Foto: Carlos Mayorga.
Junto al río Guayabero, al sur del Meta, en uno de los varios cuadrantes huérfanos de árboles que se observa desde el cielo, casas con techos que aún mantienen el color zinc y otras ya algo oxidadas reciben el aplastante sol del mediodía. Las tres calles de la vereda Nueva Colombia enseñan la tierra rojiza de la selva amazónica mientras la mayoría de sus habitantes se resguardan bajo alguna sombra.
Unos metros más hacia dentro de aquel fragmento del Parque Nacional Natural Sierra de La Macarena, en un predio con maleza seca, cuatro puntos se mueven uno detrás del otro. Es un grupo de niños que caminan en silencio, abriéndose paso entre cruces blancuzcas y descascaradas. Ninguno pasa de los 13 años. “Vayan por el camino, ¿no ven que hay tumbas?”, dijo Luis Ángel a los otros niños que pisaban desprevenidos el pasto. Uno detrás del otro marchaban en silencio.
Al fondo, una caja de cemento con flores naranja sobre su superficie. Con las manos encima de esa tumba, los niños cuentan que ahí descansa el cuerpo de Jhonatan Sánchez Zambrano (19 años), uno de los jóvenes que perdió la vida en el bombardeo que las Fuerzas Militares ejecutaron el 2 de marzo de 2021 en Calamar, Guaviare, contra las disidencias de las Farc, buscando acabar con Miguel Botache Santillana, alias Gentil Duarte. Solo que Duarte no estaba allí.
La joven víctima era de Nueva Colombia, allí había crecido y ahora se quedará en ese lugar para siempre.
Los niños recitan al derecho y al revés lo que han escuchado sobre el operativo que puso en los diarios internacionales el nombre de Colombia, a raíz de las dudas sobre el cumplimiento de las fuerzas militares a los principios fundamentales del derecho internacional humanitario (DIH) tras haber causado la muerte de al menos una adolescente de 16 años. No era la primera vez que ocurría en el gobierno Duque.
De Jhonatan Sánchez Zambrano dicen que era el novio de Danna Lizeth, la menor de 16 años que también murió en ese operativo. Que el cuerpo de Danna Lizeth lo entregaron incompleto en la comunidad vecina de Puerto Cachicamo. Que hay padres que aún están buscando a sus hijos y sospechan que tiene que ver con ese operativo. Que desde la lejana capital “nos llaman ‘máquinas de guerra’”.
Al preguntarle a esos cuatro muchachos qué piensan de que jóvenes como Jhonatan o Danna se hayan ido a formar parte de las filas de un grupo armado ilegal, no saben qué responder. El silencio que llena el cementerio es la respuesta a que los niños, niñas, adolescentes y jóvenes que crecen en esas Áreas de Especial Interés Ambiental no gozan de garantías para que se respete su infancia y terminan resbalando hacia la coca y la guerra.
Sorteando sus pasos, los cuatros niños recorren el cementerio de Nueva Colombia, buscando nombres y contando historias sobre los que ya no están. Foto: Carlos Mayorga.
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El límite natural entre los departamentos de Meta y Guaviare es el río Guayabero. Las comunidades de esta región, durante décadas, han sido marginadas por el Estado. Años en los que la guerrilla de las Farc fue el Estado y tejió fuertes lazos con familias vulnerables que habían llegado hasta esa región del sur del Meta desplazadas por la violencia y el desamparo estatal, y que soñaban, por encima de cualquier cosa, con tener un pedazo de tierra para trabajar. Así, tumbando árboles, se fueron abriendo paso entre la selva amazónica centenares de labriegos hasta radicarse en este lugar. (Leer más en La selva, otra víctima).
El 1 de septiembre de 1989, el Ministerio de Agricultura expidió el Decreto 1989 mediante el cual se constituyó el Parque Nacional Natural Sierra de la Macarena que abarca los municipios de La Macarena, Mesetas, Vista Hermosa, San Juan de Arama y Puerto Rico, en el departamento del Meta, con una extensión de 620 516 hectáreas. La decisión se tomó sin tener en cuenta a las familias que habitaban esa zona desde décadas atrás.
Las únicas que les dieron un lugar de valor fueron las Farc y perder ese orden fue complejo para los habitantes de esta región. Cuando las Farc culminaron su proceso de dejación de armas en 2016, la gente lloró en Puerto Cachicamo, comunidad ribereña del río Guayabero del lado del Guaviare, porque se iban los guerrilleros. En otros caseríos imperó la zozobra porque sus pobladores no se imaginaban la vida sin el orden impuesto por ese grupo alzado en armas. Temían que lo que viniera no fuera nada bueno.
Varios carteles con la imagen del difunto guerrillero Víctor Julio Suárez, alias Jorge Briceño o Mono Jojoy, y propaganda alusiva a las Farc cuelgan de árboles o están pegadas sobre casas y negocios de los cascos urbanos de varias veredas de la región del río Guayabero. Foto: Carlos Mayorga.
Pocas semanas después de que Farc y Gobierno firmaran el acuerdo de paz en el Teatro Colón de Bogotá en noviembre de 2016, Gentil Duarte dio un paso al costado y siguió en armas, conformando un grupo en el sur de Meta junto a Néstor Gregorio Vera Fernández, alias Iván Mordisco, antiguo compañero de combates.
Sus acciones continuaron casi iguales a cuando existían las Farc, incluido el reclutamiento forzado de menores para la guerra.
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“Yo me voy a trabajar para otra vereda”: esas son las palabras con las que comúnmente empieza la historia de un menor de edad en las filas de un grupo armado ilegal en la extensa región bañada por el río Guayabero.
“Nosotros como padres en realidad no sabemos para dónde se van nuestros hijos”, dice Ronnal Echeverry, expresidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda Nueva Colombia y actual representante legal de la Asociación de Campesinos y Trabajadores de la Región del Río Guayabero (Ascatragua).
Es el crudo contexto rural en el que, con regularidad, los más jóvenes deben asumir rápidamente el trabajo en fincas, arriando ganado o raspando coca, si quieren conseguir algunos pesos para sus necesidades y gustos. De ahí la búsqueda de independencia que los lleva a empacar algunas pertenencias personales para irse de casa.
“En este mes de diciembre me estoy yendo a raspar para ganarme unos pesitos e irme pa’ fuera (de Nueva Colombia)”, dice Martín*, de 12 años de edad. Al día logra hacer 24 000 pesos recolectando cuatro arrobas de hoja de coca y trabaja todos los días que puede por estar de vacaciones del colegio.
Ronnal Echeverry sostiene que los niños se han ido al monte por falta de oportunidades: “Si nosotros no tenemos a nuestros niños en un colegio, aprendiendo deporte u otra cosa, llega el momento en que los niños van a tomar otro rumbo y cuando uno va a ver tomaron el camino de los grupos armados. O aun cuando los papás están pensando que sus hijos están trabajando en otras regiones, las realidades son estas”.
“Yo nunca en la región del río Guayabero —continúa el representante legal de Ascatragua— he escuchado que se lleven a alguien a las malas, quiero ser muy claro en ese tema”. Una frase que suelen repetir varios de los padres de familia de esta comunidad.
Julia Castellanos es prevenida con ese comentario. Ella es la encargada del Observatorio de Niñez y Conflicto Armado de la Coalición contra la vinculación de niños, niñas y jóvenes al conflicto armado en Colombia (COALICO), una plataforma de siete organizaciones que trabajan por los derechos de niños y jóvenes en el país: “La vinculación de un niño o una niña a un grupo armado por reclutamiento o por uso, es un delito. Voluntario o no, es un delito”.
“El reclutamiento de niños y adolescentes es un delito de un actor armado que se escuda en las deficiencias que ha habido en términos de la protección de los derechos de los niños y las niñas: de un Estado que no ha estado, de una familia que hace lo que puede en algunos casos y en otros casi no puede hacer nada; y de una sociedad que también le da la espalda a este tipo de fenómenos”, sentencia Castellanos.
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Un grupo de seis profesores trabajan en sus computadores con miradas fijas y tecleos veloces. Sentados en pupitres colegiales, parecen más estudiantes que maestros. Trabajan afanosamente para entregar los reportes del fin de año escolar de Nueva Colombia y regresar al seno de sus familias, lejos de Vista Hermosa.
La única entidad contratada por el Estado que está en la región del río Guayabero es la Pastoral Educativa de la Diócesis de Granada en Colombia, que emplea docentes para educar a niños, niñas, adolescentes y jóvenes que están en territorios apartados de siete municipios del sur del Meta, entre ellos Vista Hermosa.
Las instalaciones de la escuela de Nueva Colombia se edificaron gracias a la Diócesis y la misma comunidad. Por ser una zona de parques nacionales, donde no está permitido construir, cada obra tuvo que pasarse como mejoramiento y así se ha logrado mantenerla. Los computadores y tablets que tienen son inútiles: el internet satelital que se consigue comprando un pin —pues como en varias regiones apartadas del país empresas privadas han montado señales de wifi que se compran por horas— es pésimo; solo se cuenta con pequeñas plantas de energía solar que no alcanzan a cargar los computadores, los cuales, además, están bastante desactualizados.
“Este es el territorio, de todos los que maneja la diócesis, más estigmatizado: Vista Hermosa y, más precisamente, Nueva Colombia. Creen que todo el que está acá es guerrillero… hasta nos pueden incluir”, dice José Parra*, profesor del Centro Educativo de Nueva Colombia. Precisa que los docentes normalistas vienen para “ser parte de una comunidad”, renunciando por 10 meses a su familia y amigos.
La construcción principal de la escuela de Nueva Colombia tiene dos salones para tomar clases, una oficina para los profesores y los baños. Más adentro están las habitaciones para los maestros y un comedor. El resto del espacio se lo toma la cancha de fútbol y la huerta. Foto: Carlos Mayorga.
En Nueva Colombia, el sistema educativo llega hasta noveno grado. Las veredas de Puerto Cachicamo y La Carpa, del municipio de San José del Guaviare, son las únicas comunidades que ofrecen grado décimo para los jóvenes de la región del Guayabero. El deseo de Parra es que el colegio de Nueva Colombia ofrezca este nivel y se construya un internado, intención que aún se ve lejana por estar dentro de un parque nacional. Mientras tanto, los profesores ven cómo los pupitres se van quedando vacíos.
Uno de esos casos es el de un joven de 14 años que cursaba quinto de primaria en la vereda Caño San José, una comunidad que está a dos horas caminando y media hora en canoa de Nueva Colombia. Su familia se iba a ir de la región, pero él, con determinación y un peculiar grado de independencia, les dijo a sus padres que se quedaría. Estaba enganchado con la escuela y le ilusionaba la idea de aprender a tocar la guitarra.
Él trabajaba raspando hoja de coca. Empezaba la jornada a las 4 de la mañana, terminaba de raspar a las 7 y llegaba a estudiar con las manos ampolladas. Cuando llegó la pandemia sus planes se marchitaron. “Ya no había presencialidad como tal, el niño estaba sin los padres de familia, le tocaba trabajar, no tenía quién le explicara el tema de las guías y la razón que dejó fue que él no podía con eso… y se fue pa’ dentro (con las disidencias)”, cuenta un docente de la región.
Otro caso es el de un niño de 15 años que llegó a la vereda Tercer Milenio buscando alejarse de su familia y poder trabajar. “Iba a la escuela —recuerda otro docente de la región que prefiere mantener su nombre en reserva por seguridad— porque yo le colocaba películas, charlábamos, jugábamos. Me comentaba que a él le decían que se fuera y perteneciera a los grupos armados, sino que al niño le daba miedo porque cuando él se fuera le tocaba comprometerse. Y me explicaba que había al menos dos maneras de ingresar: una, internarse en la selva; otra, haciendo inteligencia”.
Durante los momentos más agudos de la crisis sanitaria generada por el COVID-19, el Ministerio de Educación ordenó trabajar desde la virtualidad, pero en las zonas rurales no había conectividad para que la virtualidad funcionara y los maestros buscaron la manera de atender a los niños. “O lo hacemos o tenemos la posibilidad de tener estudiantes desertores, o que elijan irse a trabajar con la hoja de coca, o que decidan entrar a las filas”, sentencia Parra.
El grueso de la deserción en la región se encuentra en los estudiantes de séptimo grado, generalmente jóvenes entre los 12 o 13 años, según han evidenciado los profesores. En Nueva Colombia las clases se dictan conjuntamente para primero, segundo y tercero; cuarto, quinto y sexto; y séptimo, octavo y noveno. “El niño dirá ‘si yo hago noveno, voy a hacer lo mismo que estoy haciendo en séptimo. Si dejo acá o termino noveno, voy a terminar haciendo lo mismo: raspar (coca)’”, reconocen los docentes.
Según datos del Ministerio de Educación, todos los municipios que hacen parte del Parque de La Macarena experimentaron un incremento en la deserción. Los tres más alarmantes son La Macarena (pasó de 7,7 % en 2019 a 13,1 % en 2020), Vista Hermosa (de 4,3 % en 2019 a 6,5 % en 2020) y Mesetas (3,3 % en 2019 a 4,2 % en 2020).
La conectividad a las redes privadas de internet satelital ha dificultado que los estudiantes de Nueva Colombia puedan tomar clases y consultar sus tareas. Muchos no cuentan con dispositivos electrónicos adecuados para rendir en el estudio. Foto: Carlos Mayorga.
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Javier Gómez* tiene la espalda amplia y el asomo de un bigote en el rostro, pero aún su cuerpo lo delata como adolescente. Con 16 años tiene muy claro que no le gusta raspar hoja de coca, lo hizo un par de veces a los 8 años y no le agrada la idea de volver a ponerle la espalda al sol y terminar con las manos cortadas.
Él es uno de los tres jóvenes que en 2021 cursó décimo de manera virtual en Nueva Colombia, pero las condiciones están lejos de ser las mejores. Debe caminar 40 minutos desde su finca hasta el centro poblado de la vereda, conectarse con un pin de internet e interactuar con los profesores del Internado Valentín Aparicio, del vecino municipio de Puerto Concordia, Meta. Sin embargo, las conexiones a cada extremo son irregulares; insostenibles para tomar clases, resolver dudas o enviar las tareas. “Probablemente, perdí el año… y probablemente no fui el único”, lamenta el joven.
“Yo me voy de Nueva Colombia —continúa—. Yo tengo que irme porque vimos que acá no se pudo seguir estudiando. Entonces tengo que alejarme de esta región porque mis papás desconfían que yo me vaya pa’ la guerrilla”, reconoce Javier, quien se apresura a agregar tras un silencio: “Y le digo: a mí no me gustan las armas, solo me gustan las de los jueguitos. Les tengo miedo a los cuchillos y los disparos. He estado en combates… Alrededor han estado bombardeando, incluso estuve en un enfrentamiento: la casa de mi papá quedó en medio del fuego de los dos bandos. Las balas nos mataron cuatro novillos”.
Con risa nerviosa cuenta que quiere ser ingeniero mecánico por su gusto a los motores y, si no logra llegar a la universidad, le gustaría montar un taller para arreglar motos. “Mis papás sí me ayudan, tienen la forma, pero hay veces que sí nos vemos mal económicamente, porque es que los cultivos (de coca) no dan para todo”, explica.
En el Parque La Macarena es habitual que los padres enfrenten estos dilemas al imaginar el porvenir de sus hijos. Le pasa a Rosa Díaz*, madre de dos niños: uno que no pasa los 3 años y una de 14 años que sueña con ser veterinaria. En 2021 se graduó de noveno y su familia quiere que siga estudiando.
Sentada junto a su hija bajo una débil luz blanca, que en la oscuridad reinante por la falta de un sistema eléctrico en la región resulta milagrosamente generosa, piensa en el futuro de su hija, que tiene el porte de una mujer joven con ropa de niña.
“Me toca ver qué hago porque acá no dictan décimo, ni hay un internado, ni llegan ayudas porque esto hace parte de parques (nacionales) y en parques no nos dan ayuda”, lamenta Díaz. La mejor opción que encuentra es llevarla a San José del Guaviare o Villavicencio y eso implica destinar, al menos, 400 000 pesos mensuales para la estadía y alimentación de su hija.
“Por una parte la quiero sacar porque ya está grande y mantienen por acá mucho los otros grupos armados. Llegará el día en que alguien le diga cosas… Una madre piensa muchas cosas. Le tenemos miedo al Ejército (…) y a la gente que manda por acá”, dice Rosa.
A esta madre le preocupa el futuro de su hija, especialmente por la fatalidad que ha caído en contra de los jóvenes de esa región. “Danna fue estudiante con mi hija. Ella era una niña, una niña que se crio por acá. Vivía con la abuelita y vea… Lastimosamente no duró nada: ingresó y cayó”, expresa con dolor. Sabe que debe hablar midiendo las palabras porque, en la Macarena, las paredes oyen.
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Uno de los episodios que reveló la gravedad de lo que pasa en la región del río Guayabero fue el bombardeo en el que murió Danna Liseth Montilla Marmolejo, de 16 años de edad, a comienzos de 2021. Caminar por las calles de Nueva Colombia, preguntar por los niños, las oportunidades y la guerra es revivir el recuerdo de la joven.
“No quisiera irme para allá (al monte)”, dice un niño de 11 años, delgado y de ojos despiertos que sueña con ser arquero de fútbol. “Fue amiga mía”, dice sobre Montilla. “Una vez estaba jugando con nosotros cuando el marido la regañó. El marido era de allá… de la guerrilla. Y la regañó por estar jugando con nosotros”.
José Parra, docente de Nueva Colombia, tuvo el mismo sueño que la abuela de Danna Liseth Montilla el día anterior al bombardeo. Volvió a vivir el instante en que a finales de 2019 se organizaban para la foto del grado de noveno de la joven. En los retratos de ese día se observa la sonrisa amplia de todos, felices porque esperaban para ella una larga vida en la que este fuera el primero de varios triunfos. Al día siguiente de haber tenido aquel sueño, el 2 de marzo, la adolescente perdió la vida en el operativo militar de Calamar.
Antes de irse a las filas de las disidencias de las Farc, Montilla estaba adelantando trámites para estudiar en el Colegio de San José del Guaviare, del vecino municipio de Guaviare. Los docentes de la región hablaron por última vez con ella a finales de noviembre de 2020. El 2 de marzo la joven perdió la vida en el bombardeo y hasta ocho días después los padres de Montilla pudieron recoger su cuerpo de Medicina Legal en Villavicencio. Se llevaron para Puerto Cachicamo un cadáver incompleto. Foto: Carlos Mayorga.
Cuando José Parra se enteró del bombardeo, lloró. Hoy, el recuerdo de esa impetuosa adolescente lo llena de nostalgia. “Danna pasó por muchas situaciones, el abandono de la mamá como del papá, violencia intrafamiliar. Y doña Esperanza (la abuela) fue su mamá”, cuenta. Por eso, estima, amenazaba con frecuencia con irse para el monte.
“De tanta amenazadera uno ya no le comía cuento… hasta que lo decidió”, indica una voz de Nueva Colombia que prefiere mantener su comentario en anonimato por privacidad.
El director de la escuela señala que una de las causas del fatal desenlace fue el futuro negado a los jóvenes de la región: “Terminó el noveno y por la falta de oportunidad que hay en la parte de educación acá, por grado décimo se fue a estudiar a Cachicamo. Ella fue, estudió, pero el 16 de marzo que se declaró la emergencia sanitaria por covid, todo paró. Se vino para Nueva Colombia y pues aquí fue donde ella decidió tener una pareja, se convirtió en el marido, se fueron a vivir juntos y al final, creo que ella terminó con él. Como que por ese duro golpe de su primer amor tomó la decisión de irse”.
En la región de El Guayabero se oye decir que el bombardeo en el que perdió la vida Danna Liseth Montilla fue despiadado. Un niño de 12 años que cursa sexto grado en la región es familiar de uno de los jóvenes que murieron en ese operativo. En varias ocasiones, ese niño le ha expresado a su profesor que se quiere ir para las disidencias de las Farc a cobrar venganza.
“El gobierno maneja el término ‘reclutamiento forzado’, pero yo no me explico: si saben que hay un niño allá obligado, ¿por qué tienen que ir a bombardearlo?”, se pregunta Jhon Albert Montilla, padre de Danna Liseth Montilla.
“El derecho internacional humanitario exige unas responsabilidades —dice Julia Castellanos de COALICO—, sobre todo en la distinción y proporcionalidad que deben tener los ataques. Si efectivamente existe inteligencia militar que determina que en un campamento puede haber menores de edad, pues que se tomen las medidas necesarias para que, efectivamente, la vida de esas personas menores de edad se salvaguarde”.
El llamado que ha hecho la COALICO es que, si en una región se tiene conocimiento de que hay dinámicas de reclutamiento, los bombardeos no deberían ni pensarse como una opción. El de Calamar, Guaviare, no era el primero de estos operativos en los que mueren menores de edad. Tampoco el último, como lo demostró el caso del Litoral del San Juan, Chocó, el 16 de septiembre del año pasado, en el que murieron cuatro menores en un bombardeo contra la guerrilla del ELN.
“¡Maldita pandemia!”, exclama José Parra con la mirada esquiva, que se pierde entre papeles de la escuela. Como lo habían advertido varias organizaciones, la pandemia fue gasolina para el fuego del reclutamiento de menores de edad en el país. Y tal vez, sin la llegada de la COVID-19, Danna Liseth Montilla seguiría con grandes precariedades en esa zona declarada como parque nacional natural, pero viva.
Los docentes de la región resaltan cómo las relaciones sentimentales de las niñas y adolescentes del Guayabero juegan un papel fundamental en el futuro de ellas. “Las niñas se enamoran de personas no muy allegadas al contexto educativo o a la zona donde nos encontramos”, dice uno de los docentes y por esto, en ocasiones, desertan de los estudios. Foto: Carlos Mayorga.
La COALICO lleva un registro del reclutamiento de menores de edad que se alimenta con casos que les comparten las organizaciones que pertenecen a la coalición o de organizaciones de la sociedad civil que conocen del trabajo y le entregan información. Además, hacen seguimiento al flagelo a través de prensa que posteriormente verifican con entidades del Estado y organismos internacionales.
“Es muy importante mencionar que en las zonas en donde hay un mayor subregistro es Guaviare y Meta”, explica Julia Castellanos. “De manera permanente nos encontramos con un escenario en el que la gente dice: ‘Aquí reclutan todo el tiempo, no ha parado”, pero la organización se choca con el obstáculo de que las comunidades no están con la tranquilidad y la seguridad de denunciar la situación con nombres y detalles.
La Comisión Intersectorial para la Prevención del Reclutamiento, el Uso, la Utilización y la Violencia Sexual contra Niños, Niñas y Adolescentes por Grupos Armados Organizados y por Grupos Delictivos Organizados (CIPRUNNA), conoce que, entre el 1 de enero de 2016 y 31 de julio de 2021, 85 niños, niñas y adolescentes ingresaron al programa de restablecimiento de derechos del ICBF por haber sido reclutados en los departamentos de Meta (47) y Guaviare (38).
Entre 1998 y julio de 2021, 423 menores de edad pasaron a protección del ICBF por haber sido reclutados en estos departamentos (305 en Meta y 118 en Guaviare). Para el caso de los municipios que hacen parte del Sistema de Parques Nacionales Naturales, en ese mismo lapso, precisamente se alzan los números más altos del departamento de Meta: se cuentan un total de 5 en San Juan de Arama, 15 en Mesetas, 32 en Puerto Rico, 41 en La Macarena y 52 en Vista Hermosa. La mayoría son hombres.
Sobre los datos del Ministerio de Defensa es preciso analizar que desde 2002 hasta el 31 de julio de 2021 se han entregado a instituciones del Estado para restablecimiento de derechos 413 menores de edad en Meta y 119 en Guaviare. Lo que enseña que un número considerable de niños y adolescentes, que no fueron necesariamente reclutados en estos departamentos, jugaron un papel en la guerra en esta zona.
Para redondear el panorama, se le solicitó al Ejército Nacional cifras de menores de edad desvinculados y muertos en combate en esos dos departamentos por pertenecer a un grupo armado ilegal, pero el Comando de Apoyo de Combate de Inteligencia Militar (CAIMI) negó la respuesta amparándose en la reserva de información de inteligencia y contrainteligencia.
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En este parque nacional, las comunidades sienten que viven en una Colombia sin derechos y por eso piden que el gobierno no solo mande tropas, sino educación. “No solamente son las balas las que solucionan las cosas”, dice un labriego de Puerto Cachicamo que prefiere mantener su nombre en reserva.
Mientras tanto, los niños de Nueva Colombia siguen enseñando el cementerio a quien llega a esa comunidad y se preguntan si deben o no cambiar los vasos de agua amarillenta que reposan sobre las tumbas de los jóvenes que se llevó la guerra.
Esta historia fue elaborada con el apoyo de Consejo de Redacción (CdR).
* Nombres cambiados por seguridad.
Algunos de los testimonios se recopilaron durante una misión de prensa a los departamentos de Guaviare y Meta, en 2021, coordinada por el Programa Somos Defensores.