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La tragedia que acabó con la vida de cerca de ochenta personas en el corregimiento de Machuca en Segovia (Antioquia), fue ocasionada por la guerrilla del ELN en octubre de 1998. El acto criminal empezó con la voladura del oleoducto Caño Limón-Coveñas, que derramó miles de barriles de petróleo sobre el río Pocuné, cerca del caserío. Una hora después del atentado al oleoducto y por acumulación de gases, se produjo la explosión que acabó con el sueño de un pueblo y dejó heridas profundas en su cuerpo y alma.
Foto. Jesús Abad Colorado
Fotografía
Recomendaciones para entrevistar a
PERSONAS afectadas por el conflicto
| Por Gloria Castrillón.
“Cuando uno habla de algo que le ocurrió como fue el desplazamiento de su territorio, siente como una paz interior porque tuvo la oportunidad de sacar algo que uno tenía y que lo ahogaba. Y cuando uno está así se siente muy deprimido y enfermo, por eso digo que sentí una paz interior que me liberó de esa carga”.
Mujer del Chocó que dio su testimonio a la Comisión de la Verdad de las Mujeres, ejercicio realizado por la Ruta Pacífica de las Mujeres y publicado en el libro El Camino de Vuelta de la Memoria (abril de 2015).
Introducción
A finales de los años noventa, cuando a instancias de la Corporación Medios para la Paz se empezó la labor de analizar el trabajo que veníamos realizando los periodistas en el cubrimiento del conflicto armado, se ventilaron varias conclusiones. Una de ellas fue la necesidad de poner el foco en las víctimas. Se consideraba en ese momento que los medios se habían dedicado a dar partes —siempre oficiales— de la guerra y a contar muertos. Incluso, de manera vergonzosa, debimos reconocer que varios hechos violentos habían sido pobremente cubiertos y hasta ignorados por la prensa.
Se lanzó, entonces, una campaña loable para hablar de las víctimas, para reconocerlas y darles voz. En general, los periodistas y los medios atendimos el llamado. Se han publicado desde ese momento cientos de historias con voces de las personas directamente afectadas por el conflicto armado. Conocimos muchos relatos que nos pusieron de frente al dolor padecido e ignorado por años y que nos dieron otra visión de la guerra, pero hay que reconocer que, en cumplimiento de ese propósito, se han dejado asignaturas pendientes.
Una de ellas es la dignificación de las personas afectadas por hechos del conflicto. Nos dedicamos, sin quererlo, en medio de la abrumadora tarea de cubrir este conflicto, a construir un imaginario de víctima, desde la narrativa periodística, con una fuerte carga negativa; caímos en el estereotipo.
En sucesivos talleres con periodistas y comunicadores en los territorios y en innumerables encuentros con personas afectadas por el conflicto, hemos hecho el ejercicio de escudriñar ese imaginario y el resultado es lamentable. El concepto de víctima está ligado a personas casi siempre en condición de desplazamiento, casi siempre mujeres, pobres y llorosas, campesinos o afrocolombianos que piden asistencia estatal y que se toman las calles de las ciudades para practicar la mendicidad o para bloquear vías.
El estereotipo se vincula, en algunas oportunidades, con personas que cargan fotografías de sus seres queridos en marchas interminables, con madres que exigen que sus hijos aparezcan y sobre los cuales suele recaer la manida sospecha de “algo hicieron” para que los hayan desaparecido.
Al parecer, en nuestro afán por poner micrófonos, grabadoras y cámaras a las víctimas, se nos olvidó la verdadera razón por la cual debíamos poner el acento en ellas y en sus relatos (incluso me pregunto si en algún momento lo supimos con certeza).
En medio de la polarización política y de la crudeza del conflicto, la voz de las víctimas ha sido muy débil. No es fácil hacer que su narrativa impere sobre la de los señores de la guerra —de todos los bandos y niveles— que con cada discurso intentan justificar sus actos atroces, con frases en “defensa de la patria”, en “refundación del Estado” o en “representación del pueblo”.
Tampoco ha sido fácil para los periodistas entender la compleja relación de la población civil con los actores armados —legales e ilegales— que se entrecruzan en unos entramados con diferentes categorías de bases sociales, redes familiares, de apoyo y demás, que se han construido durante décadas. Hemos tendido a simplificar el análisis y a sacar conclusiones bajo la óptica de bueno/malo; víctima/victimario; guerrillero/paramilitar.
Sin caer en las generalizaciones que aquí intentamos evidenciar y proscribir, hay que reconocer que han existido valiosos y copiosos trabajos periodísticos que nos han permitido, además de conocer esas voces silenciadas durante años, descubrir incluso otras formas de victimización que el país no conocía. Ese fue el caso de las ejecuciones extrajudiciales que se denominaron periodísticamente como “falsos positivos”. Fue gracias a la denuncia de un grupo de madres en los medios de comunicación que Colombia conoció la perversión de la guerra nacida en los cuarteles militares.
Y también gracias a esos esfuerzos conocimos, 10 o 15 años después, las atrocidades de la expansión paramilitar en forma de masacre, ocupación, violación y vejación de poblaciones enteras, o las secuelas de los secuestros en miles de familias que han tenido que soportar la dureza de este delito una y otra vez.
Pero hay otros matices. La experiencia de cubrir decenas de audiencias de Justicia y Paz, en las que los postulados, jefes de las estructuras paramilitares que entregaron sus armas entre 2003 y 2006, confesaron sus crímenes para aportar a la verdad y a la reparación de las víctimas, dejó sinsabores. Uno de ellos fue darles más trascendencia a las posibles acusaciones sobre los militares, empresarios y jefes políticos que habían apoyado sus actividades (tema de enorme trascendencia), descuidando el peso específico que tenía la revelación de sus delitos contra la población civil.
En el afán de encontrar otros culpables que aseguraban titulares y escándalo, se dejó de prestar atención al relato de unos perpetradores que estaban narrando su versión acerca de cómo se habían expandido, infiltrando todos los niveles de la sociedad, y cuáles eran sus estrategias de dominación. Faltó un periodismo más sensible y dispuesto a oír y a hacer un esfuerzo adicional, para investigar y poner en contexto los hechos relatados por los postulados, y cruzarlos con las voces de las víctimas y de otros actores que tenían mucho qué contar para ayudarnos a entender por qué y para qué sucedieron esos hechos.
Ahora que nos enfrentamos a la posibilidad, cada vez más cierta, de pasar de narrar la guerra a un escenario en el que podremos narrar la transición entre el conflicto y el posacuerdo, es el momento para reflexionar sobre esta y otras tareas pendientes.
Unos principios básicos
No sería justo pensar que en un país en el que se ha desarrollado un conflicto con las características del que ha vivido Colombia en los últimos 60 años se pueda llegar a la conclusión de que solo hay ocho millones de víctimas reconocidas por el Estado (desde 1985 a la fecha). No parece lógico pensar que este tipo de confrontación solo ha afectado a aquellas personas que directamente han declarado haber perdido un ser querido o han sido víctimas de despojo, amenaza, desaparición, violación, mutilación.
Una encuesta realizada por la Fundación Social en 2006, titulada Percepciones y opiniones de los colombianos sobre justicia, verdad y reparación, mostraba que el 50% de la población urbana se consideraba víctima del conflicto, bien fuera por efectos directos de carácter social, como la pobreza y el desempleo, o los efectos sicológicos de incertidumbre o miedo. En ese sentido, un periodismo que aporte a la memoria debería ampliar el radio de acción y empezar a considerar que las personas afectadas por el conflicto están más allá de los registros oficiales.
Y al entrar en ese universo complejo de las víctimas surge otra consideración importante: entender que no se trata de una masa uniforme de gente, sino que incluso dentro de una comunidad afectada por el mismo hecho violento, pueden encontrarse personas muy disímiles. Hay quienes no querrán llamarse víctimas porque consideran que ese apelativo les estigmatiza y trae problemas. Hay quienes prefieren reconocerse como sobrevivientes, porque le impregnan a esta palabra una carga simbólica acerca de su carácter de resistentes. Hay otros más que consideran que el término víctima no solo les otorga un estatus ante el Estado (reclamante, sujeto de derechos), sino que los dignifica en la sociedad para evitar que los olviden.
Y en ese mismo sentido, hay personas que asumen y tramitan el dolor de manera diferente. Hay quienes aceptan hablar y quienes prefieren callar; otros aceptan participar de ejercicios colectivos, pero no individuales, en los que se elabora el relato de los hechos violentos.
Otra importante consideración es empezar a entender el concepto de daño, en el que ha trabajado de manera exhaustiva el Centro Nacional de Memoria Histórica, CNMH. En ese sentido, los investigadores han llamado la atención sobre la necesidad de entender que en desarrollo del conflicto en Colombia no se han cometido crímenes aislados, sino que se trata de acciones con la intención de destruir y desterrar vidas, ideales y valores humanos, crímenes que causan terror y sufrimiento intenso de manera deliberada (CNMH, 2014).
Según ese análisis, a las víctimas en Colombia se les ha impedido vivir como quieren, vivir bien y sin humillaciones, condiciones que según un fallo de la Corte Constitucional (2002) configuran la vida digna. Allí se habla de que la dignidad humana tiene que ver con la autonomía de las personas, con la posibilidad de diseñar un plan de vida y de determinarse según sus características, incluye también algunas condiciones materiales para garantizar la existencia y alude a bienes no patrimoniales como la integridad física y moral.
Es importante recoger el concepto teórico que ha esbozado el CNMH (2004):
[…] el daño puede definirse como el resultado de acciones criminales que vulneran los derechos de una persona o de una colectividad. Estas acciones causan sufrimiento a las víctimas y afectan todas las dimensiones que soportan su vida íntima, familiar, social, política, cultural y productiva.
Tener presente este concepto hace posible que los periodistas entendamos las diferentes afectaciones que han sufrido las comunidades, captar en su dimensión ese daño y hacer un aporte real a la construcción de memoria. Tal como lo describe Elsa Blair (2002), al analizar cómo se reconcilian las naciones, la puesta en la escena pública del pasado doloroso a través de sus autoridades, escritores y periodistas, ayuda a los ciudadanos en la elaboración subjetiva del duelo.
Y en ese camino de dignificación de las personas afectadas por el conflicto, caben un par de consideraciones más, antes de entrar en la materia que nos ocupa en este capítulo, trazar una guía, a manera de decálogo, para acercarnos a las víctimas.
Una es reconocerlas como personas dignas, con sueños, aspiraciones y, muchas de ellas, con proyectos vitales para sus comunidades o colectivos. Si instauramos como nuestro objetivo hacer memoria, cada vez que abordemos a una persona podremos desentrañar cuáles son esos planes, cómo ha utilizado el dolor para superar su condición y cómo ha podido transformarlo en una acción para la superación de los problemas de sus comunidades y la reconstrucción de tejido social.
El país está lleno de casos en los que las víctimas se reconocen como actores sociales en sus comunidades. Pasaron de ser personas acorraladas, dolidas y humilladas, a convertirse en líderes, capaces de brindar ayuda a otros que han pasado por los mismos sufrimientos que ellas han pasado. En este caso, hay que destacar cómo las mujeres —la mitad de las ocho millones de víctimas registradas—, han sido un agente de cambio en sus colectivos y ayudan a sanar las heridas.
La polarización y las dinámicas propias de los territorios hacen que la reconstrucción de memoria se convierta en un ejercicio complejo y mucho más difícil resulta para los periodistas entender estas realidades cuando se desconocen esos entramados. No se puede pretender que haya una única memoria, una única versión de los hechos, una única verdad. El aporte valioso de los medios es servir de plataforma para que haya una discusión entre esas versiones diferentes de la memoria y la verdad.
Finalmente, hay tres consideraciones que no se pueden perder de vista a la hora de abordar a las personas afectadas por conflicto. Diversos académicos que han estudiado el tema plantean que la memoria juega un papel fundamental en la democratización de las comunidades sumergidas en conflicto, porque se convierte en un escenario de diálogo donde se reconocen las diferencias y se encuentran consensos; la memoria es para muchos una forma de reparación y un método para encontrar justicia; además es un instrumento para empoderar a las víctimas.
Algunas claves para empezar
Existen varias posibilidades de acceder a personas afectadas por el conflicto armado. Una de ellas es contactar a una organización no gubernamental que haya atendido a la comunidad o al colectivo al que pertenecen. Esto brinda varias garantías al trabajo periodístico:
No es recomendable hacer el acercamiento a través de entidades gubernamentales, a no ser que esté seguro de que tienen la confianza plena de la comunidad. En la mayoría de los casos, existe algún nivel de confrontación entre las víctimas y la institucionalidad que no le permitiría un éxito en su gestión. Es mejor que no asocien su labor con una institución de gobierno.
Evite el contacto a través de instituciones militares y de policía. No es recomendable hacerlo a través de actores armados.
Si se encuentra frente a la posibilidad de acercarse a unas personas que no han recibido ningún tipo de atención, tenga en cuenta:
En cualquiera de los casos, es su obligación hacer una investigación previa que le permita determinar:
La presencia de grupos armados ilegales en la zona donde está la comunidad afectada. ¿Han sido hegemónicos o han disputado el control con otros?
Si se trata de comunidades indígenas, afro o de un grupo étnico minoritario.
Decálogo para entrevistar
Una vez superada la etapa de búsqueda de contacto e investigación previa, viene el trabajo de campo, para el que debe fijarse unos objetivos concretos. ¿Qué pretende con su visita y sus entrevistas a las personas afectadas por el conflicto?, ¿en qué formato lo presentará?
1 Busque un lugar apropiado para que las personas sientan confianza y tranquilidad, en el que haya algún grado de intimidad. Prefiera la vivienda o el lugar de habitación de las personas, esto además le permite tener conexión con elementos personales y familiares que pueden ayudar a construir el relato (fotografías, diplomas, juguetes). En algunas poblaciones hay casas comunales o sitios de encuentro que tienen un valor simbólico para las comunidades, pueden ser buenas opciones.2 Sea claro con sus entrevistados. Identifíquese con su nombre, el medio para el que trabaja, el objetivo de su trabajo. Frases como “su testimonio es importante para entender qué pasó…” pueden abrir puertas. Nunca genere falsas expectativas, evite expresiones que lleven a creer que con la publicación llegará ayuda a la comunidad o reconocimiento personal para los entrevistados. No se comprometa diciendo que hará publicaciones “en primera página” o “abriendo el noticiero” o informes de determinada duración o especial cobertura.3 Propicie un acuerdo con cada persona en torno a temas de seguridad como: ¿quiere y puede dar su identidad?, ¿está en condiciones de que se publique el lugar donde vive y donde se realiza la entrevista? Por ningún motivo incumpla este compromiso. Es sagrado, puede costarle la vida.4 Genere una conversación más que una entrevista. Utilice un lenguaje sencillo. Asuma una actitud de respeto y de sincera escucha, aleje su teléfono y procure que ni la cámara ni la grabadora intimiden a la persona o lo distraigan a usted. Mire a la persona a los ojos, explíquele su método de trabajo, qué tipo de preguntas le hará, si hablarán fuera de cámara primero y luego grabará. Preocúpese por ser cordial, no dar órdenes y pedir el favor.5 No bombardee a la persona con preguntas, tranquilícela explicándole que si se siente mal o quiere parar la entrevista, lo podrá hacer en cualquier momento. Recuerde que usted puede ayudar a estas personas a aliviar su sufrimiento solo con escucharlas atentamente. Algunos tendrán la esperanza de que la publicación les servirá para superar el miedo o para que su comunidad mejore alguna situación.6 Si genera un ambiente de cordial conversación no será necesario que haga muchas preguntas, con seguridad las personas le contarán lo que necesita. Nunca pierda el control de la entrevista, reencáucela cuando lo crea necesario, sin mostrarse hostil. Es preferible que deje hablar a la persona sin cortarle abruptamente el relato. Muchos quieren hablar y puede que lo hagan sin parar, sea comprensivo, es posible que se estén desahogando o que estén contando algunos hechos por primera vez.7 No emita juicios de valor sobre lo que cuenta la persona, no califique a las personas o los hechos que ella menciona. No se impresione con el relato, no pronuncie expresiones como “pobre usted”, “entiendo su dolor”. No la juzgue por llorar, gritar o porque manifieste rencor, resentimiento u odio. Respete los sentimientos de esa persona aunque no los entienda. Si es necesario, pare la entrevista, dele tiempo para recuperarse, para desahogarse.8 Si no entendió algo, pregunte. No dé por entendido situaciones o datos. Tenga en cuenta que la persona puede perturbarse por el impacto y confundir datos o testimonios. Mejor aclare todo lo que sea necesario. Si la persona manifiesta abiertamente estar confundida y no poder suministrar un dato concreto, no se desespere; pregúntele quién puede precisar esa información. No la presione.9 Usted no es consejero ni sicólogo, así que no asuma actitudes que no le corresponden. Nunca le diga a la persona qué hacer o qué no hacer. No presuma que sabe cómo se siente el entrevistado por sus actitudes o creencias propias. No ofrezca ayuda que usted no puede brindar, ni económica, ni profesional, ni espiritual. Puede dar orientación sobre rutas de atención estatales o de organizaciones no gubernamentales o puede dar información, si la tiene, sobre los derechos de las víctimas y algunas formas de exigirlos, a qué entidad acudir.10 Al terminar la entrevista dé las gracias, dedique un tiempo a conversar y redondear temas pendientes así no queden en su grabación. Preocúpese por saber cómo se sintió la persona, valore el esfuerzo que hizo y el tiempo que le dedicó a usted.<>
Una entrevista para aportar a la memoria
Tenga en cuenta que esta no es una entrevista cualquiera. Usted está elaborando un trabajo periodístico que pretende contribuir a la construcción de memoria, a la no revictimización y a la dignificación de las víctimas; por lo tanto, no se puede quedar en un simple relato de lo que ocurrió ni tampoco conformarse con la denuncia escueta.
Su pieza periodística tiene un objetivo más ambicioso: aportar a la sanación de heridas y ayudar a tramitar el dolor de manera constructiva. Dice Blair (2002), recogiendo la literatura sobre el tema, que la evocación de situaciones traumáticas encuentra tres formas de avanzar en el proceso de sanar heridas de individuos y sociedades: lo que ella llama la puesta en escena pública del dolor, que es el reconocimiento y discurso político de los dirigentes; la conmemoración histórica para resignificar el dolor; y los relatos y testimonios de las víctimas (Blair, 2002).
El decálogo a continuación contiene algunas pautas para que su trabajo de reportería y las entrevistas mismas vayan en sintonía con la construcción de memoria a partir del relato de las personas afectadas por el conflicto:
1 La investigación previa y las entrevistas deben tener un foco claro. El objetivo es comprender el impacto que los hechos violentos han causado sobre la vida de las víctimas y sus comunidades. Las preguntas e indagaciones deben ir encaminadas a determinar de qué manera se afectó el proyecto de vida de las personas, de sus comunidades y sus organizaciones, de qué manera alteraron su cotidianidad, sus sueños, su idea de vivir en libertad.2 Cada persona es un mundo aparte, percibe de manera diferente el daño, sufre de manera particular, sus sueños son únicos, sus valores no son iguales a los de otros individuos. No se pueden comparar sus experiencias o las de su comunidad con otras, así parezcan similares. No se puede generalizar.3 Los periodistas deben ser sensibles a enfoques diferenciales de género, etnia, edad y opción sexual. Uno de los principios rectores es tener en cuenta estas voces diversas y evidenciar sus intereses, así como la forma específica en que han sido afectados por el conflicto.4 A veces, un caso puede ser utilizado para ilustrar los métodos que utilizaron determinados grupos armados. En los relatos de las víctimas es posible identificar las modalidades y las prácticas de violencia sufridas por otros cientos de personas en diversos lugares.5 Es importante escudriñar en aspectos que a veces pasan desapercibidos, como los daños que se ocasionan en las relaciones interpersonales, los problemas emocionales, la afectación a las redes sociales y comunitarias. Hay que recordar que la lógica de la confrontación impuso en muchas comunidades la desconfianza, el silencio y la falta de solidaridad. Se promovió la cultura de los rumores, el miedo y la delación. No hay nada peor que un “sapo”.6 Determine en las entrevistas hechos que relaten la pérdida de espacios de encuentro asociados con las fiestas, conmemoraciones, celebraciones religiosas o actividades económicas indispensables para la comunidad. Estos hechos causan un gran daño en el orden social del grupo, en sus costumbres, en la transmisión de sus saberes.7 Si va a concentrar su trabajo en hacer perfiles de personas de manera individual, tenga en cuenta que la vida de esas personas (vivas o fallecidas) se reconstruya en diferentes ámbitos como el familiar, el social o político. Ubique la trayectoria de esa víctima en la historia de la comunidad, o en el hecho violento que usted quiere rememorar o en la organización a la que pertenecía. Rescatar la dignidad de estas personas es una forma de sanar heridas, les rinde homenaje, ayuda a no olvidar.8 Tenga en cuenta que los actores armados han justificado su presencia y violencia con expresiones como “es un pueblo de guerrilleros, “los matamos por sapos”, “era la mujer de…” y que esos discursos han generado sentimientos de culpa y de vergüenza. Cuando se trabaja en identificar a los responsables y en los intereses que tenían para atacar a esa población, se ayuda a esas personas a cambiar esos sentimientos. Lo que buscan finalmente es entender por qué les sucedió lo que sucedió. El trabajo periodístico puede ayudar mucho en este objetivo.9 Con su trabajo puede hacer que otras personas o comunidades que sufrieron violencias similares se sientan identificadas con los sentimientos de dolor y desesperanza y les sea posible entender que sus problemas tienen una explicación.10 Dedique parte de su trabajo a destacar la forma como esas personas o comunidades resistieron, cómo sobrevivieron. Ayude a evidenciar las organizaciones que surgieron en medio del conflicto, cómo se organizaron y empoderaron. Resalte las iniciativas de memoria que nacen de la comunidad, todo aquello que les ayude a recordar. No se quede en el relato que victimiza.<>
Algunos recursos para mejorar la reportería
A veces puede encontrarse con personas o comunidades reacias a entregar su testimonio, bien sea por desconfianza o porque sienten que han contado tantas veces sus historias que ya están agotados con las mismas preguntas. Hay algunos recursos que le pueden ayudar al acercamiento. El principal será tener buenos argumentos para hacer un trabajo que dignifique a las víctimas y les ayude a reconstruir memoria, pero estos consejos pueden servir:
¿Cómo y qué preguntar?
A la hora de preparar la investigación y las entrevistas, puede resultar útil pensar en tres escenarios o momentos que son básicos para el ejercicio de hacer memoria: reconstrucción del pasado, cómo era la vida antes de los hechos violentos; cómo ocurrieron esos hechos y cómo afectaron a la persona; cómo construir el futuro. No hay que perder de vista que el objetivo es no centrarse solo en los detalles de los actos violentos que las afectaron.
Pedirles a las personas que evoquen cómo vivían antes de los hechos violentos ayuda a ver cómo se afectaron sus vidas con la irrupción del conflicto. Les traen recuerdos gratos y les ayudan a evaluar la magnitud del daño que les causaron. Es un balance sobre qué tenían y qué perdieron.
En este sentido, hay preguntas orientadoras como: ¿de qué vivían?, ¿en qué trabajaban?, ¿cómo se divertían?, ¿dónde jugaban los niños?, ¿qué hacían los jóvenes?, ¿dónde departían los abuelos?, ¿cómo eran las fiestas?, ¿qué cultivaban?, ¿qué solían hacer las mujeres?, ¿cómo era el mercado?, ¿qué organizaciones existían?
Al llegar a las preguntas respecto de los hechos violentos que los afectaron y cómo los afectaron, es importante no presionar a las personas a dar respuestas que no quieren y sobre todo no ahondar en detalles que pueden resultar demasiado escabrosos y que en realidad no son necesarios (un buen recurso es apoyarse en informes que hayan documentado los hechos violentos como los de CNMH, ONU, Defensoría del Pueblo, observatorios de D.H., entre otros).
Invite a la persona a responder preguntas como: ¿cuándo llegó la guerra a su territorio?, ¿cuáles fueron los primeros grupos que llegaron?, ¿quién le disputó el control?, ¿qué hicieron?, ¿cómo cometieron esos hechos violentos?, ¿quiénes los hicieron?, ¿por qué cree que sucedió?, ¿cómo lo afectó a usted, a su familia, a sus amigos?, ¿cómo afrontó esa situación?, ¿qué daño reconoce?, ¿qué hizo después?, ¿cómo le cambió la vida?
En este punto es importante tener en cuenta el enfoque diferencial, es decir, qué les sucedió y cómo afectaron los hechos a hombres, mujeres, jóvenes, comunidades afrocolombianas, indígenas y personas con opciones sexuales diversas. Los hechos violentos no los afectan a todos por igual, además los actores armados se encargaron de infligir daño de manera diferente, sobre todo en el caso de las mujeres y la población LGBTI.
Haga las preguntas directas para determinar ese tipo de acciones violentas diferentes, ¿por qué no le hicieron eso a los hombres?, ¿qué les hicieron a las mujeres?, ¿a la población afro le hicieron algo distinto? También plantee preguntas acerca de cómo les afectó determinado hecho violento. La misma acción puede sentirla diferente un hombre campesino, un indígena, un joven o una mujer.
Hay otro tipo de situaciones más difíciles de percibir, pero sobre las que es necesario indagar, ¿los actores armados regulaban las relaciones de pareja?, ¿cómo se ordenaban socialmente esas relaciones?, ¿se imponían castigos por determinados actos?, ¿cómo se relacionaban los actores armados con la comunidad?, ¿era diferente el trato con hombres y mujeres?, ¿cómo marcaban la diferencia?, ¿castigaban a hombres y mujeres por igual?
Para las comunidades indígenas y afros, la tierra y sus ancestros tienen un significado especial. Por eso, todo acto violento contra el territorio o que los separe de él es especialmente dañino, al igual que los perjuicios que se ocasionen a sus autoridades, líderes o guías espirituales, a sus símbolos, rituales, vestuario, lengua o cualquiera de sus expresiones culturales. Haga preguntas explícitas en este sentido para determinar cómo se atentó contra la identidad de estas comunidades.
No se quede en la afectación por el hecho violento, hacer preguntas sobre el después y el futuro ayuda a las comunidades a no quedarse en la posición de víctimas. En ese sentido oriente la conversación con preguntas como: ¿qué hizo después de los hechos violentos?, ¿cómo se recuperó?, ¿qué cree que se pueda hacer para que no se repitan?, ¿qué espera del futuro?, ¿cómo se organizaron?, ¿usted participó en la organización?, ¿para qué sirvió esa iniciativa?, ¿qué aprendieron usted y su comunidad?
La voz de los perpetradores
Puede sonar contradictorio que en este capítulo en el que se dedica especial espacio a dar pistas sobre la importancia de hacer memoria desde las víctimas, con una preocupación válida por dignificarlas y no revictimizarlas, dediquemos un aparte a hablar de la voz de quienes causaron el daño. Pero en aras de hacer un ejercicio efectivo de reconstrucción de los hechos, de búsqueda de la verdad y de memoria, debemos rescatar la voz de los perpetradores.
Ellos tienen una versión de los hechos que puede ayudar a esclarecer la verdad, a entender las dinámicas de los grupos armados, a explicar su accionar, a determinar por qué cometieron los crímenes, qué intereses había detrás de su accionar, a quién más beneficiaban.
Es claro que como periodistas no podemos caer en la trampa de que a través de nuestro trabajo los perpetradores justifiquen su accionar o lancen nuevas amenazas contra la población; resulta difícil distinguir entre sus discursos y nuestra reportería, cuando se hace apología. De hecho, siempre que se pone el micrófono a los responsables se está en riesgo de que el trabajo, por más cuidadoso que sea, resulte calificado como apologético.
Sin embargo, no por evitar esos riesgos debemos renunciar a la posibilidad de contar con sus testimonios. Lo importante es tener claro desde el principio el objetivo del trabajo y los límites que se deben imponer para salvaguardar la independencia periodística y la dignificación de las víctimas.
Y uno de esos límites lo marca de manera radical Leila Guerriero, al hablar de su libro Los malos, en el que perfila a 14 hombres y mujeres latinoamericanos que perpetraron crímenes espeluznantes. “Sin la voz de las víctimas, el retrato del malo es una aberración”, ha sentenciado la periodista argentina en diferentes entrevistas. Así que como primer mandamiento a la hora de documentar las versiones de los victimarios, debe estar este de incluir la voz de sus víctimas.
No es fácil encontrar a un perpetrador decidido a confesar sus delitos, a aportar sinceramente a la verdad, así que debemos estar preparados para que suministre información falsa, inexacta o incompleta. Una manera de contrarrestar este problema es haciendo una investigación seria y documentada antes de sentarse a hablar con esa persona.
Los relatos de quienes afectaron a las comunidades pueden ser puntos de partida. Sabiendo de antemano que no siempre contarán la verdad, que emitirán discursos de justificación o que resalten el heroísmo de su causa, los periodistas deben buscar a las víctimas, a organizaciones de derechos humanos y a líderes de las comunidades para que ellos ofrezcan sus verdades y sus propias interpretaciones del pasado.
Entre los relatos de víctimas y victimarios surgirá entonces un conflicto de discursos, un debate que si se hace público y con rigor ético, puede ayudar a sumar más voces que ayuden a explicar el fenómeno de violencia, a rescatar los valores de la democracia, a entender que esos hechos no se deben repetir.
En escenarios de justicia transicional, como la Comisión de la Verdad de Suráfrica o la de Perú, se han presentado confesiones de los perpetradores que los medios de comunicación han cubierto de manera profusa. La experiencia en ambos países sugiere que los medios juegan un papel importante al aportar contexto a esas declaraciones. De alguna manera, el guión que trazan los victimarios se rompe cuando las publicaciones de los periodistas presentan otras interpretaciones de esa realidad.
La experiencia que vivió Colombia con las audiencias de Justicia y Paz ya nos dieron luces sobre lo que sucede cuando el relato del victimario se publica sin contexto, sin otras voces que lo contradigan.
Finalmente, no hay que olvidar que en un conflicto tan largo como el colombiano, con violencias y odios reciclados, y con el agravante de una ausencia estatal que ha dejado los territorios a merced de los grupos armados, esa línea divisoria entre víctima y victimario es bastante difusa. No se trata de justificar la barbarie, pero si desde el ejercicio ético del periodismo intentamos evidenciar que quienes son victimarios en algún momento fueron víctimas, o que quienes ejercen como perpetradores son a su vez víctimas en sus propias filas, podríamos ayudar a entender algunas dinámicas del conflicto.
Igual contribución podríamos hacer si además de escarbar e indagar entre los grupos armados, también intentamos desentrañar las redes de apoyo entre diferentes grupos sociales que respaldaron a uno y otro ejército —legal o ilegal— en la comisión de sus crímenes. Ese otro nivel de responsabilidad es igual de importante al del autor material y es el que ayuda a entender con más claridad por qué sucedieron los hechos violentos, a quiénes favorecían, por qué ese y no otro territorio.
¿Podemos juzgar con el mismo rasero a los niños que fueron empujados a integrar los grupos armados, bien sea por esa mezcla letal de maltrato familiar, falta de oportunidades y pobreza, o por presión del reclutador, que a un empresario o dirigente político que decidió apoyar la comisión de una masacre? Sin duda es una pregunta provocadora, pero nos ilustra sobre los retos que tenemos como periodistas a la hora de presentar la verdad sobre lo ocurrido en estos años.
Se ha divulgado la equivocadísima idea de que recordar es peligroso, porque recordando vuelve a repetirse la historia como pesadilla. La experiencia indica que lo que ocurre es exactamente al revés. Es la amnesia la que hace que la historia se repita como pesadilla. La buena memoria permite aprender del pasado, porque el único sentido que tiene la recuperación del pasado es que sirva para la transformación del presente.