Tortuga verde nadando entre Isla Barú e Isla Grande. Foto: Sara Zuluaga.
I
Playa tranquila, Isla Barú
En las playas de Barú, una península a poco más de una hora del centro de Cartagena, los nativos tienen un apodo para las grandes cadenas hoteleras: los monstruos. Héctor Beleño, un hombre tranquilo de cuarenta años originario de Santa Ana, una de las cuatro comunidades que conforman Isla Barú, usa ese apodo cada vez que se refiere a ellos. Antes trabajaba como cocinero en cruceros de lujo, pero en medio de su disgusto con esa clase de turismo, renunció. Ahora colabora con un hostal que queda frente al mar: “Hago los cocteles, llevo a la gente a ver el plancton allá atrás”, me dice mientras caminamos hacia un lugar menos rocoso de la playa, en el que debe despachar una lancha. “Gano por comisión, lo que me quiera dar el turista. Es que yo soy Sagitario, signo de fuego, muy inquieto, ¿me entiende?”.
Son las ocho de la noche y la lancha que debe despachar va cargada de turistas que van a ver el plancton luminoso en la laguna que él llama El patio de Ñame por su mejor amigo, un pescador veterano dueño de la punta de la playa. “En esa punta hay muchas tortugas”, me cuenta. “Ñame sale a desayunar y ahí se ven. Mañana vamos”, me dice en voz baja, como si fuese a mostrarme un lugar secreto.
Héctor en uno de los hostales que bordea Playa tranquila. Foto: Sara Zuluaga.
Desde hace años, los monstruos han querido comprarle esa punta de playa a Ñame. Pero él no quiere vender. Dice que ya está muy viejo para recibir tanta plata. Además, me dice Héctor casi enojado, “aquí hemos convivido con las tortugas toda la vida. ¿Por qué vendería él ese pedazo, si se asoman, comen? Antes no se venían tanto porque las cazaban demasiado, pero ahora están llegando. Cuando suben y dejan huevos, nosotros mismos con la gente de la junta comunal ponemos unas mallas azules, como un corral, para protegerlos hasta que nazcan, y luego se sueltan al mar”.
Termina de despedir la lancha y nos sentamos en una parte de la arena en la que nos llega el mar hasta la punta de los pies.
—Cuando yo estaba niño todo esto brillaba de plancton, brillaba uf… y nos subíamos encima de las tortugas porque crecían mucho.
—¿Cuánto?
—Como un camping abierto, digamos como dos metros redondos.
—¿Y cómo se subían a ellas?
—Cuando llegaban a la playa nos escondíamos en el mangle, antes de que estuvieran estas casas por acá esto era puro mangle, y entonces les tirábamos un puñado grande de arena, tendríamos como diez años, póngale, y ella fuf se escondía en el caparazón y se quedaba quieta, entonces ahí salíamos y nos subíamos, y ellas corrían hacia el mar. Corren muy rápido: en el agua son como tres veces más rápidas que una lancha Y cuando sienten un peso encima no se hunden, entonces nos íbamos ahí sobre ellas y el aleteo alumbraba todo esto alrededor, muy bonito, y cuando empezábamos a ver la playa lejos nos soltábamos y nadábamos para volver.
***
Héctor camino a revisar los corales con Junior, el perro del hostal. Foto: Sara Zuluaga.
Las tortugas marinas pueden tener hasta más de dos metros de longitud y pesar alrededor de 600 kilogramos. Animales gigantes. Ponen entre 65 y 180 huevos en cada temporada de anidación. Las hembras salen a las playas para anidar, pero los machos nunca abandonan el mar. Y solo una de cada mil tortugas que sale de un huevo logra llegar a la edad adulta.
Estos reptiles son controladores biológicos de especies peligrosas como la aguamala y la medusa. Cuando hacen sus nidos en la playa, los cascarones arrojan calcio a la superficie y se genera un abono para los árboles cercanos. Son indicadoras de salud de los ecosistemas: si hay tortugas y están en buen estado, quiere decir que todo ese ecosistema está funcionando correctamente.
Están en todo el mundo: desde las aguas más frías hasta las más cálidas. “Las tortugas cruzan cuencas oceánicas enteras y luego se arrastran hasta la costa para anidar”, escribe el ecologista Carl Safina en su libro Viaje de la tortuga, en búsqueda del último dinosaurio de la tierra. “Ninguna ballena puede hacer eso. Y las tortugas se sumergen más profundamente que las ballenas. Ciertamente, ningún animal terrestre, incluidos los humanos puede llamar a una gran parte del mundo su hábitat y hogar nativos”. Son nadadoras extraordinarias, fósiles vivientes, carismáticas y heroínas en películas, leyendas y cuentos infantiles. Ya lo dijo el escritor de ciencia y naturaleza, David Quammen en The New York Times: nadie odia a las tortugas.
Las tortugas marinas son tranquilas, casi toda su vida la pasan haciendo largos viajes entre corrientes. Foto: Sara Zuluaga.
Pero cada vez son más escasas: en 1982 había alrededor de 115 000 ejemplares de tortugas laúd en todo el mundo. Hoy se calcula que hay 20 000. De otras especies no hay datos tan precisos pero, de todas ellas, la carey es la más amenazada, en peligro crítico. Entre lo que más las afecta está el consumo directo, la pesca incidental, la basura, contaminantes del agua y la urbanización costera.
En 2018, ante el imparable declive de estos reptiles, un grupo de biólogos en Estados Unidos empezó a buscar alternativas para medir el nivel de contaminantes en las tortugas marinas. Normalmente, esto se mide extrayendo sangre, lo que es invasivo y doloroso. Justin Perrault, Andreas Lehner, John Buchweitz y Annie Karjian, de diferentes universidades y laboratorios toxicológicos, decidieron medir los niveles en sus lágrimas. Los resultados, publicados en 2019, mostraron que las lágrimas contenían metales pesados como antimonio, arsénico, berilio, cadmio, cromo, plomo, mercurio, níquel, selenio, talio y vanadio.
“La captación y acumulación de contaminantes en las glándulas salinas — lágrimas— de las tortugas marinas se ha ignorado relativamente, lo que es un descuido porque la función de ellas se ve significativamente afectada en las tortugas y aves marinas expuestas a ciertos contaminantes”, me dijo Gina Jiménez, bióloga, monitora en Isla Gorgona y colaboradora de Oceanmar project, acerca de los hallazgos del artículo.
Los metales pesados tienden a bioacumularse y, en concentraciones altas, pueden causar envenenamiento. Además, como no son química ni biológicamente degradables, ya emitidos pueden permanecer en el ambiente cientos de años. El plomo, por ejemplo, actúa a menudo como un imitador del calcio. Los huesos son depósitos preferenciales, de acuerdo con Gina. Es decir, puede que en los estudios no se muestre mucho porque la mayor cantidad se encuentra alojada en su estructura ósea. “Lo clave aquí es que son metales pesados derivados de plaguicidas, pesticidas, minería, quema de carbón, es decir, muchas veces no vienen de prácticas directas del océano… hay que entender que el agua conecta todo”, dice Gina. “El páramo más alto del país afecta lo más bajo: el fondo del mar”.
Pero el asunto no es solo que se hayan encontrado estos contaminantes en las lágrimas de las tortugas. Tendemos a pensar que el llanto cumple una función meramente emotiva. Cuando nacemos, lloramos para comunicarnos con nuestros padres hasta que aprendemos a hablar, pero, desde el punto de vista médico, las lágrimas hacen mucho más: nos permiten abrir los conductos nasales para empezar a respirar sin ayuda del cordón umbilical. Este, al parecer, es el principal propósito del llanto en los animales. No lloran por tristeza, o por lo menos hasta ahora esto no ha podido probarse. Producen lágrimas para lubricar sus ojos, limpiarlos y crear una capa protectora contra las infecciones. Las lágrimas de las tortugas son síntomas de que están buscando limpiarse. Y, al parecer, su llanto no les permite librarse de todos los metales pesados que terminan en el océano: el estudio también encontró una mayor cantidad de estos elementos en tortugas mayores, lo que quiere decir que logran expulsar apenas una pequeña parte de lo que están consumiendo. No importa qué tan a menudo lloren: no es suficiente.
Su dieta está principalmente conformada por crustáceos, algas, medusas, esponjas, moluscos y peces pequeños. Cortesía: Diego Duque.
II
Refresquería La Brisa, Isla Grande, Islas del Rosario
Cinco pescadores veteranos llevaban largo rato tomando cerveza, tirados ampliamente en sus sillas. Casi flotaban. Al rato, el mayor de ellos dijo tranquilo pero severo: “Toooodo el que haga uso del muelle debe participar en las jornadas de limpieza”. Dijo que él se encargaba del sancocho y el arroz, pero que se hiciera esa misma semana. Todos dijeron que sí y luego hicieron chistes sobre la cantidad de pescado que iba a tener el sancocho y sobre a quién debería tocarle la mejor parte. Siguieron tomando.
Esta isla es la más grande de las veintiocho que conforman las Islas del Rosario. Es una enorme formación coralina que acabó por volverse el suelo de familias que hace años solo vivían de la pesca y de trabajar en enormes hoteles de lujo que se han instalado en este lado del país, donde “el mar es más azul que el mismo color azul”, como dice Héctor. Donde hay peces de todos los colores en el borde de las playas.
Pero hace unos años la misma comunidad empezó a crear sus negocios. Hace una década, Arnela Simanca y su hijo Gregorio Pacheco montaron un ecohostal llamado Bosque encantado, al lado de la laguna. Gregorio tiene veintisiete años y es ecoguía de la isla. “Aquí es fundamental enseñarle a la gente de tres ecosistemas que nos rodean: el bosque seco tropical, los arrecifes de manglar y las lagunas de manglar”, me contó mientras estábamos sobre unas hamacas colgadas de dos árboles altísimos.
Niñas en Isla Grande. Foto: Sara Zuluaga.
Isabel Camargo tiene casi la misma edad de Gregorio y administra el hostal que está al lado, Playa libre. También es la presidenta del consejo comunitario de Isla Grande y desde que era niña ha visto que su comunidad trabaja mucho por la conservación. El pueblo —en todo el centro de la isla— está a veinte minutos de la playa. Tiene unas cinco o seis cuadras empapeladas con carteles sobre la naturaleza y valores de la familia hechas por los niños y niñas de la escuela. En el camino, iguanas de todos los tamaños corren entre los árboles. Cada tanto se encuentran cestas de desperdicios y letreros en madera donde se explica cómo separar los residuos.
“Aquí viene una empresa a llevarse la basura ya para Cartagena”, me contó Isabel, pero el resto, la orgánica, la ponen en pozos para que se convierta en abono para plantas. Era mediodía, estábamos en la parte de atrás del hostal y ya empezaba a sonar el aceite del pescado estallando. “El manejo de la basura en el pueblo ha mejorado un 50 % gracias a las sesiones de limpieza que hacemos”, me dijo.
—Las jornadas consisten en que nos dividimos por grupos y para recoger la basura del mar nos ayudan los buzos.
—¿Los buzos?
—Pescadores de acá de la comunidad que pescan en modalidad de buzo para coger langosta y eso… entonces ellos nos ayudan a sacar botellas, latas, porque como son los que saben meterse a pulmón hasta el fondo fondo fondo…
Isabel Camargo detrás de una de las cabañas del hostal que administra, Playa libre. Foto: Sara Zuluaga.
III
Barú, el pueblo, Isla Barú
A esta parte de Colombia llegan la tortuga laúd, la tortuga verde y la carey (vulnerable, en peligro de extinción y en peligro crítico, respectivamente). En la isla, sus habitantes se han relacionado con ellas toda la vida: las han comido guisada, han usado sus partes para artesanías y el caparazón de la carey lo han vendido para hacer espuelas de gallos para las peleas. José Félix Cifuentes, de Isla Grande, las vendía hace años: “En Cartagena me daban unos treinta mil por el caparazón, eso es irrompible, y por la carne póngale veinte. Eso era lo que uno le sacaba en plata a ese animalito. Pero hace muchos años sí sé que valía más”.
A Barú, el pueblo, casi no llega gente. Hace apenas unos meses construyeron una carretera que bordea el mar y conecta con Playa blanca. Vale diez mil pesos llegar en moto. No hay grandes hoteles y el pueblo no aparece cuando se busca Barú en internet. Sin embargo, tiene el túnel de mangle más grande de las tres playas, los niños dicen que hay caimanes y el plancton se ve más brillante porque solo unas luces modestas de casas vecinas alumbran el agua. Suenan gallos todo el día porque las peleas siguen siendo una tradición. También hay dibujos de tortugas en las paredes de la calle.
Gallo de pelea en una casa de Barú. Foto: Sara Zuluaga.
Aquí vive Bernardo Medrano, una especie de leyenda: un hombre flaco y fuerte de setenta y cinco años cuyo cuerpo exclama que ha pescado toda la vida en chalupa sin motor.
—Yo sé lo de las tortugas, cómo le digo, de generación en generación, mi abuelo le enseñó a mi papá y mi papá a mí.
—¿Qué le enseñó?
—Pues a cogerlas, porque antes ellas no se cuidaban, antes eran el sustento, uno las cogía para comer con guiso.
—¿A qué saben?
—Muy sabrosas. Por aquí era una cosa normal comerlas. No era de maldad ni nada como la gente piensa, eran un sustento, y también los huevos se comían. Y había partes que se vendían como el caparazón.
—¿Y cuándo dejó de cazarlas?
—Hace años. Yo estaba trabajando de celador en Isla Grande y allá fue que conocí a ese muchacho Diego, me dijo que trabajáramos con tortugas y yo le dije que no, pero él insistió mucho.
Diego Duque nació en el Quindío, pero en el 98 se fue para el Parque Nacional Natural Corales del Rosario y San Bernardo como voluntario. Empezó a visitar las islas y a hablar con la gente. A Diego le dijeron que si quería trabajar para conservar las tortugas tenía que convencer a don Bernardo, el buscador de tortugas marinas más sabio de la isla, entrenado en el arte delicado del sigilo.
Bernardo Medrano en su casa en Barú. Foto: Sara Zuluaga.
El plan era trabajar juntos, ir a buscar nidos de tortugas y hacer el monitoreo del área, marcarlas y liberarlas. Por eso le pagarían a don Bernardo su día de trabajo. Ya van quince años. Después de tanto atravesar el mar y cortar ramas para hallar nidos, se hicieron amigos. Por la casa de don Bernardo pasan muchas motos y levantan arena que nos llega a casi todo el cuerpo. Se queda callado cuando una pasa y me mira molesto. Seguimos:
—¿Cómo encuentran los nidos?
—Hay muchas técnicas. En otros lados de Colombia sé que hay gente que busca con el talón, se entierra el talón y se va sintiendo. Pero yo lo hago con un palito. Salgo con un palito al que le tengo una punta y empiezo a enterrar y a enterrar hasta que voy encontrando. Es de paciencia, uno va aprendiendo.
Don Bernardo le ha enseñado todo sobre las tortugas a su hijo Obando y dice que no se lo va a enseñar a nadie más, porque él se va a morir y espera que lo que hace su hijo con las tortugas sea valorado. Obando tiene treinta años y es el pescador más respetado de Barú: “Dicen que pesco haciendo rezos, oraciones, que porque nunca llego a la casa sin nada”, me cuenta mientras instala el motor en la lancha en la que vamos a salir al rato. Me dijo que no solo se trata de un monitoreo, que es todo un trabajo con la comunidad: “Llevamos tantos años con esto de las tortugas que ahora, si algún otro pescador encuentra un nido, no lo rapta, sino que viene y nos avisa para nosotros ir a revisar”.
Bernardo y Diego tienen datos concretos de doce de sus quince años de trabajo: han logrado georeferenciar 436 nidos e identificar 37 playas de anidación. Han aprendido que, cuando una tortuga pone sus huevos, vuelve a subir a la playa quince días después. Que les gusta la sombra. Que mientras están poniendo quiebran ramas. Que cada vez le están temiendo menos a los humanos, o por lo menos a los de esta parte del mar.
Mural pintado por los niños y niñas de la escuela de Barú. Foto: Sara Zuluaga.
Entre agosto y noviembre, la comunidad de Islas del Rosario e Isla Barú hace liberaciones anuales de tortugas que todavía están muy pequeñas y no tienen la suficiente fuerza para enfrentarse al mar. Las llevan al Oceanario, que queda al lado de Isla Grande, y ahí las cuidan durante un año hasta que están listas. No solo eso: junto con Diego y la logística de doña Arnela, llevan a los niños de las escuelas de las islas a esas liberaciones: “Cada niño le pone una placa con su nombre a una tortuga. Ya ha pasado que algún pescador se encuentra con la tortuga de algún niño y la suelta… y viene a avisarnos”, me contó Gregorio. También en el Oceanario le compran las tortugas a los pescadores que encuentren alguna o que se les enreda en la red, para evitar que la consuman o la vendan. Allí las miden, las revisan y las liberan en el mar.
Wilner Gómez, poeta de Barú y funcionario de Parques Nacionales, ha hecho versos y canciones sobre el mar y las tortugas, y ahora trabaja en alianza con la Universidad de los Andes para que se conozca su pueblo y la relación que tienen con la fauna cercana. Su casa queda frente al camino de mangle: “Aquí en Barú con mi esposa Ana Sixta tenemos una iniciativa de ecohotel, que si tú quieres ir a ver el plancton, vamos, ir a conocer lo que se siente pisar la raíz de un manglar, vamos. Yo no voy a cobrar por eso, eso me da felicidad. Para mí todo consiste en necesitar cada vez menos y quiero que se conozca esto, de una forma más orgánica, no excesiva”.
Diego concuerda con eso. “Es muy bonito ver cómo la gente de estas islas se apropió tanto de su territorio”, me dijo la tarde en que nos sentamos a la vuelta del barrio Getsemaní, en Cartagena, y vimos pelícanos pardos bajando en picada a pescar. “Transformaron algo tan enraizado en su cultura, como el aprovechamiento desaforado de la tortuga, en una cosa completamente diferente”.
Cualquier minúsculo proceso biológico se repite en el comportamiento humano: al otro lado del mundo descubrieron que las tortugas están liberando, a través de un proceso natural de su cuerpo, suciedad que no vino de dinámicas del mar, que llegó a ellas a través de una ruta salvaje. La maldición del aguasal, dijo Héctor la otra noche.
Obando, un día de pesca. Foto: Sara Zuluaga.
En Barú, antes de regresar a Cartagena, fui a pescar con Obando. Sobre la lancha solo llevábamos dos arepas de huevo con camarones y sus objetos de pesca. Atravesamos el túnel de manglar y empezamos a ir hacia el centro del mar en medio de las islas, que empezaban a verse grises, borrosas. “Por aquí se hacen las tortugas”, me dijo, de repente, en medio de la nada. “¿Usted sabe nadar, cierto?”, preguntó y antes de escuchar mi respuesta saltó al mar.
“Si no se tira no las va a poder ver bien”, me dijo desde el agua. Salté mientras él me decía casi gritando, por el ruido del viento: “Al mar no hay que tenerle miedo sino respeto, yo al mar lo respeto y por eso me sorprende”. Nadamos hacia el fondo. Unas cuatro tortugas iban y venían, chocando a veces con nuestros cuerpos. Duras. Imponentes. Nos miraban y seguían deslizándose plácidas. En algún momento empecé a distinguir cada una.
Subimos. Seguimos navegando. Obando me dijo que cuando ve salir tortugas bebés le da mucha tristeza: “Todavía están muy chiquitas y uf, llegan a este mar y me da mucho pesar porque es muy duro sobrevivir”. Le pregunté por qué hacía eso, por qué buscaba nidos y promovía la limpieza del hábitat para las tortugas. Quería entender esa relación compleja y contradictoria, terca, entre la tradición bullosa de las peleas de gallos, lo heroico de vender una carne fina y llegar con dinero a casa. Lo cálido o doloroso de cuidar una tortuga cuando apenas puede moverse. Por qué hacer esto.
No sé qué respuesta esperaba, pero todo siempre es mucho más simple: “Porque me gusta verlas cuando salgo a pescar”.