“Lo que resuena en mi cabeza, una y otra vez, como disco rayado: Los desaparecidos se nos volvieron paisaje, la sociedad no siente empatía por estos temas porque le parece paisaje, normalizamos el crimen de la desaparición, se nos convirtió en paisaje”.
Y, bien, ¿qué entendemos por paisaje? Vivimos en un país que ha trivializado el significado de esa palabra, a tal punto que resulta frecuente escuchar a las personas referirse a él no para dar cuenta de algo importante, sino para señalar, en la mayoría de las ocasiones, algo insignificante. “Me volvió paisaje”, dicen los ignorados.
Este fenómeno ha sido una de las principales lecciones de Augustin Berque en su libro El pensamiento paisajero (2009), en el que afirma que “el paisaje no está en la mirada sobre los objetos, está en la realidad de las cosas, es decir, en la relación que establecemos con nuestro entorno” (p. 59). Esto quiere decir que cualquier panorama es susceptible de convertirse en paisaje (no solo el firmamento o la naturaleza) y que, a su vez, la impresión que este genera varía de acuerdo con quien lo contempla. Todo depende de la información que tenemos sobre los elementos que lo componen.
Indudablemente la relación con el paisaje cambia si sabemos que, años atrás, fue utilizado como un escenario de desaparición. Y ese es, quizás, el primer reto que deberá enfrentar un periodista que investigue estos temas. No se trata de dar cuenta de lo que vemos, sino de nombrar aquello que no se ve. Darse la posibilidad de percibir el paisaje, después de que sus elementos invisibles han sido nombrados implica una ruptura no solo con lo que sabemos, con nuestras creencias, también con la forma en que investigamos.
Desde los periodistas
“Ustedes van a pensar que estoy loca”, fueron sus palabras, en medio del consejo de redacción que habitualmente desarrollamos para encaminar las investigaciones, “pero mientras entrevistaba a la familia de Jaime, comencé a sentir que él estaba ahí”.
El valor del testimonio de Milena Gómez, periodista, trasciende el terreno de lo anecdótico (también el de la locura). Durante su investigación, ella se había dedicado a recopilar el mayor volumen de información posible sobre la vida de Jaime: su gusto por el teatro y la danza, el grupo de la iglesia del que hacía parte llamado Siglo 21 (del que alcanzó a ser presidente), los zapatos que compró un mes antes del crimen (ahorrando la mesada), su vocación de servicio hacia los más jóvenes, etc.
Esta evidencia, antes imperceptible para Milena, pues había centrado su atención en la reconstrucción judicial del crimen, le permitió volver, como había hecho en muchas oportunidades, a la casa de los padres de Jaime, pero esta vez, sintiendo el peso de su ausencia, reconociendo la dimensión de la pérdida. Quien antes había sido un caso más de desaparición, ahora se convertía en un ser humano con el que sentía que podía, incluso, relacionarse en el presente.
Fue tan intensa la impresión que acompañó a Milena durante la entrevista a la familia de Jaime que se vio obligada a manifestar lo que estaba sintiendo en ese momento a sus entrevistados. Sorpresivamente la madre le aseguró vivir lo mismo todos los días en la espera de una noticia de su hijo. Sentía, también, su presencia en la ausencia.
Pienso que los periodistas nos hemos formado y acostumbrado a dialogar con lo visible, es una consecuencia de nuestro afán por contar historias, seguir el rastro, ser incisivos. Es frecuente, sin embargo, nuestra escasa capacidad de empatía con el dolor ajeno. En la medida que resulta invisible a nuestros ojos, no lo comprendemos.
Este es un segundo reto que el periodista que trate el tema de la desaparición deberá sortear, entender que el valor de la historia no se desprende de la crueldad del crimen o de volver a preguntar a la familia las circunstancias de la desaparición; al menos por algunas horas podemos cambiar de lentes para dar cuenta de la pérdida.
La familia extraña a un ser humano ausente con una vida que no se define exclusivamente por la crueldad y sevicia de los perpetradores, ni por los detalles del día en que desapareció. El desaparecido no eligió su destino, fue suprimido por otros del paisaje de la vida. No está muerto, está ausente. Permanece vivo en la memoria de sus seres queridos. Ellos mantienen su habitación intacta, sus juguetes a salvo, sus deudas, sus anotaciones, sus cuadernos, su ropa, en fin, lo esperan. Pero lo esperan como se lo llevaron, no en un ataúd, no en una fosa común, no en cenizas.
El silencio como sinónimo de miedo
¿Se puede escuchar al ausente? El caso más representativo que he investigado en torno al crimen de la desaparición está plasmado en mi libro Me hablarás del fuego, los hornos de la infamia (2015), que da cuenta de los hornos crematorios del Bloque Catatumbo donde, en un periodo de dos años, los paramilitares redujeron a cenizas a más de 560 seres humanos que previamente fueron torturados y asesinados a pocos kilómetros de Cúcuta, cerca de la sede del Grupo de Caballería Mecanizado No. 5 Maza y de las tropas del Batallón de contraguerrilla ‘Héroes de Saraguro’, según sentencias proferidas en la ley de Justicia y Paz.
Una de las principales dificultades que se me presentaron durante la investigación tuvo que ver con la ausencia de garantías que deben soportar los familiares después del crimen. Con más frecuencia de la que esperamos, aquellos que se esfuerzan en esclarecer la suerte de sus ausentes terminan siendo amenazados, perseguidos e incluso asesinados por los mismos actores responsables de su pérdida.
En el caso de Norte de Santander, una constante que acompañó el proceso de documentación del libro fue la presencia de actores armados interesados en acallar la verdad. Las consecuencias de estas presiones son fáciles de diagnosticar, pero difíciles de tramitar en una investigación: silencio, nadie quiere hablar, dar testimonio significa arriesgar la vida.
¿Cómo puede preguntarse eso sin ofender?
Para esa reportería escuché atentamente el caso de varias víctimas de desaparición que desconocían el paradero de sus seres queridos y cuyo crimen coincidía temporal y geográficamente con la construcción de los hornos de los paramilitares. Pero no había certeza. Al explicarles que mi presencia respondía al interés de documentar los casos de personas que pudieron haber sido incineradas, el libreto que había creado con tanto cuidado se rompió, los nervios me jugaron una terrible pasada. ¿Cómo puede preguntarse eso sin ofender?, ¿cómo puede elegirse una historia de vida sobre otra? No sé si obré bien, pero preferí quedarme callado. No me arrepiento porque aprendí una importante lección: cada desaparecido es igual de importante. Me acosté con la determinación de que escucharía todas las historias que los familiares quisieran contarme. El filtro sería la escucha, porque hay cosas tan terribles, cosas que lastiman tanto, tan dolorosas, que no pueden volver a decirse, mucho menos preguntarse así no más.
¿Pueden hablar los desaparecidos?
Hablan a través de sus acciones, a través de un cajón de máquina de coser con su nombre, de los zapatos usados por sus nietos, del testimonio de los amigos, de sus compañeros, de sus parejas. Un primer nivel de contacto con la vida de los ausentes tiene que ver con la evidencia material de su paso por la tierra. Esos objetos con los que mantuvieron una relación profunda y que sus familiares guardan con el fin de soportar la espera de su búsqueda (camisas, fotos, libretas, etc.). En los familiares de los desaparecidos el recuerdo está también asociado a los lugares donde pusieron el pie sus seres queridos, que marcan un límite y una barrera simbólica de su experiencia dentro y fuera del mundo, no en vano el escritor norteamericano Joseph Campbell (2015) asegura que “la gente reclama la tierra creando lugares sagrados” (p. 131).
¿Pueden hablar los desaparecidos? A primera vista la posibilidad de la comunicación está rota. No así el poder discursivo de sus acciones, de su comportamiento. Esto pasa porque hablan de otra forma: desde su rastro. Es importante dar un salto a los “zapatos” de los ausentes para contar su historia, los lugares que frecuentaron, sus gustos, sus odios, sus pertenencias. Pueden volver a través de la narración porque sus huellas están frescas. La vida florece alrededor de su ausencia.
Romper estereotipos
Con el pasar de los años he ido desarrollando una profunda aversión, no a las víctimas, sino a los efectos negativos que se desprenden de catalogarlas como “los pobres” del conflicto, los que “ya no pueden ver por sí mismos”, “los desvalidos”. Lo grave de esa dinámica es que la reiteración de la palabra implica también la reafirmación y construcción de otro sujeto: el victimario. Siento que en las salas de redacción solo hay espacio para noticias con dos dimensiones: lo bueno y lo malo, sin matices. Es como si los medios de comunicación necesitaran victimarios capaces de devorar a su propia madre y, en contraposición, solo ofrecieran espacios editoriales a víctimas que habrían podido ser canonizadas al día siguiente de su desaparición. O si no, no encuentran historia qué publicar.
No existen tales sujetos. Ni el que ejerce la maldad como vocación de vida, ni el que padece el sufrimiento como mártir. Existen seres humanos. Me atrevería a decir que los relatos sobre desaparición que se construyen desde la base de los dualismos del bien y del mal terminan frustrando nuestra intención de comunicar. Los periodistas sentimos que solo podemos contar historias de desaparecidos que fueron ejemplares. Y si no lo fueron, hacerlos aparecer así. En un país donde es usual que la gente justifique cualquier castigo contra personas de cierta militancia política o que pertenezcan a un grupo armado, esta restricción es aún más rígida.
Es importante recordar que el trabajo del periodista no consiste en construir un discurso heroico del ausente, sino en representar su esencia de la manera más completa posible; lo anterior supone dar cuenta de la complejidad de su ser, por incómodo o gratificante que esto resulte. En palabras del filósofo francés Jacques Rancière (1996), el ausente tiene el nombre de un paria. Un paria no es un pobre desventurado, alguien rechazado, avergonzado o de una clase social inferior. Paria, siguiendo a Rancière, es el nombre que damos a quienes se les niega una identidad. El desaparecido es un nombre incompleto que se resiste a ser rotulado, alguien que no pertenece porque no está muerto ni vivo ante los ojos de la ley y sus seres queridos, que no pertenece al espacio, que está en entremedio -in between-.
*Fragmentos extraídos del capítulo cuatro <<Ausencia>> de autoría de Javier Osuna en la publicación CdR Pistas para investigar la desaparición y búsqueda de personas – diálogos con la ausencia.
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