Fotografía de Harwin Quiñones Santos. Archivo familiar.
Nunca conocí a Harwin. Su desaparición ocurrió en 1998, dos años antes de mi nacimiento, pero su rostro habita en mi memoria como un fragmento de existencia persistente en el tiempo, lo que transforma mi subjetividad y construye en mi interior la primera ausencia de mi vida.
Sé poco de él porque siempre fue un tema de silencio. La historia de su vida, desaparición y búsqueda nunca se mencionó, y fue negada para mí y las generaciones siguientes de mi familia. Sin embargo, ahora que diferentes circunstancias lo han propiciado, he confirmado que su recuerdo mora en la memoria y pervive latente en los corazones de sus seres más queridos.
Mi primer encuentro con Harwin fue por medio de una pintura, en la casa de la abuela. En un retrato de su rostro, de fondo azulado, lucía traje y corbata, y el cabello peinado hacia un lado. Recuerdo sus ojos, pero no el momento en que comprendí que de él nada se hablaba. Era casi un mecanismo instaurado por el tiempo y los acontecimientos familiares. Existía una gran diferencia entre la pintura de mi tío y las otras que colgaban en la pared de la sala: una de mi madre y otra de mi tía. A ellas las veía llegar; a él, nunca.
Un día escuché que se llamaba Harwin, que era el hijo de mi abuela Yanira Santos, mi tío, hermano de mi madre. Había desaparecido hace mucho tiempo y nunca se supo qué pasó con él; remembranzas que, en boca de mi gente, han bastado para que mi mente insista en su recuerdo, a pesar de no saber mucho de su vida.
Me pareció que el encuentro con la pintura establecía un lugar de resistencia, en el que permanecen las añoranzas de quienes lo viven, y que, como en tiempos antiguos, fortalece al ser humano. Esto reafirma que el arte permite sobrevivir en momentos difíciles y propicia el acercamiento con el otro, con las presencias invisibles, pero presentes, que se convierten en parte del paisaje, de la arquitectura, del cuadro de la sala, de la camisa que se guarda, de la foto que se enmarca, del recuerdo que persiste, de la ventana que lo aguarda, de la puerta siempre abierta, de la madre que añora el regreso de su hijo.
¿Cómo escribir de aquello que no se menciona?, ¿Cómo se habla de lo que no se quiere hablar, de las inquietudes más profundas que se desean evitar? ¿Por qué se oculta una historia? ¿Dónde nace el secreto? ¿Cómo conseguir un pase de entrada a las profundidades del silencio sin tensionar inapropiadamente las fronteras establecidas y endurecidas interiormente? ¿Cómo se habla del dolor de una familia y del significado de la desaparición de un ser querido en la vida de los que lo conocieron? ¿Qué significa y cómo es habitar el recuerdo de un ausente, la incertidumbre de un destino, la esperanza de un regreso, el acallamiento de una vida?
Mientras escribía este relato, innumerables preguntas surgían sin respuestas, y probablemente no aparezcan todavía. Pero me refugio en la sensación de saber que tal vez el acercamiento a una parte de la historia familiar y social explique la mía. Luego correré tras otras que se ocultan, niegan y traslapan con la misma intención; un propósito que traza la reconstrucción de un fragmento de la memoria para hacerla comprensible y un poco más perdurable.
Con el pasar de los días, la necesidad de conocer a Harwin me llenaba de fortaleza, aunque sabía que no sería fácil inmiscuirse en territorios tan reservados, sobre todo cuando han pasado tantos años. Mi madre me aclara que la idea es no revivir heridas que dejan los ausentes, particularmente en mi abuela, quien más ha sufrido. No se trata de jerarquizar el dolor, pero es claramente abismal la diferencia entre el dolor de una madre y el de cualquier otro pariente o allegado, hermano o amigo. “Por eso dicen que el dolor a todo le ha encontrado nombre.
A usted se le muere su esposo, usted queda viuda; se le mueren sus padres, queda huérfana; pero a una madre que pierde un hijo, ¿cómo se le llama?”, pregunta mi tía Aliet.
Nunca supe cómo empezar a romper el silencio, así que decidí habitarlo. No se trataba de hacer unas cuantas preguntas a mis familiares, sino de revivir un dolor que parece merecer los mutismos que cobra. Y, aunque olvidar no es una opción, el dolor se atenúa mejor con las ocupaciones y el tiempo, así que en lugar de despertar lo desvanecido, es mejor partir del rostro y de las mejores huellas del que ya no está. Me propuse escuchar los comentarios, las anécdotas, los recuerdos que surgían con frecuencia en medio de otras tantas historias que de cuando en cuando se renuevan y debaten en el círculo familiar.
De las pocas veces que escuché sobre Harwin, salían siempre lágrimas de los ojos de la abuela; pero, a pesar de la tristeza que brotaba, se obligaba a sí misma a continuar narrando con vitalidad para compartir un fragmento de alguna anécdota de su hijo.
“A él le gustaba bailar, y sorprendía siempre con pasos atrevidos. Era excelente estudiante, muy activo y trabajador”, relataba Yanira Santos mientras robustecía su jardín. Fotografía: Ararat Sofía Vargas Quiñones.
Un nuevo encuentro con Harwin fue en diciembre de 2020, cuando lo hallé en una lista de desaparecidos del Caquetá, en un informe del Centro Nacional de Memoria Histórica, mientras revisaba ‘Caquetá: una autopsia sobre la desaparición forzada’ como parte de mi búsqueda. Fue la primera fotografía que vi de él. Esta imagen, aunque más fiel a sus rasgos que la pintura de la casa de mi abuela, me sorprendió, porque, aun cuando lo buscaba, leer su nombre y conocer la edad y la fecha de su desaparición me golpearon inesperadamente con una sensación de escaramuza y nostalgia, impregnada por la responsabilidad de hurgar en un pasado ajeno, ausente y borroso, pero persistente.
Afiche de la estrategia de apoyo a la búsqueda de personas desaparecidas ‘Hasta encontrarlos‘. “Miles de personas han desaparecido desde 1970 en Caquetá. Aquí están 99 de ellas. No las hemos olvidado, aún las esperamos. Ayúdanos a encontrarlas”. Pág. 165.
Este segundo momento significó el hallazgo de las primeras cosas que conocería sobre Harwin, y las que seguiría descubriendo estarían por venir. Nació el 5 de julio de 1973 en el municipio de Florencia, en el departamento del Caquetá. Fue el segundo de los cinco hijos vivos de mis abuelos, el único varón, motivo que los llenaba de orgullo. Sus primeros años transcurrieron en una finca, junto a sus hermanas, hasta que la abuela decidió trasladarse a la capital para que sus hijos pudieran estudiar y “ser alguien en la vida”, como nos repite hoy a sus nietos. Por eso, Harwin mostró desde temprana edad un gusto especial por el estudio.
Siempre fue un niño inquieto; varias cicatrices quedaron en su piel producto de sus travesuras. Era un excelente dibujante, en particular de rostros; disfrutaba del break dance y del karate, actividades de las que alardeaba con sus amigos, muy seguramente impulsados por las corrientes de la época. Después de terminar el bachillerato con buenas notas, ingresó a la Universidad de la Amazonia a cursar la carrera de Salud Ocupacional, al tiempo que trabajaba en el negocio familiar, una chiva o mixto, como se le dice en esta región del país.
El sábado 15 de agosto de 1998 fue la última vez que mi abuela lo vio, cuando lo despertó a las siete de la mañana para que se alistara. Recuerda cada cosa que hizo antes de su salida, cómo se organizó, la ropa que se puso aquel día: jean azul, camisa floreada, buzo blanco, interior gris, medias vinotinto y botas. Harwin quedó en la sala esperando a un amigo, a quien acompañaría en una diligencia. En ese preciso momento mi abuela salió a comprar los insumos del almuerzo, y a su regreso, él ya no se encontraba en casa, de modo que no supo con quién finalmente salió.
Al día siguiente recibió una llamada de su hijo, quien le decía que estaba en el municipio de Curillo, Caquetá, y que estaría de vuelta a casa el lunes. La abuela estuvo a la espera de su regreso, pero él, su único hijo varón, nunca llegó. El martes recibió la visita del papá de Felipe Cabrera, el joven con quien Harwin salió. Le comentó que su hijo fue a vender una camioneta, que si ella sabía algo y por qué no habían regresado.
Por la edad de su hijo, 25 años recientemente cumplidos, era normal una ausencia esporádica, aunque siempre daba las explicaciones del caso a sus padres. Pero la abuela se inquietó tanto a partir de los comentarios del señor Cabrera que de inmediato se desplazó en busca de información sobre el paradero de los muchachos. En el municipio de Morelia, según algunos testigos, los vieron en el parque principal, donde, de regreso, fueron retenidos por sujetos pertenecientes a grupos al margen de la ley: paramilitares recién llegados al departamento del Caquetá.
“En el 98, en Florencia, mandaban los paramilitares, asesinos sin escrúpulos que no respetaban la vida del niño, la mujer o el adulto. Eran fieras encarnizadas que mataban a las personas sin ser culpables de ningún hecho y, como mi hijo, fueron muchos los muertos y desaparecidos en el departamento del Caquetá. En complicidad con las autoridades, y comandados por el señor A… —¡Eso no lo escriba! porque, así como ha sido siempre, quien hable contra él, lo manda a matar, póngale la firma—”, relata mi abuelo.
“Salimos a buscarlo por todas partes, nos metimos por cuanta carretera y río había, buscando rastros o algo que nos señalara el paso de nuestro hijo. Fuimos a Curillo, Morelia, Belén y muchos pueblos y veredas, por allá dentro, donde comandaban los paramilitares, pero nadie vio, nadie supo, nadie dijo nada concreto”, recuerda la abuela.
Empezó una exhaustiva indagación por los municipios de Morelia y Curillo, en cabeza de mi abuela, quien buscó en cuanto roto había, acudiendo incluso a los adivinos inverosímiles. De pronto piensa uno que los ausentes aparecen así nada más; qué tal que fuera uno de tantos que regresan de la muerte. No obstante, luego de mucho escudriñar, la realidad es inocultable, la incertidumbre se torna en certeza, las esperanzas se sosiegan; el ruego persiste, pero acallado por el tiempo y aplacado por la reserva y el silencio.
“Uno siempre conserva algo de esperanza, a pesar de todo. Por ejemplo, cuando se empezaron a desmovilizar personas que habían sido reclutadas para la guerra, pensamos que un día podía aparecer, pero, después de tanto tiempo, nunca volvió…, pero ¿por qué iba a desaparecer así nada más, a dejar su carrera universitaria en sexto semestre, por qué olvidar a la madre… o el compromiso con su hermana menor de bailar el vals en sus 15 años?”, narra mi tía Aliet.
“Salimos a buscarlo por todas partes, nos metimos por cuanta carretera y río había, buscando rastros o algo que nos indicara el paso de nuestro hijo. Fuimos a Curillo, Morelia, Belén y muchos pueblos y veredas, por allá dentro, donde comandaban los paramilitares, pero nadie vio, nadie supo, nadie dijo nada concreto”: Yanira Santos. Fotografía: Ararat Sofía Vargas Quiñones.
Un tiempo después, mi abuela se dirigió a la estación de gasolina, a las afueras de Florencia, sobre la vía que conduce a Morelia, lugar de llegada de los paramilitares, y donde dejaban sus camionetas y pactaban sus caminos. Habló con un hombre, un tal alias Águila, a quien le dijo que estaba buscando a su hijo Harwin, que había desaparecido junto con un amigo en Morelia. Este le respondió, con expresión de grandeza y duras palabras, que no tenía tiempo, sino muchos asuntos que atender, y como quien ignora intencionadamente una pregunta, simplemente se fue. Ella esperó durante muchas tardes en este, su reconocido punto de encuentro, en búsqueda del paradero de su muchacho, y siempre obtuvo la misma respuesta; el tipo sencillamente seguía de largo.
En 2008, luego de diez años de vivir en incertidumbre y tras la firma del acuerdo de paz con las AUC, familiares de víctimas del conflicto armado esperaban que confesaran sus crímenes, dijeran con nombre propio a quiénes mataron, por qué y en dónde estaban sus cuerpos.
Mi abuela asistió a muchas audiencias de interminables filas, de conteos de miles de desaparecidos por medio de testimonios, narrados en su mayoría por mujeres, madres buscadoras, siempre presentes y persistentes en su lucha; pero, al igual que muchas de ellas, a su hijo nunca lo reconocieron ni lo mencionaron. El proceso en la Fiscalía, aún hoy, parece ir a ningún lado; parece ser “un caso más”. Tampoco recibió ayuda psicológica. La Fiscalía la llama anualmente para que narre su dolor una y otra vez. “Nunca aparece nada nuevo, no hay avances, ni información, ni búsqueda. Me llaman cada año para que les cuente mi historia, lo mismo que ya saben, lo que les he repetido durante 23 años; ya no quiero que me llamen más”, se queja mi abuela.
“Una vez soñé viéndolo venir para la casa, con una camisa blanquita que él tenía y un jean blanco”: Yanira Santos. Fotografía: Ararat Sofia Vargas Quiñones.
Luego de varios años, la búsqueda se tornó insostenible. Viajó a cuanto lugar se rumoraba sobre la presencia de cuerpos que se encontraban en las laderas; llamó a parientes y vecinos que anunciaban informaciones, muchas de estas vagas; corrió tras falsas ilusiones y esperanzas; visitó tumbas de muertos y a gente desconocida en todos los municipios del departamento, agotando cada vez una posibilidad más de construir una certeza, incluso de que al menos hubiesen sido reclutados a la fuerza, pero que aún estuvieran vivos. Con frecuencia, ella llevaba impregnado el lejano olor de los muertos que visitó por aquellos tiempos y, sobre todo, le costaba mucho dejar de pensar en sus rostros o ignorar el sufrimiento que padecieron y que se reflejaba en sus cuerpos. “Una vez soñé viéndolo venir para la casa, con una camisa blanquita que él tenía y un jean blanco”, dice la abuela.
Con el tiempo, uno de los eventos que ha contribuido a que la abuela se recupere de la pérdida de su hijo, en palabras de sus hijas, ha sido el nacimiento de sus nietos. La lógica dicta que es mejor dejar las cosas como están. Después de trasiegos inútiles, la zozobra, la inquietud y la duda, lo indicado es dejar reposar tantos pensamientos que amenazan desbordarse en locura, y conservar lo poco que queda: los recuerdos. Hay cuestiones que hieren sin tocar…, que evitamos repetir y a las cuales preferimos aprender a ignorar.
El mayor tormento de la abuela, según puede comprenderse de los relatos, es saber las condiciones en las que habría muerto su muchacho; si fue sometido a tortura, al desmembramiento, en fin, a la desgracia en todas sus formas. Lo cierto es que la desaparición o la muerte de nuestros seres queridos, particularmente sin causa probada ni testigos fieles, reafirma el valor que tienen para nosotros, sobre todo cuando se trata de los hijos; su partida deja un dolor y un vacío inconmensurables.
Es triste que un padre tenga que enterrar a su hijo, peor aún si solo puede hacerlo, como en este caso, a partir de rumores y recuerdos, situación que, de paso, explica la subsecuente depresión, la angustia y el enajenamiento, sentimientos que todavía están presentes.
Todo cambió con el decaimiento emocional de los progenitores de Harwin, quienes enfrentaron el deterioro de la economía familiar, en este caso derivada de las infructuosas búsquedas. Sumergidos en una ansiedad que desembocó en pésimos negocios y un rápido deterioro del capital de trabajo conseguido con tanto esfuerzo a lo largo de los años, se vieron forzados a concentrarse en la economía de sobrevivencia, que a su vez originó la fractura de su relación de pareja, quizás fruto de tantos desaciertos económicos causados por la locura de la pérdida, la tristeza y el dolor incurable. Tiempo después perdieron comunicación con la familia de Felipe Cabrera, y aún hoy no saben nada de ellos.
El dolor nunca desaparece, y la esperanza de una verdad se conserva, pero lo lleva cada uno en su intimidad; se guarda, no como algo grotesco que deba ocultarse, sino como un paliativo eficaz. Lo anterior sirve para lograr un trasegar diario y sostenible, para seguir adelante en medio de los trajines cotidianos de los vivos.
Durante mucho tiempo mi abuela recibió noticias de “alguien que conocía a alguien” dispuesto a hablar sobre el eco de una información, de una historia de fábula y de cuento; de un paramilitar en la cárcel de Florencia que en sus conversaciones de patio hacía la contabilidad de tantos e inciertos muertos, de esos de los que aún no se sabe —y seguramente nunca se sabrá— su lugar de entierro, o al menos las causas y condiciones por las cuales fueron desaparecidos. Ser jóvenes, andariegos quizás o inquietos acaso, sospechosos de colaborar con “el enemigo”, ayudantes obligados de los mismos o reticentes a tomar postura… da igual para granjearse la muerte en una Colombia tan desigual y fraccionada como la nuestra, todavía en nuestros tiempos.
Esta historia fue elaborada con el apoyo de Consejo de Redacción (CdR), la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD) y el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), como parte del proyecto ‘Diálogos con la ausencia. Formación virtual para periodistas que cubren la desaparición en el marco del conflicto armado y la búsqueda de personas’. Las opiniones presentadas en este artículo no reflejan la postura de estas organizaciones.