Después de cantar algunos goles en la cancha de fútbol del barrio Las Delicias, en el suroccidente de Cúcuta, las hermanas Yoelin y Yojeisis Campos, venezolanas de 15 y 14 años, se juegan el tercer tiempo del partido, pero esta vez con rimas. “Ustedes cantan y nosotras les respondemos con rapeo”, les dice Yoelin a los chicos. La atmósfera se va llenando de beats. Aún calienta el sol esta tarde de lunes. Entre risas y miradas cómplices comienza la batalla de freestyle (rimas de rap improvisadas). En los rostros de quienes las escuchan se nota el asombro, no solo por el ritmo, sino también por las letras.
En otro punto de esta ciudad fronteriza, en el barrio Lleras Restrepo, Nancy Figueroa, caraqueña, licenciada en Artes Gráficas y tatuadora profesional desde hace más de 20 años, atiende el pequeño local en el que consiguió levantar su negocio después de haber dejado atrás su vida y, con ella, su taller. Aquí no solo hace tatuajes, sino que enseña a otras personas el oficio de dibujar la piel mientras lucha contra la nostalgia.
No muy lejos de allí, en el Centro Comercial Bolívar, se escucha la música enérgica y entusiasta de la academia Bee, única de pole dance (baile en barra) en Cúcuta. Sus propietarios son Nazly Uribe, colombiana retornada, y su novio, el venezolano Manuel Garrido. La crisis económica y social del país vecino obligó a esta pareja a cerrar la academia de tango que tenía en Mérida y a buscar otras oportunidades en Cúcuta, de donde son las raíces de Nazly.
Las hermanas Campos, Nancy Figueroa y Nazly Uribe no se conocen entre sí, pero a todas las atraviesa el desarraigo que trae consigo la migración. También las une el arte como vehículo de integración, de transformación, de cohesión social. El arte para sanar heridas y abrirse al otro. El arte para conectar y para romper fronteras, como explica Alex Brahim, director de la Fundación Centro Cultural Pilar de Brahim y curador del proyecto binacional Juntos Aparte: “El arte permite que tú y yo nos conectemos a través de nuestro interés, por ejemplo, con la misma obra, el mismo artista o en la misma situación. De repente, nuestra diferencia en edad, de origen social, económico o geográfico, simplemente se desdibuja y crea un espacio de sintonía, es un espacio de comunión en un sentido de colectividad que nos permite ir mucho más allá de los estereotipos, de los paradigmas y de muchos prejuicios que muchas veces queriendo, o sin querer, nos habitan”.
“El arte permite darnos cuenta de que no somos tan diferentes como creemos. Colombia y Venezuela comparten una idiosincrasia, una historia y muchas particularidades que hacen que seamos en realidad un solo pueblo dividido por unas barreras naturales, en algunos casos es un río o una montaña (…) Somos uno solo, con un acento distinto, pero al final un solo pueblo”, dice, por su parte, Mauricio Fernando Aguas, secretario de Desarrollo Social de la Alcaldía de Cúcuta.
Hasta octubre de 2022, según datos de Migración Colombia, en Norte de Santander había 334.940 venezolanos con vocación de permanencia, lo que supone el 20,6 % del total de la población. En Cúcuta, la capital, la cifra llegaba a 217.897 ciudadanos de aquel país. El éxodo venezolano en Colombia es femenino: el 51 % de los migrantes son mujeres. El panorama para ellas suele ser hostil; no solo se enfrentan a situaciones de rechazo en su día a día, sino que este se traslada al entorno digital. Según el Barómetro de Xenofobia —una plataforma que analiza las conversaciones en Twitter y medios de comunicación acerca de la población migrante en varias ciudades—, insultos e hipersexualización, es decir, comentarios machistas sobre atributos sexuales, son constantes.
Las conclusiones de un estudio entre mayo y junio de 2022 que llevaron a cabo el Grupo Interagencial sobre Flujos Migratorios Mixtos (GIFMM) y la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes (R4V) indican que en Norte de Santander el 29 % de los hogares venezolanos encuestados manifestó haber sido víctima de alguna situación de discriminación. Estos datos contrastan con el Índice Multidimensional de Integración Socioeconómica de Personas Migrantes de Venezuela (IMI), elaborado por el Observatorio de Migración de Venezuela del Departamento Nacional de Planeación (DNP). En un baremo de 1 a 6, en el que 6 es el mayor nivel de integración y 1 el más bajo, Norte de Santander obtuvo una puntuación de 5,7, mientras que Cúcuta llegó a 5,5.
En este contexto transcurren las vidas de las hermanas Campos, de Nancy Figueroa y de Nazly Uribe.
Las raperas de Las Delicias
Yoelin Zulimar y Yojeisis Anabel Campos Mendoza pisaron suelo cucuteño en 2022. Jamás habían salido de Venezuela. Tuvieron que migrar con su mamá, su abuelo y sus cuatro hermanos menores. Aquí venían a encontrarse con su padre, quien meses atrás había cruzado la frontera para buscar trabajo. “Decidimos irnos de nuestro país para darles una mejor vida a mis hijos. Fue un poco fuerte por la falta de plata (…) las cosas para mi familia no han sido fáciles porque siempre hemos sido de escasos recursos”, cuenta Génesis Mendoza, madre de las chicas.
La ruta para llegar a Colombia desde Caracas fue una odisea. Un viaje en bus de más de 12 horas, con ocho personas apretujadas en cuatro asientos porque no tenían para pagar todos los tiquetes. Sin documentos, caminando por trochas, sin dinero para comer, expuestos al peligro de los pasos ilegales, asustados. En Cúcuta las cosas no mejoraron: llegaron a vivir a la obra de construcción donde trabajaba el padre, un sitio en el que tuvieron que dormir en medio de bultos de cemento, escombros y polvo.
Después de muchos padecimientos, llegaron a la casa de un conocido en la Comuna 9 de Cúcuta, en Las Delicias, barrio que apenas fue legalizado en 2015. No es solo un lugar donde se asientan venezolanos: el 60 % de sus habitantes son víctimas de desplazamiento forzado y provienen del Catatumbo, una región muy golpeada por el conflicto en el país. De ahí, los Campos Mendoza se mudaron a “un rancho muy humilde”, como describen la nueva casa, que también está en el mismo sector.
“Ha sido muy duro para nosotras porque llegamos y no pudimos estudiar por falta de todo (los documentos)”, se lamenta Yoelin. Mientras vuelve al colegio, trabaja como ayudante de costura para colaborar con los gastos de la familia. Pese a las dificultades, ni ella ni su hermana han dejado de soñar con llegar lejos en el rap, género musical que aprendieron de su padre.
Desde aquella tarde de lunes en la cancha de fútbol, Yoelin y Yojeisis se hicieron famosas en Las Delicias. Ese día estaba entre el público Mónica Marcela Hernández, directora de la escuela de formación deportiva del barrio, y quien, sorprendida por el talento de las hermanas, las inscribió en el Proyecto de Empoderamiento Comunitario de la Alcaldía de Cúcuta junto a la organización Opción Legal y con el apoyo de Acnur. Este programa les permitió pararse en una tarima por primera vez. Mientras Yoelin canta, Yojeisis acompaña con los sonidos que hace con las manos y la boca (beatbox). Ahora las conocen como Las Raperas.
“Mónica me preguntó si quería desarrollar mi talento y trajeron al instructor. Ahí fue cuando empecé a soltarme, a seguir escribiendo y a componer en un cuaderno que tengo para cuando me siento aburrida. Cuando no tengo nada que hacer, empiezo a anotar lo que pasa en el barrio, lo que me pasa a mí y a mi familia, lo que me gusta o no me gusta”, relata Yoelin. En su libreta ya hay 33 canciones escritas, algunas de amor, de enseñanzas para los jóvenes y hasta de protesta contra el Gobierno venezolano.
Yoelin y Yojeisis hacen parte de la estrategia que se lleva a cabo en 18 barrios de la capital nortesantandereana, en las comunas 6, 7, 8 y 9, y que busca integrar a la población proveniente de Venezuela mediante iniciativas como las escuelas culturales. Según Mauricio Fernando Aguas, secretario de Desarrollo Social de la Alcaldía de Cúcuta, se han abierto tres escuelas de rap en los barrios Las Delicias, Nuevo Horizonte y Manuela Beltrán. “Estos espacios (…) conformados por niñas y niños migrantes tienen un mensaje muy poderoso de cómo la migración ha sido una oportunidad para estas comunidades”, dice.
La ambición de Yoelin y de Yojeisis es seguir cantando y que les reconozcan su talento, pero también anhelan volver a sentarse en un pupitre y estudiar. Ellas creen que por medio de la música pueden ayudar a sus seres queridos y a otros niños con problemas como la drogadicción.
“A través de la música yo quisiera llevar enseñanzas a los niños, porque he visto a muchos adolescentes metidos en drogas y a niñas embarazadas. Quisiera tener una fundación (…), formar un grupo de jóvenes y que conozcan sobre la música y vean que la música puede llegar a cambiar”, sueña Yoelin.
Nazly y Manuel, la fuerza del pole dance
Esta historia comienza sobre los restos de un tubo viejo y oxidado, clavado en pleno malecón de Cúcuta. Hasta allí acudían cada domingo Nazly Uribe y su novio, Manuel Garrido, ambos de 35 años de edad. Ella, colombiana retornada; él, venezolano. Los dos montaban un show que llamaba la atención de los transeúntes y que se convirtió en la semilla de lo que hoy es Bee, academia de pole dance pionera en esta práctica en Cúcuta.
Nazly es hija de una pareja conformada por una venezolana y un colombiano. Los dos emigraron a Venezuela buscando un futuro mejor, igual que miles de colombianos que partieron hacia el vecino país en los años setenta, ochenta, noventa y a principios de la década del 2000. La familia de Nazly, quien entonces era una adolescente, se asentó en Mérida, conocida como la ciudad cultural y universitaria de Venezuela; allí potenció su gusto por la danza. Primero aprendió tango y después descubrió el pole dance, que se ha convertido, dice, en su “segundo amor, después de Manuel”.
“En Mérida fue donde hice mi carrera artística, donde empecé a aprender todo sobre el mundo de la danza, donde empecé a bailar y donde descubrí que esto era lo que realmente me gustaba”, cuenta Nazly. Gracias al baile también conoció a Manuel, su socio y compañero de vida. Junto a él abrió una academia de tango que estaba presente en campeonatos nacionales y que logró un gran reconocimiento.
Pero la crisis social y económica de Venezuela hizo estragos. “Me devolví en 2019 (a Cúcuta, de donde son sus raíces) con mi esposo, porque nos dimos cuenta de que ya no había oportunidades para crecer allí (en Venezuela). Era el momento de buscar algo más (…) Decidimos empezar a traer un poco de todo lo que trabajamos allá en cuanto a las danzas, porque vimos que existía la necesidad de crear un sitio de pole dance, que no existía en Cúcuta en ese momento, pero obviamente no teníamos los medios para hacerlo”, cuenta Nazly.
Antes de consolidar su emprendimiento, y para hacerse un nombre en la ciudad, Nazly y Manuel tuvieron que bailar al son de varios ritmos. Ella con el tango y él con el break dance. También probaron con costura de ropa para bailarines urbanos, se empezaron a integrar en los círculos artísticos de la ciudad, llegaron a escenarios underground y consiguieron el apoyo del Instituto Municipal para la Recreación y el Deporte (IMRD), que les dio el primer impulso para su academia, que arrancó en 2019 y que tuvo una pausa por las medidas contra la pandemia de la covid-19.
“Mucha gente nos dijo que la ciudad no estaba preparada para un deporte como este, pero nosotros hemos demostrado que no solo estaba preparada, sino que lo necesitaba y lo deseaba. Este es un aporte bien importante, porque es un espacio para las mujeres, para que se sientan libres; y no solo para mujeres, sino también para hombres”, afirma Nazly.
La academia Bee ha dado un paso más allá y ahora Nazly y Manuel han empezado a crear productos para pole dance, lo que les ha permitido llegar a otras ciudades del país. “Generamos empleo porque compramos en Norte de Santander y hacemos material de calidad”, señala ella, exhibiendo un optimismo infalible.
A esta pareja, el baile le ha permitido integrarse socialmente, pero también tener medios de vida estables en un proceso de migración que nunca es fácil. Hoy, la academia de pole dance recibe tanto a venezolanos como a colombianos y los prepara para representar a Norte de Santander en competencias nacionales.
“La llegada de nuevas personas siempre va a generar una evolución cultural. El arte permite ampliar tu mente, tu horizonte y permite apreciar a las personas más allá de donde son. Entonces, las limitantes se diluyen y nadie pregunta de dónde eres, sino cómo hiciste eso”, concluye Nazly.
Tatuajes en el alma
El negocio de tatuajes de Nancy Figueroa en Cúcuta comenzó con un milagro. Un día, al sitio donde trabajaba llegó un cliente con alopecia. Ella le recomendó una tricopigmentación en el cuero cabelludo, una técnica para personas que sufren de calvicie. “Yo lo tatué como si tuviera poros; el efecto es como si la persona tuviera rapado el cabello. Esto le cambió la vida a él. Esa persona fue muy agradecida y creamos una amistad. Una vez me preguntó cuál era mi sueño. Le dije: volver a montar mi taller de tatuaje”, cuenta Nancy.
Fue tanto el agradecimiento del cliente, que le hizo un préstamo para que montara su taller, en el barrio Lleras Restrepo. Aquí, no solamente hace tatuajes, sino que enseña a jóvenes que se interesan por este oficio, algunos de ellos en situación de vulnerabilidad.
Nancy tiene 41 años, nació en Caracas, pero la mayor parte de su vida transcurrió en la Isla de Margarita. A Cúcuta llegó hace seis años, pero no venía para quedarse, sino para resolver un asunto que tenía que ver con un inmueble que le pertenecía a su madre, que es colombiana. Licenciada en Artes Gráficas, su verdadera pasión es el tatuaje, al que se dedica desde hace más de 20 años. En Venezuela, incluso, tenía un taller-escuela con el que mantenía a sus cuatro hijos y con el que daba clases a personas con problemas por consumo de drogas.
Como para tantos migrantes, abandonar el país, dejar atrás los proyectos y arrancar de cero en otro territorio es un trago que puede ser muy amargo. Nancy lo sabe bien. Cuando llegó aquí con su pareja y sus hijos, vio cómo se derrumbaba el núcleo familiar. “A mi esposo le afectó el choque cultural y nos separamos. Yo decido emprender mi trabajo sola, con mis hijos, y es ahí donde comienza el verdadero viaje como migrante. Nadie sabe lo que se vive por el hecho de ser venezolano y el hecho de ser madre soltera, eso es bastante difícil”, asegura. Pero no fue lo único. A uno de sus hijos le hicieron bullying en el colegio: “Lo acosaban por ser venezolano. Eso le afectó. Me tocó denunciar la agresión ante la Secretaría de Educación”.
“En la región hay muy buenos artistas tradicionales, yo no trabajo tradicionales, entonces aprendo de ellos, porque yo hago realismo. Entonces puede darse un cruce de culturas y un artista, cuando va a una convención, lo hace para aprender, porque uno está en el camino de la universidad, es decir, no deja de aprender”, sostiene la venezolana.
Nancy no solo se dedica a pintar la piel. También se ha vinculado a organizaciones y fundaciones que brindan apoyo a madres cabeza de familia y sigue enseñando su arte, que no solo la salva a ella, sino también a otros. La pasión es la misma de cuando comenzó, allá en Isla de Margarita, ese lugar al que sueña con volver algún día.
¿Quiere saber cómo suenan las historias de Yoelin y Yojeisis, de Nazly y de Nancy? Haga clic en este capítulo del pódcast ‘La otra cara de la migración: rimas, bailes y colores que tejen convivencia en la frontera’.
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