La migración desde Venezuela a Colombia ha marcado un hito en la historia de nuestro país. Cientos de personas entran a diario por los diferentes puntos de frontera dejando atrás familias y costumbres. Betsabé Molero es una de ellas. En busca de un mejor futuro decidió irse de su país, pero lo que nunca imaginó fue que su hogar terminaría siendo un espacio de reincorporación para excombatientes de la guerrilla.
Desde niña, Betsabé soñaba con viajar y conocer otros lugares. Entre esos estaba la Serranía del Perijá, en la frontera entre Colombia y Venezuela, donde su bisabuelo materno tenía una tierra de la que tuvo referencias por los cuentos de aventuras de sus tíos y su padre, Modesto Molero, que despertaron su interés por conocerla.
Pero debió conformarse con esas historias. Las acciones de los grupos armados en territorios fronterizos sembraron el miedo en el padre de Betsabé y por eso decidió que sus seis hijos no podrían conocer el predio familiar en el Perijá. “Decía que era un lugar peligroso y que había guerrilleros y eran personas desalmadas”, explica Bestabé. Las noticias que entonces emitían en la televisión evidenciaban crímenes y abusos. Poco a poco ella fue perdiendo la esperanza de conocer algún día ese lugar del que tanto le hablaba su padre.
Betsabé y su familia pasando el río Marimondas en la Serranía del Perijá.
Cursó estudios de primaria y bachillerato en los suburbios de la ciudad de Maracaibo, en el estado de Zulia. Siempre se destacó por ser una buena estudiante, pero eso no le sirvió de mucho, porque cuando terminó el bachillerato en 2013 tuvo un receso forzoso. Su padre no tuvo los recursos para matricularla en un centro universitario tecnológico y tampoco le permitía trabajar porque era menor de edad. Solo hasta que él logró reunir el dinero, ella pudo estudiar Instrumentación Industrial en un instituto, pero luego de seis meses debió retirarse. La situación económica de Venezuela empeoraba y el dinero no era suficiente. Betsabé tuvo que dejar de soñar con viajar y conocer nuevos lugares, porque primero tenía la necesidad de conseguir un trabajo que le permitiera ayudar en el hogar y costearse sus estudios universitarios.
A sus 18 años consiguió su primer trabajo. Por fortuna, uno de sus tíos era empleado de un supermercado y la recomendó para que fuera contratada como cajera. Allí trabajó un año. Quiso retomar sus estudios, pero no fue posible: “Hice el intento de trabajar y estudiar a la vez pero no me rendía el dinero y tuve que ordenar mis prioridades”. El contrato alcanzaba para el sustento diario, nada de lujos, y ella quería irse de Venezuela; escuchaba testimonios de personas que se habían ido, a algunos les había ido bien, otros le comentaban lo difícil que era vivir en un país ajeno.
La situación que vivió Betsabe Molero cuando apenas empezaba su juventud, la viven muchos jóvenes migrantes a quienes les toca buscar suerte fuera de sus país y lejos de sus familias. Según una encuesta publicada en julio del 2022 por Migración Colombia, durante los años 2021 a 2023, 762.330 jóvenes venezolanos entre 18 y 29 años de edad tramitaron el Permiso Especial de Permanencia. Hay quienes no terminan sus estudios de secundaria por ir a trabajar y profesionales que deben desempeñarse en otras labores porque sus títulos no son válidos en Colombia o porque el mercado laboral exige requisitos que no cumplen.
Por ello, los trabajos en que normalmente se emplean los jóvenes migrantes venezolanos son, en el caso de La Guajira: mototaxistas, barberos, tatuadores, albañiles, estilistas, vendedores ambulantes, meseros y domiciliarios, entre otros. La realidad de muchos de ellos es que cualquier trabajo es suficiente, siempre y cuando lleven a casa el sustento diario.
Betsabé Molero en el aula de clases del ETCR.
La historia desde su voz
Betsabé, con 19 años de edad, migró y se armó una vida nueva en Colombia, en Conejo, corregimiento de Fonseca, en La Guajira. Allí vive en uno de los espacios de reincorporación de excombatientes guerrilleros reincorporados. En su nueva vida es periodista en Consonante, un proyecto periodístico de la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP). Cuenta las historias de los otros y escribe la de ella en su diario.
Diario escrito por Betsabé Molero.
Nací el año 1998 en Maracaibo (Zulia), en Venezuela. Allí viví mi infancia y adolescencia al lado de mis padres y mis hermanos. A los 19 años tomé la decisión de irme fuera del país por la crisis económica que se estaba viviendo en ese momento. Los reales ya no me alcanzaban para sobrevivir. Como opciones de destino tenía Colombia y Perú. Aunque mis padres no querían que me fuera por temor, finalmente me decidí por Colombia. Estaba más cerca y un trabajo me esperaba en Maicao, La Guajira, donde pensaba ganarme los pasajes para luego viajar hasta Perú. Esa era la idea en ese momento.
Muchos sentimientos me invadían de solo pensar que se acercaba la hora de salir. Era la primera vez que viajaba y me separaba de mi familia. Tenía muchas expectativas, sabía que podía irme bien o mal, había escuchado muchas historias y regresar derrotada se convirtió en mi mayor miedo.
Aun así, me fui. No era la única. Una tía, mis primos y algunos paisanos estuvieron conmigo esas cuatro horas de viaje que se hicieron eternas. Pero al menos tenía idea de para dónde iba y que un trabajo me esperaba.
En el centro de Maicao nos separamos, mi tía y primos siguieron hacia Fonseca y yo me quedé a trabajar en un restaurante informal de comidas wayuu en Maicao. El trabajo era muy duro, debajo de una carpa que hacía que me ardiera la piel. Ese primer día fue tan duro que rogaba que terminara rápido. Cuando llegué a la casa donde me quedaría, me bañe con agua tibia, la sentí como el abrazo de mi madre. La extrañé tanto en ese momento y a mi casa (sic). No pude evitar llorar. Yo solo era una niña que se enfrentaba por primera vez a la dureza de la vida. Tuve que aguantar, llenarme de mucha fuerza y seguir. Solo duré dos meses en Maicao, en los que solo recibí cien mil pesos de pago que no me pareció justo porque trabajé todos los días hasta los domingos. Quería regresar a casa pero esa no era una opción. Llamé a mis primos a Fonseca y me contaron que les estaba yendo bien, pregunté si me podían recibir y me dijeron que sí, que había trabajo suficiente. No lo dudé y emprendí un nuevo viaje sin saber para donde iría y ni lo que allá me esperaba.
Ser migrante no es fácil por las dificultades y atropellos a los que esta población se ve enfrentada cuando llega a un país que no es suyo, pero resulta ser más difícil si eres una mujer. Históricamente, las mujeres hemos sido relegadas y vistas como el “sexo débil”, aunque con los años se haya demostrado que no es así. Pero aún siguen presentándose inequidades. Normalmente las oportunidades laborales para las mujeres migrantes son pocas, deben desempeñarse en trabajos informales y mal pagos como: vendedoras de café, confites o comida, empleadas domésticas, estilistas y hasta trabajadoras sexuales. Hay quienes optan por emprender.
Cuándo Betsabé llegó a Conejo, no duró mucho tiempo allí y enseguida procedió a subir a la Sierra del Perijá, el lugar que desde niña soñó conocer, pero esta vez no iría de visita, sino en busca de trabajo. Cuatro largas horas de caminata tuvo que hacer al lado de otros paisanos venezolanos que, igual que ella, iban en busca de trabajo en la finca cafetera que se ubicaba cerca de las montañas. Esta sería la primera vez que ella trabajaría en el campo, un trabajo que comúnmente en esta zona es desempeñado por hombres.
En la finca eran pocas las tareas que podía hacer una mujer, como recoger café y procesarlo, pero el café ya se había acabado, solo quedaba recoger naranjas y madurar bananos para que el patrón los vendiera en el pueblo.
Solo quedaban trabajos pesados como hacer jornales, limpiar los cultivos con machete, aporcar tomates o recoger leñas, labores para las que solo contratan hombres. En vista de esto y de la necesidad de tener un sustento, Betsabé le propuso a su patrón realizar estas labores y él aceptó, pero, por ser mujer, solo le pagarían 15.000 pesos, mientras que para los hombres el pago era de 25.000 pesos.
“Lo entendí, sabía que no me rendiría el trabajo igual que un hombre”, explica Betsabé en su diario y sigue: “Las mujeres en condición de migración suelen ser más vulnerables a ser víctimas de violencias basadas en género. Sin embargo, estas no suelen denunciar por desconocer que tienen derechos al encontrarse en condiciones irregulares”.
A lo largo de su historia Betsabé ha sufrido discriminación por ser migrante y por ser mujer. Sin embargo no se detuvo ni prestó mucha atención porque la necesidad de encontrar un trabajo que la sostuviera a ella y a su familia era más grande. Finalmente pudo encontrar un empleo, pero en el lugar donde nunca imaginó y al lado de personas de las que su papá siempre le habló con mucho temor.
Así es vivir con excombatientes
Área de salud del ETCR.
Mientras estuvo en las montañas de la Sierra del Perijá, Betsabé trabajó en varias fincas. La última fue la de los excombatientes de la guerrilla. Empezar a trabajar en la finca de personas que habían sido parte de un grupo armado no era muy agradable para ella. Por las cosas que se rumoraban, ni siquiera la situación fue del agrado de su familia, que vivía en Maracaibo.
“Llegaron a pensar que yo me había ido a formar parte de un grupo guerrillero activo. No sabían nada del proceso de paz, pero me parecía un tema complejo de explicarles por teléfono”, dice el diario de Betsabé.
Aunque en un inicio sintió temor, poco a poco lo fue perdiendo y en eso le ayudó Miguel, su único amigo en ese lugar, a quien le contaba sus tristezas y todo lo que había tenido que pasar. Con el tiempo, esa relación se fortaleció hasta que se enamoraron y se hicieron novios.
Al comenzar a trabajar en la finca de los excombatientes, Betsabé conoció a muchas personas que hicieron parte de las filas de la guerrilla y, a pesar de las historias y los estigmas que antes había escuchado, decidió conocerlos y tener su propia opinión de estas personas que, al igual que ella, eran discriminadas. Al final, ellos fueron quienes le dieron un empleo.
Betsabé Molero en una actividad con los niños, niñas y adolescentes, hijos de firmantes de paz, en el ETCR.
Era el primer trabajo donde sentí que el pago era justo con las tareas y, conforme los días pasaban, conocía a quienes estaban allí, me parecían buenas personas. Sé que tienen su pasado, pero convivir entre ellos me ha hecho pensar diferente. De pronto mi padre también pensaría distinto si tuviera la oportunidad de conocerlos.
Después de un tiempo, Betsabé quedó embarazada de su novio Miguel, pero al estar entre montañas no había tenido su primer control prenatal y ya iba por el sexto mes. Es por esto que decidió bajar hasta el espacio territorial de capacitación y reincorporación (ETCR) ubicado en Pondores. Fue justo en ese momento en el que conoció a Henry, un antiguo doctor empírico de la guerrilla, quien la atendió, le tomó la presión y le dio instrucciones para que acudiera al hospital. Como estaba indocumentada, no tenía idea de cómo funcionaba el sistema de salud colombiano. Henry le dio una carta de recomendación para que fuera atendida en el hospital de Fonseca. Terminó con éxito su embarazo en el espacio de reincorporación y durante todo ese tiempo la comunidad la acogió y le permitieron ser beneficiaria de los programas para las mujeres gestantes y lactantes.
Aunque en este lugar tuvo empleo, el dinero que recibía no era suficiente para ayudar a sus familiares que estaban en Venezuela, quienes con el tiempo decidieron venir a buscar suerte en Colombia. A raíz de esto, Betsabé decidió dejar el ETCR e irse hasta Conejo para vivir con su familia.
Éramos tantos que al principio solo podíamos comer una vez al día para poder pagar el arriendo. Decidí buscar trabajo en Fonseca pero no me fue muy bien, todo seguía igual y no pude encontrar un trabajo digno, por lo que decidí trasladarme al lugar donde me habían brindado apoyo.
Ese lugar fue el ETCR, quienes nuevamente le abrieron las puertas, en esta ocasión a ella y a todos sus familiares. Habló con los líderes y ellos le habilitaron un espacio en donde vivirían.
Me hablaron sobre las reglas y actividades de la comunidad y estuve de acuerdo. Cada día que pasaba me daba cuenta que estas personas a pesar de su pasado eran buenas y me habían dado ese apoyo que siempre me faltó.
Aparte de un lugar para vivir, en el ETCR Betsabé y su familia pudieron validar sus estudios y trabajar, también han sido beneficiarios en programas y proyectos, se convirtieron en integrantes de la comunidad.
Mi familia y yo hemos aprendido el trabajo colectivo, desde entonces he defendido junto a hombres y mujeres excombatientes los derechos del territorio que me ha brindado acogida hasta el punto de forjar mi liderazgo en la comunidad.
Han pasado 8 años desde que Betsabé dejó su país de origen en busca de una mejor vida y, aunque en el camino se ha encontrado con muchas dificultades, hoy en día sigue viviendo en el ETCR, trabaja de comunicadora en COOMPAZCOL, una Cooperativa de excombatientes, y se desempeña como periodista. Para ella no hay diferencia alguna entre migrantes, excombatientes y colombianos, todos son personas que comparten una misma motivación: salir adelante.
He entendido la importancia y el impacto que puede tener la acogida de una comunidad. Esto influye en el éxito o fracaso del migrante que sale en busca de oportunidades. No puedo decir que lo tengo todo porque sería mentir, pero mejoré mi calidad de vida y los excombatientes hicieron parte de ello.