Estas cinco mujeres forman parte de un grupo de 156 personas que buscan en los departamentos de Nariño y Putumayo. Gloria, Flor, María, Teresa y Ruby pertenecen a la Mesa Departamental de Trabajo para la Prevención, Asistencia y Atención a Víctimas de la Desaparición de Personas, una organización social que tiene su sede principal en la ciudad de Pasto.
Los relatos se construyeron a partir de entrevistas dirigidas a las protagonistas de las historias, en el marco del proyecto de investigación titulado ‘Historias de vida y fortalecimiento psicosocial a mujeres pertenecientes a la Mesa Departamental de Trabajo para la Prevención, Asistencia y Atención a Víctimas de Desaparición de Personas’, en la ciudad de Pasto (Nariño, Colombia). Asimismo, las fotografías fueron logradas mediante un ejercicio de cocreación con las mujeres participantes.
Según el Portal de Datos de la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD), en Colombia se estima que existen 111.640 personas desaparecidas. En Nariño hay cerca de 3.301 desaparecidos y en Putumayo, 3.884.
Estas historias y estas imágenes son muestra de la lucha y el anhelo de vida contra la muerte y el olvido.
Gloria
Sentada en el sofá de la sala de su casa, Gloria aguardaba que las horas de la noche la arrullaran para conciliar el sueño. Diez meses antes, su hijo, Alexánder, había dibujado con el filo de una piedra una cruz en el suelo para conjurar el secreto que disipara una nube espesa que amenazaba una lluvia tan delgada como el polvo. Salió de su casa y nunca más regresó.
Se acercaba la medianoche. Sonó el teléfono. Gloria levantó la bocina, pero al otro lado nadie habló. Fue como si la nube de diez meses atrás se hubiera metido en la bocina. Colgó. El aparato volvió a gritar. Gloria volvió a contestar. Aló, aló. Nada. Creyó que el viento no la dejaba escuchar o que, definitivamente, no querían hablar. Colgó de nuevo.
El teléfono volvió a timbrar. Esta vez, Gloria despertó a Miguel, su esposo. Él tomó el teléfono, pero no habló, o no pudo hacerlo. De su lado, Gloria miraba que su esposo asentía: una afirmación a medias, porque a Gloria no le bastaba el gesto de su esposo de bajar y subir el rostro para decir que sí. Lo dejó conversar. Extrañamente, ese día se sentía tranquila.
Gloria no aguantó más. Le arrancó el teléfono como si fuera una cinta ancha pegada al antebrazo. Lo primero que escuchó fue música de cantina, acompasada por varios hombres y mujeres de palabras indescifrables que a Gloria poco le interesaban. Ella quería escuchar la única voz que le importaba en ese momento. Sí, era Álex.
Lo escuchó, le reclamó su ausencia y su partida: “Mijo —le dijo—, venga, por favor. Mijo, estoy sufriendo por usted. Lo quiero mucho. Mijo, me hace falta”. Le contó cuánto había sufrido. Alexánder empezó a llorar, pero le cortaron la comunicación. De rodillas rogó a Dios para que llamaran de nuevo. Así sucedió. Esta vez la que contestó fue Margoth, la tercera hija de Gloria. Alexánder le pidió que cuidara a su madre. La llamada terminó: cayó como una piedra pesada que desde ese entonces le cuelga del pecho.
Alexánder Miguel Tobar Achicanoy, de 20 años, trabajaba en la instalación de pisos de madera con sus tíos, de quienes aprendió el oficio. Pidió la bendición y salió de su casa el 24 de abril de 1997, 15 días antes del Día de la Madre de ese año. “El regalo que me dio fue la pérdida de él. El regalo más duro de mi vida. El regalo fatal, porque a mí todo se me derrumbó”.
Gloria Achicanoy es una madre buscadora, representante de la Asociación de Víctimas de Desaparición (Avides). Foto: José Luis Narváez.
La búsqueda de Gloria la ha llevado a lugares comunes y también insospechados. “Si yo no lo busco, nadie lo va a buscar”, pensó. Durante días y noches de desvelo visitó la morgue de Pasto: allí descubría a los muertos con el anhelo de encontrar a su hijo. Nada.
Dicen que con el dolor nace la fuerza, embalsamada de esperanza. Gloria se aferró a Dios, como lo han hecho casi todas las mujeres que buscan a sus seres queridos. “Él es el que está conmigo. Él es el que me ayuda. Él es el que me guía. Él es el que me da la fortaleza”.
Gloria María Achicanoy López tiene 72 años, lleva 27 buscando a Alexánder. En 2020 se graduó de primaria “porque quería aprender a escribir y buscar a mi hijo por el computador, decirle por mis escritos que sigo viva, que lo estoy buscando”. Ahora quiere graduarse de bachillerato para sentirse orgullosa y que sus hijos sientan esa misma satisfacción. Gloria es representante de la Asociación de Víctimas de Desaparición (Avides), la primera organización de Nariño, creada en 2009 y legalizada en 2013, con el propósito de liderar la búsqueda de personas dadas por desaparecidas.
Su hija Margoth heredó la búsqueda y forma parte de la Mesa Municipal de Víctimas de Pasto. “Yo no estoy sola en la Asociación —reconoce Gloria—. Ella (Margoth) es la que manda los WhatsApp, manda las informaciones”, pero es Gloria quien convoca a otras mujeres a talleres, capacitaciones y reuniones para contar con herramientas que ayuden a continuar con su propósito.
Para subsistir, Gloria vende ropa de segunda en un pequeño local del mercado El Potrerillo, en Pasto, y gracias a eso pudo hacer el segundo piso de la casa en obra negra que le entregó el Instituto de Crédito Territorial. También pudo enchapar el piso y hacer tres habitaciones para cada uno de sus hijos, como siempre había querido.
Alexánder Achicanoy, desaparecido el 24 de abril de 1997. Foto: José Luis Narváez.
Aunque su “hogar ya no es como antes”, Gloria guarda muchos recuerdos de su hijo y su familia: como cuando se acostaban al pie de la cama para comer crispetas con café.
Además de guardar fotografías, unas botas de cuero de color café, la partida de bautizo de Alexánder laminada y una fotocopia del aviso de búsqueda que pegó en los postes de la ciudad, también conserva la letra de la canción Mis ojos lloran por ti, de Big Boy, transcrita en una hoja endeble y amarillenta por el paso del tiempo. Gloria aún espera, como siempre, sentada en el sofá de la sala de su casa, por si el teléfono vuelve algún día a sonar.
Flor
Camuflado entre hilos, agujas y moldes de modistería, se encuentra un neceser hecho a mano con retazos de una prenda militar. Flor Alba Carrera es una mujer con dotes de artista para el tejido, la costura, la bisutería y la búsqueda de su hijo, a quien le heredó el don de ver las cosas del mundo como pretexto para crear obras de arte.
Willan pensó que enlistarse en el Ejército Nacional formaba parte del camino que debía recorrer para aumentar las posibilidades de potenciar su amor por la pintura, pero no fue así. El 16 de febrero de 2004, según Flor, un año después de haber jurado bandera, Willan Yovany Gómez Carrera fue secuestrado por el frente 48 de las antiguas Farc en el centro poblado de Teteyé, zona rural del municipio de Puerto Asís, departamento del Putumayo.
“Desde ese momento la búsqueda ha sido imparable. Todo lo que ha estado a mi alcance lo he hecho”. Es verdad. Flor Alba, por sus propios medios, logró enterarse de muchas cosas que pasaron con su hijo.
Según lo que ella pudo averiguar, Willan se enamoró de una guerrillera que conoció durante su cautiverio. Al saber que sería liberado, ambos escaparon. Cuatro días después, el grupo armado decidió detener la persecución. Sin saber que estaban a cinco minutos de llegar a una base militar, los dos enamorados, exhaustos, decidieron pedir posada y alimento en un rancho que encontraron en el camino. Media hora después fueron recapturados. La mujer que los atendió había llamado a la guerrilla y la puso al tanto del asunto. A las ocho de la mañana del día siguiente, luego de lo que ellos denominaban un consejo de guerra, los fusilaron. La guerrillera estaba embarazada. Los enterraron juntos.
Flor Alba Carrera encontró en la costura una forma de aferrarse a la búsqueda de su hijo. Foto: José Luis Narváez.
Flor Alba logró gestionar con el grupo guerrillero la exhumación del cuerpo de su hijo. Comenta que, en el primer intento por encontrarlo, al equipo de búsqueda conformado le hicieron un atentado y no pudieron llegar al lugar donde, supuestamente, estaba enterrado Willan.
Se entrevistó entonces con uno de los captores, que dio indicaciones más precisas de la zona, y eso facilitó el segundo intento de localizarlo. Esa vez pudieron llegar, pero no los encontraron. Antes de terminar la infructuosa jornada, un campesino advirtió que estaban buscando en el sitio equivocado.
Cinco años después de lo ocurrido con Willan, asesinaron a su esposo. Vivía en el corregimiento de Llorente, en el distrito de Tumaco, departamento de Nariño. Entonces decidió radicarse en Pasto, donde conoció el proceso de un grupo de víctimas en situaciones similares a las de Flor y que habían decidido organizarse. Así, pudo vincularse a la Asociación de Mujeres Víctimas de Desaparición de Nariño (Amvidenar), conformada en su mayoría por madres. “Las que sufrimos estos mismos casos nos entendemos más, porque el problema es que a nuestras familias las aburrimos o se incomodan al vernos sufrir tanto. En cambio, en la asociación todo es diferente. Las que sufrimos y lo damos todo somos las mamás”.
Flor guarda los recuerdos de su hijo, como ella lo llama: “un tesoro”. Foto: José Luis Narváez.
La desaparición “es un caso doloroso porque casi no le prestan atención… En el momento sí, después uno ya se queda solo, porque todo se va enfriando”, dice.
En casa de Flor están los cuadros que Willan pintó desde que vivían en Puerto Guzmán, Putumayo. Incluso, la pintura que él vendió a un restaurante y que Flor logró recuperar después de lo sucedido. Ella cree que las cosas que para unos pueden ser recuerdos, prendas desgastadas o cosas viejas, para las mujeres buscadoras resultan ser maneras de traerlos al presente. “Así sea un papelito, un pedacito que sea de ellos, para nosotras eso es un tesoro”.
María
Luz María Cuarán sostiene entre las manos una tela con dibujos hechos por su nieto, su hija, su yerno y su tío, alusivos a lo que han tenido que vivir ella y su familia. Lo que parecería a simple vista un dibujo hecho por un infante, en realidad representa escenas dolorosas pintadas con tinta roja. Como si se simulara la sangre. Mucha tinta roja.
Entre los pueblos dibujados está Orito (Putumayo). Está dibujado en perspectiva, sin colorear. En uno de los dibujos hay una figura que sostiene lo que parece ser una pistola, apuntando a un cuerpo estirado.
En el borde izquierdo, abajo, alrededor de unas casas pintadas con techo verde, azul y amarillo, se lee: “Tigre… La Dorada… San Miguel… Las Brisas”. Allí dibujaron una palmera que parece enraizada con sangre. En medio de esa mancha roja hay una persona muy cercana a otra que parece estar mutilada, y una más abriendo los brazos. Se lee dos veces: “Tristesa… tristesa (sic)”.
Lo único más rojo que la sangre es un corazón con las palabras “amor y paz” escritas en su centro. A su lado se lee: “El Placer”, un corregimiento del Valle del Guamuez, ubicado en el Bajo Putumayo. Están pintadas también cinco casas, una de ellas de torre alta. Debajo, una persona dibujada con un arma y a su lado, una más con la mancha roja debajo del cuello, con un brazo sin cuerpo, también con visos rojos. En el telón se puede leer: “Representación de los desaparecidos… del desplazamiento forzado… de La Hormiga”.
En la parte superior derecha, en cambio, hay un hombre dibujado como agricultor, junto a quien podría ser su compañera. Está arando la tierra. Aparecen un cultivo y el mismo tipo de palmera del otro dibujo. Delante de esa imagen, unas montañas con un sol que sale tras ellas. En el dibujo aparecen estas frases: “Todo lo que teníamos nada lo podemos recuperar, empesando (sic) por nuestros seres queridos”. “Estos son algunos pueblos de los cuales salimos desplazados, desaparición, humillados y solos”. “Exigimos que los entreguen a los desaparecidos o saber algo de ellos”.
Entre los nombres de los desaparecidos, otra mancha roja. En medio de ese color está escrito en mayúsculas “ESPACIO VACÍO”, más abajo, “DOLOR” y en la esquina derecha, “NO MAS (sic) RECLUTAMIENTOS”.
María Cuarán pertenece a la Asociación de Víctimas por la Paz y el Desarrollo (Asvipad), que brinda apoyo a su búsqueda y a la de otras mujeres. Foto: José Luis Narváez.
De alguna manera, ese telar compone la vida misma de María y de 35 mujeres más. Antes de 2001, ella tenía su finca con cultivos y ganado. “No tenía que comprar ni un huevo”, recuerda. Un día llegaron a su casa “unos hombres en una camioneta”, preguntaron por su esposo, que necesitaban hacerle unas preguntas. Y se lo llevaron. Aseguraron que regresaría. Han pasado 24 años desde aquel día. Después llegaron de nuevo y la sacaron al patio, asegurando que “trabaja con la guerrilla”, que tenía que entregarles “plata y armas”. Buscaron por toda la casa, pero no encontraron nada.
Luego de eso, llegó desplazada a Pasto. Junto con sus hijos, acabó en la casa de su madre. Llegó, como suele ocurrir, “sin ropa, sin nada. Todo me quitaron. Todo me sacaron”, concluye.
Allí vivió con sus cuatro hijos, tres de ellos todavía pequeños. José Emilio, el mayor, se hizo responsable del hogar. Acostumbrado al campo, decidió irse con su novia a Taminango, un municipio del norte de Nariño. “El 25 de diciembre me lo mataron los mismos paramilitares”, el mismo año en el que desapareció su esposo.
La búsqueda se aferra a los recuerdos como una manera de mantener presentes a sus seres queridos dados por desaparecidos. Foto: José Luis Narváez.
A Javier Ómar Calderón Cuarán, su otro hijo, también lo mataron en La Hormiga, Putumayo. Un domingo se fue al pueblo y más tarde le avisaron a María que lo habían encontrado muerto, presuntamente “porque era guerrillero”. María busca el cuerpo de su hijo desde 1996.
En 1997 desapareció su tío, Ángel Curán; en 2001, su esposo, Ómar Emilio Calderón Rosero, y en 2007, su yerno, John Jairo Torres. Poco tiempo para soportar tantas pérdidas.
María pertenece a la Asociación de Víctimas por la Paz y el Desarrollo (Asvipad), “para seguir buscando con mis compañeras a todos los desaparecidos”. Gracias a eso ha podido ayudar a otras personas que pasan por lo mismo, las orienta y les da ánimo para que continúen con la búsqueda.
En lo que dura un disparo, María perdió casi todo. Pasó de una finca a una habitación, y de vivir del campo a subsistir con dureza. Los hijos que le quedan aún esperan a su padre.
Teresa
Resignación es una palabra cruel cuando se trata de un ser querido desaparecido, pero, con todo y eso, se amalgama con la esperanza que jamás se ha perdido. “Yo me he resignado con la ayuda de Diosito. Me aconsejan: ya no sufra más por su hijo”, comenta Teresa, después de 26 años buscando a Aldri Alí García Ortega.
El 24 de abril de 1997, Aldri desapareció. Como siempre, salió gritando a los amigos el apodo que les había puesto. De la Pastusita —como le decía a su madre— también se despidió, con su humor y amor característicos.
Como suele ocurrir en estos casos, Teresa enfermó. Dicen que el dolor del alma se somatiza en el cuerpo y en la mente. Asistió a terapias psicológicas, que le sirvieron para atenuar la pena; aprendió a bordar, a pintar, hace gimnasia pasiva y está vinculada a los programas de adulto mayor. “Eso me ayuda bastante porque es una terapia. He ocupado mi mente con eso”, confiesa.
Teresa forma parte de la Asociación de Víctimas de Desaparición (Avides). Como a todas las compañeras, pertenecer a la organización le sirve como terapia, como compañía y como apoyo. “Me ha servido porque me reúno con mis compañeras. Allí dialogamos, nos reímos, comemos y estamos tranquilas”.
Teresa Ortega comparte la esperanza con la resignación. Espera a su hijo desde hace 27 años. Foto: José Luis Narváez.
Su esposo, José Cecilio, y su segundo hijo, Edimer José, han estado con ella a lo largo de este tiempo, con apoyo a la búsqueda y consuelo a su dolor. “Mi hijo me sabe comprender. El esposo lo mismo. Me dice: ‘Él ya está en el cielo, tenemos que resignarnos’”. Esa resignación ha significado bienestar para ella y para su familia. “He sentido un poquito de paz y he salido adelante”, dice Teresa.
En su casa, justo en la entrada principal, en una esquina, adornado por un jarrón de vidrio con astromelias amarillas, tiene un altar con un mosaico conformado por varias figuras religiosas. Están el Corazón de Jesús y el Corazón de María, estampas de san Damián, el Señor de Buga y un reloj detenido a las 3:20, con el fondo del Corazón de María. También se ve la imagen de la Virgen de las Mercedes, patrona de Pasto, y de la Virgen del Rosario de Las Lajas. Hay figuras en cerámica de la Virgen del Carmen, la Sagrada Familia y un Cristo crucificado tallado en madera. Detrás de todo, casi desapercibido, la foto de Aldri cuando tenía 23 años, meses antes de desaparecer.
En la oración, Teresa encontró la fuerza y la esperanza de su búsqueda. Foto: José Luis Narváez.
Además de rogarle a Dios, Teresa les pide más empeño a las autoridades encargadas de la búsqueda, como la Fiscalía y la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas: “Que hagan algo por nosotros, porque todas las veces dicen lo mismo, ‘que estamos en la búsqueda’, pero hasta ahora no ha pasado nada. Queremos saber de nuestros hijos, si están vivos o muertos, lo que sea, pero saber algo. No quisiera morirme sin saber algo de mi hijo”.
Ruby
Por cuarta ocasión, madre y esposa, Clara y Rubiela, se internaron en el monte sin saber que estaban en medio de un combate entre distintos grupos armados ilegales asentados en la zona. Los sonidos de las balas las aturdían, pero ellas no se detuvieron. Buscaban a Robert, el cabo segundo que prestaba su servicio en la estación de Policía en el municipio de Los Andes (Sotomayor), una región de Nariño disputada en aquellos años por las antiguas Farc, el ELN y los paramilitares.
Al igual que las tres veces anteriores, en la búsqueda de Robert —comenta Ruby— encontraron a miembros del frente Comuneros del Sur, del ELN, que, según sabían, lo habían secuestrado. No pudieron verlo. Además de recibir amenazas e improperios, enojados, los insurgentes les prohibieron regresar. Esa fue la última vez que Ruby estuvo en Sotomayor. “Decían que sí lo tenían, pero no lo dejaban ver”, advierte.
El 27 de mayo de 2003 —comenta Ruby—, unos testigos dicen que a Robert Hernán Guaquez Nupán lo bajaron de una camioneta que lo llevaba de Los Andes (Sotomayor) a Pasto a una cita médica. En ese momento, todo cambiaría para Ruby y sus dos hijos. “Antes del secuestro de mi esposo estaba todo bien. Vivíamos en familia, tenía su trabajo, lo íbamos a visitar en ocasiones especiales”. “Cuando pasaron los hechos, las cosas cambiaron para nosotros. Fue muy drástico”. Incluso, dejaron de fiarle en la tienda. Ruby casi pierde la casa, le cobraron deudas que ni siquiera sabía que existían. No se sabe con certeza del porqué lo secuestraron.
Ruby contempla sus recuerdos como el refugio y la esperanza de su búsqueda. Foto: José Luis Narváez.
Sin los ingresos de Robert, Rubiela o Ruby, como mejor la conocen, empezó a trabajar de manera informal para asegurar que se pusiera la mesa que ahora está incompleta. Vendía empanadas los domingos, hizo un curso de peluquería, pintó cuadros, aprendió a elaborar manillas, artesanías… “lo que fuera”. Mientras tanto, su búsqueda continuó.
Clara quiere encontrar a su único hijo, mientras Ruby se hizo la promesa de buscarlo hasta saber la verdad. “No fue solamente una parte de mi vida. Fue el primer amor, el padre de mis hijos. Tengo que encontrarlo, saber la verdad. Espero que algún día Dios se acuerde de mí”.
La memoria de Ruby y Robert se adhirió a varios álbumes de fotografías que retratan la historia de su amor, su paso por varios municipios de Nariño, como Cumbal, El Charco y Tumaco. Imágenes de Robert cuando entrenaba taekwondo. Imágenes con mensajes románticos escritos detrás de promesas cumplidas y otras tantas que no se logran realizar todavía.
Ruby guarda los recuerdos de su amor en una colección de fotografías. Foto: José Luis Narváez.
Ruby pertenece a la Asociación de Víctimas de la Policía de Nariño (Avicponar). Integrar la organización le sirve como consuelo colectivo, es como repartir el peso de la pérdida. “Cada una tiene su parte de historia, así sea diferente, pero pasamos por la misma situación, de lo que nos ha tocado vivir: la crueldad de la guerra”.
Su hija y su hijo crecieron. Junto al centenar de fotografías, la placa que lo nombra con el número 69589 y el prendedor con su apellido, hay una diminuta medalla que fue entregada en uno de tantos eventos de reparación simbólica. Su hijo reclama, en tono de resentimiento, la incapacidad de la Policía Nacional para encontrar a su padre, mientras su hija compuso un rap que habla del dolor y la fuerza de enfrentar la búsqueda junto a su madre, a quien ambos admiran.
En la actualidad, madre y esposa, Clara y Ruby, esperan que las negociaciones del Gobierno nacional con el ELN despierten una nueva rendija de esperanza. De lograr algún avance, el caso de Robert puede reabrirse para encontrar la verdad. No es tarea fácil, ellas lo saben, pero siguen adelante sin detenerse.
Créditos
Textos: Andrés Eduardo Mora Rivera
Fotografías: José Luis Narváez Figueroa
Minería de datos: Nataly Insuasti Sánchez y Annie del Carmen Gordillo Castillo.
Diseño fotográfico: Juan Guillermo Pinzón Escandón
Esta historia forma parte del especial periodístico ‘Memorias en resistencia’, como resultado de la formación ‘CdR/Lab Periodismo que investiga la memoria del conflicto armado en Colombia’, iniciativa de CdR, gracias al apoyo del Servicio Civil para la Paz de Agiamondo.