Ni siquiera el aroma. Nada queda de las torres de café que poblaron la casa en la que Alfredo Chará vivió su infancia. Ni los numerosos trabajadores, ni las cobijas de lana extendidas en el patio para secar improvisadamente el grano, ni los estrechos pasadizos entre los bultos de la cosecha. No hay ni período de cosecha, aunque Piedra Negra, la finca que combina bosque, cañaduzal y potrero, hoy conserva tres de las doce hectáreas de cafetal de aquella época.
Es la finca más grande en las veredas occidentales de Popayán y a su jardín acuden los vecinos, como a una ventana al cielo, para tratar de entender la lluvia que riega los cafetos.
Frente al portón de su casa, los visitantes pueden observar un madero del que cuelga el pluviómetro: un sencillo recipiente plástico que recoge agua de lluvia. Gracias a él, y a una alianza entre la fundación Ecohábitats y el Ideam para capacitarlos, los caficultores de la zona comprenden y calculan el agua que se oculta en la tierra con una relación sencilla: si el líquido en el aparato alcanza un milímetro de altura (mm), significa que cada metro cuadrado de tierra, dentro de cinco kilómetros a la redonda, almacena un litro de agua. Si en un año caen más de 2900 mm, la humedad en la tierra deja sin oxígeno a la Coffea arabica, una de las 139 especies de café que existen en el planeta y la protagonista del cultivo colombiano. El exceso de agua encoge sus largas raíces y la empuja a la muerte.
En 2021 y 2022, el pluviómetro de Chará arrojó respectivamente 3306 mm y 4282 mm de lluvia. La finca Piedra Negra, que en los ochenta ofrecía un récord de 320 arrobas de café por hectárea, en 2023 busca producir 100. A sus 61 años, Chará hace cálculos y se lamenta.
La causa es un ciclo natural, agravado por la acción humana, en el que la atmósfera interactúa con el océano Pacífico. El calentamiento anormal del mar produce el fenómeno del Niño, caracterizado por sequías, mientras su enfriamiento provoca el fenómeno de la Niña, que conlleva lluvias intensas. Una variabilidad climática que no solo ha afectado a los caficultores payaneses como Chará. En Colombia, la producción de café ha disminuido significativamente en los últimos años: 9 % en 2021, 12 % en 2022 y 6 % en lo que va de 2023.
Alfredo Chará, caficultor payanés, junto al pluviómetro de su jardín.
Fotografía: Alexander Campos Sandoval.
Según Eric Rahn, investigador suizo del Centro Internacional de Agricultura Tropical (CIAT), un período de Niña tan intenso y extenso como el de los últimos dos años es especialmente grave para pequeños productores como los del Cauca, donde el 99 % de familias caficultoras cultivan en menos de 5 hectáreas.
Alfredo Chará y sus vecinos, que décadas atrás vivieron íntegramente de la caficultura y hoy venden mes a mes los pocos granos que producen sus fincas, intuyen a partir de la práctica lo que a base de estadísticas ya proyectó, también desde el CIAT, el equipo del investigador suizo Peter Laderach, autoridad mundial en la relación entre agricultura y clima: el café se va. Durante este siglo, el cultivo se moverá en busca de tierras más aptas para crecer, dejando atrás buena parte de los cafetales que hoy existen en Colombia.
La razón no es La Niña de los últimos años, ni El Niño proyectado para los años venideros. No es un período cíclico, sino el aumento sostenido de la temperatura global que forma parte del cambio climático. Esto se traduce en que montañas como las de la región central del Cauca, ubicadas en promedio a 1700 metros sobre el nivel del mar donde hoy el cafeto crece cómodo y florece, no serán óptimas para este cultivo de cara al año 2050. Así mismo ocurrirá con miles de hectáreas colombianas, actualmente sembradas con café a menor altitud.
Desde su nacimiento en Etiopía, el café es un peregrino, por lo cual no es nuevo que se desplace. Tampoco es nuevo que el clima, junto a otros factores, sea motivo de su tránsito. Aunque, como explica Rahn, es difícil asociarlo directamente porque se manifiesta de diversas maneras: plagas, baja calidad, baja productividad. Consecuencias al menos parciales de condiciones climáticas que cambian.
La nueva etapa de peregrinación del café se manifiesta vívidamente en Centroamérica, donde se registra desde 2015 una migración de caficultores hacia el cacao y otros cultivos. Se manifiesta con mayor discreción en Colombia, que desde 2013 reduce las hectáreas de cafetales. Los departamentos cafeteros, municipio a municipio, se han transformado desde 1932 hasta la fecha, pasando a territorios menos cálidos.
Y como un secreto, la peregrinación del café se manifiesta en la ruralidad de Popayán, donde campesinos como Chará añoran los prósperos cafetales del pasado, sobre cuyo recuerdo hoy pasean vacas o se procesa el jugo de la caña.
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Con el torso cubierto por una bolsa plástica y un cesto atado a la cintura, Álvaro González, un campesino de 65 años, se refriega entre los cafetos húmedos. Son las 7:30 a. m. del 16 de agosto y despunta un sol picante, lateral. La lluvia de la noche anterior tronchó algunas ramas, así que González pasea sobre la alfombra de su propio cultivo, abrazando cada árbol en busca de grano.
Los 6000 cafetos de su finca están vivos y miden alrededor de dos metros de altura. Lucen verdes y frondosos, por lo que un desconocedor podría pensar que son prósperos. Sin embargo, la producción del café corresponde al instinto de supervivencia del árbol. No basta con que la planta luzca saludable: las condiciones deben llevarlo al límite para que haya cosecha.
Álvaro González recoge los escasos granos maduros de su plantación.
Fotografía: Alexander Campos Sandoval.
Cuando el sol arrecia por un lapso de entre uno y dos meses y el agua escasea, la planta percibe la cercanía de la muerte y activa el mecanismo de floración. De las flores brotan granos rojos que en su entraña esconden la semilla para un nuevo árbol. En la caficultura, esta semilla se denomina almendra. Ese es el producto con el que se infusionan las bebidas alrededor del mundo.
González recoge de cinco a ocho granos rojos de cada rama del cafeto. Es un proceso tan rápido como delicado en el que intenta no desprender granos verdes ni lastimar la planta. La rodea con sus brazos, la apoya contra su cuerpo, palpa desde el tallo hasta las hojas.
En Colombia, donde predomina la siembra de Coffea arabica, la recolección de café es un proceso dulce que une al campesino con la planta en la intimidad de la cosecha. En otros países, para los cultivos de Coffea canephora, una especie conocida como “robusta”, se usa un sistema mecanizado de gran escala en el que un tractor pasa sobre hileras de cafetos arrancando el grano maduro. En parte por ello, lo que se está perdiendo en los cafetales colombianos es también una actividad social.
Mireida Chagüendo, una campesina de la vereda El Danubio, en Popayán, empezó a recoger café a los 12 años. Hoy, a los 50, recuerda con cariño las grandes cosechas en las que ancianos, mujeres y niños se reunían en el cafetal. “Era una recocha, se le pasaba a uno el día rápido, hablando del prójimo”, dice entre risas.
Jimmy Mañunga, un líder comunitario, cuenta que, mientras cosechaban, los jóvenes competían por ser “la bomba”, el apodo que se le daba al recolector más rápido y eficiente. Los jornaleros caían extenuados del afán, embriagados por el almizcle del cafeto. De acuerdo con una ley no escrita, si una “bomba” perdía el trono, debía abandonar el cultivo, pues la frustración era una suerte de maldición que entorpecía de ansiedad y rabia a los derrotados.
Jimmy Mañunga entre las instalaciones de una primaria abandonada en la vereda Los Cerrillos.
Fotografía: Alexander Campos Sandoval.
Hoy, esas dinámicas resultan inimaginables para González, que vendió un antiguo terreno porque no encontró trabajadores para recoger la producción. Él mismo recolecta, procesa y vende toda su carga por un promedio de $400.000 al mes. Si consiguiera un jornalero, tendría que pagarle $40.000 al día y darle almuerzo. Sería aún menos negocio, en otras palabras.
Mañunga cuenta que varios lugares se apodan recientemente “la vereda de los dos”. Se ubican entre los caminos pedregosos que separan el casco urbano de Popayán de su zona rural. Allí se encuentran dispersas las familias conformadas apenas por una pareja de campesinos. En su mayoría, se trata de adultos mayores que siguen el promedio de edad nacional de los caficultores: entre 57 y 60 años.
Una primaria abandonada es la puerta de entrada al cafetal de González. “El campo se va a acabar”, dice.
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El lunes 14 de agosto, el presidente Gustavo Petro asistió a un consejo de seguridad en la capital del Cauca a raíz de la escalada de violencia en el departamento. Desde allí, el mandatario anunció la inversión de dinero público en procesos de sustitución de cultivos de uso ilícito, en un tránsito que tendría que desembocar en “economías cafeteras”.
Dos fuentes conocedoras del territorio me aseguraron que la crisis climática que vivía el cultivo de café había provocado la migración a la siembra de coca en algunas fincas en los límites del municipio. En septiembre de 2018 y de 2021, en otros puntos de la región como Jamundí, en el Valle del Cauca, o Morales, a una hora de Popayán, se realizó una “sustitución inversa de cultivos”: hectáreas de café fueron reemplazadas por matas de coca. Las veredas en mención limitan con dos municipios afectados por el conflicto y con alta densidad de cultivo de hoja de coca: Cajibío y El Tambo.
A mediados de agosto recorrí las veredas San Antonio, El Danubio, Los Cerrillos y Las Mercedes, en Popayán. Cafetos y cañaduzales se alzaban a lado y lado de las carreteras. No había evidencia de cultivos de uso ilícito y los campesinos no hablaban al respecto.
Más que una cuestión de apego a la ley, se trata de un asunto económico, de acuerdo con Olga Lucía Cadena, profesora de la Facultad de Ciencias Contables, Económicas y Administrativas de la Universidad del Cauca. Cadena lleva años investigando las condiciones de sustentabilidad de los campesinos caficultores y cocaleros en el Cauca. “Ya no hay el precio de entrada de la hoja”, me dijo. “Está muy por debajo de como ha estado siempre y ni siquiera en sus peores momentos. Pero, además de eso, la gente se está quedando sin trabajo y lo poco [de hoja de coca] que están produciendo no lo han podido sacar de los territorios”.
Esta nueva crisis cocalera podría ser una oportunidad para ofrecer alternativas económicas como el café a los campesinos de las zonas afectadas por el cultivo. La viabilidad de esas alternativas, sin embargo, depende de qué tan rentables son en realidad.
Gerardo Belalcázar, un caficultor de la vereda Las Mercedes, personifica este dilema. Su cultivo tiene 9000 cafetos. Entre ellos, 1500 fueron sembrados recientemente con una inversión de alrededor de $2.000.000. Para fertilizar toda la plantación necesita 20 bultos de abono que, en agosto, costaban alrededor de $3.400.000. Debe abonar una o dos veces al año. Según el cálculo del Centro Nacional de Investigaciones de Café, Cenicafé, la producción esperada de un cultivo como el de Gerardo es de 1080 kilogramos anuales, que con temporadas consistentes de sol y lluvia se acumularían en una sola cosecha entre marzo y julio. Esto le permitiría al campesino recibir, a los precios de este año, alrededor de 15 millones de pesos. Con ese dinero debe pagar los créditos bancarios, transporte, mano de obra y, en última instancia, ahorrar para tiempos difíciles.
La irregularidad de lluvia y sol provoca el desarrollo desigual de las plantas. Mientras unas apenas florecen, otras ya cargan fruto maduro.
Fotografía: Alexander Campos Sandoval
Debido al clima, ese período de cosecha entre marzo y julio no existió en 2022 ni en 2023, según 8 caficultores de las veredas que visité. Tampoco la “mitaca”, o media cosecha que se da entre octubre y enero. La aparición irregular de sol y lluvia da al cafeto la tranquilidad para producir espaciadamente sus semillas, en un proceso de floración constante e insuficiente que contraviene la cadena productiva del caficultor. Según Belalcázar, su plantación arroja en promedio dos arrobas o 25 kilos mensuales de café, que, dados los precios del último año, representan entre $250.000 y $500.000, para un promedio anual de $4.500.000, un 83 % de lo que habría invertido si solo abonara una vez.
Según la profesora Olga Cadena, “el caficultor siempre va a pérdida”. De acuerdo con sus investigaciones, en una finca promedio, por cada peso que invertían, ganaban 0,7; o sea 70 centavos. Esto como resultado de lo que describe como modelo intensivo, en el que no se siembran otros cultivos y el campesino se hace “esclavo financiero” del café.
A hoy, en el departamento del Cauca es común ver los cafetales como complemento de otras fuentes de producción. Entre estas, sobresale la mata de coca, que convive con el cafeto en municipios como Argelia, donde su comercio solventa las finanzas en los períodos críticos del café.
Belalcázar, por su parte, equilibra las malas temporadas de la caficultura con un cultivo más dispendioso: la caña. La procesan él y su hijo de 18 años, quien decidió quedarse en el campo en lugar de aventurarse a ir a la ciudad. Una rareza en la zona.
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Cada caficultor recuerda cómo conoció el café: recolectando el grano, extrayendo la semilla, desechando la pulpa. Lo primero que hizo Dora Menéndez fue protegerlo: en la finca de su padre, la función encargada a la niña de 8 años era espantar a las gallinas que entraban a picotear los árboles recién sembrados.
Hay amenazas menos evidentes. Pestes con nombres trágicos asignados por caficultores como Menéndez: roya (Hemileia vastatrix), mancha de hierro (Cercospora coffeicola), mal rosado (Corticium salmonicolor), muerte descendente (ocasionada por hongos de género Phoma), broca (Hypothenemus hampei), el chinche de la chamusquina (Monalonion velezangeli), la cochinilla (familia Pseudococcidae) y la hormiga de Amagá (Acropyga fuhrmanni).
Para los seres diminutos que compiten con el campesino por el aprovechamiento del cafeto, cada tramo del árbol tiene su atractivo: las raíces son escaleras para llegar a la savia, los granos son alimento dulce dispuesto al consumo, las hojas son plataformas de nutrientes hechos de sol.
Las propiedades enaltecidas por los seres humanos en el café corresponden también a sustancias utilizadas por el cafeto para conservar su descendencia. La cafeína es a la vez una barrera contra depredadores y un estimulante para polinizadores. Cientos de ácidos le sirven como mecanismo de defensa para proteger la semilla, que guarda carbohidratos y lípidos para sostenerse por su cuenta entre dos y seis meses.
En un fenómeno simbiótico, del cuidado de esas sustancias depende también la supervivencia de los caficultores payaneses y su descendencia.
Dado que la planta puede defenderse de las pestes, la variedad del cafeto sembrado cobra relevancia. Andrés Villegas, ingeniero agrónomo y experto en genética de café, explica que el fitomejoramiento a partir de la semilla del árbol permite seleccionar individuos con determinadas alturas, condiciones de crecimiento, calidad de grano e, incluso, resistencia a plagas. El caso emblemático es la variedad Castillo, que hoy representa el 50 % de los cultivos colombianos. Fue desarrollada por Cenicafé en respuesta a la plaga de roya que ronda los cafetales del país desde los años ochenta.
Sin embargo, no es suficiente con trabajar en la genética del cafeto, ya que factores como el calor, el viento, la altura y la luz, que por lo general favorecen a la planta, eventualmente pueden dar su bendición a otras formas de vida beneficiadas por el sol, la ventisca o la humedad para establecerse y crecer. Si, como se proyecta, la variabilidad climática reemplaza tres años de lluvia por tres de sequía, “que se adapte una planta como el café, que es de ciclo tan largo, es muy difícil”, según asegura Villegas.
Menéndez, quien hoy, en lugar de gallinas, intenta espantar a un enemigo incontrolable, se niega a aceptar un futuro sin café: “Tendríamos que irnos a la ciudad. Pero, y en la ciudad, ¿qué nos ponemos a hacer? Sería ponernos a reciclar”. Por tanto, junto a decenas de familias caficultoras en Popayán intenta enfrentar un mal de escala planetaria.
En El Danubio, Las Mercedes y Los Cerrillos, varias fincas cuentan ya con reservorios de agua para los períodos de sequía, aljibes, huertas orgánicas para garantizar la soberanía alimentaria y estufas ecoeficientes que permiten gastar menos leña en la preparación de alimentos. Pero hay un techo para estos mecanismos de mitigación y adaptación al cambio climático: la altitud. Por tanto, a corto plazo los impactos del calentamiento global pueden reducirse, mas no eliminarse.
Aljibe instalado junto a un cafetal de la vereda Santa Rosa.
Fotografía: Alexander Campos Sandoval.
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¿Dónde se podrá cultivar café colombiano en 2050? Según las proyecciones del CIAT, en la meseta de Popayán. Mientras se espera que existan zonas directamente “incultivables” para la planta en Cundinamarca, Huila, Antioquia y Tolima, entre otros departamentos, en el denominado Valle de Pubenza, comprendido entre las cordilleras Central y Occidental, se pronostican territorios en los que el café será “cultivable”, “apenas adecuado” o permanecerá “sin cambios” respecto a las condiciones de hoy.
Con estos datos, un sector optimista de la caficultura caucana propone pasar de la exportación del grano a un modelo de transformación para comercializar café tostado o molido. A través del fitomejoramiento y la tecnificación, podría incrementarse la calidad del café en las veredas de Popayán, de manera que puedan ser rentables incluso con menos hectáreas sembradas o con una producción inferior. Javier Hoyos, director ejecutivo del centro de innovación Tecnicafé, explica: “Panamá es un país que tiene entre 20.000 y 25.000 hectáreas de café, y pueden vender fácilmente en 150 dólares una libra de café que hoy en Colombia, la misma libra, vale un dólar”.
La diferencia de estos precios radica en la calidad del llamado “café de especialidad”. Una caracterización que empieza en la siembra del cafeto y considera el origen, la nutrición, los procesos tras la cosecha y el método de tueste que se aplica al producto final. Una línea de mercado con asociación internacional propia (SCA), catadores especializados, rangos de puntuación, concursos y, de parte de la Federación Nacional de Cafeteros (FNC), un sistema de reconocimiento económico llamado “prima de calidad”.
Ana Olivia Vallejo (izq.) y Dora Menéndez (der.) enseñan las presentaciones y el procesamiento de Café El Danubio, producido a través de la cooperativa Agricod, que agrupa caficultores de la zona. Fotografía: Alexander Campos Sandoval
Gerardo Montenegro Paz, exdirector del Comité de Cafeteros del Cauca y gerente técnico de la FNC, asegura que esa es la apuesta del departamento para los próximos años: incluir el café en sistemas agroforestales, donde el cafeto se encuentre bajo sombra de otros árboles y comparta la tierra con otras especies y cultivos. Además, recuerda que la producción del departamento goza desde 2011 de una Denominación de Origen que certifica sus sabores ante el mercado internacional.
Más de 60 productores de las veredas occidentales de Popayán participan en iniciativas como Café Clima, dirigida por Jimmy Mañunga, y Café El Danubio, presidido por Dora Menéndez, que buscan sacar partido de estas condiciones. De manera independiente, los campesinos organizados producen, tuestan, muelen y comercializan su propio café, en un intento por preservar el cultivo que los acompaña como un órgano más.
Aviso a la entrada de la vereda El Danubio.
Fotografía: Alexander Campos Sandoval.
Eric Rahn, por otra parte, advierte que el modelo predictivo elaborado por el equipo de Laderach contempla el aumento de la temperatura global, pero no expresiones de variabilidad climática como la que padecieron los campesinos payaneses entre 2020 y 2023.
Por tanto, aunque las condiciones proyectadas parezcan óptimas, el café que perdure en el futuro estará ligado a medidas de adaptación climática, sobre todo teniendo en cuenta que los sabores de la producción caucana en la Denominación de Origen se atribuyen a “horas de sol”, “clima constante” y protección de las altas montañas frente a los vientos y humedad del océano Pacífico. Los vecinos de las veredas noroccidentales de la capital caucana se preparan para esta transición desde 2011, cuando iniciaron las capacitaciones de la Fundación Ecohábitats. Digitalizan los datos de la lluvia, emiten boletines climáticos y adecuan sus cultivos con diversas medidas.
El 16 de agosto, cuando le pregunto a Gerardo Belalcázar, caficultor de la vereda Las Mercedes, qué planea hacer con su café frente al panorama económico, la inminente crisis climática y la peregrinación de la planta hacia nuevas alturas, el campesino mira de reojo a su joven heredero, quien desea permanecer en el campo. “Seguir sembrando y sembrando”, responde sonriente.
Esta historia hace parte del especial periodístico ‘Historias en clave verde: reportajes sobre justicia ambiental’, como resultado de la formación ‘CdR/Lab Memorias de la tierra: periodismo para cubrir temas de justicia ambiental’, apoyada por el Servicio Civil para la Paz de Agiamondo en Colombia.