Sebastiana Pepe Batesa es una mujer pequeña, de tez trigueña, cabello y ojos negros rodeados de arrugas. Lleva puesto un vestido azul turquesa, típico de los emberá katío, pero le agregó un saco y unos leggins que le hacen juego. Lleva en su cuello y pecho dos coloridos collares de mostacillas y en la mano sostiene a una pequeña de no más de dos años de edad con un pomposo vestido rosa con lunares blancos.
Mujeres emberá se alistan para hacer una presentación de bailes tradicionales en el Parque Nacional. Foto: Jaime Amador.
Mientras la pequeña, que es su nieta, juega en un parque de niños en el barrio La Candelaria, en el centro de Bogotá, Sebastiana cuenta que está haciendo unos trámites en la sede de una organización indígena para ver si puede trabajar como partera, oficio al que se dedica de forma tradicional, solo que ahora quiere recibir una remuneración económica por ello.
“Yo siempre había trabajado como partera, pero ya no me dejan trabajar. Dicen que si algo pasa es responsabilidad mía, así que ya no estoy atendiendo ningún parto”, dice Sebastiana. Se ha dedicado a la partería desde que tenía 14 años. Ese rol le fue asignado en su comunidad, en el municipio de Bagadó, en la zona del Alto Andágueda, en Chocó, y era tan importante que incluso su papá la envió a estudiar a un centro educativo en Quibdó, para que también aprendiera técnicas de medicina occidental.
“Cuando comencé a trabajar en partería y a organizar a las mujeres, yo no sabía hablar español, pero poquito a poquito fui aprendiendo”, cuenta Sebastiana.
Cuando habla de organizar a las mujeres se refiere al liderazgo que emprendió en la Unidad de Protección Integral (UPI) La Florida, donde vive hace seis años, tras huir del conflicto armado en su territorio. Este lugar está ubicado a las afueras de Bogotá, por la vía que conduce al municipio de Cota, y es uno de los sitios dispuestos por la Alcaldía para acoger a la población emberá que está “de paso” en la ciudad. Pero la realidad es que, como Sebastiana, muchas personas llevan viviendo allí varios años, a pesar del hacinamiento y las complejidades de transporte.
Gracias a un programa que implementó el año pasado la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte de Bogotá, encontró esa nueva vocación. Junto a otras lideresas del pueblo dobidá y chamí, coordina actividades para la pervivencia cultural de sus pueblos.
La nación emberá en Bogotá
Mujeres emberá en el Parque Nacional. Foto: Jaime Amador.
Según la Unidad para las Víctimas, al 23 de agosto de 2024, en Bogotá estaban asentadas 2.221 personas de los pueblos emberá katío, emberá chamí y emberá dobidá, provenientes de Chocó, Risaralda y Antioquia, organizadas en 870 hogares.
El pueblo emberá en Bogotá ha vivido en cuatro lugares de asentamiento: el Parque Nacional, la UPI La Florida, la UPI La Rioja y el albergue Buen Samaritano. En los dos primeros se concentra la mayor cantidad de personas: el 55,1 % de estas son mujeres y el 48,3 %, hombres. Entre tanto, el 56,3 % de esta población son niños, niñas y adolescentes.
Cabe resaltar que en estas cifras aún se cuentan las cerca de 700 personas que retornaron a sus territorios en el Alto Andágueda, Chocó, a partir del 8 de septiembre de 2024, después de un largo proceso de concertaciones liderado por la Unidad Nacional para la Víctimas.
Sin embargo, la cantidad de personas de la nación emberá que viven en Bogotá podría ser mucho mayor. Jairo Montañez, coordinador de Autoridades Indígenas de Bakatá, dice que podrían ser entre 4.000 y 5.000, incluyendo a familias que viven en la localidad de Ciudad Bolívar o el vecino municipio de Soacha, entre otros municipios aledaños. Enfatiza en que, además de las condiciones severas de hacinamiento, no se está contando a las personas que viven en paga diarios, es decir, en habitaciones cuyo arriendo deben pagar diariamente, que usualmente están ubicadas en zonas inseguras de la ciudad.
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Mujeres interpretan danzas tradicionales durante eventos de despedida de retorno en el Parque Nacional. Foto: Jaime Amador.
Olga Cecilia Zapata es lideresa del pueblo chamí. Ha tenido un día muy ajetreado por la algarabía que ha generado el plan retorno de alrededor de 700 personas a sus territorios de origen en Alto Andágueda, Chocó. Es 6 de septiembre de 2024 y en el Parque Nacional se encuentran directivos de la Unidad para las Víctimas y de la Alcaldía de Bogotá haciendo un evento de despedida. Los emberá han preparado varios bailes típicos, entre otras actividades, y Olga ha estado pendiente de alistar y coordinar a las niñas y jóvenes que van a bailar, además de dar declaraciones a medios y atender a los funcionarios públicos.
En medio de la pausa que permite la finalización de uno de los actos y el aire de optimismo que se respira en el ambiente, Zapata cuenta que las que más han sufrido por el desplazamiento forzado en Bogotá han sido las mujeres.
“El rol de la mujer acá en Bogotá ha sido muy difícil. Llegan mamás sin ningún estudio, familias que hablan la lengua nativa de la comunidad emberá, lo que no permite tener un trabajo digno. Por eso, las mujeres tienen que salir a las calles para obtener la alimentación para su familia, es la única forma”, explica Zapata.
“Dentro de la cultura emberá una familia debe estar siempre unida, aunque haya dificultades. Si hay alguien que no tiene para comer, la comunidad recolecta para que estén en igualdad de condiciones. Pero en la ciudad es diferente, porque las familias se vuelven más individualistas y solamente piensan en su núcleo familiar. A los mestizos eso no les importa, pero el pueblo emberá no es así. Si acá comen ocho, pueden comer 10 o 15, pero nadie de la familia se puede quedar sin alimentar. (…) Pero acá si usted compró, comió. Y si no pudo comprar, se acuesta así a dormir”, explica Zapata.
Mientras habla de esto, Zapata recuerda lo que vivió de niña cuando llegó a Bogotá, huyendo del reclutamiento forzado por un grupo armado ilegal según recuerda vagamente:
“Es un choque muy drástico. Uno viene del campo, donde tenía todo, a otro mundo donde uno se siente como si no fuera nadie. Y sentir que no hay alimento para la familia o ver que su familia está pasando una necesidad horrible es muy frustrante (…) Uno se siente como una personita muy chiquita que no va a salir a flote. No entienden a la comunidad. En el territorio las mujeres trabajan, cultivan, tienen todo su alimento”, cuenta Zapata.
“Mi mamá es una persona que es analfabeta. Cuando llegué era muy niña y veía a mi mamá pedir en la calle para que le dieran al menos una comida en el día, yo me sentía muy horrible. Como mujer emberá digo: se siente horrible porque hay personas que nos discriminan mucho. Se preguntan que a qué venimos acá, a pedir en la calle, pero nadie mira a fondo por qué estamos acá y cuáles son las necesidades. No saben si esa familia comió o si tienen una vivienda digna”, agrega Zapata.
Su vida no ha sido fácil desde que llegó a Bogotá, ha vivido en distintos lugares y Unidades de Protección Integral.
“Llegamos a meternos a una habitación, en un barrio muy complicado. Acá empezamos a ver el consumo. Hay familias de la comunidad emberá que ya cayeron en el consumo y en la prostitución”, comenta con tristeza.
La situación que vivió la población emberá asentada en el Parque Nacional durante el último año estuvo atravesada por múltiples desafíos. Uno de ellos es la falta de comida, pues los kits de alimentos proporcionados por la Unidad para las Víctimas como ayuda humanitaria llegaban cada dos o tres meses y en promedio les alcanzaba para alimentar a su familia unos 20 días. Estos kits compuestos por fríjoles, lentejas, pastas, harina de maíz, atún o sardinas y leche, así como aceite, sal y azúcar resultan malsanos para estas personas, que no están acostumbradas a esta dieta, pues en su territorio se alimentan a base de plátano y pescado.
Por otra parte, tuvieron que soportar el frío y los aguaceros torrenciales que arruinaban sus cambuches en la madrugada. Sus viviendas se limitaban a cuatro estacas clavadas en la tierra, forradas por los lados y por encima con plástico negro. Los alrededores de la Torre del Reloj del emblemático Parque Nacional parecían zonas de un barrio lleno de ‘casitas’ de plástico y tablas, tendederos de ropa y niños jugando a saltar la cuerda.
Los emberá se bañaban en las quebradas, cuya agua baja contaminada de las fincas aledañas, y también la usaban para cocinar, lo cual se convirtió en un foco de enfermedades.
Según la Secretaría de Salud de Bogotá, las condiciones sanitarias de los diferentes puntos de asentamiento de la población indígena emberá se caracterizan por el hacinamiento, problemas con agua potable, problemas con aguas negras e inadecuada manipulación de alimentos y separación de residuos, lo que atrae roedores.
“La malnutrición es otro riesgo relacionado con la alimentación, que puede ser causada por una dieta deficiente en nutrientes esenciales o por un desequilibrio en la ingesta de nutrientes. La malnutrición puede debilitar el sistema inmunológico, aumentando así la susceptibilidad a las infecciones transmitidas por alimentos”, agrega la entidad.
Por otra parte, el hacinamiento facilita la propagación de enfermedades respiratorias como resfriados, gripe y enfermedades transmitidas por gotas respiratorias, debido al contacto cercano y prolongado entre las personas.
A estas condiciones, se suman la desescolarización de niños, niñas y adolescentes y las prácticamente nulas oportunidades de encontrar trabajo digno.
El desplazamiento de la comunidad emberá y el efecto rebote
Mujeres emberá katío tejiendo sus propios vestidos en el Parque Nacional. Foto: Jaime Amador.
Al indagar sobre los orígenes de la migración y asentamiento de grupos indígenas que hoy se manifiestan en Bogotá y otras ciudades del país, se pueden encontrar varios hechos: uno de ellos data de 1975, cuando el indígena emberá Aníbal Murillo descubre una mina de oro denominada La Bruja en la zona del Alto Andágueda. Desde entonces, comienzan las disputas con familias mineras de Andes, Antioquia, que ya explotaban la mina El Morrón en la zona, como lo expone el libro El Oro y la Sangre, escrito por el periodista Juan José Hoyos en 1994.
Por otro lado, documentos del Centro Nacional de Memoria Histórica recalcan que el descubrimiento de la mina La Bruja y el asesinato del líder Luis Enrique Arce en 1980 fueron el preludio del conflicto que viviría la región a causa del extractivismo del oro y la presencia de diferentes actores armados en el territorio.
“Desde ese entonces, en el Alto Andágueda han coincidido distintos grupos armados como el M-19, el ELN, el EPL, las FARC, el ERG (Ejército Revolucionario Guevarista) y los paramilitares. Esta confluencia desembocó en una serie de disputas en donde la comunidad quedó en medio del conflicto”, cita el especial de memoria histórica ‘Nuestra lucha’ sobre el pueblo emberá katío en Bogotá.
Por su parte, Patricia Tobón Yagarí, mujer emberá, abogada defensora de derechos humanos, exdirectora de la Unidad para las Víctimas y excomisionada de la Comisión de la Verdad, explica que el pueblo emberá estaba compuesto por familias seminómadas que en los años 70 cambiaron sus dinámicas sociales, tras la entrada de grupos armados. “Esto generó unas violencias de venganza entre familias indígenas y mestizas. Y desde ahí se generaron los primeros desplazamientos de familias que no habían salido de la selva. Y esto se convierte en un ciclo y una realidad de ellos, un mecanismo económico para muchas familias”, explica Tobón.
Gerardo Jumí, secretario general de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) y miembro del pueblo emberá, concuerda en que el desplazamiento de este pueblo es un drama permanente. Recuerda que desde 1997 ya se estaba hablando de desplazamientos de población desde Antioquia.
“Luego, de los años 2000 para acá, sobre todo entre el 2006 y el 2013, hubo incursiones del Ejército y la guerrilla en el territorio que generaron enfrentamientos que ocasionaron nuevas olas de desplazamientos”, explica Jumí.
Entre 2007 y 2015, la Unidad para las Víctimas calcula que el Ejército Nacional bombardeó el resguardo Alto Andágueda 11 veces, en acciones contra las FARC-EP y el ELN, lo que generó desplazamientos forzados atribuibles al Ejército en los años 2012 y 2013.
“Lo que ha sucedido es un desplazamiento permanente. Van y vienen. Desde 1991 al 2000 hay retornos, pero son retornos mal hechos, sin garantías, sin seguridad y sobre todo sin asistencia social (…) es sabido desde hace tiempo que se necesitan vías carreteables, infraestructura educativa, en salud, implementar proyectos productivos y agropecuarios, y eso es lo que no se implementa. Todavía estamos escuchando eso”, afirma Jumí.
El pueblo emberá no solo está ubicado en el Chocó. Están presentes en 18 departamentos de Colombia, y en zonas de Panamá y Ecuador. La cuna de la civilización emberá es lo que hoy se conoce como Chocó, en zonas bañadas por los ríos San Juan, Baudó y Atrato, este último incluye áreas que pertenecen al vecino departamento de Antioquia. Con la colonización y el nacimiento de la República, el territorio de los emberá quedó repartido en lo que hoy conocemos como departamentos, entre los cuales están Chocó, Risaralda, Antioquia, Caldas, Valle del Cauca, Nariño, Córdoba, Tolima, Boyacá, Santander, Meta y el sur de Bolívar.
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Mujeres bailan danzas tradicionales durante eventos de despedida y de retorno en el Parque Nacional. Foto: Jaime Amador.
“Hay personas que llevan en situación de mendicidad más de 42 años. Algunas abuelas están en esa situación y hombres mayores también viven de esa economía. Y no es una situación generalizada, pero en algunas familias la situación de mendicidad hace parte de su historia de vida y abarca muchos recorridos. Erradicar eso y transformar esa realidad requiere grandes esfuerzos, pero la gente solo dice: llévenselos”, agrega Patricia Tobón.
Según la experta, el conflicto armado y el confinamiento en los territorios se refuerza más cuando se emiten las políticas públicas asistencialistas para las víctimas, porque estas crean dependencia: “Se atiende la emergencia, pero no se hace un trabajo de fondo”, admite.
Para Jumí es importante evidenciar que, además de los grupos armados que provocan los desplazamientos, también hay individuos que se encuentran inmersos en la trata de personas, en la promoción de la mendicidad y el desplazamiento hacia la ciudad. “Eso también hay que investigarlo, juzgarlo y sancionarlo”, enfatiza.
Por su parte Montañez, coordinador de las Autoridades Indígenas de Bakatá, afirma que “hay un mito colectivo de que el indígena está dado a la tierra. Y aunque en su esencia si está ligado al cuidado, al territorio y a la protección, eso no indica que después de un proceso de ocho o 10 años, como es el del pueblo emberá fluctuando en distintas ciudades, siendo flotante y sufriendo por distintos hechos violentos, no les haya hecho desarrollar unas nuevas habilidades y competencias diferentes a las de su territorio”.
En este sentido, este defensor de derechos humanos aboga por la necesidad de contemplar una reubicación, un derecho fundamental que tienen las víctimas del conflicto, y para lo cual, según él, Bogotá no tiene un plan para los emberá ni los otros pueblos indígenas que residen en la ciudad.
Bogotá es la segunda ciudad del país donde reside el mayor número de víctimas, después de Medellín. Del total de esas víctimas, los indígenas son la segunda población con pertenencia étnica, después de la negra o afrocolombiana, según el Observatorio Distrital de Víctimas.
Para él, que la población emberá siga en situación de mendicidad en Bogotá (y otras ciudades) después de varios intentos fallidos de retorno es un claro hecho de que la gente no quiere regresar a sus territorios.
“Hoy la narrativa y el discurso que tienen las directivas nacionales y distritales es que es urgente el retorno, y mientras tanto los niños se están muriendo, las tasas de morbilidad y las necesidades insatisfechas aumentan y el malestar generalizado de la ciudadanía también aumenta hacia esta población”, enfatiza Montañez.
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Sebastiana Pepe Batesa en un parque en La Candelaria. Actualmente en Bogotá hay 1.565 personas del pueblo emberá katío que provienen de la zona del Alto Andágueda. Viven principalmente en las UPI La Florida, La Rioja y el Parque Nacional. Foto: María Paula Suárez N.
La cultura patriarcal
Pese a todas las dificultades que debe afrontar, a Sebastiana no se le cruza por la cabeza la idea de retornar porque tres de sus hijas están estudiando, mientras ella se encarga de cuidar a su nieta. Sin embargo, en el Alto Andágueda se quedó una de sus hijas. En el fondo está convencida de que para sus hijas es mejor terminar sus estudios en Bogotá.
“Allá los hombres casi no dejaban estudiar a las niñas, muchos hombres son muy celosos e ir a estudiar para ellos es malo. Dicen que cuando se preparan se andan repartiendo a todo el mundo y no viven con un solo hombre”, explica.
“Entonces por eso a las mujeres tampoco les gusta seguir con el estudio. Y cuando ya cogen marido ya es más difícil (…) Las niñas van a estudiar cuando son pequeñas. Sin embargo, no todas las familias son iguales y hay unas que sí quieren que sus hijas se preparen, pero no todas. Gracias a Dios eso ya está mejorando, pero no mucho, poquito a poquito”, explica esta lideresa.
Aunque la pervivencia cultural es vital para los pueblos emberá, hay algunas costumbres que están cambiando y que Olga Zapata, lideresa chamí, ve como positivo.
“Hay personas que son muy machistas en la comunidad, abusan de las mujeres y les pegan. Pero eso también depende de la mujer, porque hay unas que viven con miedo y sometidas a lo que diga el hombre. Pero yo siempre le digo a mis hijas: ‘Nunca permitas que un hombre te toque o que te alce la voz. Si un hombre te falta al respeto, ahí se acaba todo’. Sí, nosotros somos indígenas, pero también debemos cambiar un poco la vida, empoderarnos y estudiar. Si usted es una persona estudiada, al menos tiene un mejor futuro”, agrega la lideresa.
Según la Secretaría Distrital de Salud, desde el 2021 a la fecha, el equipo extramural de la Subred Integrada de Servicios de Salud Centro Oriente, es decir, las clínicas que operan en las localidades de Antonio Nariño, La Candelaria, Los Mártires, Santa Fe, San Cristóbal y Rafael Uribe Uribe, han registrado 582 gestantes, 67 de ellas adolescentes, es decir jóvenes entre los 12 y 18 años de edad.
Cabe aclarar que este registro es solo de mujeres que han decidido asistir a controles prenatales. Además, como lo explica la entidad, la población es poco adherente a los servicios de salud desde la medicina occidental puesto que prefieren su medicina ancestral. Y cabe resaltar que en estas cifras no hay datos de la UPI La Florida (localidad Suba), que es el resguardo más grande de Bogotá.
La Secretaría de Salud también afirma que: “El hecho de ser un pueblo patriarcal influye en la salud de las mujeres indígenas puesto que están limitadas para la toma de decisiones. Se evidencia que no tienen factores protectores, ni herramientas de afrontamiento ante situaciones que afecten su salud física y mental, no cuentan con actividades lúdico-recreativas en su tiempo libre, no cuentan con redes de apoyo”.
Además, las decisiones son exclusivas de los hombres y no tienen establecido un proyecto de vida, no reconocen ni saben gestionar las emociones, no tienen adecuada resolución de conflictos y las familias tienen consumo problemático de bebidas alcohólicas. La entidad enfatiza que más de la mitad de la población consume frecuentemente bebidas alcohólicas.
Sin embargo, una de las principales razones por la que muchas veces las niñas no estudian es porque deben ayudar a cuidar a su familia, mientras la madre busca el sustento.
Sebastiana pide al Estado y sus instituciones que haya programas de capacitación que las fortalezcan como artesanas para encontrar en ello un sustento digno. Para muchas de ellas, esa es la primera opción que salta a la vista, como lo ha sido para ella, pues siempre ha sido una mujer inquieta a la que le ha gustado aprender diferentes oficios y gracias a eso hoy vende sus artesanías en un mercado campesino que funciona algunos fines de semana en Bogotá.
Para ella, esta también es una manera de que la cultura perviva, pues ve con preocupación que sus hijas ya no se interesan por esas prácticas tradicionales.
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Viviendas de la comunidad emberá en el Parque Nacional. Según la Unidad para las Víctimas, 347 personas de las etnias katío y chamí que vivían en la UPI La Florida, se trasladaron al Parque Nacional desde el 9 de octubre de 2023. Foto: María Paula Suárez N.
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“Acá, a pesar de las circunstancias en la ciudad, la cultura pervive. Primero irá siempre la educación propia y la lengua materna. Como los tatarabuelos decían: ‘Si usted es emberá, tiene que aprender a hablar la lengua, nunca puede olvidar su origen’. Lo que hacen las mujeres es inculcar los valores y saberes”, explica Olga Zapata.
Ella sabe que gracias a su lengua pueden reconocer quiénes son y a qué pueblo pertenecen. “La mayoría de los pueblos emberá tienen la cultura muy arraigada y conservada, a pesar de estar en la ciudad nunca dejan su práctica atrás, donde vayan la tienen presente. Los niños nacidos en Bogotá de todas maneras hablan la lengua emberá perfectamente y casi no hablan el español. La comunidad siempre está en resistencia. Por eso siempre hablamos de lucha y resistencia a las dificultades, a la indiferencia de la gente. Para eso se necesita mucha fuerza”, asegura.
La necesidad de tejer caminos para la mujer emberá
Niñas emberá en el Parque Nacional. Foto: Jaime Amador.
Para Patricia Tobón, las mujeres indígenas en el marco del conflicto armado viven diferentes hechos victimizantes entrelazados, pues están en extrema vulnerabilidad.
“No se trata solo de violencia de género, a la cual también se enfrentan tanto en sus comunidades como en la sociedad mayoritaria. Ellas no hablan un idioma mayoritario y tienen una cosmogonía que para la sociedad es difícil comprender (…). En materia de derechos humanos se trata de una afectación grave que para las mujeres indígenas es sistémica y diferencial”, explica Tobón.
La abogada también advierte que a veces estas comunidades carecen de sistemas fuertes de justicia y de protección real de las instituciones, lo que hace que los hechos de violencia sigan ocurriendo. “No se dirimen los conflictos y hay abusos y violencias que no se conocen”, afirma.
Lo anterior evidencia que existen pocas o nulas garantías de defensa de derechos para las mujeres que sufren casos de violencia. “Ellas trabajan en un sistema familiar en el que están al cuidado de sus hermanos o primos, aunque terminan asumiendo las obligaciones económicas de toda la familia y cargan con todo el peso. Ahí hay abuso económico porque ese dinero muchas veces lo administran otros (…). Hay una cantidad de violencias que están en total desprotección, tanto del sistema occidental colombiano, como el de las comunidades indígenas”, dice Tobón.
En ese sentido, la exdirectora de la Unidad para las Víctimas indica que es importante valorar el esfuerzo de muchas mujeres emberá en Bogotá, que aún con las situaciones que viven y las violencias a las que están expuestas, han procurado dejar a un lado la mendicidad y enfocarse la venta de artesanías para, además, intentar recuperar y resignificar su cultura.
“Valoro a aquellas que hacen el esfuerzo de enseñar y mantener el idioma y construir alrededor del trabajo grupal de las mujeres, que llaman al orden y a la unidad familiar (…). Hasta hace muy poco las mujeres indígenas vendían artesanías, pero a eso hay que darle condiciones dignas desde las instituciones”, dice Tobón.
Las mujeres emberá en Bogotá son un símbolo de resistencia cultural y fuerza. Aunque enfrentan enormes desafíos, su compromiso con la preservación de su identidad y su cultura sigue siendo inquebrantable. Mantienen viva su lengua, sus prácticas y sus valores, incluso en un entorno que muchas veces les es hostil.
Tras el retorno de los emberá que se encontraban en el Parque Nacional, un par de meses después, a finales de noviembre de 2024, alrededor de 4.000 indígenas regresaron a Bogotá desde Risaralda para exigir nuevamente garantías relacionadas con el derecho a la vivienda digna, educación, nutrición y acceso a la tierra. Como en otras ocasiones, la ineficacia para cumplir acuerdos por parte del Gobierno Nacional y la difícil adaptación de los emberá en sus territorios de origen, acentúan el fenómeno del desplazamiento de esta población, haciendo que continúe.