Ana y Rafael solo soñaban con vivir tranquilos en el campo, pero las balas competían con sus manos para abrir los huecos en la tierra: ellos se rehusaron a sembrar violencia. Darío suspiraba por sus cultivos de cebolla, aunque el estigma de estar en una “zona roja” no lo dejó seguir cosechando sus ilusiones de progreso en su terruño. Flor y Santos se negaron a ceder a sus hijos como combatientes en una sangrienta confrontación que jamás sintieron que les incumbió.
Catalina nunca tuvo que ver con los unos ni con los otros, pero los unos la acosaron y la persiguieron, y los otros le mataron a un hermano. Todos ellos son víctimas de un conflicto armado que durante 2018 convirtió a 138.600 civiles colombianos en refugiados por todo el mundo, según el informe Tendencias Globales, desplazamiento forzado, publicado este año por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para estos asuntos (Acnur).
Los protagonistas de estas cuatro historias pudieron cruzar las fronteras de su Colombia natal y refugiarse en una Venezuela que los adoptó. Un país que a su llegada les ofreció un trabajo digno y una casa que convirtieron en hogar para echar raíces, ayudándolos a superar el dolor del pasado. Y pese a que, según Acnur, ya hay casi 24.000 retornados en Colombia, todos desde Venezuela, al menos los de estas historias todavía insisten en seguir allí.
Los “aprendizajes” repetidos
“¿Qué estamos haciendo aquí? ¡Dios mío! Que se pierda todo y vámonos”, fue la sentencia con la que Rafael y Ana asumieron su primera huida por el acecho de la guerra en Colombia. Él, un empresario informático que deseaba vivir en el campo, y ella, su esposa, con quien compartía el mismo sueño. Aspiración que nunca pudieron alcanzar con plenitud en la tierra en que nacieron, y que comenzó a desmoronarse durante los días más turbios de aquellos años en los que el expresidente Andrés Pastrana y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) no se ponían de acuerdo para firmar la paz.
Su primer desplazamiento comenzó en Algeciras, donde los bombardeos y las ráfagas de plomo caían como meteoritos sobre el pasto, “abrían el suelo como dos cuartas pa bajo, así fuera cemento”, evoca Rafael. El nuevo hogar sería Rivera, muy cerca de Neiva. Allí crecieron sus dos hijos. Cuando llegó la hora de mandar a la universidad al mayor, Rafael revisó su presupuesto y se dio cuenta de que aún hacía falta dinero. Por eso, pensó en vender una estatua precolombina que había encontrado hacía muchos años en la finca de su papá. Apuró las gestiones estrechando contactos con amigos vinculados al área cultural e incluso viajó a Bogotá. Mientras las diligencias fueron tomando su curso, Ana aprovechó para acompañar a su hermana mayor durante un proceso posoperatorio en la capital.
En la noche del 27 de febrero de 2006 Ana prendió el televisor y se enteró del asesinato de nueve concejales en Rivera. Le contó a Rafael y los dos decidieron regresar cuanto antes, porque sus hijos, sus trabajadores y su finca estaban solos. Al llegar, se reportaron en la policía, pero a pesar de haber encontrado todo en orden, menos de tres meses después comenzaría la verdadera pesadilla.
Después de un silencio en el que Rafael no consigue qué decir, con el peso del dolor en su voz termina por soltar: “Ahí nos involucraron, como a unos 17 campesinos, sin nunca en la vida haber tenido un problema en Colombia con la justicia”. El hombre recuerda ese día de junio, cuando tuvo que desfilar esposado en el aeropuerto, mientras el ministro de Defensa los señalaba por delitos en los que él asegura nunca haber estado involucrado.
Pasó dos meses en la cárcel de Neiva, pero ahí no terminaría su encierro: un día, alrededor de las tres de la mañana, subieron a Rafael a un camión, “me sacaron engrillado, como al peor de los delincuentes”. No tenía idea de que su destino era la Cárcel de Cómbita, en Boyacá, a donde llegó al anochecer. Lo ingresaron a una celda fría, con una cama de cemento y sin cobija, casi hermética, solo con una pequeña ventana. Luego, lo ubicaron en el patio de los procesados por rebelión, junto a miembros de las Farc y del Ejército de Liberación Nacional (ELN). Rafael decidió enfocarse en estudiar ecología y ambiente, tal vez atendiendo a un presagio que lo prepararía para encarar los futuros días de libertad en el, literalmente, soñado refugio.
Ana aclara que a Rafael lo inculparon por la declaración de una guerrillera: “Dice ella haber escuchado que en la finca de un señor Rafael pernoctaban, que se llevaban mercados de ahí, que él era miliciano, y que les pasaba información cuando mataron a los concejales”. Aunque la subversiva siempre aseguró que no lo conocía. “El abogado nos insistía en que no había bases, que solo porque ella había escuchado de él, pero ni siquiera lo conocía, ni él estaba en Rivera cuanto todo eso pasó”, ratifica Ana.
Rafael salió en noviembre de Cómbita y su primera acción fue demandar al Estado. Esa es la razón que considera motivó la orden de captura que estaba a punto de ser emitida al iniciar la Semana Santa del año siguiente. Su abogado se enteró un poco antes y logró alertarlo. “Nos fuimos a casa del mismo amigo que nos estaba ayudando con la estatua precolombina, allá me encaleté. Él me sacó en una camioneta con placas diplomáticas, solo me preguntó a dónde quería que me llevara. Le dije que hasta Bogotá, y de ahí en adelante yo cuadraba”.
Los esposos pensaron en irse a Ecuador, porque allí contaban con amigos, pero Rafael quería irse a Venezuela. “Allá no conocemos a nadie”, le previno Ana. “No importa, allá está Chávez, yo me voy es para allá”, respondió él. Después de casi 20 horas llegó a San Antonio del Táchira, pasó en carro tranquilo por todas las alcabalas y se quedó casi dos meses.
Ya a salvo, Rafael recuerda con voz quebrada y sus ojos emparamados: “Estando preso en Cómbita, tengo un sueño en el que veo a un maestro gnóstico que me dice que me están esperando en Venezuela”. Eso lo alentó a buscar el templo, y allá fue a dar. Al llegar le indicaron que el maestro estaba en el santuario.
“Me acerco, pero no tanto, no quería interrumpirlo, solo me quedo allí viéndolo. De pronto, él levanta la vista, sonríe, me mira fijo, me abre los brazos, y tal como recuerdo en el sueño, me dice las mismas palabras: ‘lo estábamos esperando’”. El aguacero no termina de reventar en los ojos de Rafael, su esposa le soba la espalda.
Ana llegó luego a Venezuela, en octubre de 2007. No dejaron pasar mucho tiempo para ir a la sede de la Comisión Nacional de Refugiados (Conare) para tramitar su solicitud de refugio, que fue negada en un primer momento por el Estado venezolano. “Porque yo tenía orden de captura por rebelión en Colombia, decían que eso era un delito particular”. Rafael no se amilanó, consultó a amigos abogados cercanos, quienes arguyeron que “la rebelión es un delito político, no común”. La condición se aclaró y pocos meses después Rafael y su familia recibieron el reconocimiento de su estatus como refugiados de origen colombiano en Venezuela.
Durante los primeros dos años administraron una finca, y desde hace nueve están radicados en unas cuantas hectáreas en las montañas andinas venezolanas, en un estado fronterizo del Táchira. Luego de vender las tierras de las que se vieron obligados a huir en Colombia, Rafael cambió aquellos pesos por bolívares y los guardó en un banco, pero no contaba con la devaluación de la moneda venezolana, que perdió su poder adquisitivo en muy poco tiempo. En 2018, el Banco Central de Venezuela (BCV) publicó que la inflación fue de 130.060% para ese año, y que la economía se había reducido a la mitad desde 2013. Más recientemente, la misma entidad admitió que desde enero de 2019 hasta septiembre la inflación acumulada alcanzó un 4.697,5%.
Ana y Rafael soñaban con una finca grande para poder cultivar arroz, una de sus especialidades agrícolas, pero el dinero solo alcanzó para una extensión de terreno muy modesta en laderas tan húmedas como fértiles y nobles que han respondido a sus férreas voluntades con prodigios de auyama, cuyos ejemplares sobrepasan hasta los 18 kilos. También mucho frijol, café, plátano, yuca y un montón de gallinas ponedoras que adornan su porche con la marcha tierna de sus polluelos siguiéndolas en fila.
“Todo ese sufrimiento valió la pena, pues aquí no hemos encontrado sino amor, y eso nos tiene muy fortalecidos. Nosotros no conocemos crisis, la crisis la tiene aquí la gente”, susurra Rafael mientras apunta con sus dedos índice y corazón hacia su sien, su voz se eleva un poco más para decir que, “en Venezuela tenemos todo para salir adelante, pero el que no cree en Venezuela se va”.
“Aquí lo que se trabaja es para comer”, dice Ana, “porque no alcanza para más, pero no se pagan servicios, ni impuesto predial, nada de eso; entonces, la vida es muy relajada, en Colombia es distinto”, agrega. Rafael ilustra el planteamiento de su esposa: “Apague la luz, báñese rápido que el agua es muy cara”, dice en medio de un corte abrupto de energía eléctrica que sucede mientras llueve furiosamente.
Este tipo de apagones suelen ser recurrentes en Venezuela; de hecho, según una investigación de Prodavinci.com titulada Las horas oscuras, durante el primer semestre de 2019, 18 de los 30 millones de venezolanos, vivieron en parroquias aquejadas por un plan de racionamiento eléctrico formal, sin contar las estresantes fluctuaciones que suceden fuera de lo programado. Pero, estas penumbras no perturban el ánimo de Ana y Rafael, porque el balance para ellos es positivo; porque todo implica aprendizajes, dicen, incluso cuando hay lugar para episodios lamentables como el que él relata.
El 10 de marzo de 2012 serían implicados, ahora junto a uno de sus hijos, en el asesinato de dos militares venezolanos. Al rememorar el hecho su voz se ralentiza con un dejo de decepción. “Fue un golpe muy duro, porque veníamos de Colombia, de vivir situaciones de ese talante, y llegamos aquí y seguimos en las mismas”, lamenta él.
Resulta que los convocaron para declarar en el Centro de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc), y mientras se disponían a acudir a las declaraciones, irrumpió un militar en su casa: “¡Venimos por ustedes!”, recuerda Rafael. Ana prosigue el relato para recitar el nefasto saludo como un mantra de mal augurio: “Porque ustedes saben lo que yo sé y lo que ustedes no quieren decir”. No hubo mediación posible, fueron detenidos.
Los implicaron junto a su hijo mayor “a pesar de que ni aquí en la casa, ni a nuestro muchacho, nos consiguen nada, porque nosotros no estamos en ningún rollo”, aclara Rafael, mientras recuerda con dolor que al joven “lo torturaron”.
Y aunque el hijo de Rafael no se identifica como adversario del gobierno venezolano, entre los cargos que se le imputaron al muchacho figuran: “ataque a centinela y rebelión. ¿Y cómo así?, si es que a él me lo sacan de la casa”, se pregunta todavía la madre. El caso aún no se ha cerrado.
La afabilidad de Rafael se revela cuando termina de evocar el episodio: se ríe con ganas, mientras su esposa celebra la irónica gracia. Son carcajadas que se pausan, que no cuentan con la energía suficiente para descargar el sentimiento real, pero que no desdibujan la sonrisa resiliente de sus rostros.
Y es que el buen ánimo siempre los sincroniza; valoran la vida tranquila y cuidan mucho los años que les quedan. Por eso, se alimentan, en gran parte, de lo mismo que cultivan hoy en tierra venezolana. Orgulloso, él muestra los frijoles negros y rojos que han cosechado, y describe su suculenta preparación con aliños verdes, al fuego de una cocina de leña, nada más. Admite que es muy poco lo que tienen que comprar para mantener completa su despensa.
“Venezuela es nuestra casa. De repente, antes de estar en estos cuerpos, tuvimos que haber tenido un gran compromiso, porque ahora lo estamos sintiendo, aportamos nuestro granito de arena, porque el proyectico de nosotros está enfocado en fortalecer el proceso: produciendo aquí lo que nos han quitado con las sanciones y el bloqueo. Tenemos que aprender a sacar lo bueno de lo malo y lo malo de lo bueno. Entonces, como nosotros ya no podemos tener urea, que es nitrógeno, para el desarrollo de las plantas, pues ya lo estamos produciendo. Y orgánicamente estamos produciendo fósforo, que es para la florescencia, estamos produciendo potasio, que es para el fruto, estamos produciendo insecticidas y algunos fungicidas desde nuestro conuco”.
Y sí, muchas veces llegaron silencios, tal vez propios del frío que empieza a hacer de las suyas cuando el sol va escondiéndose en los andes venezolanos. Él corta uno de esos tantos para decir: “Estamos más convencidos que antes de que el compromiso más grande es poder servir en lo que podamos”. Ana finiquita: “Los sueños no paran”.
“La promesa” que termina por cumplirse en tierra ajena
A Darío no lo amilanan las empinadas cuestas de su parcela en Venezuela, ni tampoco las de la vida. Foto de Wladimir López Granados.
El sábado 7 de marzo de 1980, una riña entre familias acabó con la vida de cuatro seres queridos de Darío en los campos del Catatumbo. En el velorio irrumpieron casi una decena de soldados comandados por un cabo pasado de tragos que quiso requisarlo todo, incluso a los muertos dentro de sus ataúdes. Frente a semejante irrespeto, uno de los dolientes trató de impedir la impertinente revisión, pero no tardó en recibir un golpe con la culata de uno de los fusiles, provocando una reyerta con cuchillos, balas, patadas y puños.
Fueron 10 muertos, “una masacre espantosa”, rememora Darío. “De ahí en adelante, todo cambió, se dañó toda la estructura social”. Para su abuela, rezar el rosario todas las noches era una regla, pero luego de estos sucesos, ya no lo hicieron más. Él justifica la crisis de fe: “Si estábamos rezando en el velorio, ¿por qué pasó lo que pasó?”. Los cuerpos dentro de los féretros
se descompusieron, y algunas partes de los fallecidos en la contienda fueron banquete para animales, pues toda aquella microzona de guerra en el Catatumbo fue acordonada por la fuerza pública.
Darío es oriundo de Mesa Rica, municipio La Playa, departamento Norte de Santander. Allí permaneció hasta los 33 años. “Nacido y criado en el campo, campesino ciento por ciento”. Es un hombre corpulento, de tez morena y tímido, que proyecta parquedad con sus ojos negros, ya achinados por la edad. Su hija menor lo acompaña siempre, varias veces se acerca, recuesta su cabeza en uno de sus hombros, luego de mirarlo con la ternura de una doncella a su héroe. Ella lo besa en la mejilla, él la besa en la frente, se sonríen y estrujan más el abrazo.
Después de aquellas masacres, Darío recuerda que el ejército envió tropa contraguerrilla, “puro soldado especializado que, en vez de controlar la situación, acrecentó la tensión, pero también despertó a la comunidad”. Iniciaron reuniones comunitarias para entender las necesidades que tenían e impulsaron la organización social, “pliegos de peticiones que el gobierno ignoraba, pero que se hacían”, marcharon y convocaron manifestaciones, describe Darío.
En el primer paro, todo su pueblo se movilizó hacia la ciudad. Allá arribaron con su documento petitorio. Poco después de iniciar el plantón, fueron sorprendidos por un presunto operativo de reclutamiento que se llevó a la mayoría de los hombres; quedarían menos de la mitad de los reclamantes con una que otra pancarta y mucha desilusión.
En 1987, su comunidad se organizó y participó en un paro regional, “ahí sí se movilizó muchísima más gente, ya había más conciencia de las reivindicaciones necesarias”. Pero luego de dos meses, “todos los líderes y negociadores que no alcanzaron a matar tuvieron que irse al monte”: otro parteaguas en la historia de Darío.
A partir de ese momento, la tierra donde nació se sectorizó como “zona roja” y se desató una nueva forma de combate a la guerrilla que consistía en usar sus propias maniobras, “¿cómo?, pues golpeando a los guerrilleros de civil. ¿Y quiénes eran esos?, pues los civiles que estábamos en zona roja: nosotros”, relata.
Darío se sintió como objetivo de guerra, “éramos como enfermos de lepra, allí no se podía entrar porque todos estábamos supuestamente contaminados”, por eso irrumpieron los paramilitares, “hombres armados al servicio de los militares”. Él se apura en explicar que “los mismos soldados contaban: cuando nosotros nos vayamos, corra todo el mundo porque viene una masacre, y eso era precisito, porque entraban los paramilitares y luego volvían los militares para recoger los muertos”.
Estas circunstancias impulsaron la primera salida de Darío y su gente desde Colombia hacia Venezuela. Si bien cruzaron 13 familias y fueron amparados por un organismo de protección internacional en todo el proceso de traslado, cuando llegaron al pueblo andino que eligieron para vivir en este nuevo país, fue difícil establecer acuerdos para empezar a trabajar. Por eso le tocó regresarse a su casa en el Catatumbo, pero cuando el conflicto arreció en esos campos tuvo que enviar a su esposa e hija a Ocaña, porque, dice, “uno solo se defiende mejor, o al menos, evita la desgracia de que vean cómo lo matan”.
Respondiendo a su presentimiento, un soleado 10 de enero, a eso de las dos de la tarde, un grupo de paramilitares llegó a la vereda de Darío. “Yo nunca los había visto, menos uniformados, todas las caras tapadas, camuflados, una vaina espantosa, traté de no verlos, pero vi una AK47. Venían como 12 en una patrulla”. Le pidieron documentación, y pese a que Darío ni habló, el comandante no dudó en señalarlo como al que estaban buscando.
“¿Y a mí por qué?”, preguntó con la voz desatrancada por el miedo. No hubo respuesta verbal. Lo amarraron, y de ahí en adelante, permaneció hincado. Mientras tanto, recordó a sus conocidos militares y los mencionó como referencias, buscando salvarse de lo inminente. Desde que pronunció el primer nombre, el comandante paramilitar los desestimó, la golpiza había
empezado, sus captores buscaban información, pero Darío no sabía nada.
De pronto, el campesino percibió en la parte posterior de su nuca un roce frío que bordeó todo su cuello y bajó justo hasta su pecho, como su rostro estaba agachado pudo ver el destello del cuchillo afilado, con cuya punta sacaron el cristo de la camándula que siempre cargaba. Alcanzó a levantar su mirada, la fijó en su verdugo, quien retiró la amenaza metálica. Él sintió la vibración del rebote de la imagen en su esternón, su corazón seguía latiendo, aún no lo habían matado.
En medio del suplicio, Darío vio de reojo a un amigo sacerdote que pasaba cerca y sintió que había sido enviado para ayudarlo a entregar su alma al cielo. Peleando en su interior con el temor, se atrevió a llamarlo, “al menos pa’que sea el último que me vea vivo”. Los captores le preguntaron al religioso: “¿Usted conoce a este guerrillero?”, a lo que el padre respondió tratando de explicarles que el hombre no era lo que ellos decían.
“Fue la tortura moderna que llaman, la de asfixia: ponen un paño, un kilo de sal y agua. Me lo aprietan contra la cara. Me tocó tragarme toda esa sal, porque si la respiro, peor”. Puño tras puño, culatazo tras culatazo, Darío en su mente iniciaba avemarías y las terminaba como padrenuestros. Él siguió sin poder confesar lo que no sabía, por eso prometió a Dios trabajar sin descanso si lo sacaba con vida de ese fatídico momento.
Hincado, con un arma detrás de la cabeza, otra en la sien y un cuchillo largo a un lado de las costillas sintió que no sobreviviría. Su conciencia lo consolaba al pensar que sería incapaz de involucrar a nadie para intentar zafarse de la muerte, y lo más importante, su familia estaba a salvo. “Llegó un punto en el que yo alcancé a ver la bala del fusil, porque me apuntaron con él, la vi dentro del cañón”.
Seis de la tarde. Fin de la tortura. Darío todavía estaba vivo, la tierra seguía oliendo a sol. Sus propios captores se despidieron diciendo que no entendían cómo no lo habían matado. El comandante paramilitar satirizó el estertor de Darío y le espetó: “Usted vio a San Pedro”. El recién resucitado le contestó: “Todavía lo estoy viendo, borroso, pero aún lo veo”. Cuando ya lo estaban soltando, “baja el que era sargento del ejército y me pregunta si me golpearon mucho, le cuento que sí, me dice que él sabía que no me iba a pasar nada”.
De vuelta a casa, esa misma noche, había una fiesta familiar muy cerca. Darío asistió para celebrar su sobrevivencia, y, aunque “todavía el alma no me había vuelto al sitio”, él amaneció esperándola.
Unos 15 días después viajó a Ocaña para visitar a su familia. Volvieron a interceptarlo, pero esta vez corrió mejor suerte: después de una intimidante requisa, el comandante paramilitar lo despidió diagnosticando que estaba “limpio”. Darío le preguntó si estaba seguro y afirmó que no estaba dispuesto a padecer más sustos, “ya con este son dos, y yo no creo que uno aguante tanto”.
Transcurrido un año, mientras trabajaba con un hermano, volvió a ser retenido, ahora por el ejército. “Un día completico me tuvieron, les dije que llamaran a quien quisieran, ya me tenían mamado”. Recuerda Darío que la zona estaba sitiada por minas antipersonal y los militares consideraban que él podía tener información, pero seguían equivocados. “Si yo supiera dónde
están, ni por aquí estuviera pasando”, les dijo.
Darío entendió que era difícil continuar viviendo en su tierra. Y aunque no había tomado una decisión definitiva, empezó a poner al día toda su documentación. En ese proceso se encontró con un sargento del ejército en un punto de control, se reconocieron entre sí. “¿Qué hace usted todavía por aquí?, ¿por qué no se ha ido?”, le inquirió el oficial. Estas palabras impactaron su corazón, removieron el miedo, pero también activaron su esperanza, él sabía que tenía una salida.
“Yo hice todo lo que tenía que hacer, me esforcé todo lo que pude. Aquí no tengo vida, y si Dios me ha dado otras oportunidades, no las voy a desperdiciar”. Se dispuso a vender su finca, y aunque no recibió el valor justo, siempre supo que su vida y la de su familia valía infinitamente más. Darío se lamenta de que, en el Catatumbo, él y su gente vivían entre dos veredas compuestas por unas 300 familias, y que con el pasar de los años quedaron solo dos, “usted sentía el vacío y el silencio, no le deseo esa vaina a nadie”.
Madrugaron para partir, con las maletas cargadas principalmente con ropa de trabajo: “Mis botas, mi charapo, mi sombrero”, toda la artillería para seguir cumpliendo con su promesa consagrada a Dios. El primer tramo fue de Ocaña hasta Cúcuta, y desde allí se encaminaron hacia el mismo pueblo andino que los acogió una vez, donde seguían viviendo las familias con quienes había viajado años atrás.
Una vez en Venezuela, intentó ir directamente a la Conare, pero no recibió la atención requerida. Con el pasar del tiempo, se enteró de la Asociación de Colombianos en Venezuela, quienes lo están acompañando en este nuevo proceso de solicitud de refugio. Compró una bodega con los ahorros de 20 años de trabajo en el campo, sabía que empezaba de cero en casi todo. Hoy en Venezuela, 13 años después de haber llegado, Darío dice que su negocio está surtido únicamente de productos nacionales, logro del que se siente muy orgulloso.
Y no es para menos, mantener al día un establecimiento dedicado a vender alimentos en ese país, resulta una hazaña frente a diagnósticos como el que dio la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas durante el año pasado: “La profunda recesión económica, la hiperinflación y la pérdida de poder adquisitivo, junto con el desmantelamiento del sistema de producción nacional de alimentos y la dependencia con respecto a las importaciones de alimentos, han creado un círculo vicioso que ha afectado el derecho a la alimentación de la mayoría de los venezolanos”.
Es más, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en su estudio El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo, publicado este año, señala que en Venezuela la subalimentación o ingesta insuficiente de los alimentos y nutrientes necesarios “casi se cuadruplicó, al pasar del 6,4% en 2012-14 al 21,2% en 2016-18”.
Aun así, Daría asegura que “dentro de lo que he vivido en Colombia, y lo que he vivido en Venezuela, todavía hacen falta varias rayas más para poder decir que estamos como en Colombia. Sé que la situación es fuerte, pero todavía hay oportunidades aquí”.
Darío estuvo indocumentado durante mucho tiempo, pero cuando sea aprobada su solicitud de refugio iniciará el proceso de naturalización provisto por el artículo 26 de la Ley Orgánica de Refugiados y Asilados (LORRAA). “Vamos a ver qué pasa con la reconsideración”, dice, convencido de no querer irse de Venezuela.
Su caso se ajusta a lo que señaló el Consejo Noruego para Refugiados (CNR) en 2015: “La mayoría de la población en necesidad de protección internacional se encuentra bajo el estatus de ‘solicitante de la condición de refugiado’, estatus que la LORRAA determina como ‘temporal’, dando al procedimiento de solicitud de refugio un lapso máximo de 3 meses, pero que en la práctica se puede tardar un promedio de dos años aproximadamente”.
De hecho, entre las más de 172.000 personas con necesidades de protección internacional provenientes de Colombia en Venezuela, hasta 2017 solo se había concedido el estatus de refugio a 7.861, es decir, un 95 por ciento estaría pendiente, según datos del Centro Nacional de Memoria Histórica en su informe Exilio colombiano: Huellas del conflicto armado más allá de las fronteras, publicado en 2018.
Por su parte, Darío también logró comprar una parcela que está organizando a su gusto, allí vive su verdadera pasión, que sigue siendo el campo, en medio de sus matas de maíz, plátano y café.
Darío revisa con cuidado su pequeña cosecha de maíz. Foto de Wladimir López Granados
“Está difícil conservar la paz aquí, pero yo no corro más. La vida no es para eso. Si ya perdimos parte de nuestra historia, de nuestras raíces, y medio estamos volviendo a echar gajitos de raíces aquí, no podemos convertirnos en almas ambulantes”, reflexiona convencido de seguir honrando su promesa a Dios: seguir trabajando duro, ahora en tierra venezolana.
Más vale un pan con paz
Un esqueje del alma de Flor y Santos quedaría plantado en el Catatumbo. “Queríamos mucho la huerta y nos costó muchísimo trabajo tenerla, pero los hijos valen mucho más”. Ella recuerda con ojos húmedos ese momento en que, anticipando al sol de la mañana de un domingo, salió con toda su familia desde su finca con destino a Venezuela, dejando atrás aquellas tierras bendecidas en profundidad por Dios, pero satanizadas a lo largo y ancho por la cruenta guerra de Colombia.
Era el año 2005 y pasaron la frontera en carro sin ningún problema, hasta llegar a una ciudad andina donde arrendaron una casa modesta. La forma de vida familiar empezó a alterarse, porque quien pudo comenzar a trabajar primero fue Flor, como ayudante de limpieza en una casa.
“Gracias a Dios me fue bien: me di cuenta de que podía hacer más cosas de las que antes hacía, que podía ser independiente y ayudar a mi esposo”, reconoce.
Pero allí solo pudieron estar nueve meses, pues el clima frío del lugar no dio tregua a los platinos que habían incrustado en el cráneo de Santos años atrás, luego de una atroz caída de un caballo durante andanzas juveniles. Tuvieron que mudarse más cerca de la frontera.
Al llegar, consiguieron apoyo inmediato a través de una organización que atiende a personas necesitadas de protección internacional, la cual los orientó en el proceso de solicitud de refugio,los pusieron en contacto con la Conare. Al cabo de aproximadamente un año les reconocieron el estatus, además de ayudarlos con insumos, alimentación, apoyo moral y psicológico. Hasta les facilitaron un refrigerador grande para que Flor pudiera preparar helados y venderlos. Así lo hizo durante mucho tiempo, aunque tuvo que parar por la escasez de algunos de los ingredientes necesarios, cuando la crisis venezolana empezó a alcanzarla.
Flor y Santos nacieron en el Catatumbo. Se casaron cumplidos los 18 años y vivieron ahí hasta que pudieron. Su casa estaba ubicada en una vereda entre Tibú y La Gabarra, “allí el conflicto siempre fue fuerte, pero hicimos resistencia hasta que ya no más”, cuenta ella.
En estas tierras aprendieron a ser agricultores, y aunque la zona era mayoritariamente cocalera, también sembraban plátano, yuca y frijol. Ella acepta que muchas veces, cuando hacía falta plata, le tocó ir a “raspar” a otras fincas, pero en la suya, dice, nunca lo hizo. Al principio, el control de la zona iba por cuenta de los paramilitares. Poco a poco “empezaron a meterse mucho con mi esposo, se lo llevaban por tiempo, lo maltrataban, lo ponían a trabajar bajo el sol, sin beber agua ni nada”.
Con el pasar de los años, también llegó la guerrilla, que señalaba a los lugareños de ser cómplices de los paramilitares. Más de una vez obligaron a Santos a trasladar kilos y kilos de alimentos en mulas. Ella empezó a sentirse presionada, no podía dejar solos a sus hijos ni por un instante, porque si los llegaban a ver los grupos armados, buscaban atraerlos hacia sus filas, “los
ponían a limpiar armas para que ellos se emocionaran”, relata Flor.
“Vivíamos en medio de balas cruzadas que nos hacían salir corriendo con los niños”, recuerda ella, mientras se lamenta de su inexperiencia durante los primeros enfrentamientos, porque en vez de tirarse al piso, reaccionaba corriendo, sin saber que así incrementaba el riesgo de ser alcanzados por el fuego.
Rememora que muchas veces mientras huía entre las ráfagas de disparos, las balas caían cerquita de sus pies en la tierra y rebotaban con mayor fuerza. “Uno lo que más veía era gente ensangrentada, herida”, dice. En los pocos días de paz, Flor y sus niños podían salir de la casa, una de las cosas que les gustaba hacer era arrancar limones criollos, aunque más de una vez se toparon con cadáveres entre las matas.
También sufrió un intento de abuso sexual por parte de un comandante guerrillero, mientras su esposo estaba en ausencia forzosa cumpliendo labores asignadas por el mismo grupo irregular.
Frente a la negativa de Flor y su resistencia a las intenciones del hombre, este le juró que cumpliría su cometido. Esa amenaza mantendría en vilo a la mujer por el resto del tiempo que le tocó aguantar en Colombia.
Sumada a eso, la desaparición de un hermano fue uno de los golpes emocionales más difíciles que tuvo que soportar. La última vez que lo vieron fue cuando salía en un caballo a buscar un dinero que le debían, pero pasaron los días y no regresó. El papá de Flor decidió emprender el mismo recorrido que presumía que había andado su hijo, pero en el camino solo encontró a la yegua. Desde ese momento Flor y su familia luchan por aprender a vivir con el dolor de no saber qué pasó él.
Los intentos de búsqueda complicaron todavía más su permanencia en Colombia, porque tuvieron que acudir tanto a la guerrilla como a los paramilitares para tratar de conseguir información, pero todos los esfuerzos fueron infructuosos. Llegó el punto en el que les exigieron, bajo amenaza de muerte, abandonar la búsqueda. Para ellos no había otra opción, en la zona donde vivían no había presencia de autoridades oficiales, y en caso de haber intentado trasladarse hasta el pueblo más cercano para denunciar, la amenaza igual se cumpliría. Así, tuvieron que desistir, aunque el dolor por la ausencia siguiera intacto.
Pero, el hecho que determinaría la huida de la guerra sucedió cuando, en una suerte de censo, tocaron la puerta de la casa de Santos y Flor, quien abrió con su niña menor en los brazos. Le preguntaron por la edad de sus hijos mayores y ella contestó que la niña tenía 14 años y el varón que le seguía, 13. Enseguida, les advirtieron que se avecinaba un proceso de reclutamiento para la guerrilla. Pero, los esposos no estaban dispuestos a permitir que se llevaran a sus muchachos, algo harían para evitarlo: “Ya no más, vamos a recoger lo que podamos y nos vamos”, le dijo el hombre a su mujer.
Una vez en Venezuela, tanto a Flor como a Santos les costó conseguir estabilidad económica y un empleo sostenible. Y es que en ese país, la crisis laboral ha ido agravándose en los últimos años. De acuerdo con el informe Perspectivas Económicas Mundiales, del Fondo Monetario Internacional, la tasa de desempleo alcanzará casi un 45% en este 2019.
Hasta que, por fin, llegó la oportunidad en que les encargaron el cuidado de una parcela, y así pudieron volver a hacer lo que realmente sabían y les gustaba. Al poco tiempo, los dueños decidieron vender la propiedad, y a ellos les reconocieron una liquidación que les sirvió para comprar dos lotes en una invasión, el de la casa donde viven hoy, y otro donde trabajan agricultura a pequeña escala, cultivan lechosa, limón, mandarina, naranja.
Y aunque les preocupa la situación económica de Venezuela, no piensan devolverse. “¿De qué me servía estar en Colombia? ¡Sí! Tenía la nevera llena, pero muchas veces me tocó dejar las ollas en el fogón quemándose porque había que correr para escondernos de las balas. Al menos aquí, así sea un huevito con arroz, damos gracias a Dios, y aunque sea con mucho sacrificio, uno está tranquilo”, explica Flor.
La mujer valora el hecho de poder tener una casa propia en Venezuela, y aunque sus paredes son de bloque y las calles alrededor no están pavimentadas, considera que eso sería imposible para ella en Colombia.
Por estos días, Flor tiene otra inquietud. Una de sus hijas viajó recientemente desde Táchira hacia Barinas para asistir a una convención cristiana. En una alcabala le pidieron sus documentos de identidad y se los retuvieron, “hasta la cédula colombiana le quitaron, junto con su cédula y pasaporte venezolanos vencidos”. Al mostrar su carta de refugio, un efectivo de la Policía Migratoria Venezolana le dijo que eso no servía para nada.
Ya el CNR señaló como reto de protección dentro de la práctica legal venezolana en 2015 a “los abusos de autoridad, extorsión y vulneración de derechos en los puntos de control, de los que son altamente vulnerables” los solicitantes.
El incidente está cerca de solucionarse, pero no por reconocimiento del error oficial, sino por la mediación del organismo internacional que siempre la ha apoyado. Después de todo, Flor no confía en ningún funcionario oficial de seguridad, ni colombiano ni venezolano, porque siente que “el que tiene las armas, hace lo que quiere”.
De cómo no caer en la trampa de la venganza
Catalina se asoma a los recuerdos de su difícil adolescencia. Foto de Wladimir López Granados.
La primera vez que Catalina escuchó la palabra “venganza”, fue cuando sus primas del campo, en medio de una reunión familiar, le contaron sobre una muchacha que, hacía unos años, había ingresado a las filas de la guerrilla, “los paramilitares le habían matado al papá, a la mamá se la descuartizaron y a la hermana la violaron”.
La quinceañera escuchó la historia, y al final preguntó a sus primas si ya la muchacha había logrado “vengar” a su familia. Le contestaron que no sabían, pero que sí era muy conocida por su puntería: “Buenísima pa el plomo”. Catalina era una niña de ciudad, sus padres estaban divorciados. Mientras empezaba su adolescencia, su mamá se enfermó y decidió enviarla a vivir con su papá en una finca ubicada en el Catatumbo. Si bien durante su niñez había visitado varias veces a su familia, el hecho de mudarse para establecerse en el campo fue un cambio drástico de estilo de vida, especialmente por esa extraña convivencia a la que tanto su papá como sus tíos y primos estaban obligados, unas veces con las guerrillas, otras con el ejército, y algunas cuantas con los paramilitares.
Una de las imágenes que más impactó a Catalina fue ver muchachas jóvenes uniformadas de camuflaje y con fusil terciado, no mucho mayores que ella, que llegaban a cocinar o a bañarse en la finca de su papá. Sentía lástima al verlas curándose ampollas en los pies.
Con el pasar de los días, le tocó acostumbrarse a las llamadas “reuniones de la comunidad” convocatorias hechas por los grupos armados y de asistencia obligada para todos los vecinos de las veredas. También recuerda recurrentemente que era habitual encontrar pozos de sangre, incluso ya coagulada, que impregnaban la tierra y teñían las piedras de los caminos. En esa zona del Catatumbo, Catalina vio llegar primero a la guerrilla y luego a los paramilitares, quienes “tomaban vereda por vereda e iniciaban los enfrentamientos con los sobrevuelos del ejército”.
Para el año 1999, la jovencita ya había cumplido 16 años, edad propia para no ser indiferente a la vida social del entorno. Así, supo de la celebración de los 15 de la hija de un vecino muy prestante de la región al que invitaron a mucha gente. La propia madre de la niña se dedicó a repartir invitaciones, pero tal gentileza generó suspicacias por su carácter siempre engreído.
Aparentemente, el padre de la homenajeada había invitado a casi todo el pueblo, previo acuerdo con los paramilitares, quienes aprovecharían para capturar a los guerrilleros que estuviesen entre los asistentes. Pero el plan no funcionó. En retaliación, el papá de la festejada fue retenido por los mismos paramilitares con quienes había pactado.
Al amanecer del día después de la fiesta, un carro se detuvo frente a la casa del abuelo de Catalina. “Toda esta familia sirve a la guerrilla”, señaló el hombre detenido a los paramilitares desde el interior del vehículo en que lo llevaban. Solo eso bastó para ubicar rápidamente al anciano, a quien, sin tregua ni mediación de palabra, le dispararon delante de sus dos hijos menores de 13 y 14 años.
El conflicto siguió recrudeciéndose en la vereda donde Catalina vivía con su papá. Además, el dolor por la muerte de aquel patriarca marcó a toda su gente. Por eso, decidieron encargársela a una tía muy querida que vivía en un pueblo cercano, y aprovecharon para reincorporarla al colegio.
Pero, un día “el ejército empezó a caer” en la finca donde estaba alojada; la joven vio venir a más de 30 uniformados que entraron a requisar todo. Ella estaba en la habitación peinando a una de sus primitas cuando llegaron, le pidieron sus documentos y la identificaron por el apellido.
Tras un largo interrogatorio se desataron las ofensas y las acusaciones contra Catalina y su papá por ser presuntos colaboradores de la guerrilla. El militar llegó al punto de mencionarle a su abuelo; ella se desplomó y comenzó a llorar. Siguieron las preguntas, hasta que decidieron encaminarla hacia la carretera, escoltada por dos hombres.
Un aguacero los acompañó durante el recorrido por el borde de la vía. Catalina, remojada, veía los abismos de las laderas y pensaba en lanzarse, o tal vez correr, pero sabía que eran demasiados militares pendientes de ella. El miedo la obnubilaba. Su confusión se interrumpió, de pronto, con el estruendo de una bomba al que le sucedieron ráfagas de metralleta en distintas direcciones. Un militar empujó a Catalina contra el pavimento, su mejilla rebotó en un charco de agua empozada en el asfalto.
Unos pocos metros adelante, varios soldados habían pisado un área de campo minado. “Esta es la que nos lo va a pagar”, dijo uno, mirando con rabia a Catalina, quien ya de pie, veía cómo corría el agua teñida de sangre por la cuneta contigua a la carretera.
Ya era poco más de mediodía, cuando un militar de alto rango le preguntó por su edad. Ella respondió que tenía 16 años. Cuando le solicitaron su identificación, explicó que más temprano se la habían pedido y no se la habían devuelto. El oficial ordenó entonces su traslado hacia el batallón en una de las ambulancias que estaba auxiliando a los heridos.
Al llegar, la llevaron directo hacia la sección de contrainteligencia, donde no tramitaron ningún tipo de papeleo, “haga de cuenta que yo estaba secuestrada”. Siguieron insistiéndole: “Diga que sí a todos los cargos, porque por ser menor de edad a lo sumo la trasladan a un centro del Bienestar Familiar”, recuerda ella.
Una vez finalizado el interrogatorio irregular, la condujeron hacia los dormitorios de los soldados del batallón, allí la sentaron en una cama y la esposaron al tubo de un camarote. Ya era de noche, Catalina intentó infructuosamente conciliar el sueño, pero las miradas y palabras lascivas de los militares se lo impidieron.
Y así, entre las ofensas que vociferaban los militares empeñados en creerla guerrillera, con un dolor de cabeza que taladraba su sien, con poca comida, mucha incertidumbre y dolor, transcurrió una semana entera para Catalina. Sin embargo, su familia se había movilizado desde que supo que la habían retenido y localizó a una oenegé que diligenció su liberación. La presentaron ante un juzgado, y ella pudo relatar todo lo sucedido. Al cabo de la reunión, el juez le explicó al sargento que tenía a cargo el caso de Catalina, que habían efectuado “un mal procedimiento” y que la niña no volvería al batallón.
Sin embargo, antes de irse el sargento le pidió al juez hablar con la joven. Ella accedió. “Mire, guerrillera, a donde usted vaya, yo la voy a seguir, me las va a pagar toditas”, recuerda Catalina que sentenció el hombre antes de darle un beso en la frente. La palidez de la joven hizo que el juez le preguntara qué le había dicho el militar, y ella respondió que la había amenazado. El funcionario entendió que debía aplicar medidas de protección.
Luego Catalina se fue a su casa de la capital con su mamá y su abuela, pero a los pocos días empezaron a recibir llamadas telefónicas sospechosas. Así que tuvieron que moverla a casa de otra tía, luego a otra ciudad, y por último fue a parar en Bogotá, donde hizo vida mientras pudo.
Años después, Catalina se casó y tuvo dos hijos. Y mientras su vida cambiaba, su papá y sus dos hermanos también dejaron aquellas tierras donde sufrieron tanto, se mudaron a otra zona menos conflictiva, pero más penetrada por la guerrilla, donde el cultivo de la coca era la labor cotidiana.
Aquel dolor e impotencia por la injusta muerte del abuelo nunca dejó en completa paz a los hombres de esta familia. Por esos días, Catalina solía recordar el momento en el que escuchó la palabra “venganza” por vez primera. La corazonada era cierta, sus hermanos cayeron en lo mismo, la calma temporal en la vida de Catalina se había interrumpido. Todavía más cuando despidieron a su esposo de la empresa donde trabajaba.
Todo coincidió con el ofrecimiento de irse a Venezuela, incluso con la oportunidad de tener un lote para construir una casa en un terreno invadido. Lo pensaron y decidieron viajar a ver cómo eran las cosas. Era el año 2008, cuando ese país todavía vivía un gran auge de la pequeña y mediana industria en la ciudad fronteriza venezolana donde querían vivir; el empleo sobraba. Se
fueron a Venezuela.
El joven salió y alcanzó a trabajar varios meses. Pero el 28 de noviembre de 2008 partió desde el centro de Colombia nuevamente hacia la zona de donde había salido, esta vez para visitar a una tía que estaba muy enferma. Nunca alcanzó a llegar, y parece que tampoco terminó de volver, no se despidió de nadie: lo mataron.
Para 2009, Catalina ya se había radicado en Venezuela con su esposo, sus dos hijos varones y una niña recién nacida. Tenían empleos asegurados y la casa propia que tanto habían soñado desde que se unieron.
Un día recibió la visita de dos funcionarias de organismos internacionales dedicados a apoyar a personas necesitadas de protección internacional, afectadas por desplazamiento forzoso y el conflicto armado colombiano. Aunque a Catalina le costó confiar su historia, con el tiempo fue accediendo poco a poco, e inició el proceso de solicitud de refugio en la Conare. Solo hasta el año 2013 el Estado venezolano aprobó refugiar a Catalina y a su familia.
De ahí en adelante, el proceso para formalizar la naturalización ha sido con el Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería (Saime). Ha sido complejo para Catalina mantener el estatus, pues ya no es 2008 y hoy es difícil y costoso viajar a la sede regional más cercana. Además, no siempre hay atención al público y los plazos para renovación de los documentos se vencen porque no los aprueban a tiempo. Ella entiende que “el problema de la cédula es por la papelería y, sobre todo, por la corrupción”.
De hecho, desde 2008 Acnur ha señalado la necesaria agilización de los procesos de reconocimiento de la condición de refugio y “la emisión oportuna de documentación” para los solicitantes. Añade que, ya desde ese año, “un 16 por ciento de los niños, niñas y adolescentes ha tenido problemas en el ámbito educativo por causa de la documentación”. Ese es el caso del hijo mayor de Catalina, quien está a punto de graduarse como bachiller sin haber formalizado sus
documentos de identidad venezolana.
En agosto de 2015, cuando sucedió el primer cierre de frontera, la casa de Catalina fue una de las visitadas por los Operativos de Liberación del Pueblo, las comúnmente llamadas OLP. “Puerta que no abrían, se metían”, recuerda ella.
El día en que a ella le tocó, no eran las siete de la mañana aun cuando una funcionaria militar se acercó para solicitar que alistasen los documentos de identificación de todos los habitantes de la invasión donde se ubica su casa.
Catalina buscó todas las cédulas y pasaportes con las visas de la familia, y los dispuso sobre una mesa en su sala. No demoró mucho en entrar a la casa un efectivo de la Guardia Nacional muy mal encarado que vestía chaleco antibalas y saludó toscamente. Cuando empezó a revisar los papeles señaló con tono despectivo que se trataba de “más colombianos”. Catalina y su esposo lo admitieron sin ninguna vergüenza y se apuraron en mostrarle la carta de refugiados: “Eso no me
sirve para nada”, contestó el uniformado.
Acciones como estas, y todavía peores, preocuparon a movimientos como Amnistía Internacional “por las denuncias recibidas de violaciones de derechos humanos que se estarían produciendo” en la zona por esos días. De hecho, los funcionarios militares empezaron a revisar la casa de Catalina, “revolcaron todo”, recuerda ella, quien no se despegó de los ejecutores de la requisa ni por un momento. Estaba muy asustada, pero con la valentía acumulada por todas las vivencias pasadas mantuvo la compostura necesaria para lidiar con la afrenta oficial.
Catalina cree que los desalojos forzosos sucedidos en agosto de 2015 fueron muy similares a lo vivido y visto en Colombia, incluso considera que fue peor porque “no eran los paracos, sino la misma fuerza pública. Lo mismo que en Colombia, cuando llegaban a las fincas, ¿cuál es la diferencia entre el ejército y un paramilitar en ese momento? Ninguna”.
En la pequeña y otrora pujante ciudad fronteriza donde vive, Catalina calcula que hoy hay “unas 30 familias de refugiados colombianos”. Aunque admite que en los años anteriores veía muchísimas más –“pasábamos de cien familias”–, estas cuentas a ojo las hace a partir de las reuniones que siempre realizan los organismos internacionales que los apoyan.
A partir de aquellos hechos de 2015, Catalina opina que muchas cosas cambiaron en Venezuela, entre otras, que su esposo se quedó sin trabajo por la recesión económica que llegó con el cierre de frontera. A tal punto que un día tuvo que decirle al pastor de su iglesia: “Negrito, mañana no tenemos para la comida”. Este les preguntó qué más sabían hacer y ella recordó las ganas que tenían de preparar churros rellenos de bocadillo para vender. No se dijo más, el hombre sacó 10.000 pesos de su bolsillo: “¡Arranquen, mija!”, les dijo.
Los ingredientes de estas masitas fritas tienen que comprarlos al otro lado de la frontera, por lo que Catalina y su esposo se ven obligados a ingresar con frecuencia en territorio colombiano, pese a las restricciones de ley. Ella asegura que procura no exponerse más de lo estrictamente necesario, además, “los controles en el paso no son tan rigurosos”.
Catalina y su esposo en la faena diaria de la preparación de sus churros. Foto de Wladimir López Granados.
Pese a que cuentan en su casa con una cocina a gas, los churros se fríen en un caldero al calor de un fogón alimentado por aserrín que abarata los costos, pues donde viven Catalina y su familia ya prácticamente todo se compra en pesos, incluida la bombona de este combustible.
Además, este es uno de los servicios básicos más escasos hoy en Venezuela, como lo indica el Informe de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos sobre Venezuela, publicado en julio pasado: “El desvío de recursos, la corrupción y la falta de mantenimiento en la infraestructura pública, así como la subinversión, han tenido como resultado violaciones al derecho a un nivel adecuado de vida, entre otros, debido al deterioro de servicios básicos como el transporte público y el acceso a electricidad, agua y gas natural”. Entre tanto, vale la pena ahorrarlo, y el ingenio del esposo de Catalina mucho ayuda.
“Desde que empezamos a vender los churros le comenté a la doctora del organismo internacional y me hicieron un proyecto, me preguntaron qué necesitaba, me los probaron y les parecieron deliciosos. Un año después, me dijeron que ampliáramos, y en eso estamos”, cuenta emocionada mientras muestra la amasadora y freidora industriales que les han donado para su negocio.
Espera empezar a utilizarlas apenas logre solucionar un problema con las instalaciones eléctricas
de su casa.
“Yo no retorno, sigo aquí en Venezuela” –afirma Catalina–, “sé que el Estado y la situación no son las mismas que cuando llegamos, lo tengo claro, pero tengo el apoyo y el reconocimiento de la gente y las entidades que me han ayudado. Por eso, yo sí estoy dispuesta a resistir”.
*Todos los nombres fueron cambiados para proteger la identidad e integridad de los entrevistados.
“Este trabajo fue elaborado con el apoyo de Consejo de Redacción y del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), en el marco de la edición 2019 del curso virtual Conflicto, violencia y DIH en Colombia: herramientas para periodistas. Las opiniones presentadas en este artículo no reflejan la postura de ninguna de las dos organizaciones”.