Otro cuerpo después de una protesta, la historia de Daniel Álvarez

Daniel Esteban Álvarez trabajaba como psicólogo de las comunidades indígenas en el norte del Cauca cuando en la víspera del Paro Agrario de 2016 perdió su brazo, su pierna izquierda, sus ojos y parte de su mano derecha. Varios medios aseguraron que se trató de un accidente por manipulación de artefactos explosivos, pero la versión de Daniel, desde el exilio, es muy distinta. Esta es su historia.

Rostros y rastros de una guerra inacabada

Otro cuerpo después de una protesta, la historia de Daniel Álvarez

Autor:

Daniela Mejía Castaño / Twitter: @Ela_mejia

Noviembre 05 de 2020

 

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Según el Comité Internacional de la Cruz Roja, durante el primer semestre de 2020 el 69 por ciento de víctimas de artefactos explosivos fueron civiles como Daniel. Foto: Daniela Mejía Castaño.

 

Ilda Lorena se estaba preparando para hacer las visitas domiciliarias del día, en el resguardo Las Delicias, cuando escuchó la explosión. «Probablemente sea en las casas de abajo», se dijo. La detonación también la sintió Marta Guetio, que estaba en la casa de su compañero, en las montañas de la cordillera occidental, en el municipio de Buenos Aires (norte del Cauca). Al salir para ver qué había pasado se dio cuenta de que el estallido había sido en el predio de su madre, unas cuantas casas más adelante. «Uno de los heridos era mi hermano menor, Darío Guetio —recuerda Marta—. Temimos lo peor porque se conocían amenazas de grupos paramilitares en su contra. Mi hermano era agricultor, pero apoyaba a la Guardia Indígena, y era quien ponía el pecho en las protestas».

El mismo estruendo lo escuchó Libia a lo lejos, en la vereda La Chapa, a unos quince minutos de Las Delicias y en donde estaba la camioneta de la misión médica. A diferencia de Ilda y Marta, el sonido no la alertó, pero sí le dio tiempo de preguntarse por quiénes estarían peleando, una costumbre que aún le sirve para calmar el corazón cuando las balas de los enfrentamientos entre grupos armados, tan recurrentes en la zona, empiezan a tronar a plena luz del día «No sabía que esas cosas horribles estaban pasando en nuestro territorio», dice.

Lo supo al rato, quince minutos después, cuando una llamada entrecortada alertó a un mayor indígena, que estaba junto con ella, de que la explosión había sido en el resguardo Las Delicias. Empezó la zozobra. Las llamadas ni entraban ni salían. Libia temió por sus sobrinos y hermanos, hasta que Ilda, su compañera de trabajo, la llamó a su celular. «Me dijo que venía con dos heridos, que alistara gasas y compresas. Ninguno era de mi familia. Ahí descansé».

Libia preparó su botiquín de auxiliar de enfermería, sus papeles de identificación, se puso los guantes de látex y esperó. «Cuando los vi quedé sorprendida —cuenta—. Los bajamos de la chiva y los pasamos a la camioneta de la misión médica. Estaban muy mal». El más intranquilo de los heridos era Daniel Esteban Álvarez, un joven profesional de la universidad Javeriana de Cali que desde hacía seis años trabajaba como psicólogo de la Asociación de Cabildos Indígenas Nasa Çxhâçxha, que agrupa 17 resguardos en el norte del Cauca, entre ellos Las Delicias.

Durante todo el camino Daniel increpó a Libia por su estado físico. «Me preguntaba, una y otra vez, qué le hacía falta». El otro herido, Darío, «parecía un poco más tranquilo y me preguntaba mucho por Daniel», recuerda Libia. El recorrido desde La Chapa hasta el hospital Francisco de Paula Santander, en el municipio de Santander de Quilichao, duró 30 minutos. «Cuando llegamos, el sitio estaba inundado de policías. No sé quién les avisó. Me preguntaron si los heridos eran guerrilleros, pero les hice el quite, solo me importaba la salud de Daniel. Lo conocía, era el psicólogo de la comunidad y había ayudado a mi hermano en su rehabilitación por sustancias psicoactivas», agrega Libia.

En el hospital les tomaron los signos vitales, los canalizaron y los remitieron de urgencia a la clínica Valle del Lili, en Cali. El viaje por la carretera Panamericana, que une a los departamentos del Cauca y el Valle del Cauca, duró otros treinta minutos. Mientras tanto los periodistas se agolparon en la entrada del hospital universitario para informar lo que estaba pasando. El periódico digital La Última, de Puerto Tejada, dio la noticia al país así: «Manipulación de explosivos deja tres heridos en Mondomo»; la W Radio tituló: «Tres personas heridas tras explosión en el norte del Cauca» y El Tiempo informó: «Explosión en un resguardo en Cauca deja tres heridos». Los tres heridos eran Daniel, Darío y un niño (el hijo de Darío). Las noticias solo dieron la versión oficial: según la Policía «al parecer» estas personas manipulaban, o guardaban, explosivos dentro de una vivienda para «presuntamente» utilizarlos en las protestas del paro agrario, que recién se iniciaba por todo el país; y, por último, aseguraron erróneamente que la explosión había ocurrido en el corregimiento de Mondomo, a 23 km del resguardo Las Delicias.

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A Daniel le pagaban por su trabajo en la comunidad indígena con aguacates, café y yuca, alimentos que se cultivan en la zona. Foto: archivo personal.

Daniel, que había entrado en coma, despertó al cuarto día y su versión de la historia fue muy distinta: le contó a su familia que el 30 de mayo de 2016, lunes festivo, había madrugado desde el corregimiento de La Buitrera, al sur de la ciudad de Cali y donde quedaba su casa, para ir al resguardo; había pasado por el colegio del lugar, luego de decirle al rector que regresaría más tarde, y se había ido directamente a la casa de la mamá de Darío (donde ocurrió la explosión) para saludar a su amigo. «Estábamos charlando sobre la minga y los panfletos repartidos por grupos paramilitares para generar miedo en la comunidad. Yo estaba sentado en el pasto, la casa estaba detrás de mí, y enfrente de mí había unas montañas enormes; el niño estaba acuclillado a mi derecha y más a la derecha estaba mi amigo, cuando sentí que algo cayó a mi izquierda, luego vi una columna de humo y experimenté un empujón».

A pesar de que no se sabe quién activó el artefacto que causó el accidente, las consecuencias para Daniel, un psicólogo de 28 años, sin antecedentes judiciales, que se la pasaba de un lado para otro en su bicicleta grande, negra y con alforjas; dueño de una guitarra, cuatro perritas (Sasha, Princesa, Negra y Pegy) y una gata (Ewa), fueron las mismas: «trauma con múltiples fracturas faciales, estallido ocular bilateral, amputación traumática de mano y pie izquierdo con quemaduras, heridas y laceraciones múltiples secundarias a explosión de cilindro de gas vs. granada», se lee en su historia clínica. Darío, por su parte, perdió la rótula de su rodilla izquierda; y su hijo, de siete años, un pulmón y el ojo izquierdo.

Los días que le siguieron al despertar de Daniel estuvieron marcados por una radio que lo informaba sobre el avance de las protestas. Su primera pregunta fue esa: «¿Cómo va la minga?». Iba así: tres integrantes de la Fuerza Pública habían resultado heridos y un indígena había muerto en medio de las manifestaciones. Los indígenas aseguraron que el comunero había sido atropellado por una tanqueta del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad), mientras que la Policía informó que se había caído de un viaducto. «La Fiscalía investiga», reportó Radio Súper Popayán en su página web.

La minga, a la que Daniel se refería era el Paro Nacional Agrario, Campesino, Étnico y Popular que se inició el 30 de mayo de 2016, el mismo día de la explosión. Las protestas comenzaron en la carretera Panamericana, que también comunica al sur de Colombia con Ecuador. Los manifestantes atravesaron camiones y derramaron petróleo sobre el pavimento. El tráfico quedó paralizado en ambos sentidos y el Esmad utilizó la fuerza para dispersar a los manifestantes, que pedían una reforma agraria estructural y ser incluidos en el Acuerdo de Paz de La Habana. Las refriegas se extendieron hasta el 12 de junio y dejaron un total de tres indígenas muertos. El paro terminó con la firma de un acuerdo donde el Gobierno se comprometió, entre otras cosas, a escuchar las voces étnicas en La Habana, donde se realizaban las conversaciones de paz con la extinta guerrilla de las Farc.

Antes de las protestas la situación de seguridad de los líderes indígenas también era crítica —y lo sigue siendo—. Once amenazas de grupos paramilitares se habían registrado en la zona, entre ellas una contra Albeiro Camayo, coordinador de la Guardia Indígena —que vivía en el resguardo Las Delicias—; y contra varios convocantes y líderes del paro. Días antes de las manifestaciones, cerca al resguardo vecino de La Concepción, un artefacto explosivo también había sido lanzado contra la gobernadora indígena Nini Johana Daza, mientras viajaba en su motocicleta hacia el citado resguardo desde la vereda El Llanito, en el corregimiento de Mondomo. Mientras que, en el municipio de Corinto, del norte del Cauca, un día después de la finalización del paro, se registró la explosión de una granada de fragmentación que dejó cuatro personas heridas.

Durante ese mismo año (2016) la Dirección para la Acción Integral contra Minas Antipersonal (Daicma) registró 63 heridos por detonaciones de artefactos explosivos en el país. Cauca, Chocó, Arauca y Antioquia fueron los departamentos más vulnerables. En 2017 hubo un total de 57 personas afectadas según el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), mientras que en 2018 se presentaron 221 casos, un aumento del 517 por ciento en tan sólo dos años. En 2019 hubo 352 víctimas y entre enero y junio de 2020 la misma organización registró 181 casos. En la actualidad, Cauca, Antioquia, Norte de Santander y Nariño son los departamentos más afectados por este tipo de explosivos prohibidos por el derecho internacional humanitario (DIH).

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Con el tiempo las heridas de Daniel mejoraron. Al mes y medio le dieron el alta médica, pero su preocupación y la de su familia por su seguridad era inconmensurable. Luego de dos meses de pensar mucho y dormir poco tomaron una decisión. «Sobre todo mi papá, fue quien dijo ‘bueno, nos vamos’», me dice Darly, la hermana menor de Daniel cuatro años después de tomar un avión desde Cali, junto con su hermano y la pareja de él, con rumbo a los Países Bajos, al exilio.

Eligieron este país porque su padre vive aquí desde hace 22 años y para que Daniel se recuperara en un ambiente de calidad sin que costara una fortuna. No se equivocaron. A su llegada, el primero de agosto de 2016, el gobierno neerlandés los acogió a él y a MarySol, su pareja de ese entonces, en un pabellón para discapacitados dentro de un campo de refugiados en Ter Apel, un pueblo con algo más de ocho mil habitantes al norte del país, en la frontera con Alemania, y al poco tiempo fue internado de lunes a viernes en Vogellanden, un centro de rehabilitación donde por un año le enseñaron a caminar, a conocer su nuevo cuerpo y a ver con sus otros sentidos.

Daniel y novia en países bajos

Junto con Carolina Linares, su pareja, Daniel hace parte de Asocolde, una asociación que ayuda a colombianos exiliados en los Países Bajos. Foto: Daniela Mejía Castaño.

Me encuentro con Daniel en la cabañita de Carolina, su pareja actual, en donde hay un jardín amplio y colorido custodiado por dos perras, Ramona y Tomasa, en Róterdam, donde pasan juntos la pandemia. La cabañita es fácil de diferenciar porque tiene una bandera con la calavera de un pirata. La pareja me recibe con un vaso de aguapanela caliente. «La compro en los Tokos, unas tiendas indonesias donde se consiguen algunos productos colombianos», me dice Carolina mientras Daniel se sienta en el sofá y comienza a relatarme los detalles de su recuperación.

—Fueron cuatro meses en silla de ruedas, luego me dieron una prótesis temporal para que aprendiera a caminar. El proceso dura seis meses, te dan caminador y luego muletas, pero yo no tengo una mano y soy ciego. Me salté esas etapas y a los dos días empecé a subir y bajar escaleras.

Luego me explica que el proceso va de abajo hacia arriba. Primero fue su pierna, luego su brazo y por último sus ojos.

—La mano tardó siete meses en llegar. Con mis ojos fue un proceso más difícil, tuvieron que poner unas algas en mi cuenca derecha para que estimulara el crecimiento de carne y así tener en donde poner la prótesis, que es una bola de vidrio con varias capas. Esas prótesis no me gustan, son estéticas. Con el brazo fue el mismo dilema. Los médicos me ofrecían uno de color piel, con cinco dedos…, pero yo no quería una imitación de lo que ya no existe, sino algo funcional. Por eso en vez de mano tengo un garfio mecánico, ¿pillás?

Le pido que me cuente sobre su ceguera.

—Es oscura desde cierta perspectiva, pero también es muy colorida. Cuando tengo necesidades llegan redes de apoyo y empiezo a verle el color a la gente. También me da la oportunidad de andar despacio, de tantear más. Para ubicarme en la calle busco bordes con el bastón o las bolitas para los ciegos, que están en todos lados. El resto es memoria, tengo puntos de ubicación, como olores. Para llegar a mi casa sé que huele a marihuana, hay un expendio a la vuelta. Los puntos de cruce también son importantes, los siento con mis pies y busco caras en ellos, me ayudan a saber qué dirección tomar y para construir rutas me deben acompañar en el proceso de exploración, y repetir conmigo al menos tres veces el viaje. Es como un juego: explorás y explorás hasta que encontrás el camino.

De Colombia se trajo una hamaca, un libro con el que enseñaba sexualidad femenina en los resguardos y a Darly, su hermana, quien días después me contó una anécdota: «Éramos niños, yo tenía unos ocho o nueve años, desde la casa teníamos que caminar unos quince minutos para coger el bus y nos íbamos jugando a los ciegos. Él siempre me hacía tropezar, yo lo guiaba mejor. Un día nos pusimos a hablar y dijimos ‘¡Es increíble, ya estábamos en entrenamiento desde mucho antes’» (risas).

Los muñones se hacen cada vez más pequeños y no hay nada que hacer para evitarlo, por eso debe ir continuamente al «mecánico», para que le ajuste sus «tornillos».

—Uno normaliza mucho el cuerpo, los dedos, un tobillo, una muñeca. El pie derecho tiene cada tendoncito, se amolda al terreno, mientras que mi otra pierna es rígida.

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Daniel brinda por su nueva prótesis. Sus gastos médicos han sido cubiertos por el seguro que tienen los solicitantes de asilo. Foto: Daniela Mejía Castaño.

Toda esa nueva realidad también se refleja en el lenguaje. A la hora de cocinar Daniel no dice «no hay lentejas» sino «aquí no siento las lentejas». Y algunas de sus extremidades pueden estar lejos de él: a Daniel se le puede sostener el brazo, pero también se le puede llevar; entonces, se hace normal escuchar a Daniel pedirle a Carolina que se lo lleve, y a Carolina responderle que ella tiene su brazo.

Pero hoy no utiliza la prótesis de su pie, le talla y pronto irá al médico por una nueva, que ha personalizado para que tenga un destapador de botellas. Cuando se la entregue, el equipo médico le dará una cerveza Heineken para que la abra con él. Por ahora, para trasladarse, Daniel brinca en su pierna derecha y otras veces Carolina lo lleva a tun tun. Pero quiere comer uvas, de las que nacen en el jardín trasero de la cabaña, y se pone la prótesis y camina. Carolina está a su lado, lo ayuda, lo deja con cuidado en los puntos de ubicación para que él se guíe y luego lo acomoda junto a la mata y él abraza con la palma de su mano el racimo. Ramona olfatea las ramas, cuando salen a caminar en lugares desconocidos es ella quien lo guía de manera empírica.

—¿Qué pasó con Sasha, Princesa, Negra, Pegy y Ewa cuando dejaste Colombia? — le pregunto.

—Ewa, la gatita, murió al año de venirme. Sasha, la mamá de las otras tres perritas, también murió. Las demás están con mi abuela.

Para sanar sus heridas internas Daniel no solo echó mano de la ternura de los animales, sino también de lo que aprendió de la psicología en la academia, de su experiencia profesional y el apoyo de su familia.

—La resiliencia de las comunidades indígenas es infinita. Han vivido cosas innombrables y aun así ríen, defienden su territorio y se reúnen para celebrar la resistencia. Ver y vivir eso me preparó para lo que ocurrió. No creo haber perdido una mano, una pierna, unos ojos. Los sembré en el territorio, los doné para que la lucha indígena se mantenga. Ahora estoy muy metido con varios instrumentos ancestrales, como el palo de lluvia y el didyeridú, con los que quiero experimentar con las vibraciones musicales en el proceso de sanación psicológica.

La aguapanela se acaba y Carolina nos ofrece una bebida gaseosa que nos hace recordar el sabor de la Pony Malta. Les pregunto cómo se conocieron:

—En una marcha que hubo por los líderes sociales en agosto de 2017. Caminamos desde la embajada de Colombia hasta la Corte Penal Internacional, en La Haya. Me dieron la oportunidad de contar mi historia frente a todos. Ese día también conocí a la diáspora colombiana de este país, con la que discutimos y pensamos ideas para hacer que nuestra voz sea escuchada desde aquí —responde él.

Daniel marcha en países bajos

Daniel en compañía de sus amigos durante una protesta de colombianos frente a la Corte Penal Internacional (CPI). Foto: Carolina Linares.

Lo vuelvo a ver tres semanas después sosteniendo un cartel con la última “S” de un “SOS” humano en medio de una nueva protesta de colombianos, frente a la Corte Penal Internacional, que está a 30 minutos de su casa. Es 21 de septiembre de 2020. Junto con Carolina y otros amigos reparten tizas de colores para que la gente dibuje su silueta en el suelo. De fondo se escuchan arengas: “¡Reforma agraria ya!”, “¡Implementación del Acuerdo de Paz ya!”, “¡No más líderes sociales asesinados!”, "¡En Colombia la Fuerza Pública nos está matando!”. En medio de los manifestantes Daniel se retrae y se queda quieto, me había dicho que los lugares ruidosos y llenos de gente lo abruman, pero él sigue protestando.

 

Esta historia fue elaborada con el apoyo de Consejo de Redacción (CdR) y del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), en el marco de la edición 2020 del curso virtual 'Conflicto, violencia y DIH en Colombia: herramientas para periodistas'. Las opiniones presentadas en este artículo no reflejan la postura de CdR ni de CICR.

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