La mujer que emigra tiene un elemento inesperado, incontrolable, sorpresivo, imposible de calcular; de una manera sabia hace que las cosas se vayan dando para ella, su familia y su comunidad. De acuerdo con la percepción individual y en manada, no es un viaje por un camino recto, a ratos se viaja por un laberinto, por calles sin salida, con elementos desconocidos. Es entonces cuando esta mujer comprende que ir de un lado a otro no lo determina ella, porque hay variables que no están en sus manos desde su humanidad.
Esta mujer descubre en el camino de emigrar que hay situaciones que no puede controlar, pero sí logra identificar y elegir cómo reaccionar a las diversas circunstancias de su vida, e incluso desarrolla nuevas formas de transformar con resiliencia las situaciones más complejas. Todo lo que puede crear aflora desde una apertura a lo desconocido, como una naciente cultura y sus modismos, el clima, sabores y amores, hasta construir nuevamente su hogar.
En el tránsito de entender su nueva vida, todo lo que hace está inspirado por ese comienzo, esta mujer tuvo que desterrarse para volver a tener, como comúnmente es llamada, una “vida normal”, que va desde servicios básicos como agua, luz, gas, medicinas y lo necesario para comer, hasta las garantías para preservar su integridad y libertad. Es cuando inicia otro camino para dejar atrás todo, con el desarraigo a cuestas.
Conocer la historia de cada mujer que emigra es sumergirse en el abismo emocional de los venezolanos en las últimas décadas, es ir de vuelta a sus raíces y darle una mirada lo más cerca posible a la desembocadura del propósito más legítimo, que no es otro que volver a tener un país y, lo insoslayable: pertenecer, ser parte de.
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Históricamente, los venezolanos no tenían en su acervo cultural la tradición de emigrar; al contrario, en el siglo XX Venezuela sirvió durante décadas como lugar de acogida de personas procedentes de otros países de América Latina y del sur de Europa.
La profunda crisis política y social en Venezuela desde 1999, cuando inicia su primer mandato el expresidente Hugo Chávez, hasta su fallecimiento en 2013, la continuidad en el poder de su ministro de Relaciones Exteriores Nicolás Maduro entre 2006 y 2012, y la centralización de los poderes ejecutivo, legislativo, judicial, ciudadano y electoral cambian esa dinámica y el país se convierte en un emisor masivo de migrantes.
A octubre de 2022, hay más de 7,1 millones de personas refugiadas y migrantes de Venezuela en todo el mundo, según las estadísticas oficiales reportadas por los países de acogida y recopiladas por la Plataforma Regional de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V), la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
Más del 80 % de estas personas son acogidas en 17 países de América Latina y el Caribe y se estima que el 34,89 % de ellas se encuentran en Colombia, pues según Migración Colombia hay 2.477.588 migrantes venezolanos en el país y 980.000 colombianos retornados según R4V. Juan Navarrete, director adjunto para la crisis de refugiados de Amnistía Internacional Venezuela, con sede en Bogotá, afirma que “esa cifra demuestra que la crisis migratoria venezolana sigue activa, son casi 2,5 millones de venezolanos en Colombia, 1,5 millones en Perú, 500.000 en Ecuador, 450.000 en Chile, 100.000 en Argentina y 4.000 en Uruguay”.
El regreso a mí misma
Reymar Perdomo
Es diciembre de 2017, a lo lejos se observa la multitud apiñada en el puente Simón Bolívar, que une a Colombia y Venezuela. En una tienda de Cúcuta suena de fondo la canción de Carlos Vives ‘La tierra del olvido’. Han pasado unas 15 horas desde que Reymar se despidió de su mamá en una terminal. Solo la acompañan su guitarra y la entereza de continuar, pues al cruzar se habían llevado su maleta:
“No me pudieron arrebatar mis ganas de seguir adelante ni mis ganas de luchar por mi familia, aunque continuar el camino fue una decisión casi descabellada. Recuerdo esa mañana sentarme en el puente Simón Bolívar, en la frontera, sin absolutamente nada, solo con mi guitarra. Yo decía: ‘Esto ya no es solo por mí, sino por mi mamá y por lo que quiero para ella. Debo luchar por mi familia y tratar de ayudarlos a tener un plato de comida digno’. Al otro lado del teléfono estaba mi mamá diciéndome: ‘Hija, haz lo que tú quieras, si te quieres devolver esta siempre va a ser tu casa’. En ese momento me ayudó a pensar que para seguir adelante necesitaba andar un poquito más liviana en la vida”.
Y así continuó su viaje en autobús, que inició en la terminal de Charallave, en el centro norte de Venezuela, pasando por Cúcuta, atravesando Colombia y Ecuador hasta, finalmente, llegar a Lima, en la árida costa del Pacífico. No hubo un espíritu solidario cuando llegó al primer país donde emigró:
“Salí de Venezuela a los 27 años y no estaba preparada para eso, vivía cargada de frustración. Llevaba solo mi guitarra y para ganarme la vida subía a cantar en los buses en Lima, Perú. Una tarde, el conductor de un bus se molestó porque me subí a cantar, por xenofobia frenó de golpe la unidad y me caí, mi guitarra rodó hasta caer en la calle y se partió en dos. Me quedé sin nada, un pedazo de mi corazón se fue con esa guitarra junto al dolor de verla rodar por el pavimento. Nadie entiende lo que significa un instrumento para un cantante, y más cuando era mi único medio para comer y hacer dinero”.
Reymar es una mujer de sonrisa fácil, con sus ojos almendrados y su piel tostada por el sol lleva tatuado el mapa de Venezuela muy cerca de su corazón. Nació en Maracay y creció en San Juan de los Morros, allá donde comienzan los llanos centrales en Venezuela. Sus abuelos fueron conocidos cantautores venezolanos, Diomedes Perdomo y Eneas Perdomo, y las reuniones familiares siempre iban acompañadas de cuatro y maracas, una comparsa musical que acicaló su talento.
Luego de que la intolerancia le hizo perder su única herramienta para sostenerse, siendo una mujer sola en un país extraño, juntó todas las monedas que había reunido, 300 soles, se fue a una tienda y le dijo al señor que la atendió:
“Dígame, ¿qué me da con esto?… Él con gentileza sonrió y sacó un ukelele de allá del fondo, diciendo: ‘Esto es lo único que hay por ese precio’… Yo no tenía idea de cómo tocar el ukelele, pero aprendí y me inspiró a darles una melodía playera a mis canciones, tuve una conexión conmigo misma”.
“He tenido que salir de situaciones difíciles desde muy niña y mi manera de escapar creando un mejor mundo, donde todo es posible, es mediante la música. Con el tiempo descubrí que tenía talento para la composición, la ejecución de instrumentos y la producción”.
Un día, sin la intención de agradar a nadie ni de tener una melodía perfecta, tuvo la necesidad de desahogarse y burlarse de sí misma, de todo lo que le había sucedido desde que dejó su tierra. Tomó su pulga saltarina, el ukelele, que es una especie de guitarra portuguesa introducida en Hawái hacia 1879, un trozo de papel y comenzó a escribir. Así, de forma orgánica compuso ‘Me fui’, una canción sin fronteras que se hizo viral y llegó a ser tarareada por reconocidos músicos colombianos y un periodista en particular:
“La historia detrás de ‘Me fui’ tiene más que ver con ese limpiar el alma para poder seguir. Daniel Samper Ospina [periodista, youtuber, humorista y columnista colombiano] me contacta en Lima para entrevistarme y al poco tiempo me conecta de manera sorpresiva en Colombia con Andrés Cepeda, Carlos Vives y Santiago Cruz. Todavía no puedo creer lo que sucedió con esa canción. Es una lección de vida muy importante para mí y para todos los que quieran hacer música. Fue una composición transparente, sencilla y genuina que se grabó con 16 artistas latinoamericanos en colaboración para Sony y hoy la cantan miles y millones de migrantes en el mundo”.
Reymar considera que gracias a esa canción logró transformar su dolor en una oportunidad como mujer y como artista:
“Nadie tiene la culpa de lo que está pasando en mi país, ese poder de transformación ocurrió cuando intenté ver mis problemas como una oportunidad y todo, absolutamente todo, cambió y tuvo color en mi vida”.
Retrato de una vejez
María del Carmen Algarín
Para una mujer de la tercera edad que se ve forzada a emigrar puede resultar una utopía envejecer con dignidad. De acuerdo con una evaluación regional sobre la situación y necesidades de las personas mayores en condición de movilidad humana en las Américas, realizada por ACNUR —‘Un reclamo de dignidad: vejez en la movilidad humana’—, “los principales problemas de salud en personas mayores son la hipertensión, con 42 %, los problemas de salud mental, con 34 %, problemas gastrointestinales, con 21 %, problemas cardíacos (16 %), diabetes (15 %), problemas respiratorios (14 %) y cáncer (4 %)”.
La falta de información sobre los procedimientos que permitan obtener un documento para permanecer de manera regular en el país de acogida, es una problemática que afecta especialmente a las personas de la tercera edad que emigran. El acceso de estas personas a los servicios de salud está directamente relacionado con su documentación para vincularse al sistema de salud del país receptor. También quedan desprovistos de seguridad económica por carecer de ingresos provenientes de un trabajo formal o informal y de un sistema de pensiones, sin acceso a vivienda ni seguridad alimentaria.
Andar el camino sin fuerzas
María del Carmen, con lágrimas atropelladas en las grietas de su rostro, a sus 64 años se fue caminando desde su pueblito, llamado Tinaquillo en Cojedes, hasta el río Arauca, entre el departamento de Arauca en Colombia y el estado Apure en Venezuela. También es la esposa de don Pedro, la abuela de siete niños y quien, además de ir a la iglesia evangélica todos los domingos, alimentaba a los tres gatos que la visitaban cada tarde en el tejado de su casa.
“Me tocó irme por la situación de Venezuela, ya no se encontraba la comida, teníamos que hacer cola para todo, se puso la situación demasiado dura. Se iba la luz casi todos los días y el agua la ponían una vez al mes. Mi hija menor se vino primero con mis tres nietos. Yo salí con un grupo de personas caminando. Llegamos a un sitio donde había varios restaurantes, ahí nos aguantamos para pasar la noche. Después en la mañana volvíamos otra vez a agarrar carretera caminando, pedíamos cola a los camiones que pasaban, nos llevaban en la parte de atrás hasta un punto y volvíamos a caminar un día completo, y en la noche no aguantaba los pies. Así llegamos hasta el río Arauca muy temprano. Nos pasaron en una chalanita, cuando me monte cerré los ojos, sentí mucho miedo. Ahí hice amistades con una gente y agarramos un libre hasta la terminal. Cuando pasé la alcabala no tuve ningún problema”.
Como pudo llegó hasta Bogotá, donde la esperaba su hija menor, Marielis, junto a sus tres nietos, quienes viven en condiciones precarias. Fue recibida de golpe por el frío templado de la ciudad, y en su mochila no había un buzo ni ropa adecuada, solo la Biblia, que no soltó en todo el camino.
“No recuerdo la fecha en que llegué, parece que fue hace un año que estoy aquí. Hoy no sé ni qué fecha es, ni el día de la semana, como que todavía no me he ubicado bien. Cuando llegué a la terminal en Bogotá, sentí que me habían echado encima un vaso de agua fría con hielo. Me gasté 8 días para llegar. Mi otra hija está en Medellín y mi hijo mayor en Perú. Cuando tenía miedo yo me ponía a clamar la Biblia porque no sé leer, me hacía debajo de un árbol”.
María del Carmen hoy pide dinero en las calles de Bogotá junto a dos de sus nietos, Pedro de 8 y Luis de 10. Los niños no van a la escuela, solo venden colombinas junto a su abuela. Tampoco posee un documento de identidad, desconoce qué debe hacer o a dónde debe acudir:
“Me siento como despreciada porque allá en Venezuela no somos así, somos muy amables. Pedir en la calle es como un trabajo que nosotros estamos haciendo para sobrevivir. Yo jamás pensé que iba a salir de Venezuela, pues no estaba eso en mis planes; extraño mi tierra, mi casa, mi cama, y escuchar el ventilador en la casa”.
La utopía de emigrar en primera clase
Graciela González
Graciela emigró en avión gracias al apoyo de un familiar en el exterior que le compró el pasaje en dólares. Para entonces, el año 2018, la hiperinflación en Venezuela, según el Banco Central de Venezuela (BCV), era del 862,6 %.
Estudió periodismo en la Universidad Católica Andrés Bello y logró ejercer su profesión entre cierres de medios de comunicación masivos como el del principal canal de televisión, RCTV, centenares de estaciones de radio y cambios de línea editorial:
“Dejar tu tierra, tu hogar, duele igual indistintamente del medio de transporte que utilices. Pareciera que dejarlo todo, en avión, es menos agresivo y más cómodo, pero no fue mi caso. Recuerdo ese día de febrero solo cuando me lo propongo, porque no es fácil revivirlo. El señor Anato pasó por mí y me llevó al aeropuerto internacional de Maiquetía Simón Bolívar; era muy temprano, a las 7:00 a.m. ya estaba en el aeropuerto, aunque mi vuelo salía a las 6:20 p.m. para Bogotá, pero había escuchado que era una anarquía el aeropuerto en ese momento. Pasé toda la noche tratando de meter mi vida entera en una maleta que se me hacía pequeña, me sentaba sobre ella una y otra vez para cerrarla, nunca pude meter todo lo que era significativo para mí. Es un acto de desapego profundo”.
Cuando Graciela fue a realizar el check in en la aerolínea para esperar dentro del aeropuerto, antes de pasar su equipaje de 60 kilos a la bodega, unos funcionarios del Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería (SAIME), pidieron revisar la maleta:
“Llevaba 11 horas parada en una esquina con la maleta grande y otra de mano. En la espalda colgaba el morral con todos los documentos de la universidad, los programas certificados, que eran muy pesados, y el título en pergamino. Recuerdo que tenía muchísima sed, pero no me podía mover por el peso y el temor a que me robaran, ya que la inseguridad estaba instalada también allí. Lo único que quería era tomar agua, nunca me imaginé pasar tantas horas en ese lugar. Los funcionarios me revolvieron la maleta una y otra vez, me sacaron muchas cosas y, finalmente, me dijeron que solo podía pasar 20 kilos; por supuesto, dejé más de la mitad de las cosas. Los trabajadores de la aerolínea simplemente me miraban, no decían nada. A las 6:14 p.m. me dejaron pasar por migración”.
El temor de Graciela se acentuaba porque ya tenía conocimiento de que esa era una práctica que se había hecho común en el aeropuerto, sobre todo con colegas o con aquellos ciudadanos que, según el régimen, eran una amenaza para la patria, rompiendo pasaportes o simplemente llevándose a las personas detenidas.
“Solo recuerdo tener tanta sed que eso superaba mi miedo. Caminar la terminal aérea sobre la obra Cromointerferencia de color aditivo del artista venezolano Carlos Cruz-Diez para pasar migración me impactó, no por los juegos de colores del tapiz sobre el que se camina y que es el símbolo de la Venezuela que emigra, sino por el centenar de familias que despedían a sus seres queridos; era lo más parecido a una sala fúnebre, familias enteras llorando, madres despidiendo a sus hijos, padres a sus hijas, esposos a sus esposas, abuelos abrazando, quizá por última vez, a sus nietos. En ese punto comienzan las familias a separarse junto a la segura incertidumbre de no saber si se volverán a ver. Tuve la fortuna de que mi vuelo se retrasó, no lo perdí, y cuando el avión despegó solo dije: ‘Soy libre’”.
En el aeropuerto internacional de Maiquetía Simón Bolívar, Venezuela, Graciela tomó esta fotografía minutos antes de entregar su pasaporte y pasar por migración.
En el nombre de Dios
Graciela, una mujer de 38 años, llega a la casa de una congregación colombo-venezolana, ‘Siervas de Jesús’, en Bogotá. Allí estuvo conviviendo con cuatro religiosas durante ocho meses. A los pocos días de haber llegado comenzó a trabajar en una fundación creada por unos venezolanos en Colombia, pero pasaron dos meses y no recibía el pago, y los directores alegaban que no tenía documentos:
“Desde el primer momento que me contactaron tenían conocimiento de que estaba intentando tramitar mis documentos, pero el Permiso Especial de Permanencia no se estaba otorgando. Luego de dos meses me pagaron la mitad del sueldo mínimo. Durante ese tiempo trabajé e iba a la oficina de 7:00 a.m. a 6:00 p.m. de lunes a viernes; no volví. Al poco tiempo realizaba trabajos puntuales en un consultorio odontológico ayudando a una doctora con sus pacientes, esterilizaba los instrumentos y la apoyaba en las revisiones bucales y cirugías, dejaba todo listo para las intervenciones, todo eso con el apoyo de su amable asistente, quien pacientemente me explicaba cómo debía hacer las cosas. Seguía intentando tener la oportunidad de trabajar en lo que mejor sé hacer, comunicar. En paralelo ayudaba a las hermanas en los quehaceres de la casa, limpiando porque no sé cocinar. Aunque bueno, un sábado les hice 300 arepas para vender el domingo en su parroquia”.
Esta caraqueña creció yendo al mar, pues la capital está a escasos 30 minutos del mar Caribe. Aún trata de comprender por qué el contrastante clima de Bogotá incide en su ánimo y honra con profundo respeto a la cartagenera que cocinó por muchos años en su hogar:
“Elisa tenía a Dios en sus manos, nadie cocinaba como esa mujer, siempre me preparaba la torta más sabrosa para mi cumpleaños, era una consentidora como nadie. Fue una mujer que me enseñó con su ejemplo el valor del trabajo, el amor por la familia y a picar, casi a la perfección, las papas y las zanahorias para la ensalada. Sin saberlo, ella me mostró lo resiliente que puede llegar a ser una mujer cuando emigra, pues había emigrado en los años setenta de Colombia a Venezuela y amó el país más que cualquier venezolano. En la enfermedad de una tía política, a quien cariñosamente le decíamos Muñi, Elisa la cuidó a través de su cocina, con los mejores caldos cuando el cáncer ya hacía estragos. Eli es de esos seres humanos que con su amor te marcan para siempre. Pensar en ella es el postre obligado en cada sobremesa”.
Al segundo mes de la llegada de Graciela a Colombia, en la casa de las religiosas, una monja la agredió físicamente. En la iglesia, el lugar que, de acuerdo con sus códigos de vida durante su infancia, adolescencia y juventud, suponía ser el espacio más seguro y confiable para ella. Pero no fue el caso, pues la xenofobia se hizo presente en una religiosa de escasos 40 años, quien por cierto había estudiado en Venezuela:
“Por supuesto, no se debe generalizar ni estigmatizar a la iglesia católica ni a ningún ser humano. Mi experiencia hasta ese hecho siempre fue no solo positiva, sino genuinamente generosa. Mi cercanía con esa comunidad parte de mi madrina, quien sin duda es otra madre para mí. Pero ese día fue deplorable. Estaba en la cocina y la monja comenzó a hacer comentarios despectivos de los venezolanos, y cuando intenté defenderme con palabras, me agredió físicamente. La superiora le exigió irse porque también había maltratado a otras religiosas, todas mayores. El párroco de la iglesia donde ellas ayudaban me pidió que callara en gratitud porque ahí me habían recibido. Sin embargo, fueron más las religiosas de la congregación que me pidieron que la denunciara. Luego trabajé durante tres años en una organización con el nombre de Dios y tuve que lidiar con la xenofobia estructural de un sacerdote gerente general y de dos directivas. Definitivamente, estoy convencida de que solo estuve en el lugar equivocado”.
Emigrar a ratos tiene un aire peyorativo, es como una insignia que te identifica, pero no te sientes identificado. Graciela toda su vida estuvo rodeada de inmigrantes en Venezuela. Sus compañeras del colegio eran las hijas del migrante colombiano, alemán, portugués, italiano y español que llegó a Venezuela desde el siglo XX. Dos de sus mejores amigas son de familia italiana y colombiana.
A mi amada Colombia le agradezco su maravilloso café y todas esas personas que, a través de sus gestos amables y llenos de bondad, me hacen sentir que tengo un hogar y un país.
El valor de la familia
Yesenia Rodríguez
Justo en el momento más oscuro de la noche, a las 4:00 a.m., había un profundo silencio. Yesenia, junto a su hijo de 10 años, su madre y su hermano mayor abordaron la camioneta que los trasladaría desde Maracaibo hasta Riohacha, más de 207 km de recorrido, pasando por Maicao. Iban acompañados de tres personas más. Del otro lado de la frontera los esperaban dos hermanos. El traslado de Yesenia y su familia fue mixto, por tierra y por avión.
“Ese día fue de pánico y mucho dolor porque dejaba toda una historia de vida. Viajamos de madrugada y el chofer iba llamando por teléfono para poder salir por la frontera. En algún momento hubo una persona que se montó en el capó del carro y entonces iba silbando, avisando para que nos dejaran pasar. Alguien en medio de la carretera le decía: ‘Párate, párate, párate’. Entramos a Colombia por tierra y luego tomamos un vuelo en el aeropuerto internacional Almirante Padilla hasta Bogotá”.
“Las raíces de todo ser humano están en su memoria y afectos, de allí el valor de los recuerdos”. Yesenia, una geóloga oriunda de Zulia —también conocida como la tierra del sol amada—, recuerda siendo muy niña cruzar en familia el puente General Rafael Urdaneta, también localmente llamado puente sobre el lago. Era una fiesta ir sentada en la parte de atrás del carro, con su sonrisa se asomaba por la ventana para sentir la brisa fresca que le hacía fruncir el ceño, era “presenciar un espectáculo en familia”.
Y así se fue haciendo una mujer generosa, cercana y amable, pero ya en su adultez el colapso de políticas públicas y servicios básicos en Venezuela, junto a una crisis económica, política y social, permearon su estabilidad personal y laboral, entonces atravesar el puente era un recurso emocional que la trasladaba a esa época en la que fue muy feliz, para encontrar, no por mucho, las herramientas internas para continuar.
“Vivía muy cerca del puente, entonces agarraba mi carro y lo atravesaba para olvidarme de todo. La situación del país se hacía cada vez más compleja y me estaba afectando seriamente la salud. Para ese momento ya me había gastado todos los ahorros para sobrevivir en Venezuela. Me afectaba mucho ver cómo los niños en el colegio de mi hijo se desmayaban de hambre, niños que no habían comido en dos días. La gente más cercana comenzó a fallecer por falta de medicinas. Empecé a tener ataques de pánico y ansiedad, no podía dormir, en ese momento fue cuando entendí que era hora de salir porque hacer cualquier otra cosa me iba a permitir estar mejor para mi hijo. Sentí la urgencia de darle un mejor futuro y sacarlo de aquello que yo estaba viviendo y que le estaba transmitiendo, debía protegerlo”.
De acuerdo con un vocero de la Defensoría del Pueblo de Colombia, “los más vulnerables en todos los procesos migratorios son los niños, las mujeres y la comunidad LGBTI”, esos grupos son los más proclives a que se vulneren sus derechos:
“Cuando estaba buscando trabajo me contacta un señor de una empresa donde yo trabajaba para hacerme una entrevista y ofrecerme un cargo mejor. Empezó un tema de acoso, diciéndome que yo necesitaba más un cargo de ejecutiva, que él sabía que yo tenía un hijo. Sentí confusión porque estaba en medio de un escenario laboral y la posibilidad que representaba para mí una mejora. Mi experiencia laboral me permitió discernir que la propuesta se escapaba de lo laboral y me permitió rápidamente poner una barrera y decir ‘por aquí no es’. Era querer trabajar, pero no tener documentos, porque para ese momento no los tenía, y el deseo de sacar a mi hijo adelante. Ganaba por debajo del mínimo por carecer de documentos, sin embargo, eso me facilitaba el hecho de mantenerme y de poder mantener a mi hijo. Fue a finales de 2020 que logré tramitar mi Permiso Especial de Permanencia y luego en 2021 el Permiso de Protección Temporal desde 2018, cuando llegué. Fue un trámite engorroso porque me enviaban de un lugar a otro. Fue horrible, porque cuando yo no tenía documentos incluso no salía de la casa. Cuando salía me escondía de la policía, tenía la sensación de no sentirme de ninguna parte, no soy de aquí ni soy de allá. Fue una emoción que me acompañó por mucho tiempo. Me montaba en un autobús y no me sentaba, aunque estuviese vacío, porque sentía que no me correspondía, que estaba quitándole el lugar a alguien. Emigrar es un proceso tan individual porque son muchas cosas con las que uno tiene que lidiar que parecen sencillas, pero que al final del día, cuando llegas a tu casa y miras el techo, pues te sientes perdida. Tampoco me gustaba hablar para que nadie identificara mi acento. Hoy agradezco que tenemos documentos, principalmente para mi hijo”.
Desde su proceso más íntimo, Yesenia a sus 42 años comenzó a ocuparse de sus miedos y también de sus sueños. Su entereza para sobreponerse a las adversidades, donde todo era nuevo para ella, le permitió transformar la oscuridad en luz, no solo para ella, sino para su hijo. Con la serenidad que trae el tiempo, se permitió darle paso a un nuevo amor:
“Colombia me regaló un marido maravilloso al que amo y una familia, porque mi marido venía con su hijo, a quien también adoro, y entonces, después de ser solo mi hijo y yo, ahora somos una familia de cuatro. Es un hombre que me respalda y juntos iniciamos un emprendimiento de tequeños [palitos de queso]. Vimos la oportunidad de negocio, Leonardo ya estaba enamorado del producto, había tenido una visión de tener una fábrica y venderlos congelados en los grandes almacenes de toda Colombia, hoy trabajamos los dos por ese sueño. Valoro muchísimo volver a respirar, y es que en los últimos años que viví en Venezuela no podía respirar de la angustia constante, por eso siempre le digo a mi familia que lo que más valoro es volver a respirar y volver a soñar”.
Yesenia Rodríguez. Fotografía: Romina Palma.
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Como si se tratara de la obra ‘La persistencia de la memoria’ de Dalí, los recuerdos en la mujer que emigra son una manera de marcar el tiempo a su antojo. Su rostro, en Colombia, nos invita a pasearnos por su memoria, pero sobre todo en la capacidad que tiene de reparar sus heridas, de juntar los pedazos o grietas en un revestimiento con brillo, arreglando lo que una vez fue roto.
Algo se rompe en esta mujer cuando es, voluntaria o involuntariamente, arrancada de sus raíces, pero eso no define ni determina su vida, porque “los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga a parirse a sí mismos una y otra vez”, escribió Gabriel García Márquez en ‘El amor en los tiempos del cólera’.
Lo cierto es que, en muchos casos sin tener resuelta su documentación, la mujer que emigra emprende un largo viaje a Colombia, por fronteras, aeropuertos y trochas. Comparte con otras compatriotas el desarraigo, porque dejó su lugar de origen y ahora debe adaptarse a una nueva cultura; como diría Pablo Neruda, es “el eterno desterrado” o, como dice Isabel Allende, es “estar pidiendo disculpas por buscar un lugar en el mundo”. Por una visión u otra, se trata del nacimiento una vez más de la vida de esta mujer que se ha movilizado, un drama humano con rostro anhelante, nombre, hijos, familia y una historia, más allá de las estadísticas, para contar. Se trata de persistir.
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