Ilustración: Wil Huertas Casallas (@uuily).
Por: Juan Manuel Flórez Arias, de Mutante, con apoyo de La Liga Contra el Silencio.
Mary Esther Sotomayor era una niña que no pensaba en la luz. A los 10 años dejó su casa con alumbrado eléctrico en Tolú, Sucre, y se fue a vivir con su familia a una isla llamada Panda, un punto de paso de pescadores con ranchos improvisados en el que los días terminaban con el último rayo de sol.
La noche era un tiempo desconocido. A las seis de la tarde, cuando la claridad comenzaba a ceder, las dos familias que habitaban la isla —la de Mary Esther y la de otro pescador— se reunían en sus ranchos y se preparaban para dormir. Sus únicos recuerdos de la noche siendo niña son esas primeras horas, cuando comían en torno a un fuego encendido con fósforos y palos, tan pequeño que no alcanzaba a verse fuera del rancho.
“El cuerpo humano es de costumbres y el mío se acostumbró a eso. Era feliz en la isla en la noche, alumbrándonos con fósforos o mechones. Pero ahora me acostumbré a la luz y cuando no la tengo en la noche, me ahogo por el calor sin un ventilador”, recuerda.
Hoy tiene 54 años y ha pasado casi toda su vida en islas no conectadas al sistema eléctrico. En isla Múcura, donde vive desde los 13 años, conoció primero la televisión que los interruptores de luz: las lanchas de comerciantes llevaban televisores pequeños a blanco y negro que funcionaban con baterías.
A Mary Esther le encantaba Topacio, la telenovela venezolana de los ochenta, cuya protagonista era una joven ciega de una familia pobre. Después de cada episodio, apagaba el televisor para conservar la batería. Pero eventualmente esta se descargaba. Entonces debía embarcarla en lanchas para que se cargara en Tolú. Durante días, esperaba sin saber cómo seguía la historia y si se revelaba el gran secreto de la trama: Topacio era la hija de una familia rica y había sido cambiada al nacer. Cuando regresaban las lanchas y el televisor volvía a encenderse, Mary Esther completaba con su imaginación las partes de la telenovela que no había llegado a ver.
Vivir sin luz permanente es un intento constante por rellenar las partes que faltan. El propio mapa de la energía en Colombia está lleno de parches oscuros que indican que el 53 % del territorio son zonas no interconectadas. Es decir, más de la mitad del área total del país está por fuera del entramado de antenas, transformadores y cables creado desde los años sesenta para garantizar que cada vez que alguien en una zona conectada encienda un interruptor reciba luz.
“Es como una colmena de abejas en las que cada una pone todos los días su ventana de miel. Si alguna se llega a enfermar, habrá otra abeja que ponga esa ventana. La colmena y las abejas nunca paran”, se lee en un documento de la empresa Celsia que explica el sistema interconectado.
Isla Múcura y el resto de islas del archipiélago de San Bernardo están fuera de esa promesa de luz infinita. Como en la mayoría de las zonas no interconectadas, viven una forma de escasez poco visible: la pobreza energética; es decir, la incapacidad de una comunidad para tener el servicio de energía que necesita. No hay mediciones públicas precisas, pero un estudio privado de 2023 encontró que 768.000 colombianos no cuentan con este servicio público en ningún momento del día y 5,9 millones tienen luz por horas y con recortes.
Durante años, la única forma de luz en estos lugares ha sido el fuego. En las islas usaban mechones de trapo encendidos con gasolina en empaques de conservas o leche en polvo. Eran como linternas de lata. Una en cada habitación y otra en el centro de la casa. “Moverse en la noche era como andar en un laberinto”.
También era vivir con el riesgo de un tropiezo que propagara el fuego. En Santa Cruz del Islote, la isla vecina de Múcura, un mechón fue el origen de un incendio hace cincuenta años del que todos allí han escuchado alguna vez. La brisa del mar alimentó las llamas y las hizo saltar de un techo de palma a otro en unos minutos, bajo la mirada aterrada del niño Freddy de Hoyos Berrick, hoy de 62 años.
Freddy corrió por los pasadizos estrechos del Islote en busca de las monjas que estaban allí de visita, esquivando a sus vecinos que se apuraban a huir en sus lanchas. Tomó del hábito a la primera monja que encontró y le pidió que apagara el fuego. “Yo creía que ellas eran Papá Dios”.
Solo quedó una casa en pie. Pero los habitantes volvieron a levantar el pueblo con la misma tenacidad con la que, cien años antes, se inventaron una isla en medio del mar. Santa Cruz del Islote es una isla artificial: una hectárea de tierra ganada con piedra, coral y concreto en una zona baja del mar, en la que no hay un solo árbol. Es considerada la isla más densamente poblada del mundo, con unos 800 habitantes, según un censo local. Se ha mantenido por la voluntad profunda de sus habitantes de vivir en medio del océano. La misma voluntad que, años después, los hizo intentar embarcar en lanchas su propia energía.
Cuando el sol iluminó la noche
Luego del incendio, llegaron las primeras plantas eléctricas que funcionaban con gasolina o ACPM, pero solo podían pagarlas los más adinerados: el combustible y cualquier reparación estaban a hora y media en lancha hasta Tolú, con los costos que eso implica. A cambio brindaban una luz que no se había conocido allí, sin las penumbras de los mechones y las velas, que convertía las casas de los pocos dueños en plazas públicas involuntarias: puntos de reunión de los isleños cada noche.
En Múcura solo había plantas privadas. En el Islote, en cambio, empezó a funcionar desde 1999 una planta comunitaria que entregó el entonces presidente Andrés Pastrana, con la que tenían tres horas de energía en la noche.
La planta era administrada por una habitante del Islote, Rocío Barrios, quien durante su vida ha acumulado vocaciones inexistentes en las islas. Ha sido enfermera, aunque le tiene miedo a la sangre; guardia de convivencia, para solucionar los conflictos que surgían en una comunidad sin estación de policía; y hace 17 años, después de un daño grave en la planta de ACPM que los dejó sin luz varios días, asumió la administración de la energía en el Islote.
Fue ella la que instauró una acción popular en 2012 para reclamarle al Estado llevar a las islas derechos básicos como agua, salud y energía. Eso las puso en la agenda del Instituto de Planificación de Soluciones Energéticas (IPSE), la entidad del Ministerio de Minas encargada de implementar proyectos en zonas no interconectadas. Un año después, durante el primer gobierno de Juan Manuel Santos, el IPSE le presentó a Rocío y a los líderes de otras dos islas del archipiélago, Múcura e Isla Fuerte, una solución: iluminarlas con la luz del sol.
Instalarían un sistema de paneles solares para cada isla, combinado con plantas eléctricas a base de diésel. La idea era que los paneles suministraran la energía en la mañana y una franja de la noche, unas 19 horas, y las plantas eléctricas el resto de horas hasta el amanecer. Juntos, ofrecían por primera vez un día completo de energía. “Podrán purificar el agua, poner en marcha proyectos productivos, almacenar pescado y otras labores”, dijo el entonces director del IPSE, Carlos Eduardo Neira, cuando anunció el proyecto en octubre de 2013.
La promesa era una energía que no necesitaba cruzar el mar y caía del cielo con los rayos del sol: en las islas lo vieron como un milagro imposible. “Primero muerto yo, antes de ver eso”, solía decir el tío de Rocío Barrios. La noche en la que el pueblo se iluminó por primera vez con el sistema del IPSE, los vecinos vieron a Rocío correr por los callejones intrincados, muerta de la risa, y su grito que resonaba en todo el Islote: “¡Tío, no te mueras!”.
A Mary Esther Sotomayor no le bastó con quedarse en Múcura contemplando los postes del alumbrado público, ni las casas brillantes de las que salían vecinos aplaudiendo. Tomó una lancha y se embarcó en medio de la noche para contemplar desde lejos toda la isla iluminada. Había visto cientos de veces la imagen panorámica de Múcura desde el mar. Pero no conocía ese tejido de puntos resplandecientes en el que se había convertido su isla por obra de la luz. En tierra firme, los habitantes del pueblo más cercano, Rincón del Mar, se sorprendieron durante las primeras noches al ver la claridad en el horizonte.
Mary Esther Sotomayor sintió como si se ampliara el día: el sueño la encontraba cerca de la medianoche, arrullada por el sonido de un televisor encendido sin un límite de batería.
Los electrodomésticos empezaron a llegar por decenas. Los isleños volvían de cada viaje a tierra firme con ventiladores, licuadoras, televisores de 48 pulgadas, radios eléctricas, bafles, planchas para el pelo; decenas de artefactos para iluminar, ventilar, amplificar, enfriar y calentar: todas las formas en las que podían probar el milagro de la energía. Antes de la instalación del sistema del IPSE, en Santa Cruz del Islote había solo cuatro neveras y seis congeladores. Hoy las neveras suman 78 y los congeladores son más de 100.
Pero el milagro de los paneles solares no era infinito. Daniel Medina, el ingeniero que hizo los diseños del sistema para las islas, y que ha trabajado con proyectos similares del IPSE en otros lugares de Colombia, recuerda que una vez le preguntaron cuánta energía consume un usuario en una zona no interconectada. Él se rió y respondió: “Toda la que le pongan”.
La forma de evitarlo es regular. En las islas esa responsabilidad fue de las cooperativas comunitarias que recibieron la infraestructura instalada por el IPSE. Rocío Barrios era la presidenta de la cooperativa de Santa Cruz del Islote y se pasó los primeros meses desde la llegada de la luz yendo de casa en casa tratando de contener el colapso.
En cada visita comprobaba todas las formas en las que se les escapaba la energía: dos congeladores para una misma casa, bombillos sin interruptores que pasaban la noche encendidos, cables unidos con bolsas. Rocío aconsejaba, ofrecía opciones. Cuando no funcionaba trataba de asustarlos: “Esos paneles y esa planta son muy grandes. Si no se manejan bien son peligrosos. Arreglen esos cables o alguien puede salir electrocutado”.
Apenas la escuchaban. Se habían organizado para exigirle energía al Estado, pero no podían operar un sistema que no entendían.
Una investigación de la Universidad Politécnica de Madrid, contratada por el propio IPSE, concluyó que la preparación que esa entidad dio a los líderes de las islas fue insuficiente. “La capacitación se realiza usualmente en una jornada. Se ha comprobado que este periodo tan limitado no es suficiente para la comprensión del sistema”, dice el texto publicado en 2020.
Antes de que llegaran a comprenderlo, el sistema comenzó a fallar. Primero fueron las baterías, que perdieron la capacidad de guardar la energía del sol. Daniel Medina explica que las baterías de plomo ácido como las instaladas allí están diseñadas para conservar siempre un porcentaje de lo que recogen. “Son como un tanque de agua que no puede vaciarse completamente. Si eso pasa, pierden años de vida”. En los primeros años, se llenaron y se vaciaron completamente tan seguido que pronto las 19 horas de energía que podían proveer los paneles se volvieron 12, luego 8, luego 5, luego 4.
En las islas sintieron como si les hubieran recortado los días. Las casas se volvieron museos de electrodomésticos apagados y los congeladores piscinas de agua tibia que no alcanzaba a enfriar cuando prendían la planta eléctrica en las noches. Llegó al punto en el que muchos apenas recordaban los paneles que seguían allí apuntando al sol.
Fue entonces cuando un desconocido desembarcó en las islas.
Los aventureros de la energía
Pedro Antero Rhenals, profesor de educación física en Lorica, Córdoba, llegó a Santa Cruz del Islote en mayo de 2021 y se ofreció a administrar la energía. Tres años antes, junto a su esposa Dalia Páez, había fundado la empresa Soling del Sinú con un capital de 10 millones de pesos y un objeto social tan amplio que le permitía, al mismo tiempo, “la gestión, venta e instalación de energía eléctrica” y “la construcción de todo tipo de edificios residenciales”.
Al final, Pedro y Dalia se decidieron por la energía. “En esa época estábamos buscando a ver en qué emprendíamos y nada salía. Yo soy una mujer muy creyente y dije: ‘Dios, que venga el negocio que tú quieras’. Y ahí me enteré de la energía solar. Algunos se burlaban de mí porque no soy ingeniera. Pero para eso contratamos ingenieros”, cuenta Dalia Páez, técnica en administración y quien hoy es la representante legal de Soling del Sinú.
Al principio ofrecieron el servicio de decoración de empresas con lámparas solares y reflectores de colores e instalaron paneles fotovoltaicos individuales en fincas de Córdoba y Sucre. El siguiente paso fue ponerse en el radar del IPSE. “Yo me visionaba llevando plantas solares a las islas y buscando proyectos con el ministerio. Pero para eso teníamos que prestar servicio en una comunidad sin energía”, recuerda Dalia.
Como exploradores que marcan sus objetivos en un mapa, Dalia y su esposo llegaron a Arenal, en el sur de Bolívar, y hablaron con el alcalde para administrar los paneles instalados en algunas casas del municipio. Después de conseguirlo, la siguiente meta era Santa Cruz del Islote. Rocío Barrios, sobrepasada por las rondas de consejos y advertencias inútiles por las casas de sus vecinos, aceptó la propuesta ambiciosa de Pedro y Dalia. Ellos nunca habían administrado un sistema centralizado de paneles ni una planta de las dimensiones del Islote. “Yo me fui de loca para allá. Dios me ha ido abriendo las puertas del camino”, dice.
Pocos en el Islote se enteraron. La mayoría, de hecho, ni siquiera había llegado a entender lo que era el IPSE, ni que era parte del gobierno. Vieron desembarcar primero a los funcionarios estatales y luego a los esposos de Lorica con los mismos ojos con los que antes habían visto a los contrabandistas que les vendían televisores: viajeros que se detenían en ese punto del mar para ofrecerles algo que, de otra forma, no podían tener.
Cuando el IPSE regresó al Islote en octubre de 2021, durante el gobierno de Iván Duque, encontró a un profesor de educación física y a su esposa a cargo del sistema de energía. Con algunas inversiones propias, Soling del Sinú había aumentado de tres a ocho las horas de energía en Santa Cruz del Islote. Pedro y Dalia tenían el apoyo de algunos en la comunidad y su objetivo era ampliar el alcance de Soling del Sinú para administrar los sistemas de las tres islas.
José David Insuasti, entonces director del IPSE, recuerda que vio “una empresa uniformada, con elementos limpios y una comunidad alegre”. Insuasti, que debía formalizar a través de un contrato la operación de los sistemas del IPSE, decidió no cambiar lo que parecía funcionar. En septiembre de 2022, aunque había otras empresas interesadas y con más experiencia, como Helios Energía, de Barranquilla, el gobierno entregó oficialmente la operación del sistema en las islas a Soling del Sinú por 10 años (en una segunda entrega de este reportaje, explicaremos los detalles de este proceso).
Durante un año, Soling del Sinú envió reportes al IPSE en los que señalaba su buen manejo, la satisfacción de los isleños y sus mantenimientos constantes, con menciones ocasionales al deterioro de los equipos. En agosto de 2023, en su último informe de mantenimiento sobre isla Múcura, reportó que “se realizó una inspección detallada de todas las baterías para identificar posibles problemas como fugas, daños físicos, identificando cualquier batería que presente problemas”.
Un mes después, todas las baterías estallaron.
La segunda oscuridad
Mary Esther Sotomayor sintió como si la golpearan desde abajo de la tierra. El estruendo agrietó el suelo y desmoronó el concreto debajo de la estufa de su cocina. “Dios mío, ¿dónde fue?”, pensó. Salió a la calle de tierra con la idea de que una pipeta de gas había estallado dentro de una de las casas, calculando cuántos vecinos heridos encontraría, pero lo que vio fue el humo proveniente del edificio de las de baterías y el líquido verde que escurría por los escalones bajo la puerta metálica, en cuya cabecera había instalada una placa de mármol con la inscripción: “Energía Limpia”.
Las 45 baterías del sistema solar de isla Múcura estallaron al tiempo. Los dos operarios que encendían diariamente el sistema corrieron desde esquinas distintas del pueblo pensando cada uno que el otro estaba dentro de la planta y había sido alcanzado por las esquirlas de vidrio. Se encontraron ilesos en la puerta. “Si alguno hubiera estado adentro no salía vivo”, dice Mary Esther Sotomayor.
La explosión fue el 19 de octubre de 2023 y dejó fuera de funcionamiento el sistema de paneles fotovoltaicos de isla Múcura. El sol, que durante años les había dado energía, se volvió de pronto un peso. Los niños del pueblo comenzaron a estudiar en medio del sofoco de los salones sin ventiladores y en los días más calurosos los profesores decidieron sacar los pupitres y dar clases al aire libre.
En noviembre, el IPSE verificó el daño en la isla. Le pidió a Soling del Sinú disponer los residuos y reponer los equipos. Han pasado más de 150 días desde la explosión y los restos chamuscados de las baterías siguen allí, cubiertos por cintas amarillas y rojas con el mensaje: “Peligro. No pase”. Ni públicamente, ni en la respuesta a un derecho de petición, el IPSE ha detallado la causa de la explosión.
A Dalia Páez, la representante legal de Soling del Sinú, la tomó desprevenida: “Le cuento que nos tiene sorprendidos. No fue falta de mantenimiento, siempre mandábamos el agua para la batería. Hubo un ingeniero que dijo que las baterías cumplieron su ciclo. No sé que fue. Se recalentó, se sobrecargó y explotaron”.
Hay muchas reacciones que pueden hacer estallar una batería de plomo ácido: un cortocircuito en los botones de conexión, el uso de herramientas no aisladas o la acumulación de hidrógeno en un cuarto mal ventilado. Desde agosto, Soling del Sinú había identificado que las baterías estaban en una infraestructura cerrada y con exceso de sal en el aire, pero no ofreció una solución al respecto.
Casi al mismo tiempo de la explosión en Múcura, la planta de diésel del Islote colapsó y, con el deterioro acumulado de los paneles, la isla se apagó por completo. Las noches volvieron a ser tan oscuras como en la época de los mechones. Incluso más, porque los isleños no recordaban cómo era vivir sin luz. Fue como cuando alguien baja de repente el interruptor en un cuarto iluminado: los ojos tardan en orientarse en la penumbra.
Desde entonces, Freddy de Hoyos Berrick se sienta en una silla de su cabaña al oeste del Islote y observa la puesta del sol. “Ayer se escondió un poco más a la derecha, ese rojo vergajo”. Ha sido su forma de duelo diario. El atardecer dejó de ser un trámite y se volvió el anuncio de las próximas 12 horas de oscuridad.
Durante 122 noches, incluidas la pasada Navidad y el Año Nuevo, más de 1.000 personas permanecieron sin luz ni energía en Santa Cruz del Islote. Los hostales cerraron porque los turistas dejaron de hospedarse allí y las personas apenas salían de sus casas por miedo a tropezar en los callejones oscuros. Al final del día las familias se reunían a conversar sin llegar a verse los rostros, mientras escuchaban a lo lejos el retumbar de los bafles en la isla de Tintipán, donde se alojan los turistas, iluminados por plantas privadas.
Ese suele ser el destino de los proyectos de energía en esa mitad del país no integrada al sistema eléctrico. Cuando José David Insuasti pasó por el IPSE, reportó que de las 95 empresas que prestaban servicio en las zonas no interconectadas, 87 tenían planes de mejoramiento de la Superintendencia de Servicios Públicos. Eso significa que la Contraloría encontró que incumplían con aspectos de la prestación del servicio y la Superintendencia tuvo que tomar acciones correctivas.
La promesa de las energías renovables por sí misma no cambia esa desigualdad, a pesar de los discursos políticos. “Estos paneles son un ejemplo de cómo salvarnos”, dijo el presidente Gustavo Petro el pasado 13 de febrero, en la inauguración de la granja solar más grande de Colombia, instalada en La Loma, Cesar. Petro volvió a hacer énfasis en la transición energética como una de las mayores prioridades de su gobierno. “Es urgente reemplazar toda energía fósil por energía limpia. Tiene sus bemoles técnicos, pero es el camino que tiene que tomar Colombia de manera inmediata”.
En el caso de las islas, fueron justamente esos bemoles técnicos, más la falta de supervisión y acompañamiento por parte de los funcionarios de gobiernos anteriores, los que convirtieron a los paneles en adornos aparatosos y a las baterías de isla Múcura en ruinas chamuscadas. Daniel Medina, el ingeniero que diseñó el sistema en el archipiélago, ha visto esa historia en otras zonas no interconectadas por falta de acompañamiento estatal: cuando la esperanza de la luz se cumple brevemente y luego se pierde. “Es terrible. Muchas personas han llegado a decir que es mejor que no les hubieran enseñado eso nunca”.
Rocío Barrios no es una de esas personas. Sigue creyendo en “una luz grande” que llegue hasta las islas a través del océano. “El sueño de muchos es un cable que llegue desde tierra firme por debajo del mar”, dice. Dibuja en su imaginación el recorrido de una línea submarina: de Punta e Piedra a Isla Palma, de Palma a Mangle, de Mangle a Tintipán, de Tintipán al Islote y del Islote a Múcura. “Quedaríamos conectados, con energía todo el día”, agrega con una sonrisa. El sol inmenso del mediodía se refleja en su rostro cuando abandona las ensoñaciones y vuelve a ser la mujer pragmática de siempre: “Lo mejor es poner más paneles. Aquí el sol sí es bueno. El sol nunca nos falla”.