Por las calles angostas, destapadas y pobres de Tumaco pasaban pocas motos, caminaba mucha gente y sobrevolaban escasos aviones; incluso, cuando el ruido venía de arriba, del cielo, los niños se detenían y observaban con asombro el invento, que ya era parte de la rutina de las ciudades capitales. Todos iban de un barrio a otro, el único lugar por el que andaban con precaución, por ser foco de delincuencia común, era el barrio el Voladero. Sin embargo, el territorio no tenía límites; no se hablaba de fronteras invisibles. Por eso los mayores hoy recuerdan un pueblo tranquilo en los años ochenta, a pesar de las noticias que llegaban del centro del país, a finales de esa década, por cuenta de los carteles del narcotráfico. En Tumaco, un municipio ubicado al occidente del departamento de Nariño sobre el mar Pacífico, no había miedo.
Antonio Alegría, coordinador encargado del Consejo Comunitario del Alto Mira y Frontera, tiene 70 años, y siempre ha vivido en la región. Relata que “desde la década del setenta hasta 1996 Tumaco era una maravilla. Se podía andar, era un Tumaco que no era violento, de gente humilde. Se iba de barrio en barrio por todo el municipio, de día y de noche. Los comisarios e inspectores de policía eran la autoridad en las zonas rurales y urbanas. Los entierros eran masivos. La gente de Tumaco era muy dada a los vecinos, por ejemplo, cuando alguien no tenía qué comer, otro le daba pescado, plátano y coco”.
– ¿Por qué empezó a cambiar Tumaco? –
– ¿Esto va a salir en algún lado (medio de comunicación)?
– ¿No puede hablar de eso? –
Mejor sigamos hablando de cómo era Tumaco.
Ahora da miedo hablar, porque la historia dio la vuelta. Desde mediados de la década del noventa el municipio ganó reconocimiento en el plano nacional por el repliegue que las Fuerza Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) hicieron al municipio, lo que implicó reclutamiento de menores, familias desplazadas, víctimas de minas antipersonales y crecimiento de cultivos ilícitos.
El territorio era perfecto por constituir un corredor al mar Pacífico y al Ecuador, para el tráfico de armas y droga. La situación, difícil para la sociedad civil, se complejizó con la llegada, hacia finales de la primera década del siglo XXI, de hombres del Bloque Libertadores del Sur, pertenecientes a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), quienes dieron paso a una guerra por esas tierras estratégicas no solo por la ubicación geográfica, sino por tratarse de un lugar pobre, con poca presencia estatal.
La paz no llegó a los aproximadamente 200 mil habitantes del municipio ni el 15 de agosto de 2006, cuando terminó la desmovilización y desarme de las AUC, ni el 26 de noviembre 2016, con la firma del Acuerdos de Paz entre las Farc y el gobierno de Juan Manuel Santos.
“Si bien tras el avance de las negociaciones y el repliegue de las Farc la violencia homicida en el puerto se redujo de 131 homicidios en 2015 a 102 en 2016, durante 2017 se incrementó de nuevo hasta llegar a 122 en septiembre”, documenta Diego Alejandro Restrepo, investigador de la Fundación Paz y Reconciliación, a través de un artículo publicado en el portal Razón Pública.
Fabio Muriano, Paola Gómez y Leonardo Castro, crecieron en el Tumaco violento que los grupos armados ilegales constituyeron. No pudieron caminar tranquilamente por las calles de su municipio, ni pasear entre los barrios de día y de noche. Incluso, aprendieron a desconfiar de los vecinos.
Se acostumbraron al sonido constante de los helicópteros y avionetas que sobrevolaron la región, a finales de la década del noventa y los primeros años del dos mil, para fumigar los cultivos de coca que aumentaron en el área rural, al pasar de 776 hectáreas en 1999 a 7.045 en 2006, según reporte del Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI) de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito.
A pesar de eso, los tres jóvenes, desde sus lugares y aficiones, decidieron apostarle a la transformación del territorio a través de la vuelta a lo ancestral, la memoria y la reconciliación.
Fabio Muriano, en búsqueda de lo ancestral
¡Gooool! un grito eufórico de niños y jóvenes revela que los estudiantes de noveno grado juegan un partido de fútbol, en el patio principal de la Institución Educativa Bilingüe Awá Técnica Agroindustrial Pianulpí. Es la hora del recreo. Los jugadores y el público son un crisol de rostros y teces que dan cuenta del cambio demográfico que ha vivido Llorente, un corregimiento de Tumaco, que hace tan solo dos décadas era un lugar de mayoría indígena, con presencia de población afrocolombiana.
Pero la llegada de campesinos y guerrilleros de las Farc desde 1995, provenientes del Caquetá y Putumayo, produjo un cambio social profundo que implicó la transformación de las razas, la implementación de nuevas economías y el arribo de la violencia. Los migrantes llegaron tras la implementación del Plan Colombia, en el gobierno de Andrés Pastrana, buscando refugio; y los guerrilleros nuevas tierras para sembrar la coca que les fumigaban con ahínco, desde avionetas, en los dos departamentos de la región amazónica.
“La vocación económica del territorio pasó del pancoger a la coca, luego de que las estructuras criminales foráneas se asentaran en el territorio con el negocio del narcotráfico. En consecuencia, las comunidades se vieron enfrentadas a la violencia que traen estas dinámicas ilegales. La situación se agravó con la presencia del conocido Bloque Libertadores del Sur, un grupo que no solo entró a disputarle el control militar a las Farc, sino que en medio de toda esa riqueza que genera el narcotráfico, también intentó quedarse con el negocio”, explica Diego Arias, académico e investigador del conflicto armado y la reconciliación.
La pelota sigue rodando entre afros, indígenas y mestizos. Juegan limpio, lo que da cuenta de la buena convivencia entre nativos y descendientes de colonos. Una nueva arenga irrumpe en el ambiente, es una oda a Fabio Muriano, portero de uno de los equipos en competencia. Atajó un tiro que parecía certero. Con la maniobra concluyó el partido. Se escucha decir de los jóvenes espectadores que el mejor jugador de la jornada es Muriano.
La figura del partido tiene 18 años de edad, pertenece a la comunidad Awá y es un líder juvenil que intenta, a través de la consolidación de una huerta, mostrar a otros jóvenes que en su territorio se puede sembrar otras plantas distintas a la coca. Fabio, que parece tímido, dice en tono valiente que “los indígenas hoy en día ya no le prestan atención a lo que son las plantas tradicionales, que le sirve más a la comunidad, y se enfocan más en cultivos ilícitos”.
Mesurado, medido en la palabra, pero conversador, el joven indígena camina por la huerta mientras explica cómo, a través del proyecto que apoya la Universidad Nacional sede Tumaco, busca sembrar distintas especies de plantas ornamentales, comestibles y medicinales, que se usan en su comunidad.
“Con la Universidad Nacional pudimos conocer más de nuestras plantas tradicionales, porque están muy olvidadas hoy por la juventud, porque ya no les interesa nada de eso. Hicimos un aporte, cada estudiante trajo una planta, hicimos un vivero y ahora lo estamos cultivando para fortalecer la cosmovisión Awá”, cuenta el líder. A la huerta, en la que se escuchan constantemente distintos silbidos de aves, llega un ruido ensordecedor que opaca los bellos sonidos naturales. Un helicóptero sobrevuela la zona. La situación lleva a que Fabio relate que las historias de la fumigación con glifosato en el territorio se las han contado sus padres y profesores, quienes le han dicho que fue catastrófico porque afectó los cultivos lícitos que eran el sustento de las familias de la comunidad.
Nilson Padilla, Ingeniero ambiental de la Universidad Nacional de Colombia y parte del equipo que apoya el trabajo de la huerta, explica que el glifosato es un herbicida muy potente, altamente cancerígeno según la Organización Mundial de la Salud, y que no solo afecta a las plantas sino también las fuentes naturales de agua. Por lo tanto, dice de forma contundente, “es vital que el Gobierno les cumpla a los campesinos con los planes de sustitución, para evitar el uso de ese químico que en la década del noventa hizo tanto daño a la región”.
A Fabio el conflicto armado no solo le llega a través de las historias de los adultos, también lo ha visto de frente. Relata con nostalgia que en 2017 asesinaron a uno de sus amigos del colegio, tenía 15 años de edad. Lo extraña porque era con él con quien hacía una dupla perfecta en la defensa del equipo de fútbol. Nadie sabe quién fue, pero se rumora que lo confundieron.
Los 45 jóvenes que hacen parte de la huerta quieren contribuir a la consolidación de un nuevo territorio, que sea reconocido en el plano nacional por la variedad de plantas y frutos que puede producir, y no por los asesinatos ni por los cultivos de coca que en 2017 alcanzaron 5.464 hectáreas en Tumaco, según el SIMCI. Llorente es uno de los corregimientos que más suma a la cifra, lo que explica el alto número de militares que caminan por sus angostas calles, y lo militarizada que está la vía que conduce del corregimiento a la capital municipal.
El grupo de jóvenes reconoce que se viene un fuerte trabajo para ellos y las comunidades indígenas en el marco del posacuerdo, para que lo pactado se cumpla en el municipio y en el corregimiento. Fabio se prepara para atajar las injusticias a las que diariamente se ven enfrentados los miembros de su comunidad. Desde ya planea las jugadas que hará desde la huerta escolar.
Paola Gómez, resiliencia y memoria
Paola Gómez tiene 25 años de edad, el cabello negro, la cara redonda y una sonrisa amplia. Trabaja como gestora de la Casa de la Memoria de Tumaco desde el año 2016, cuando llegó a desarrollar la práctica profesional de sociología.
Desde allí impulsa la reconciliación y el reconocimiento de todas las víctimas que el conflicto armado deja en su territorio. Para ella es un ejercicio de resistencia, desde la cultura, a décadas de guerra. “Siento que hablar de estas historias, contar qué pasa con cada una de esas personas es también una apuesta política que indica que las víctimas tienen un espacio y una voz”, dice con fuerza, revelando su carácter.
La joven mujer se pasea por tres espacios vitales de La Casa de la Memoria, enseñando con destreza lo que se expone en cada uno. Primero ingresa a un salón dedicado a la historia del territorio antes del conflicto. Luego pasa a un espacio dedicado a las acciones de paz que se hacen desde Tumaco. Finalmente ingresa al santuario de las víctimas, un cuarto cuyas paredes son un mosaico de fotos con rostros que revelan todas las edades. Las imágenes están acompañadas de mensajes que sus familiares les han construido, y de textos en los que se expone la vida de quienes murieron por causa del conflicto armado.
La fotografía de un tío de Paola hace parte de aquel salón. A la gestora de memoria no le gusta hablar de cómo su familia se convirtió en víctima de la guerra. Sin embargo, con frases rápidas, relata que cuando ella era una niña un tío paterno desapareció por cinco días. Luego, cuando llegaron noticias sobre él, su papá salió en la búsqueda. Lo encontró muerto, ya enterrado. Lo desenterró. Paola recuerda que la ceremonia para darle sepultura fue muy rápida, algo atípico en un municipio reconocido por hacer velorios y entierros al compás de la música del pacífico.
Es difícil que un habitante de la región no encuentre en ese lugar de la memoria el registro de alguien que conoció (Incluso yo, en mi rol de periodista, identifiqué a quienes fueron mis vecinos años atrás).
En el Registro Único de Víctimas, al primero de octubre de 2018, se encuentran reportadas 99.828 víctimas del conflicto armado en Tumaco, es decir, el 50 por ciento de la población. De esa cifra 9.671 personas están registradas por desaparición forzada u homicidio.
Los números sentencian la necesidad de un espacio de la memoria; validan el trabajo que Paola hace día a día en compañía de la Diócesis del municipio, entidad que impulsó la creación de ese recinto que abrió las puertas el 13 de septiembre de 2013 a las víctimas y a quienes deseaban contribuir a la paz.
El lugar se convirtió en un santuario para los tumaqueños, quienes encuentran en él un escenario de reparación simbólica. Paola manifiesta que, a través de la Ley de Justicia y Paz liderada por el gobierno de Álvaro Uribe Vélez en 2005, se abrieron más espacios para escuchar a los victimarios que a las víctimas.
“En La Casa de la Memoria hay más oportunidades para contar las historias de las madres que perdieron a sus hijas e hijos. La historia de muchas personas que hemos perdido un familiar. La manera como el conflicto armado ha fragmentado a la comunidad”, explica la gestora de memoria.
La única alternativa a la impunidad con la que cuentan los habitantes de Tumaco es el resarcimiento que ofrece la Casa de Memoria, a través de sus espacios y actividades. Paola manifiesta que “en Tumaco normalmente juzgamos, decimos -en qué andaría (la victima). Por qué lo habrán matado- validando así el discurso del victimario. Pero también es importante escuchar y validar el discurso de las víctimas”.
Eso es justamente lo que ella hace: escuchar, construir talleres de reconciliación, invitar a la comunidad a trabajar por la transformación del territorio sin olvidar los años pasados en los que todo cambió; ese es su aporte para la reconciliación.
Francisca Castro, desplazada del municipio La Tola de Nariño, es hoy una investigadora empírica sobre temas de resistencia de poblaciones afrocolombianas en la Universidad Javeriana de Cali. Desde allí hace un llamado para que se tenga en cuenta el saber ancestral para impartir una justicia que repare y sane a las comunidades.
Ella, que está consolidando en la capital del Valle del Cauca un lugar para la memoria de las víctimas de la región del Pacífico, manifiesta que “a nuestra gente después de enmudecerla le llevaron un modelo de violencia para que se hicieran sentir a través de armas de fuego. Es necesario desatar las palabras a través de nuestros procesos de identidad cultural”. De esta manera reconoce el valor de trabajos, como el que hace Paola, por la reivindicación de las víctimas a través del recuerdo, la reflexión y la identidad.
Leonardo Castro, cruzando fronteras
Los barrios El Nuevo Milenio, La Ciudadela, La Paz, Viento Libre, Iberia, Once de Noviembre, Los Ángeles, California, El Obrero, Unión Victoria, componen la comuna cinco de Tumaco. Son territorios que incluyen zonas de bajamar, con alta contaminación de las aguas desde donde se levantan las columnas de madera que sostienen las casas de los habitantes más pobres de la zona.
El agua potable solo llega un día a la semana. No es un lugar turístico, aunque cuenta con gran potencial por la presencia de manglar y de distintas especies de aves, que revolotean y cantan por todo el lugar. Es una maravilla de la naturaleza que bordea la pobreza humana.
A ese territorio muchos tumaqueños no arriban por miedo a las fronteras invisibles que bandas criminales establecieron para ejercer control del microtráfico y del narcotráfico, quitando de esa forma la oportunidad a los residentes de generar recursos a través del turismo comunitario, que cada vez toma más fuerza en otros rincones de la región costera de Nariño.
En ese escenario creció Leonardo Castro. Su barrio, al que le canta con amigos a ritmo de rap, es Nuevo Milenio: “Del barrio, del barrio soy yo. La música nos aleja de los malos vicios. Hace algunos años que me pongo a recordar cuando con mis amigos salíamos a jugar (…) hasta media noche nos solíamos quedar, sin miedo y sin preocupación de que una guerra sorda nos lastime el corazón, truncando nuestros sueños de vivir en libertad. Ya no tengo a mis amigos, y mis hermanos ya descansan en paz…”. El fragmento de la canción revela una crónica de la transformación que ha vivido el territorio en las últimas dos décadas. Paradójicamente, es el lugar donde se desarrolla una importante movida artística por cuenta de jóvenes que hacen música, danza, teatro y actividades circenses.
En 2015 Leonardo, en compañía de residentes de barrios tradicionalmente enfrentados por las bandas criminales que se alojan en ellos, dieron vida al grupo AfroMiTu. La idea les vino tras conocer la experiencia de Alianza Urbana, un colectivo musical del Chocó, que llegó a Tumaco para narrar cómo a través de la música lanzan gritos pacíficos sobre la situación en la que viven y la sociedad con la que sueñan. En la actualidad AfroMiTu le canta a la paz, a la resistencia y a la reconciliación.
“El año pasado tuve uno de los episodios que más afectó mi vida. En una semana asistí a cuatro velorios porque mataron a cuatro amigos. Fue muy pesado. No quería salir de la casa porque no sabía qué podía pasar. Yo no pertenezco a ningún grupo malo, pero entiendo que algo está mal y debemos buscar la manera de solucionarlo”, relata el rapero y actor de 22 años; porque Leonardo, además de cantarle a la convivencia pacífica, actúa en el grupo Teatro por la Paz, adscrito a la Pastoral Social de la Diócesis de Tumaco.
El sábado 3 de noviembre, a las 2:30 de la tarde, el grupo de teatro arriba al barrio El Bajito, que cuenta con extensas playas y zonas de esparcimiento, a las que llegan muy pocos turistas por la presencia de bandas criminales. Esas estructuras han creado rivalidad con otras que habitan en el Nuevo Milenio, por lo cual los residentes de ambos lugares se miran con desconfianza.
Pero el teatro logra borrar cualquier señalamiento. No importa de qué barrio es cada uno de los actores, lo significativo es que todos coinciden en el anhelo de la paz para todo su municipio. Leonado asegura que lo que más disfruta de ser actor es que cruza las fronteras impuestas en los barrios, para llevar entretención y reflexión, y así resistir a la violencia de su municipio.
La extensa calle, sin pavimentar, es el escenario. Aproximadamente cien personas, entre niños, jóvenes y adultos, empiezan a acomodarse para ver Agua que me muero. La obra arranca risas, a pesar de que evidencia las dificultades a las que se enfrentan las familias de la zona por el mal servicio del acueducto. Al final invita a la movilización de la población para dar solución a sus problemas. Se escuchan aplausos.
“El índice de Pobreza Multidimensional total en Tumaco es de 84,50%, con una incidencia urbana del 74% y una incidencia rural del 96,30%. Este municipio se caracteriza por las precarias condiciones de vida de sus habitantes debido a la limitada oferta de servicios básicos como agua potable y energía”, así describe la situación el Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural.
Las cifras revelan las problemáticas de la región. Respecto a esto Leonardo segura que “esa rutina – la que impone la pobreza- es lo que hace que los jóvenes piensen que la mejor alternativa para salir adelante son las armas, porque todo lo que miran a cada rato son policías, soldados, entonces eso así nunca va a cambiar. La mejor alternativa es la educación. Los malos no son malos porque quieren, son malos por falta de oportunidades”.
*** Fabio, Paola y Leonardo anhelan cambiar la historia de su región. Los tres han pasado del sueño a la generación de acciones en las que involucran a toda la comunidad para que la búsqueda de la paz sea una obra colectiva capaz de imponerse sobre los cultivos de coca, las fronteras invisibles, las bandas criminales y otros grupos armados ilegales que se han acentuado en el territorio a través de la violencia. Fabio, Paola y Leonardo quieren que en Tumaco se pueda vivir sin miedo.