GUATAPURÍ (CESAR)
La mañana del 29 de agosto de 2003, Ever de Jesús Montero Mindiola se disponía a viajar a Valledupar a llevar unos documentos para ser reconocido como víctima tras el asesinato, cuatro meses antes, de su papá, Hugo Montero, pero al pasar por el corregimiento de Chemesquemena se bajó del carro de pasajeros para pedirle a Celmi Bolaño Mindiola, su hermana mayor, que le diera para la gaseosa porque iba corto de dinero.
–¿Hijo, no te da miedo viajar?, le preguntó Celmi.
–Voy a lo que Dios quiera, le respondió.
Ever de Jesús tenía 22 años, vestía pantalón negro y suéter beige. Desde la puerta de su casa, Celmi lo observó subirse nuevamente al vehículo. Fue la última vez que lo vio con vida. Ese día, por la tarde, un grupo de paramilitares detuvo el carro en el que regresaba al corregimiento de Guatapurí, donde vivía con su mamá y sus dos hermanas menores, y se lo entregó al Ejército.
Celmi recuerda que fue a Guatapurí para averiguar si su hermano había llegado, pero nadie le daba razón de su paradero. Un muchacho en Chemesquemena le contó que hombres armados bajaron a un indígena del carro en el que viajaban en Río Seco y lo llamaron ‘Joaco’ —uno de los apodos que tenía Ever de Jesús por su bisabuelo—. Ella se imaginó lo peor.
“Cuando a una persona la bajaban en ese tiempo de un carro, ya uno sabía que era para matarla. Tenía Dios que meter sus manos para que esa persona volviera a llegar con vida”, dice, sentada en la sala de su casa en Guatapurí, donde atiende un hogar comunitario del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (Icbf).
El 30 de agosto, el cadáver de Ever de Jesús estaba en la morgue de Valledupar con la cabeza destrozada por ráfagas de fusil. En una bolsa guardaron el uniforme camuflado, que supuestamente tenía puesto, y un par de botas. El Ejército lo presentó ante los medios de comunicación como un guerrillero sin identificar abatido en el operativo ‘Antorcha’, entre los corregimientos de La Junta (La Guajira) y Patillal (Cesar).
Celmi viajó a Valledupar para confirmar sus sospechas. Llegó a la morgue y pidió que le permitieran ver el cadáver que tenían como N.N. Reconoció a Ever por la cicatriz de una quemadura que tenía en una pierna y una seña de nacimiento en sus partes íntimas.
“A Ever lo disfrazaron porque yo vi el uniforme que tenía y el brazalete, que era de los ‘elenos’ (ELN). Y fue presentado más tarde como un miembro del Frente 59 de las Farc, dado de baja en combate. Dos contradicciones”, asegura Celmi.
Ever de Jesús, afirma ella, nunca empuñó un arma de fuego. Era un joven soltero, que se dedicaba a sembrar caña de azúcar, café y cultivos de pancoger en la parcela que heredó su mamá, Alicia Mercedes Mindiola, para llevarles el sustento a ella y sus hermanas. Además, trabajaba como jornalero en otras fincas. “Lo que le faltó fue tierra para trabajar”, dice Celmi.
Lo mataron por un permiso
La Sala de Reconocimiento de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) en el macrocaso 3 relacionado con ‘falsos positivos’ priorizó el subcaso Costa Caribe, en el que se analizaron 71 hechos de asesinatos y desapariciones forzadas que dejaron 127 víctimas —de las cerca de 6402 en todo el país— presentadas como muertes en combate por militares del Batallón de Artillería No. 2 La Popa en ocho municipios del norte del Cesar y dos del sur de La Guajira entre 2002 y 2005.
De los 71 hechos, en solo 14 que involucran a 37 víctimas se profirieron sentencias condenatorias, siete de ellas ejecutoriadas, y fueron imputados los excomandantes del Batallón La Popa, coronel Publio Hernán Mejía Gutiérrez, y el teniente coronel Juan Carlos Figueroa Suárez, al igual que el jefe de inteligencia, teniente coronel José Pastor Ruiz Mahecha, quienes no aceptaron su responsabilidad en estos crímenes.
También el teniente coronel Heber Gómez Naranjo, el mayor Guillermo Gutiérrez Riveros, los sargentos primeros Efraín Andrade Perea y Manuel Padilla Espitia, los tenientes Carlos Andrés Lora Cabrales y Eduart Álvarez Mejía, el subteniente Elkin Leonardo Burgos Suárez, el sargento viceprimero José de Jesús Rueda Quintero, el cabo tercero Elkin Rojas y los soldados profesionales Yeris Gómez Coronel, Juan Carlos Soto Sepúlveda y Álex Mercado Sierra, quienes comparecieron ante la JEP.
El 18 de julio de 2022, casi 19 años después del asesinato de Ever de Jesús, el exsoldado Juan Carlos Soto Sepúlveda, quien formó parte del grupo de contraguerrilla Albardón 3, contó en una audiencia de reconocimiento del subcaso Costa Caribe, realizada por la JEP en Valledupar, que lo mató para obtener un permiso como beneficio por dar ese resultado.
Ever de Jesús fue la tercera de las cuatro víctimas que reconoció haber asesinado a sangre fría para hacerlas pasar como muertos en combate. El entonces comandante del Batallón La Popa, coronel Publio Hernán Mejía Gutiérrez, había ordenado que solo saldrían a descanso los militares que reportaran resultados operacionales. Soto le sugirió a su superior reunirse con Leonardo Sánchez Barbosa, alias ‘El Paisa’, jefe de las autodefensas de la zona de la margen izquierda del río Guatapurí, para que les entregara un combatiente.
“Nunca le pedí que nos entregara un campesino, o un mestizo, una persona del común. Le pedimos que diera un combatiente de ellos para asesinarlo para poder salir de permiso”, afirmó Soto.
Después de reunirse con ‘El Paisa’, a los pocos días les avisaron que tenían al ’paciente’ para asesinar. Soto fue a buscarlo solo a Badillo, a las 7 de la noche, para tener a la oscuridad como cómplice. Al llegar a la entrada del pueblo vio a Ever de Jesús sentado en la mitad del corral de una finca, vestido con uniforme. El paramilitar Mario José Fuentes Montaño, alias ‘El Cole’, se lo entregó y le aseguró que era un “guerrillo neto”.
Soto se lo llevó para Patillal, donde esperaría hasta las 4 de mañana para asesinarlo, como le habían ordenado. Durmieron en el mismo cuarto, en unas colchonetas tiradas en el piso, y a las 3:30 de la madrugada lo levantó para decirle que se iban para La Junta, corregimiento de San Juan del Cesar, en el sur de La Guajira.
Antes de matarlo, Ever le hizo dos peticiones. Primero, que le diera agua, y él le dio de beber en la misma taza en la que tomaba café, y segundo, que lo dejara orinar porque sabía que lo iban a matar. Soto lo negó y le dijo que iban para una operación.
“Mi teniente me dice: en la curvita lo matas. Doctor, familia de las víctimas, tenía el fusil dañado. El seguro se bajaba muy facilito, no había podido llegar al batallón para que me lo cambiaran o arreglaran, cuando fui a asesinar a Ever de Jesús Montero se me fue una ráfaga, doctor, y lo dejé sin cabeza, a ese pobre muchacho lo asesiné y lo dejé sin cabeza, por eso digo que nunca se me va a olvidar”, dijo Soto en la audiencia, y añadió que no espera el perdón de la familia de la víctima ni de Dios porque lo que hizo es imperdonable.
Mientras escuchaban el relato del exsoldado, Celmi y Danelis Bolaño, otra hermana de Ever, que estaban sentadas en el auditorio, no podían contener las lágrimas. Aunque habían recibido atención psicosocial y meses antes se reunieron con el victimario de su hermano en los encuentros de la JEP, reconocen que fue duro escuchar lo que le hicieron.
“No fue fácil estar al frente de esa gente, pero gracias al trabajo psicosocial que veníamos trayendo uno pudo mantener un poco de calma. Hablarles para saber qué había pasado, qué le dijo, qué te dijo, qué le hiciste, no es fácil vivirlo otra vez. Duele cuando matan a una persona buena, y mi hermano era bueno”, recuerda Celmi, con la voz entrecortada.
A Danelis le queda el consuelo de que el asesino de su hermano reconoció públicamente que él no era guerrillero. “Me siento satisfecha porque él no era nada de lo que dijeron en la radio. Al menos conseguimos que se limpiara el nombre de mi hermano, pero me gustaría saber quién del pueblo señaló a mi hermano porque una persona que señala es igual de asesina. Yo lo perdoné porque ya lo hecho, hecho está. El Señor nos manda a perdonar para ser perdonados”, dice Danelis, quien es creyente cristiana.
Después del asesinato de Ever de Jesús, a Soto y su grupo de contraguerrilla Albardón 3, al mando del teniente José Emiliano Moreno, los premiaron con 20 días de permiso.
El exterminio del pueblo kankuamo
Los kankuamo son uno de los cuatro pueblos indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta y uno de los más afectados por el conflicto armado.
Este pueblo indígena habita en el resguardo kankuamo, localizado en la zona suroriental de la Sierra Nevada de Santa Marta, entre las cuencas de los ríos Guatapurí y Badillo. El territorio del resguardo tiene 24.212 hectáreas y fue titulado colectivamente por el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora) en 2003. Está conformado por 12 comunidades, con una población de aproximadamente 14.000 habitantes.
En la década de los ochenta hicieron presencia en este territorio los grupos guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), que usaron ese corredor para instalar campamentos, ejercer control social sobre la población, esconder secuestrados y reclutar a miembros de la comunidad. Después, a finales de los años noventa, llegaron las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). El pueblo kankuamo quedó en medio de bandos enemigos, señalado por unos de ser paramilitares y por otros de ser guerrilleros, lo que ocasionó asesinatos selectivos, desapariciones forzadas, desplazamientos masivos y ejecuciones extrajudiciales.
Según un diagnóstico del Ministerio del Interior, entre 1982 y 2008, 367 miembros del pueblo kankuamo fueron asesinados por acciones de grupos armados, de los cuales 191 fueron cometidos por los paramilitares, 97 por la guerrilla y otros 19 por hechos atribuidos al Ejército.
El secuestro y posterior asesinato de la exministra de Cultura, Consuelo Araújo Noguera, conocida como ‘La Cacica’, por hombres del frente 59 de las Farc, aumentó la estigmatización de los kankuamo y les puso la lápida, sobre todo, a los de apellido Arias.
‘La Cacica’ fue secuestrada en un retén de las Farc el 24 de septiembre de 2001, cuando regresaba de Patillal, adonde había ido para acompañar la procesión de la Virgen de Las Mercedes, patrona de ese corregimiento. En la madrugada del 30 de septiembre del mismo año fue asesinada en medio de un enfrentamiento entre el Ejército y la guerrilla.
Ese hecho llevó a que el Ejército señalara a los kankuamo de pertenecer a la guerrilla porque ‘La Cacica’ fue retenida en ese territorio, y además les informaron que en su secuestro y asesinato había participado un guerrillero de las Farc de ese pueblo indígena, al que apodaban ‘Tito Arias’. Por eso, el entonces gobernador del Cesar, Hernando Molina Araújo, hijo de ‘La Cacica’ y condenado por paramilitarismo, ofreció 50 millones de pesos por su cabeza.
“El día que secuestraron a esa señora quitaron la luz a las 6 de la tarde y la gente, cuando no hay luz, se acuesta temprano. Uno no es culpable porque el pueblo no la secuestró a ella, no teníamos por qué pagar por algo que la comunidad no había hecho. Ellos tenían que buscar a quienes la habían secuestrado, pero no a la comunidad”, dice Celmi.
Los ‘falsos positivos’
Entre el 9 de enero de 2002 y el 9 de julio de 2005, nueve indígenas kankuamos fueron asesinados por militares del Batallón La Popa y presentados como guerrilleros abatidos en combate, pese a que en septiembre de 2003 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ordenó medidas cautelares de protección, y en julio de 2004 la Corte Interamericana de Derechos Humanos decretó medidas provisionales para frenar el exterminio del pueblo kankuamo.
Una de las víctimas de los llamados ‘falsos positivos’ fue Carlos Arturo Cáceres Arias. El Ejército lo asesinó el 16 de julio de 2003, el mismo día que nació Carlos Javier, su único hijo varón.
Claudia Arias, su viuda, cuenta que a su marido y a los hermanos de él, conocidos como ‘Los Culebra’, el Ejército los andaba buscando desde hacía rato porque supuestamente eran guerrilleros de las Farc. Por eso, ellos permanecían en la finca de sus suegros, ubicada a media hora de Guatapurí.
En la tarde del 15 de julio de 2003, Carlos Arturo la trajo con dolores de parto a casa de su mamá, en Guatapurí. La dejó al cuidado de su hermana Carolina y pidió que le mandaran a avisar cuando naciera el bebé. Él regresó a la finca porque ya el Ejército lo había ido a buscar dos veces, en la casa de su mamá y en la pieza donde vivían.
A las 2 de la madrugada, Claudia parió con la ayuda de una comadrona y a las 5 de la mañana su cuñada le mandó a avisar a Carlos Arturo. A los pocos minutos, el Ejército rodeó la vivienda y empujó la puerta, le pidieron que se levantara de la cama porque ahí debajo tenía escondidas las armas.
“Yo les decía: qué armas voy a tener aquí, si estoy recién parida. Me saquearon todo el cuarto, las cajas que tenía, buscando armas. A mi cuñada le apagaron el fogón y las niñas pequeñas lloraban. Llegaron los hijos de Carolina y los agarraron. Llegó la otra hermana, Rosa Victoria. Yo escuchaba desde adentro lo que les decían: ‘Si no llega uno de ‘Los Culebra’, nos llevamos a uno de ustedes. Así que ruéguenle a Dios que lleguen’”, relata Claudia, sentada en la terraza de su casa en Guatapurí, donde minutos antes tejía una mochila.
Ella le rogaba a Dios y a la Virgen del Carmen que su marido no llegara en esos momentos, pero al rato oyó a los soldados decir que venía un ‘Culebra’, enseguida supo que era Carlos Arturo y se puso a llorar.
“Él les dijo: ‘no me vayan a hacer nada porque yo tengo a mi mujer parida’. No les valió nada, lo agarraron, lo amarraron, le pusieron pasamontañas y le pegaron. Él les decía que al menos lo dejaran conocer al pelaíto, pero no lo dejaron conocer al hijo. Lo sacaron y lo bajaron de vuelta al río hasta El Boquete, donde lo mataron”, dice Claudia.
A las 7 de la mañana sintieron el estruendo de los disparos como si se tratara de un combate y por la tarde en la radio dijeron que el Ejército había dado de baja a dos guerrilleros en la comunidad de Guatapurí. A alias ‘Tito Arias’ y ‘El Culebro’.
El 16 de julio de 2003, según la JEP, los grupos especiales Trueno y Zarpazo salieron del Batallón La Popa con el objetivo de dar de baja a Uriel Evangelista Arias, conocido como ‘Tito Arias’. Llegaron a Guatapurí, acompañados por guías paramilitares que eran los encargados de identificarlo, y los grupos se dividieron. Zarpazo asesinó a Arias por orden del teniente Eduart Álvarez y el teniente Carlos Andrés Lora, al mando del grupo Trueno, ordenó asesinar a Carlos Arturo Cáceres, tal como lo admitieron en la audiencia de reconocimiento realizada el 19 de julio de 2022 por la JEP.
Ese día, Claudia vio por primera vez cara a cara al responsable del asesinato de su marido. “Cuando entramos, lo primero que hizo Lora fue saludarme y decirme que él fue el que mandó a matar a Carlos Arturo y lamentó que ese día nació su hijo también. Yo no tuve palabras para decirle. Tuvieron que sacarme porque se me alzó la presión en el momento. Yo no había estado con él en los encuentros que habían hecho de la JEP”, dice.
A la izquierda Claudia Arias muestra la foto de su fallecido marido, Carlos Arturo Cáceres; a la derecha Celmi Bolaño relata que vio por última vez con vida a su hermano Ever de Jesús Montero Mindiola luego de que él se subiera a un carro rumbo a Valledupar. Fotos: Néstor De Ávila.
El conflicto armado estuvo a punto de desaparecer al pueblo kankuamo. El cabildo gobernador del resguardo, Jaime Luis Arias, dijo en las audiencias de reconocimiento de la JEP que más de 400 miembros de este pueblo fueron asesinados, incluyendo los presentados como ‘falsos positivos’, y más del 40 por ciento de la población abandonó sus casas y parcelas para salir desplazados hacia otras partes del país como Valledupar, Riohacha, Santa Marta, Cartagena, Barranquilla y Bogotá.
Muchos de los desplazados nunca regresaron a su territorio y los que se quedaron en sus comunidades vivían presos del miedo, tanto que por varios años dejaron de viajar a Valledupar por temor a que los mataran en las carreteras por el simple hecho de ser kankuamos. En 2009, la Corte Constitucional los incluyó entre los pueblos indígenas de Colombia en peligro de ser exterminados física y culturalmente por el conflicto armado y ordenó al Estado colombiano implementar un plan de salvaguarda étnica.
Hoy, los indígenas kankuamo resisten en su territorio y tratan de sanar el dolor que les causó la violencia. Las mujeres siguen tejiendo mochilas para preservar su cultura y los hombres siembran caña de azúcar, café y cultivos de pancoger en sus parcelas. El Ejército, que antes los acusaba de ser guerrilleros, instaló una base militar en lo alto de una montaña en Guatapurí para protegerlos. Tienen una relación cordial con la comunidad. Desapareció el miedo de salir de su territorio y no saber si iban a regresar con vida por ser kankuamos.
Esta historia forma parte del especial periodístico ‘Memorias en resistencia’, como resultado de la formación ‘CdR/Lab Visitar al pasado para comprender el presente: periodismo para cubrir la memoria del conflicto en Colombia’, iniciativa de CdR, gracias al apoyo del Servicio Civil para la Paz de Agiamondo.