias y generar reflexión”, manifiesta Alicia.
Jardín sagrado de la memoria
Las mujeres de El Tente no solo hacen teatro. Se apropiaron de una parte del Parque de la Llanura de la Memoria Histórica de Villavicencio y allí practican yoga, hacen tertulias, recuerdan a sus familiares, toman tinto, guardan las historias de sus compañeras buscadoras que se encuentran en pueblos como Granada, Vista Hermosa, Acacías, Puerto Gaitán y tienen altares para honrar a sus familiares que no han vuelto.
Designaron un árbol para cada una y allí están escritos los nombres, fechas de nacimiento y, en algunas ocasiones, ponen fotografías, aunque a veces también desaparecen. Los ocobos, crotos, copas de oro, ramos de novia y palos de cruz guardan los recuerdos de sus familiares, tal como el árbol ginkgo biloba guarda la memoria de las víctimas de la bomba atómica de Hiroshima, en Japón, que mató más de 120.000 personas y dejó devastados 10 kilómetros cuadrados. Allí, a la primavera siguiente, floreció este árbol amarillo y desde entonces se le conoce como Hosen-Ji, el árbol de la esperanza.
“Este es un lugar sagrado”, afirma Elsa García, una de las mujeres. Ella no hace teatro, pero practica yoga, bordado y manualidades. Adoptó una niña, quien desapareció el 11 de junio de 1993, y ahora le tiene un altar. Elsa la siente, la cuida, la resguarda en las plantas que están allí y que le transmiten la energía de Xiomara, su hija desaparecida.
Este parque fue planeado como un complejo en homenaje a la memoria nacional y de los Llanos Orientales. La inversión de 10.532 millones de pesos se traduciría en un centro de documentación, biblioteca y cada pueblo del Meta tendría su espacio para que las organizaciones de víctimas expusieran sus historias. De este gran proyecto solo quedó el jardín de la memoria y un monumento con dos líneas cronológicas: por un lado, con fondo negro, se encuentran los hechos victimizantes desde los comienzos del conflicto en los sesenta y por el otro lado, con fondo blanco y ya desgastado por el paso del tiempo, con algunas letras caídas, se encuentran los hitos de construcción de paz.
El departamento del Meta, con sus imponentes ríos y sus diferentes ecosistemas, como el piedemonte tropical húmedo y los llanos infinitos, es un territorio estratégico. Aquí está ubicado el ombligo del país y se conectan la zona Andina, la capital, el oriente y el sur. En la investigación ‘Desaparición forzada y trauma social: análisis del daño desde las voces de familiares víctimas en el municipio de Uribe-Meta’, las autoras Alba Cruz, Karol Cubillos y Laura Urrego afirman que la historia de esta región “se puede resumir en contextos de inequidad territorial, con impactos sociales y económicos, situaciones que evidencian la limitada presencia del Estado”.
Las investigadoras también reconocen el Meta como una región donde la desaparición forzada se constituyó como “un mecanismo perverso porque impide que los familiares sepan dónde están sus hijos, hijas, padres o madres, negándoles incluso la posibilidad de que sus captores informen a las familias de su muerte”.
Según la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas, una institución que nació de los acuerdos de paz de 2016, el universo total de desaparecidos en el Meta es de 8.466 en el marco del conflicto armado. Se han presentado 2.926 solicitudes por personas que residen en el departamento para la búsqueda y 3.214 solicitudes debido a la desaparición en jurisdicción del departamento (estos valores no son excluyentes, pues es posible que una solicitud presentada por un habitante del departamento corresponda a un caso de desaparición ocurrido allí).
Este año fue aprobado en el Congreso la Ley 2364, que les otorga especial protección a las mujeres buscadoras y establece el 23 de octubre el Día Nacional de Reconocimiento a las Mujeres y Personas que Buscan a Víctimas de Desaparición Forzada. Se les debe asegurar condiciones y garantías para recibir atención psicosocial, participar en políticas de paz y acceso a servicios de salud, educación y seguridad social. Sin embargo, ellas siguen luchando por la verdad, la justicia y la no repetición.
Yoga como ejercicio sanador y terapéutico
En la temporada seca, las mujeres de El Tente llegan al jardín de la memoria con tarritos de agua para echarles a las plantas que sembraron. Allí se encuentran los martes, jueves y sábados al amanecer para practicar yoga. Se trata de una actividad para la conexión consigo mismas y con sus cuerpos. Saludan al sol, a la vida y al universo. Esta iniciativa empezó con el apoyo de Iris, la hija de Alicia. Antes de cada presentación de las obras de teatro, ella realizaba terapia con las mujeres. Luego decidieron seguir con el yoga terapéutico en el jardín de la memoria.
Luz Marina Abaunza es una de las mujeres participantes. Morena, pecosa, de pelo corto y blanco, con aretes de mariposas pequeñas y doradas, habla pasito y despacio. Su hijo, Yeisson Julián García, desapareció el 7 de enero del 2000. Decidió buscarlo por su cuenta hasta que escuchó la noticia de que había cuerpos sin reconocer en el Cementerio Central de Villavicencio. “¿Qué tal que entre esos NN esté mi hijo?”, pensó.
Fue a Medicina Legal, le hicieron la prueba de ADN y a los seis meses salió la respuesta de que había aparecido su hijo en Puerto López, Meta. Le entregaron el cuerpo en 2012, pero no recibió verdad, justicia ni reparación. “A una le queda la duda de quién lo mató y por qué”. Estuvo en Justicia y Paz cuando se desmovilizaron los grupos paramilitares, pero ninguno de los comparecientes identificó a su hijo.
“Él salió muy a las seis de la mañana de la casa por una llamada que recibió en la que le ofrecieron un trabajo y nunca volvió”, recuerda Luz Marina. Al mes de este suceso, la llamaron y le dijeron “no se preocupe, su hijo está bien, en zona guerrillera” y le colgaron. La necropsia arrojó que lo torturaron y asesinaron el mismo día que desapareció.
Una de las últimas posiciones de la sesión de yoga fue la de lateral fetal. “Volvamos al vientre, al oriente, conectemos con nuestra niña interior”, indica Iris, mientras suena la canción Plegaria para un niño dormido, de Almendra, banda argentina de los setenta.
Plegaria para el sueño del niño
Donde el mundo es un chocolatín
¿A dónde vas?
Mil niños dormidos que no están…
Cuando Luz Marina empezó a asistir a los encuentros con las mujeres de El Tente “era una persona muy triste, no quería nada con nada”. Ahora, el yoga y las demás actividades, como el teatro y las manualidades con porcelanicrón y el bordado, “sirven muchísimo, no para olvidar, pero sí para sanar y conocer a otras personas que también han pasado por lo mismo”.
Bordar los hilos de los recuerdos
Sandra Arenas, profesora e investigadora en temas relacionados con la construcción, los lugares y las instituciones de la memoria, cuenta que “cuando las personas se vinculan a una organización, crean un grupo, colectivo o red, buscan inicialmente a pares que hayan vivido su experiencia y la comprendan”.
Esto es importante debido a las implicaciones que tiene la desaparición forzada: en primer lugar, se encuentra lo que en psicoanálisis se denomina como ‘el desmentido’, que quiere decir que socialmente la historia de la desaparición no es creída. Por eso es que las mujeres buscan “juntarse con otras que han vivido esa experiencia para unirse a alguien como un igual que puede comprender lo que se siente, lo que se vive, lo que se sufre, todo el padecimiento que implica la desaparición”.
Aunque Carmen Rincón no tiene familiares que hayan desaparecido, sí tiene amigas y amigos víctimas. La que más recuerda es a su vecina de la infancia Sandra Sanabria. Vivían una al lado de la otra y el hermano de Sandra, entre 1995 o 1996, teniendo 13 años, desapareció. Primero murió la madre y, en 2006, sin todavía recibir verdad, justicia, reparación o alguna razón, Sandra murió de cáncer. “Nunca lo encontraron, nadie supo dar razón. A ella le dijeron que fuera a poner la denuncia, iba seguido a Bogotá, duraba una semana, se presentaba, llevaba papeles. La mamá se concentró en orar, hacía cadenas de oración, ayunos, todas esas cosas. En esa familia nadie siguió buscando”, recuerda Carmen. Ella sigue rememorando la historia de su amiga y vecina, por eso asiste a las sesiones de bordado. Insiste en que “es importante porque tenemos la memoria en las manos. Así a uno no se le olvidan las cosas y siempre recordamos a esas personas desaparecidas”.
Las sesiones de bordado a veces se realizan en la casa de la madre de Alicia. Allí, junto a plantas como jade, malamadre, rosas, coronas de espinas, lenguas de suegra, orégano, dólar y palmeras chiquitas, comparten masato, una bebida fermentada tradicional de los Llanos.
El calor arrecia contra los techos de zinc de los barrios de Villavicencio mientras las mujeres invocan a sus familiares. El cielo despejado, teñido de azul. “Ellos están aquí, con nosotras, compartiendo este espacio”, dice Alicia antes de empezar la sesión. La tía de Alicia, Custodia Ramos, trabajó en el Hospital Regional de Villavicencio toda su vida. Murió hace dos años buscando a su hijo Alberto Orjuela Ramos. Mientras los recuerdos danzan en el sopor de la tarde, puntada tras puntada, suena a lo lejos, en cualquier esquina, Mambo rock, una alegre melodía de salsa.
Alicia, en esta sesión de bordado, está vestida de negro, pendiente de las fotos que se iban a bordar, del compartir y de la asistencia de sus compañeras. Para esta antigua profesora de educación física y empleada del desaparecido Seguro Social, hoy la vida consiste en cuidar de su madre durante un mes mientras su hermana viaja.
Cuando era joven participaba en los grupos artísticos y teatrales de la época. Conoció a su esposo en la Juventud Comunista ―JUCO―. En ese entonces vio la obra Guadalupe años sin cuenta, que recuerda a las guerrillas liberales de los Llanos, y quedó enamorada del teatro que construye memoria. Como antigua sindicalista que fue, nunca abandonó el activismo, siempre ha estado abierta al diálogo y a la concertación con otras mujeres de otras corrientes políticas, sin dejarse separar por las diferencias. Algunas de sus compañeras, en su mayoría, son víctimas del paramilitarismo, pero también hay víctimas de grupos guerrilleros y del Estado.
El perro color café, mediano, sale de vez en cuando a echar un vistazo a la calle y a las plantas. La madre de Alicia, con el pocillo rojo en la mano y el asiento del tinto, tiene un ojo blanco invadido por las tinieblas. También trabajó en el Seguro Social y duró muchos años soñando con su sobrino Alberto Orjuela, desaparecido el 4 de junio de 1986 en Bogotá.
Tejiendo la memoria colectiva
Ejercitar la memoria trae beneficios para la salud individual y colectiva. En el libro Memorias: conceptos, relatos y experiencias compartidas, editado por Patricia Nieto para Hacemos Memoria, se expone que “los individuos, unos a otros, se acompañan en los ejercicios de memoria sobre el territorio y los seres que lo habitan (…) Una sana memoria colectiva ayuda a valorar el territorio como un tejido de seres en mutua interdependencia y lo dota de sentido para la existencia”.
La juntanza se constituye para estas mujeres como un motor, un alivio, como una posibilidad de transitar y trasegar las adversidades. Se acompañan en la búsqueda, en los trámites frente a la institucionalidad que no encuentra, en las demandas de justicia. Se construye, de esta forma, una “comunidad afectiva”, cuenta Sandra Arenas. “Estas mujeres que vivieron la misma experiencia y que comprenden lo que la otra vive se transforman a su vez en amigas, en cómplices. Se va construyendo una comunidad afectiva basada en un elemento común que es la desaparición forzada de un familiar, pero también basado en el compañerismo, en el colegaje”.
Elsa confirma esta teoría cuando afirma, después de una sesión de yoga, que todas son “una fraternidad”. Sandra Arenas explica que es en ese momento de la construcción de lazos afectivos en el que se pasa de lo que el teórico Tzvetan Todorov denomina memorias literales a las memorias ejemplares o compartidas: la historia de una es similar a la historia de la otra.
Al igual que sucede con las mujeres de El Tente, otras mujeres buscadoras en el país realizan procesos afines. Por ejemplo, la Fundación Yovany Quevedo Lazos de Vida, de Casanare, conformada por mujeres buscadoras, lleva más de 25 años de existencia y han realizado galerías fotográficas, campañas y puestas en escena. Lyda Quevedo cuenta que estas actividades las denominan “arte como instrumento para la reconstrucción social” y recuerda de manera especial tres puestas en escena que realizaron en diciembre del año pasado en el municipio de Paz de Ariporo.
La Asociación Caminos de Esperanza Madres de La Candelaria también es otro ejemplo de mujeres buscadoras que hacen teatro. Por medio de esta expresión artística, según el investigador Jhon Ferney Arboleda en el artículo de investigación ‘Volver a nombrarte: un gesto poético-político con las madres de La Candelaria’ ponen “en evidencia la necesidad y la fuerte voluntad de seguir construyendo memoria y persistir en la elaboración de sus duelos, proponiendo acciones que contribuyan a la labor de búsqueda de personas dadas por desaparecidas y aportar a sus procesos de sanación simbólica”.
También las Madres de Soacha, reconocidas por exigir verdad y justicia en casos de ejecuciones extrajudiciales, han hecho teatro. La Asociación de Mujeres Buscadoras del Caquetá, por medio de su obra Buscadoras de paz, demuestran la búsqueda constante por la verdad sobre sus familiares desaparecidos y desaparecidas en el marco del conflicto armado. En el Guaviare, las mujeres buscadoras incluso tienen su propio himno. Por su parte, las madres buscadoras de Trujillo, Valle del Cauca, fueron la inspiración de la obra de teatro documental El deber de Fenster, que recrea pasajes de la masacre en el municipio a orillas del río Cauca.
Por medio del teatro y otras manifestaciones artísticas, muchos otros grupos de mujeres a lo largo del país y del continente se han juntado para sanar y mostrarles a las demás personas la adversidad constante en sus vidas, a la par de que construyen la memoria de quienes sufrieron desaparición forzada, con el objetivo de que no queden en el olvido. Como dice Alicia, juntarse les “trae tranquilidad, paz, sanación. No olvidamos a nuestros familiares”.