Sandra* identificó su nombre en un panfleto que el grupo paramilitar las Águilas Negras había deslizado bajo su puerta la noche del 15 de diciembre de 2008. Sabía que no tardarían mucho en matarla si permanecía en Barrancabermeja, pero asuntos familiares pendientes la retenían. Tenía 19 años.
El pedazo de papel en el que la condenaron a muerte también se repartió en la entrada de discotecas que ella y otras mujeres trans solían frecuentar. Allí se leía: “Barrancabermeja se está llenando de meros maricas, sidosos y sodomitas y hay que detenerlo”.
Sandra nació una tarde de agosto de 1989 en el Hospital San Rafael de Barrancabermeja. Hija de un ama de casa y un trabajador de Ecopetrol, es la menor de tres hermanos. Es de piel morena, ojos oscuros, labios gruesos y cabello largo y ondulado. Tiene una complexión mediana y no es muy alta. Habla despacio y alarga las palabras. Se ríe poco.
Huyó de casa a los 14 años, cansada de las burlas de sus compañeros de clase, los insultos de los profesores y los golpes de su familia por su identidad de género.
Al quedarse sin techo, algunos conocidos la remitieron a una mujer a quien ella se refiere como “madre”. La protegía, la defendía, la “cascaba si una estaba equivocada”. Sandra no lo ve así, pero “madre”, en realidad era a la vez su proxeneta, pues de su mano ella comenzó a ser explotada sexualmente cuando aún era menor de edad.
“Estar rodeada de otras mujeres trans me hizo sentir una libertad que no había experimentado, pero igual ser puta te pone en situaciones que la verdad es mejor olvidar”, dice.
Sandra vivió fuera de casa mientras el gobierno de Álvaro Uribe negociaba y pactaba la dejación de armas de unos 30.000 hombres de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) entre 2003 y 2006. “La desmovilización paramilitar significó un alivio para la mayoría de los territorios”, señaló la Comisión de la Verdad sobre este episodio de la vida nacional. Aunque agregó: “El reciclaje y el rearme fue veloz”.
Ilustración de Eder Rodríguez/El Espectador.
En Barrancabermeja, entre el desarme del Bloque Central Bolívar y el surgimiento de una nueva generación de paramilitares, pasó solo una noche.
En febrero de 2008, los nuevos “paras” entraron al barrio Ciudadela Pipatón, norte del municipio. Lista en mano, amenazaron a 20 personas sexualmente diversas. Cinco fueron declaradas objetivo militar y obligadas a abandonar el municipio. Diez meses después, era Sandra quien recibía una amenaza similar.
Las autoridades han manifestado que las Águilas Negras son en realidad un nombre bajo el cual se oculta la delincuencia común, para actuar con la impunidad que suele derivar del silencio que impone el miedo. Organizaciones como Human Rights Watch han documentado denuncias de la población civil, que apuntan a que las Águilas Negras asesinan, violan y desplazan, tal como lo hacían los “paras”.
Poco a poco, ella fue retomando el diálogo con su mamá y sus hermanos durante 2008. Quería decirles lo que había sufrido a lo largo de su infancia. Especialmente, quería hablarles del dolor de aquella tarde cuando estaba sola y un vecino, amigo de la familia, abusó de ella. En las fiestas decembrinas de ese año decidió que era el momento adecuado.
“Fue la conversación más hijueputamente dura de mi vida. Después de que me violaron, empecé a tener cambios de ánimo y dejé de ser una buena estudiante. Mi mamá no había querido darse cuenta de lo que me sucedió hasta ese momento. Entonces, lloramos”, cuenta Sandra.
Regresó a vivir con su madre a comienzos de 2009, con la amenaza de las Águilas Negras en las manos y el voz a voz de que a las mujeres trans las estaban matando en Barrancabermeja. Aun así, en su casa y en su vida, todo parecía mejorar. Pero la aparente tranquilidad no duraría mucho.
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Fotografía de Steven Cárdenas.
En su informe ‘La guerra inscrita en el cuerpo’, el Centro Nacional de Memoria Histórica documentó que “los paramilitares y las guerrillas tuvieron el ‘afán de limpiar’ de sus territorios a aquellos cuerpos que representaban contaminación, desviación, inmoralidad y enfermedad”.
Desde esta lógica, se relacionó el VIH con la promiscuidad, la promiscuidad con el pecado y el pecado justificó la violencia, especialmente contra personas de la comunidad LGBTIQ+.
Diego Ruiz, filósofo y director de la corporación Conpazes, explica que, en el marco del conflicto armado, muchos habitantes del Magdalena Medio han terminado por ser objetivo militar de grupos armados ilegales “tan solo por la sospecha” de que tienen VIH.
Y el problema no cesa. Al cierre de 2022, el Instituto Nacional de Salud señaló que, en el país, los casos positivos de VIH se elevaron ese año un 51 % respecto a 2020 y que, mientras las muertes han disminuido en toda América Latina, los contagios han aumentado. Colombia no es la excepción: “Hay tendencia al incremento en número de casos y tasas de notificación de VIH/sida”, resaltó la entidad.
“(La cifra) es el resultado de los esfuerzos por aumentar el número de tamizajes”, explica Patricia Caicedo, coordinadora de la dimensión de Sexualidad, Derechos Sexuales y Reproductivos de la Secretaría de Salud de Santander. Según la funcionaria, la instrucción es proveer la prueba rápida a quien lo solicite, y el sistema funciona.
“Antes, a la gente le daba miedo pedir la prueba porque empezaban a decir que, si era hombre, era homosexual, cosa que a nadie le debería importar. Lo verdaderamente importante es que la gente se quiere hacer la prueba para conocer su estado de salud”. El lío en Barranca es que, quienes quieren tratamientos antirretrovirales, con suerte los consiguen mínimo a tras horas de viaje, en Bucaramanga,
Líderes sociales como Diego Ruiz y Oviedo Nieto discrepan de esa perspectiva. Señalan que persisten los estigmas y las violencias contra las personas que históricamente han sido señaladas de vivir con este virus —es decir, la comunidad LGBTIQ+— e impiden avanzar en la reducción de nuevos casos de VIH y sida en Santander.
Nieto, además, habla de la urgencia de distinguir el VIH del sida. “No son lo mismo”, aclara. El síndrome de inmunodeficiencia adquirida (sida) ocurre en la última etapa de la infección del virus de la inmunodeficiencia humana (VIH), cuando la persona no ha recibido un tratamiento adecuado. Tener VIH no significa, automáticamente, tener sida.
En Barrancabermeja, los paramilitares no piensan lo mismo.
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Fotografía Steven Cárdenas.
Meses después de haber visto su nombre en el panfleto de las Águilas Negras, en la casa de Sandra aparecieron ocho hombres vestidos de civil. “Iban a matarme”, dice. Su mamá les contestó que Sandra no estaba y les rogó que no le hicieran daño. Los sujetos aceptaron bajo una sola condición: que desapareciera del municipio en un plazo de 24 horas.
Ella obedeció. Viajó esa misma noche hasta Bucaramanga a esconderse donde su hermana. “No pude despedirme de un amigo al que poco después desaparecieron. Lo quise mucho. Él no logró escapar. La familia siempre me culpó a mí porque, supuestamente, nos vieron dándonos un beso. Por un beso lo mataron”.
Antes de salir huyendo con el inri de ser trans —y por ende, “sidosa”— a cuestas, Sandra y otras mujeres alcanzaron a reunirse con comandantes de las Águilas Negras en Barrancabermeja para preguntarles el porqué del panfleto. “Nos dijeron que la comunidad ponía quejas de que nosotras éramos viciosas, que éramos ladronas y que nos metíamos con los niños y los maridos”.
En ese encuentro, los “paras” les advirtieron que se mantuvieran “guardaditas” después de las 8 p. m. para no correr riesgos. A veces, los propios integrantes de las Águilas Negras les compraban sexo o, incluso, salían con ellas. Hasta que se hacía evidente. “Entonces, para no hacer quedar mal a la organización, las asesinaban”, recuerda Sandra.
Durante el tiempo que estuvo instalada en la capital santandereana, Sandra continuó en el sombrío mundo de la prostitución: “Me presenté a varias entrevistas de trabajo, pero no me aceptaban por ser una mujer trans. ¿Yo qué más hacía? Pues volver a la peluquería y a putear”. Quiso declararse víctima, pero, lejos de que la tomaran en serio, dice que experimentó violencia institucional.
Para 2015, Sandra notó que su salud empezó a deteriorarse. Fiebre, dolor de cabeza, pérdida de peso… No tardó mucho en confirmar el diagnóstico de VIH. Al tiempo, a su mamá le detectaron un tumor en el estómago. Contra todo consejo, decidió regresar a Barrancabermeja para cuidar de ella.
Hasta antes de que estallara la pandemia, en el municipio petrolero seguían vigentes las denuncias de que grupos paramilitares asediaban a todo aquel sospechoso de tener VIH. Conpazes documentó el caso de un hombre que murió de sida y su esposa tuvo que echar a correr el rumor de que su fallecimiento era consecuencia de un cáncer. Luego, ella se enfermó también y se volvió objeto de miradas sospechosas. “Estuvo muchas veces cerca de que le volaran la cabeza, a ella y a sus hijos”, lamenta Diego Ruiz.
Aunque Sandra pensó que la situación en el puerto petrolero era lo suficientemente segura para volver, nunca dejó de sentir zozobra por las amenazas de muerte en su contra. Por eso eligió mimetizarse en su ambiente y no participar en actividades de los sectores LGBTIQ+. Ella quiere permanecer “invisible”.
Las nuevas generaciones, sin embargo, se rehúsan a hacer lo mismo. Karina López, coordinadora del programa LGBTIQ+ de la Alcaldía de Barrancabermeja, explica que la generación que vivió la violencia de las décadas de los 90 y los 2010 “no pudo amar como ahora y teme visibilizarse. De las 1200 personas que van [en promedio] a la Marcha del Orgullo, la mayoría es gente joven que exige vivir sin miedo”.
Las amenazas contra las personas con orientaciones sexuales e identidades de género diversas, como Sandra, no han desaparecido en este municipio, pero sí se han enfocado en sus líderes. Hace apenas menos de dos meses, López tuvo que solicitar a la Defensoría del Pueblo activar la ruta de protección a líderes sociales por amenazas contra cinco personas de la población LGTBIQ+.
Al igual que le pasó a Sandra en 2009, estos líderes se vieron forzados a salir del municipio en 2023.
La mamá de Sandra falleció a finales de 2016 en la tierra que la vio envejecer. La misma tierra en la que yacen los muertos con los que Sandra conversa: la “madre”, sus papás, amigos y compañeras trans. A ellos les pide consejo y protección cada noche antes de dormir.
*Su nombre fue cambiado para proteger su identidad.
Esta historia fue elaborada con el apoyo de Consejo de Redacción (CdR) y del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), en el marco de la edición 2022 del curso virtual ‘Conflicto, violencia y DIH en Colombia: herramientas para periodistas’. Este texto es de exclusiva responsabilidad de su autor y no expresan necesariamente el pensamiento ni la posición de CdR ni de CICR.