Ana y Rafael solo soñaban con vivir tranquilos en el campo, pero las balas competían con sus manos para abrir los huecos en la tierra: ellos se rehusaron a sembrar violencia. Darío suspiraba por sus cultivos de cebolla, aunque el estigma de estar en una “zona roja” no lo dejó seguir cosechando sus ilusiones de progreso en su terruño. Flor y Santos se negaron a ceder a sus hijos como combatientes en una sangrienta confrontación que jamás sintieron que les incumbió.
Catalina nunca tuvo que ver con los unos ni con los otros, pero los unos la acosaron y la persiguieron, y los otros le mataron a un hermano. Todos ellos son víctimas de un conflicto armado que durante 2018 convirtió a 138.600 civiles colombianos en refugiados por todo el mundo, según el informe Tendencias Globales, desplazamiento forzado, publicado este año por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para estos asuntos (Acnur).
Los protagonistas de estas cuatro historias pudieron cruzar las fronteras de su Colombia natal y refugiarse en una Venezuela que los adoptó. Un país que a su llegada les ofreció un trabajo digno y una casa que convirtieron en hogar para echar raíces, ayudándolos a superar el dolor del pasado. Y pese a que, según Acnur, ya hay casi 24.000 retornados en Colombia, todos desde Venezuela, al menos los de estas historias todavía insisten en seguir allí.
Los “aprendizajes” repetidos
“¿Qué estamos haciendo aquí? ¡Dios mío! Que se pierda todo y vámonos”, fue la sentencia con la que Rafael y Ana asumieron su primera huida por el acecho de la guerra en Colombia. Él, un empresario informático que deseaba vivir en el campo, y ella, su esposa, con quien compartía el mismo sueño. Aspiración que nunca pudieron alcanzar con plenitud en la tierra en que nacieron, y que comenzó a desmoronarse durante los días más turbios de aquellos años en los que el expresidente Andrés Pastrana y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) no se ponían de acuerdo para firmar la paz.
Su primer desplazamiento comenzó en Algeciras, donde los bombardeos y las ráfagas de plomo caían como meteoritos sobre el pasto, “abrían el suelo como dos cuartas pa bajo, así fuera cemento”, evoca Rafael. El nuevo hogar sería Rivera, muy cerca de Neiva. Allí crecieron sus dos hijos. Cuando llegó la hora de mandar a la universidad al mayor, Rafael revisó su presupuesto y se dio cuenta de que aún hacía falta dinero. Por eso, pensó en vender una estatua precolombina que había encontrado hacía muchos años en la finca de su papá. Apuró las gestiones estrechando contactos con amigos vinculados al área cultural e incluso viajó a Bogotá. Mientras las diligencias fueron tomando su curso, Ana aprovechó para acompañar a su hermana mayor durante un proceso posoperatorio en la capital.
En la noche del 27 de febrero de 2006 Ana prendió el televisor y se enteró del asesinato de nueve concejales en Rivera. Le contó a Rafael y los dos decidieron regresar cuanto antes, porque sus hijos, sus trabajadores y su finca estaban solos. Al llegar, se reportaron en la policía, pero a pesar de haber encontrado todo en orden, menos de tres meses después comenzaría la verdadera pesadilla.
Después de un silencio en el que Rafael no consigue qué decir, con el peso del dolor en su voz termina por soltar: “Ahí nos involucraron, como a unos 17 campesinos, sin nunca en la vida haber tenido un problema en Colombia con la justicia”. El hombre recuerda ese día de junio, cuando tuvo que desfilar esposado en el aeropuerto, mientras el ministro de Defensa los señalaba por delitos en los que él asegura nunca haber estado involucrado.
Pasó dos meses en la cárcel de Neiva, pero ahí no terminaría su encierro: un día, alrededor de las tres de la mañana, subieron a Rafael a un camión, “me sacaron engrillado, como al peor de los delincuentes”. No tenía idea de que su destino era la Cárcel de Cómbita, en Boyacá, a donde llegó al anochecer. Lo ingresaron a una celda fría, con una cama de cemento y sin cobija, casi hermética, solo con una pequeña ventana. Luego, lo ubicaron en el patio de los procesados por rebelión, junto a miembros de las Farc y del Ejército de Liberación Nacional (ELN). Rafael decidió enfocarse en estudiar ecología y ambiente, tal vez atendiendo a un presagio que lo prepararía para encarar los futuros días de libertad en el, literalmente, soñado refugio.
Ana aclara que a Rafael lo inculparon por la declaración de una guerrillera: “Dice ella haber escuchado que en la finca de un señor Rafael pernoctaban, que se llevaban mercados de ahí, que él era miliciano, y que les pasaba información cuando mataron a los concejales”. Aunque la subversiva siempre aseguró que no lo conocía. “El abogado nos insistía en que no había bases, que solo porque ella había escuchado de él, pero ni siquiera lo conocía, ni él estaba en Rivera cuanto todo eso pasó”, ratifica Ana.
Rafael salió en noviembre de Cómbita y su primera acción fue demandar al Estado. Esa es la razón que considera motivó la orden de captura que estaba a punto de ser emitida al iniciar la Semana Santa del año siguiente. Su abogado se enteró un poco antes y logró alertarlo. “Nos fuimos a casa del mismo amigo que nos estaba ayudando con la estatua precolombina, allá me encaleté. Él me sacó en una camioneta con placas diplomáticas, solo me preguntó a dónde quería que me llevara. Le dije que hasta Bogotá, y de ahí en adelante yo cuadraba”.
Los esposos pensaron en irse a Ecuador, porque allí contaban con amigos, pero Rafael quería irse a Venezuela. “Allá no conocemos a nadie”, le previno Ana. “No importa, allá está Chávez, yo me voy es para allá”, respondió él. Después de casi 20 horas llegó a San Antonio del Táchira, pasó en carro tranquilo por todas las alcabalas y se quedó casi dos meses.
Ya a salvo, Rafael recuerda con voz quebrada y sus ojos emparamados: “Estando preso en Cómbita, tengo un sueño en el que veo a un maestro gnóstico que me dice que me están esperando en Venezuela”. Eso lo alentó a buscar el templo, y allá fue a dar. Al llegar le indicaron que el maestro estaba en el santuario.
“Me acerco, pero no tanto, no quería interrumpirlo, solo me quedo allí viéndolo. De pronto, él levanta la vista, sonríe, me mira fijo, me abre los brazos, y tal como recuerdo en el sueño, me dice las mismas palabras: ‘lo estábamos esperando’”. El aguacero no termina de reventar en los ojos de Rafael, su esposa le soba la espalda.
Ana llegó luego a Venezuela, en octubre de 2007. No dejaron pasar mucho tiempo para ir a la sede de la Comisión Nacional de Refugiados (Conare) para tramitar su solicitud de refugio, que fue negada en un primer momento por el Estado venezolano. “Porque yo tenía orden de captura por rebelión en Colombia, decían que eso era un delito particular”. Rafael no se amilanó, consultó a amigos abogados cercanos, quienes arguyeron que “la rebelión es un delito político, no común”. La condición se aclaró y pocos meses después Rafael y su familia recibieron el reconocimiento de su estatus como refugiados de origen colombiano en Venezuela.
Durante los primeros dos años administraron una finca, y desde hace nueve están radicados en unas cuantas hectáreas en las montañas andinas venezolanas, en un estado fronterizo del Táchira. Luego de vender las tierras de las que se vieron obligados a huir en Colombia, Rafael cambió aquellos pesos por bolívares y los guardó en un banco, pero no contaba con la devaluación de la moneda venezolana, que perdió su poder adquisitivo en muy poco tiempo. En 2018, el Banco Central de Venezuela (BCV) publicó que la inflación fue de 130.060% para ese año, y que la economía se había reducido a la mitad desde 2013. Más recientemente, la misma entidad admitió que desde enero de 2019 hasta septiembre la inflación acumulada alcanzó un 4.697,5%.
Ana y Rafael soñaban con una finca grande para poder cultivar arroz, una de sus especialidades agrícolas, pero el dinero solo alcanzó para una extensión de terreno muy modesta en laderas tan húmedas como fértiles y nobles que han respondido a sus férreas voluntades con prodigios de auyama, cuyos ejemplares sobrepasan hasta los 18 kilos. También mucho frijol, café, plátano, yuca y un montón de gallinas ponedoras que adornan su porche con la marcha tierna de sus polluelos siguiéndolas en fila.
“Todo ese sufrimiento valió la pena, pues aquí no hemos encontrado sino amor, y eso nos tiene muy fortalecidos. Nosotros no conocemos crisis, la crisis la tiene aquí la gente”, susurra Rafael mientras apunta con sus dedos índice y corazón hacia su sien, su voz se eleva un poco más para decir que, “en Venezuela tenemos todo para salir adelante, pero el que no cree en Venezuela se va”.
“Aquí lo que se trabaja es para comer”, dice Ana, “porque no alcanza para más, pero no se pagan servicios, ni impuesto predial, nada de eso; entonces, la vida es muy relajada, en Colombia es distinto”, agrega. Rafael ilustra el planteamiento de su esposa: “Apague la luz, báñese rápido que el agua es muy cara”, dice en medio de un corte abrupto de energía eléctrica que sucede mientras llueve furiosamente.
Este tipo de apagones suelen ser recurrentes en Venezuela; de hecho, según una investigación de Prodavinci.com titulada Las horas oscuras, durante el primer semestre de 2019, 18 de los 30 millones de venezolanos, vivieron en parroquias aquejadas por un plan de racionamiento eléctrico formal, sin contar las estresantes fluctuaciones que suceden fuera de lo programado. Pero, estas penumbras no perturban el ánimo de Ana y Rafael, porque el balance para ellos es positivo; porque todo implica aprendizajes, dicen, incluso cuando hay lugar para episodios lamentables como el que él relata.
El 10 de marzo de 2012 serían implicados, ahora junto a uno de sus hijos, en el asesinato de dos militares venezolanos. Al rememorar el hecho su voz se ralentiza con un dejo de decepción. “Fue un golpe muy duro, porque veníamos de Colombia, de vivir situaciones de ese talante, y llegamos aquí y seguimos en las mismas”, lamenta él.
Resulta que los convocaron para declarar en el Centro de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc), y mientras se disponían a acudir a las declaraciones, irrumpió un militar en su casa: “¡Venimos por ustedes!”, recuerda Rafael. Ana prosigue el relato para recitar el nefasto saludo como un mantra de mal augurio: “Porque ustedes saben lo que yo sé y lo que ustedes no quieren decir”. No hubo mediación posible, fueron detenidos.
Los implicaron junto a su hijo mayor “a pesar de que ni aquí en la casa, ni a nuestro muchacho, nos consiguen nada, porque nosotros no estamos en ningún rollo”, aclara Rafael, mientras recuerda con dolor que al joven “lo torturaron”.
Y aunque el hijo de Rafael no se identifica como adversario del gobierno venezolano, entre los cargos que se le imputaron al muchacho figuran: “ataque a centinela y rebelión. ¿Y cómo así?, si es que a él me lo sacan de la casa”, se pregunta todavía la madre. El caso aún no se ha cerrado.
La afabilidad de Rafael se revela cuando termina de evocar el episodio: se ríe con ganas, mientras su esposa celebra la irónica gracia. Son carcajadas que se pausan, que no cuentan con la energía suficiente para descargar el sentimiento real, pero que no desdibujan la sonrisa resiliente de sus rostros.
Y es que el buen ánimo siempre los sincroniza; valoran la vida tranquila y cuidan mucho los años que les quedan. Por eso, se alimentan, en gran parte, de lo mismo que cultivan hoy en tierra venezolana. Orgulloso, él muestra los frijoles negros y rojos que han cosechado, y describe su suculenta preparación con aliños verdes, al fuego de una cocina de leña, nada más. Admite que es muy poco lo que tienen que comprar para mantener completa su despensa.
“Venezuela es nuestra casa. De repente, antes de estar en estos cuerpos, tuvimos que haber tenido un gran compromiso, porque ahora lo estamos sintiendo, aportamos nuestro granito de arena, porque el proyectico de nosotros está enfocado en fortalecer el proceso: produciendo aquí lo que nos han quitado con las sanciones y el bloqueo. Tenemos que aprender a sacar lo bueno de lo malo y lo malo de lo bueno. Entonces, como nosotros ya no podemos tener urea, que es nitrógeno, para el desarrollo de las plantas, pues ya lo estamos produciendo. Y orgánicamente estamos produciendo fósforo, que es para la florescencia, estamos produciendo potasio, que es para el fruto, estamos produciendo insecticidas y algunos fungicidas desde nuestro conuco”.
Y sí, muchas veces llegaron silencios, tal vez propios del frío que empieza a hacer de las suyas cuando el sol va escondiéndose en los andes venezolanos. Él corta uno de esos tantos para decir: “Estamos más convencidos que antes de que el compromiso más grande es poder servir en lo que podamos”. Ana finiquita: “Los sueños no paran”.
“La promesa” que termina por cumplirse en tierra ajena
A Darío no lo amilanan las empinadas cuestas de su parcela en Venezuela, ni tampoco las de la vida. Foto de Wladimir López Granados.
El sábado 7 de marzo de 1980, una riña entre familias acabó con la vida de cuatro seres queridos de Darío en los campos del Catatumbo. En el velorio irrumpieron casi una decena de soldados comandados por un cabo pasado de tragos que quiso requisarlo todo, incluso a los muertos dentro de sus ataúdes. Frente a semejante irrespeto, uno de los dolientes trató de impedir la impertinente revisión, pero no tardó en recibir un golpe con la culata de uno de los fusiles, provocando una reyerta con cuchillos, balas, patadas y puños.
Fueron 10 muertos, “una masacre espantosa”, rememora Darío. “De ahí en adelante, todo cambió, se dañó toda la estructura social”. Para su abuela, rezar el rosario todas las noches era una regla, pero luego de estos sucesos, ya no lo hicieron más. Él justifica la crisis de fe: “Si estábamos rezando en el velorio, ¿por qué pasó lo que pasó?”. Los cuerpos dentro de los féretros
se descompusieron, y algunas partes de los fallecidos en la contienda fueron banquete para animales, pues toda aquella microzona de guerra en el Catatumbo fue acordonada por la fuerza pública.
Darío es oriundo de Mesa Rica, municipio La Playa, departamento Norte de Santander. Allí permaneció hasta los 33 años. “Nacido y criado en el campo, campesino ciento por ciento”. Es un hombre corpulento, de tez morena y tímido, que proyecta parquedad con sus ojos negros, ya achinados por la edad. Su hija menor lo acompaña siempre, varias veces se acerca, recuesta su cabeza en uno de sus hombros, luego de mirarlo con la ternura de una doncella a su héroe. Ella lo besa en la mejilla, él la besa en la frente, se sonríen y estrujan más el abrazo.
Después de aquellas masacres, Darío recuerda que el ejército envió tropa contraguerrilla, “puro soldado especializado que, en vez de controlar la situación, acrecentó la tensión, pero también despertó a la comunidad”. Iniciaron reuniones comunitarias para entender las necesidades que tenían e impulsaron la organización social, “pliegos de peticiones que el gobierno ignoraba, pero que se hacían”, marcharon y convocaron manifestaciones, describe Darío.
En el primer paro, todo su pueblo se movilizó hacia la ciudad. Allá arribaron con su documento petitorio. Poco después de iniciar el plantón, fueron sorprendidos por un presunto operativo de reclutamiento que se llevó a la mayoría de los hombres; quedarían menos de la mitad de los reclamantes con una que otra pancarta y mucha desilusión.
En 1987, su comunidad se organizó y participó en un paro regional, “ahí sí se movilizó muchísima más gente, ya había más conciencia de las reivindicaciones necesarias”. Pero luego de dos meses, “todos los líderes y negociadores que no alcanzaron a matar tuvieron que irse al monte”: otro parteaguas en la historia de Darío.
A partir de ese momento, la tierra donde nació se sectorizó como “zona roja” y se desató una nueva forma de combate a la guerrilla que consistía en usar sus propias maniobras, “¿cómo?, pues golpeando a los guerrilleros de civil. ¿Y quiénes eran esos?, pues los civiles que estábamos en zona roja: nosotros”, relata.
Darío se sintió como objetivo de guerra, “éramos como enfermos de lepra, allí no se podía entrar porque todos estábamos supuestamente contaminados”, por eso irrumpieron los paramilitares, “hombres armados al servicio de los militares”. Él se apura en explicar que “los mismos soldados contaban: cuando nosotros nos vayamos, corra todo el mundo porque viene una masacre, y eso era precisito, porque entraban los paramilitares y luego volvían los militares para recoger los muertos”.
Estas circunstancias impulsaron la primera salida de Darío y su gente desde Colombia hacia Venezuela. Si bien cruzaron 13 familias y fueron amparados por un organismo de protección internacional en todo el proceso de traslado, cuando llegaron al pueblo andino que eligieron para vivir en este nuevo país, fue difícil establecer acuerdos para empezar a trabajar. Por eso le tocó regresarse a su casa en el Catatumbo, pero cuando el conflicto arreció en esos campos tuvo que enviar a su esposa e hija a Ocaña, porque, dice, “uno solo se defiende mejor, o al menos, evita la desgracia de que vean cómo lo matan”.
Respondiendo a su presentimiento, un soleado 10 de enero, a eso de las dos de la tarde, un grupo de paramilitares llegó a la vereda de Darío. “Yo nunca los había visto, menos uniformados, todas las caras tapadas, camuflados, una vaina espantosa, traté de no verlos, pero vi una AK47. Venían como 12 en una patrulla”. Le pidieron documentación, y pese a que Darío ni habló, el comandante no dudó en señalarlo como al que estaban buscando.
“¿Y a mí por qué?”, preguntó con la voz desatrancada por el miedo. No hubo respuesta verbal. Lo amarraron, y de ahí en adelante, permaneció hincado. Mientras tanto, recordó a sus conocidos militares y los mencionó como referencias, buscando salvarse de lo inminente. Desde que pronunció el primer nombre, el comandante paramilitar los desestimó, la golpiza había
empezado, sus captores buscaban información, pero Darío no sabía nada.
De pronto, el campesino percibió en la parte posterior de su nuca un roce frío que bordeó todo su cuello y bajó justo hasta su pecho, como su rostro estaba agachado pudo ver el destello del cuchillo afilado, con cuya punta sacaron el cristo de la camándula que siempre cargaba. Alcanzó a levantar su mirada, la fijó en su verdugo, quien retiró la amenaza metálica. Él sintió la vibración del rebote de la imagen en su esternón, su corazón seguía latiendo, aún no lo habían matado.
En medio del suplicio, Darío vio de reojo a un amigo sacerdote que pasaba cerca y sintió que había sido enviado para ayudarlo a entregar su alma al cielo. Peleando en su interior con el temor, se atrevió a llamarlo, “al menos pa’que sea el último que me vea vivo”. Los captores le preguntaron al religioso: “¿Usted conoce a este guerrillero?”, a lo que el padre respondió tratando de explicarles que el hombre no era lo que ellos decían.
“Fue la tortura moderna que llaman, la de asfixia: ponen un paño, un kilo de sal y agua. Me lo aprietan contra la cara. Me tocó tragarme toda esa sal, porque si la respiro, peor”. Puño tras puño, culatazo tras culatazo, Darío en su mente iniciaba avemarías y las terminaba como padrenuestros. Él siguió sin poder confesar lo que no sabía, por eso prometió a Dios trabajar sin descanso si lo sacaba con vida de ese fatídico momento.
Hincado, con un arma detrás de la cabeza, otra en la sien y un cuchillo largo a un lado de las costillas sintió que no sobreviviría. Su conciencia lo consolaba al pensar que sería incapaz de involucrar a nadie para intentar zafarse de la muerte, y lo más importante, su familia estaba a salvo. “Llegó un punto en el que yo alcancé a ver la bala del fusil, porque me apuntaron con él, la vi dentro del cañón”.
Seis de la tarde. Fin de la tortura. Darío todavía estaba vivo, la tierra seguía oliendo a sol. Sus propios captores se despidieron diciendo que no entendían cómo no lo habían matado. El comandante paramilitar satirizó el estertor de Darío y le espetó: “Usted vio a San Pedro”. El recién resucitado le contestó: “Todavía lo estoy viendo, borroso, pero aún lo veo”. Cuando ya lo estaban soltando, “baja el que era sargento del ejército y me pregunta si me golpearon mucho, le cuento que sí, me dice que él sabía que no me iba a pasar nada”.
De vuelta a casa, esa misma noche, había una fiesta familiar muy cerca. Darío asistió para celebrar su sobrevivencia, y, aunque “todavía el alma no me había vuelto al sitio”, él amaneció esperándola.
Unos 15 días después viajó a Ocaña para visitar a su familia. Volvieron a interceptarlo, pero esta vez corrió mejor suerte: después de una intimidante requisa, el comandante paramilitar lo despidió diagnosticando que estaba “limpio”. Darío le preguntó si estaba seguro y afirmó que no estaba dispuesto a padecer más sustos, “ya con este son dos, y yo no creo que uno aguante tanto”.
Transcurrido un año, mientras trabajaba con un hermano, volvió a ser retenido, ahora por el ejército. “Un día completico me tuvieron, les dije que llamaran a quien quisieran, ya me tenían mamado”. Recuerda Darío que la zona estaba sitiada por minas antipersonal y los militares consideraban que él podía tener información, pero seguían equivocados. “Si yo supiera dónde
están, ni por aquí estuviera pasando”, les dijo.
Darío entendió que era difícil continuar viviendo en su tierra. Y aunque no había tomado una decisión definitiva, empezó a poner al día toda su documentación. En ese proceso se encontró con un sargento del ejército en un punto de control, se reconocieron entre sí. “¿Qué hace usted todavía por aquí?, ¿por qué no se ha ido?”, le inquirió el oficial. Estas palabras impactaron su corazón, removieron el miedo, pero también activaron su esperanza, él sabía que tenía una salida.
“Yo hice todo lo que tenía que hacer, me esforcé todo lo que pude. Aquí no tengo vida, y si Dios me ha dado otras oportunidades, no las voy a desperdiciar”. Se dispuso a vender su finca, y aunque no recibió el valor justo, siempre supo que su vida y la de su familia valía infinitamente más. Darío se lamenta de que, en el Catatumbo, él y su gente vivían entre dos veredas compuestas por unas 300 familias, y que con el pasar de los años quedaron solo dos, “usted sentía el vacío y el silencio, no le deseo esa vaina a nadie”.