El 14 de octubre de 2022, Yoselin Chirinos entró al Darién acompañada de unas 300 personas y se encontró atascada en una masa de lodo que le llegaba hasta los hombros. No le dieron ganas de llorar, pero se preguntaba una y otra vez: “¿Qué hago yo aquí?”, cuatro palabras que se siembran en su mente en los momentos más angustiantes.
Había pasado la primera noche de su travesía hacia Estados Unidos en un galpón sin luz en Acandí (Chocó), punto de partida hacia la selva del Darién. Se había quedado de pie esperando el amanecer, mientras protegía sus pocas pertenencias y trataba de respirar fluidamente, porque, dice, la gente le robaba el aire. “Era un lugar horrible”, recuerda. En su mente, sin embargo, había grandes motivaciones: sus cuatro hijos y el futuro que les quería brindar.
Al otro día, Chirinos y los demás migrantes salieron hacia ”La loma de la muerte”, que ella conoció con el nombre de Camino de las banderas, porque allí están clavadas las banderas de los países de donde provienen los viajeros –según datos del Instituto de Política Migratoria (MPI, por sus siglas en inglés), los migrantes de Venezuela, Ecuador y Haití representaron el 84 por ciento de todas las personas que cruzaron el Tapón del Darién en 2023–. Durante la travesía, Chirinos también vio regadas estatuas de vírgenes y fotografías de decenas de personas.
Era necesario subir y bajar ocho lomas para remontar el Camino de las banderas. Había llovido abundantemente, la brisa aún traía restos de agua. Yoselin escuchaba el sonido de los micos y del río. Iban lento. El barro espeso y profundo no los dejaba avanzar y ella lidiaba con un jean que, mojado, se hacía muy pesado.
Cayó la noche. Para ganar tiempo, el grupo decidió seguir andando. Pero Chirinos resbalaba una y otra vez, no lo podía evitar. Mientras subía la última loma, alguien le cayó encima y la hizo rodar cuesta abajo. No sabe cómo logró agarrarse de una rama y evadir la muerte, porque a lado y lado del camino solo había precipicios. Sus rodillas y codos quedaron en carne viva. “¿Qué hago yo aquí?”, le retumbaba de nuevo.
Los planes no salieron como Yoselin esperaba. Pronto supo que la frontera con Estados Unidos estaba cerrada. Aun así, decidió continuar porque no tenía plata para regresar. El día del cumpleaños de su hija Hernalyn, el 21 de octubre, llegó a Panamá después de atravesar una frontera por la que solo en 2023 cruzaron caminando cerca de 500.000 personas, según Migración Panamá.
Durante un mes vendió dulces mientras avanzaba hacia Costa Rica y Nicaragua y logró tomar un vuelo humanitario de Ciudad de Panamá a Maracaibo para viajar a Colombia por tierra a través de Maicao, en La Guajira, y de ahí a Santa Marta, donde se habían quedado su actual pareja y sus dos hijas menores. De los otros dos hijos que viven en Venezuela, Chirinos no habla mucho.
El regreso a Santa Marta fue agridulce: su hija menor, Yorgelis, se extrañó al verla, era como si no la reconociera; mientras que Hernalyn, de 8 años, rompió en alegría. Dice Hernalyn que su mamá sí le habló sobre el Darién, pero que todo lo duro que vivió se lo escuchó a escondidas, mientras ella hablaba por teléfono con su familia.
“No me gusta hablar de arrepentimientos. Mi vida no ha sido fácil, pero las decisiones que he tomado –y más desde que soy madre– han sido para darles un mejor futuro a mis hijas. Si soy sincera, lo que siento por ellas y lo que quiero para ellas me ha llevado a lugares en los que he encontrado nuevos retos y aprendizajes”, confiesa.
Yoselin observa la fotografía del momento en que prestó servicio militar en Venezuela.
“Era la vida de mi niña o la mía”
Son las 4 de la tarde de un viernes y por el barrio Pescaíto de Santa Marta, pasa la brisa del mar que se escabulle entre los cerros que bordean la ciudad. “Este fue el primer lugar que me acogió cuando llegué sola a Santa Marta una noche de 2016”, recuerda Chirinos, que dejó Venezuela tras la crisis económica y social. Lo único que traía era un bolso con dos blusas y dos pantalones.
Un año antes había jurado bandera a su patria, cargando el fusil militar del Batallón de Apoyo 108. Tenía 22 años y muchas ilusiones. Recuerda su ciudad, Cabimas, “los tiempos en que las mesas estaban llenas, en que el país no andaba a rastras”, según cuenta y los dos semestres en los que pudo estudiar Gestión Ambiental.
Pero también recuerda los tiempos difíciles en los que, siendo niña, se mudaba de una casa de ‘cuido’ a otra, intercambiando trabajo por techo; tiempos en los que se convirtió en mamá con solo 15 años, tiempos en los que, al independizarse de su casa e irse con su primera pareja, desempeñó oficios varios, en agencias de lotería, en recepciones.
“El gobierno de Venezuela debe tomar conciencia porque le ha robado los sueños a los niños, a la juventud y a los adultos”, recrimina.
Llegó a Santa Marta a probar suerte, lo dice con emoción. En ese entonces ya tenía a sus dos hijos mayores y a Hernalyn, a la que se trajo poco después de haber llegado a Colombia. Trabajó como vendedora de dulces, mesera, ayudante de cocina y recepcionista en restaurantes de la ciudad, en los que le pagaban 20.000 pesos diarios. “Cuando llegaba Migración, me escondían o me ponían como clienta porque, para ellos, yo era ilegal”, cuenta Yoselin.
A finales de 2017 quedó embarazada de Yorgelis, cuyo padre es la pareja actual de Chirinos. “En el restaurante me despidieron. Como no tenía Permiso por Protección Temporal (PPT), no podía acceder a la salud; por eso, en los 9 meses de embarazo ningún médico me revisó la barriga”, recuerda.
Cuando llegó el momento del parto, el 24 de agosto de 2018, la Clínica La Castellana la remitió al Hospital Universitario Fernando Troconis, cuyos médicos se negaron a atenderla, dice. Sentada en una silla plástica, en medio de los pasillos de la institución, Chirinos duró dos semanas esperando a que la atendieran.
“Los médicos no sabían qué hacer conmigo solo porque no tenía nacionalidad colombiana. No se atrevían ni siquiera a hacerme el tacto; por eso el parto se pasó dos semanas”, relata Yoselin.
El 8 de septiembre en la mañana, la médica de turno le realizó el tacto e inmediatamente le dio paso al quirófano. La bebé tenía dificultad para respirar: “La doctora me puso a firmar un documento para elegir entre la vida de mi niña o la mía”, cuenta. Acostada en una camilla, eligió la vida de su hija que nació con la piel grisácea. Con tristeza y la voz quebrada, recuerda que al cabo de unas horas les dieron de alta. Aún sin recuperarse, con la niña en brazos, Yoselin sacó fuerzas para caminar y caminar hacia su casa, después de haber parido, de perder mucha sangre y de experimentar la conmoción y el miedo de tener a la muerte tan cerca de su hija.
Buscando salidas
“¿Qué hago yo aquí?”, sigue preguntándose Chirinos, que lleva puestos una blusa rosada, un jean ajustado y unas chanclas plásticas. Tiene angustia porque sus dos hijas sufren de dermatitis atópica severa, una enfermedad que, de no tratarse, genera “infecciones cutáneas, cicatrices permanentes o enfermedades graves con lesiones extensas por toda la superficie de la piel”, explica Daniela Oñate, médica general de la Universidad del Magdalena.
Chirinos no encuentra salidas, sabe que lo de sus hijas las acompañará de por vida y que necesitan atención. Pero el sistema de salud colombiano ha ido a paso tortuga para tratarlas y entregarles medicamentos.
A Yorgelis se le manifestó a los 5 meses. A Hernalyn, a los 5 años. Recuerda que una vez a Yorgelis le salieron costras en el cuero cabelludo que provocaron la caída de buena parte de su pelo. Después de mucho pensarlo, Chirinos cortó con tijera lo que quedaba de los rizos de su hija y, luego, le pasó una máquina de afeitar sobre la toda cabeza, dejando al descubierto sus costras dolorosas y enconadas.
“Apenas a los 5 años es que el dermatólogo la va a revisar. Y es porque no somos colombianas; aunque mi hija sí lo es, nació aquí y está creciendo aquí”, dice Chirinos, lamentándose, sentada en un colchón grueso, en su pequeño apartamento en Pescaíto, mientras sus hijas se entretienen viendo el celular.
A Hernalyn la piel se le llena de sarpullido que le hace sangrar la espalda, las piernas y los brazos. “Yo no sabía qué echarle para que se le calmara la picazón, que por unos días se iba y luego regresaba con más fuerza. Durante un año no supe qué tenía, hasta que un pediatra, en 2019, en una temporada que pasé en Bogotá buscando oportunidades, me dijo que era dermatitis atópica”, asevera Chirinos.
Hernalyn tiene 10 años y nunca la ha revisado un dermatólogo. “Sé que a ella la atienden porque yo tengo el PPT, pero nunca he entendido por qué el pediatra no la ha remitido nunca a un especialista en dermatología. Hace poco la llevé de nuevo porque el brote le está saliendo otra vez”, cuenta Yoselin.
Y aunque en Colombia 924.931 personas extranjeras de origen venezolano están afiliadas al Sistema General de Seguridad Social en Salud (SGSSS), de las cuales 218.885 (es decir, el 23 por ciento) pertenece al grupo de edad entre 0 a 17 años, persisten las brechas en el acceso a la salud para la población infantil y adolescente, explica Lina Zapata, oficial de Salud y Nutrición en Unicef Colombia.
“Si bien la salud está consagrada como derecho humano fundamental a cargo del Estado, la situación migratoria es un determinante crucial para el acceso a los servicios de salud”, enfatiza la oficial de Unicef.
Hay días en que Chirinos se siente atascada. Su situación es precaria: trabaja en lo que puede, limpiando casas o vendiendo dulces. Desde siempre su vida ha sido inestable económicamente. Para mirar hacia adelante con mayor firmeza, en los espacios que tiene libres toma cursos gratuitos ofrecidos por el Estado colombiano de atención al cliente, habilidades blandas, turismo y manipulación de alimentos. Sueña con el porvenir y sabe que la única manera de que sus niñas alcancen sus sueños es cumpliendo los propios. Extraña a su mamá, a su papá, a sus familiares y amigos, siente mucha tristeza y nostalgia, pero se pregunta constantemente: “¿Para qué volver?”.
“Siempre le pido a Dios que me ayude para no cansarme, que me dé una luz para no rendirme”, dice Yoselin.