El río Atrato, testigo de historias de vida y resistencia, fluye entre los paisajes del Chocó, llevando consigo el eco de las ausencias y la fortaleza de quienes aún sueñan con un futuro diferente. Video: Keidy Samanta Torres Mosquera
En este territorio, los jóvenes no solo son víctimas de la violencia directa, sino también de un sistema que los margina. La falta de empleo, de acceso a una educación de calidad y de seguridad para desarrollarse en un ambiente digno, los pone en riesgo. Estos chicos, que en otras circunstancias podrían ser agentes de cambio y desarrollo, terminan siendo reflejo de las ausencias que los rodean. Sin embargo, cada muerte es un eco que resuena en sus comunidades, en sus familias y en especial en madres, como Esilda y La Negra.
Las pérdidas no se reflejan solo en cifras o titulares; están en los patios vacíos donde los hijos ya no juegan, en los cuadernos cerrados de los que nunca aprendieron a leer más allá de las primeras páginas, en los cementerios llenos de flores y en las lágrimas de las madres que buscan un cierre para un dolor que nunca se apaga. Estas ausencias no son solo físicas; son económicas, emocionales y profundamente humanas y, ante la falta de respuesta institucional, las madres han decidido agruparse para reparar sus heridas y seguir adelante en Madres resilientes, un grupo en el que se acompañan ante el dolor.
Hoy, estas mujeres representan la resistencia cotidiana frente a un contexto marcado por la pobreza y la violencia. A pesar de las ausencias que han marcado sus vidas, no se rinden y luchan cada día por mantener en pie sus hogares, cuidar de sus nietos y construir un futuro mejor para sus familias.
En Neguá, Esilda trabaja en la minería y busca encontrar algo de paz lejos de los recuerdos de Quibdó. Aunque el peso de las pérdidas nunca la abandona, se esfuerza por seguir adelante, apoyando a sus tres hijos que le quedan y a sus nietos. Para ella, cada día es un desafío y una oportunidad para honrar a quienes ya no están.
Por su parte, La Negra ahora cuida tres nietos huérfanos por la violencia y encuentra en ellos una razón para levantarse cada mañana. A pesar de todo, hay momentos de orgullo que iluminan sus días: “Los tres ganaron el año escolar y eso me llena de orgullo”, comparte con una sonrisa, sabiendo que, aunque la ausencia de sus hijos es dolorosa, la educación de sus nietos es una esperanza en medio de la adversidad.
Esilda Ortiz: la carga de tres pérdidas
Esilda tuvo a su primer hijo a los 17 años. Le siguieron cinco más, todos criados con amor y sacrificio, primero en el campo, en Neguá, y luego en Quibdó, a donde se desplazó en 2001 huyendo de la violencia.
La vida de Esilda cambió para siempre en 2007, cuando su hijo Wilmer Palomeque, de 19 años, fue asesinado. Fue la primera de tres ausencias que marcaron su vida. Con la esperanza de que esta fuese la única, continuó trabajando y criando a sus otros cinco hijos. Pero en 2012, su hijo Jesús Antonio, de tan solo 16 años, desapareció y su cuerpo nunca fue encontrado. En 2020, Williansito, su último hijo y su principal compañía, fue asesinado a los 28 años.
«Cada vez que me mataron a uno de mis hijos, sentí como si me quitaran una extremidad. Si estuvieran vivos, mi vida no sería tan difícil, tan llena de necesidades y soledad,” dice con voz firme, pero con la tristeza reflejada en sus ojos.
Quibdó, en vez de darle refugio, le arrebató a Esilda tres hijos y la devolvió al campo de donde huyó en 2001 y que ahora es el hogar de sus hermanos. Allí intenta encontrar algo de paz en la compañía de sus nietos, lejos de los recuerdos de su patio lleno de monte, ese que Williansito ya no puede limpiar.
La Negra: dos hijos y un nieto que ya no están
La historia de La Negra también está marcada por tres ausencias profundas. Tuvo a su primer hijo a los 16 años y luego nacieron cinco más. En 2020, su cuarto hijo fue asesinado, dejando a dos pequeños huérfanos que ahora están bajo su cuidado.
«No puedo ni cocinar las comidas que les gustaban. Preparar arroz con coco o pollo es revivir todo el dolor”, confiesa La Negra, quien ahora encuentra fuerza en los logros de sus nietos. Foto: Rosa Cruz Álvarez Blandón
Apenas dos años después, en 2022, su hija fue asesinada cuando estaba embarazada y ya tenía un niño pequeño, quien quedó al cuidado de La Negra. El impacto de esta pérdida fue devastador, no solo por la ausencia de su hija, sino también por el dolor de saber que su nieto no logró nacer. Poco después, este mismo año, la violencia le arrebató a uno de sus nietos de tan solo 18 años, a quien siempre consideró como un hijo más. Esta última pérdida agudizó aún más su dolor, profundizando las heridas que ya cargaba mientras asumía la responsabilidad de criar a los nietos que dejaron sus hijos.
“No puedo ni cocinar las comidas que les gustaban. Preparar arroz con coco o pollo es revivir todo el dolor”, confiesa La Negra y señala que encuentra fuerza en los pequeños logros de sus nietos. Saber que los tres están progresando en sus estudios le llena de esperanza y orgullo. Sin embargo, el miedo persiste; las investigaciones sobre las muertes de sus hijos continúan abiertas y ella teme que hablar demasiado ponga en riesgo su seguridad.
Un territorio marcado por la violencia.
Quibdó, capital del Chocó, vive atrapada en la falta más larga de su historia. Si fuera una de las que se cometen en el fútbol, hace ya tiempo alguien debería haber sacado una tarjeta roja. Tal vez así se cortaría de tajo la reiterada negación de oportunidades, justicia y apoyo, que ha marcado la vida de sus habitantes. En esta ciudad, donde los ríos parecen cantar historias de resistencia y la selva se alza como un gigante protector, la realidad de su gente está teñida de desigualdad y abandono.
La falta más larga en Quibdó se traduce en una pobreza que se siente en cada rincón: más del 60 % de sus habitantes viven en condiciones de pobreza monetaria y casi un tercio en pobreza extrema, cifras muy por encima del promedio nacional de 33 % para pobreza monetaria y 11,4 % para pobreza extrema, según las últimas cifras del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) para 2023. Esta ciudad, a pesar de su riqueza cultural y natural, lucha cada día con tasas de desempleo que superan con creces los promedios nacionales, alcanzando el 26,2%, que casi triplica la nacional del 9,3%, según los datos de la misma entidad para los meses de agosto a octubre de 2024. En un lugar donde el trabajo no se encuentra fácilmente y las oportunidades parecen una promesa vacía, las juventudes enfrentan un futuro incierto, mientras los sueños de salir adelante se ven empañados por la falta de recursos y caminos posibles.
La violencia es otro rostro de esta falta que nunca parece resolverse. En la última década, más de 600 jóvenes han sido asesinados en Quibdó, víctimas de un contexto que los coloca como principales afectados de las problemáticas estructurales. Solo en el primer semestre de 2024, el Instituto de Medicina Legal informó de 70 homicidios, una cifra que revela la gravedad de la situación. A pesar de que no son los responsables de las condiciones que los rodean, estos jóvenes se convierten en los rostros más visibles de una tragedia que el territorio no logra contener.
Muchas madres se enfrentan al deterioro de sus hogares, sabiendo que, si sus hijos estuvieran vivos, las reparaciones ya se habrían hecho. Cada gotera que cae no solo rompe el silencio, sino también el espíritu y queda claro que las ausencias pesan en todos los sentidos.
Para algunas madres como La Negra, conseguir veinte mil pesos cada semana para llevar flores al cementerio es una lucha constante. Cuando no pueden conseguirlo, no visitan las tumbas, porque sienten que ir con las manos vacías es casi tan doloroso como no ir. Estos gestos, que deberían ser pequeños actos de memoria, se convierten en cargas que profundizan la sensación de abandono.
Muchos de estos jóvenes eran un apoyo vital para sus madres, ya sea ayudando con los gastos del hogar o asegurando el sustento diario. Su falta ahonda la brecha de pobreza. Esilda, La Negra y otras madres saben que la reparación económica nunca les devolverá a sus hijos, pero entienden que ese apoyo puede ser la clave para garantizar que sus nietos tengan un futuro diferente, lejos de los ciclos de violencia que les quitaron a sus padres.
Sin embargo, el abandono no termina en sus hogares. La falta más larga también se refleja en la indiferencia institucional. Muchas madres de los jóvenes asesinados no son reconocidas como víctimas del conflicto armado porque las muertes de sus hijos muchas veces son atribuidas a bandas criminales, no a grupos armados reconocidos. No ser reconocidas ni reparadas no solo significa no recibir apoyo económico o psicológico; es también un acto de invisibilización que prolonga su duelo.
Pero, a pesar de la falta de apoyo estatal, las madres han encontrado refugio en un lugar inesperado: entre ellas mismas. En 2023, surgió Madres resilientes, un grupo de apoyo que se convirtió en un espacio seguro para compartir el dolor y empezar a sanar. Al principio, las reuniones eran tímidas; muchas personas llevaban el peso de la culpa, preguntándose si podrían haber hecho algo para evitar las muertes de sus hijos, pero, poco a poco, entendieron que no estaban solas y que su dolor no era una excepción.
En estos espacios, diseñados como parte del programa de Justicia Inclusiva de USAID, las madres participaron en actividades grupales que les permitieron expresar su dolor y comenzar a sanar. Las reuniones incluían momentos para compartir sus historias, liberar el peso de la culpa y reflexionar sobre los sentimientos de rabia y rencor. A través de consejos prácticos, dinámicas de comprensión emocional y actos simbólicos, las madres encontraron maneras de enfrentar su duelo. Se realizaron cantos que reflejaban las historias de sus pérdidas y se encendieron velas como un acto de despedida, un momento íntimo para decir adiós a quienes ya no están.
«En estos cantos, las madres encuentran una forma de liberar su dolor y transformar el sufrimiento en resistencia colectiva». Video: Rosa Cruz Álvarez Blandón
Las velas encendidas simbolizan un acto de despedida y memoria, un momento para decir adiós a quienes ya no están mientras las madres se aferran a la esperanza de un futuro mejor. Foto: Rosa Cruz Álvarez Blandón
Además, el programa les ofreció acceso a la justicia, con una abogada a su disposición y ayuda para entender los procesos legales relacionados con los asesinatos de sus hijos. Sin embargo, los casos aún siguen detenidos por múltiples razones, lo que prolonga la incertidumbre y el dolor de las madres. Con estas herramientas hubo no solo un espacio de catarsis, sino también una manera de transformar el sufrimiento en un primer paso hacia la resiliencia colectiva.
En esos encuentros, las madres empezaron a ponerle rostro a historias que antes eran solo rumores. Encontraron consuelo en la empatía de quienes conocían su pérdida de primera mano. También encontraron fuerza en el simple acto de compartir un café, de celebrar juntas un cumpleaños o de recordar a sus hijos en colectivo. El grupo no solo se convirtió en un espacio de sanación emocional, sino también en un lugar para imaginar un futuro diferente.
En este espacio también empezaron a soñar con proyectos comunitarios que pudieran ofrecer oportunidades a sus nietos y a las nuevas generaciones, proyectos que les permitan transformar su dolor en un motor de cambio para su comunidad.
Para estas madres, la falta más larga sigue siendo una realidad que enfrentan cada día. Pero en sus reuniones, en sus palabras compartidas y en sus pequeñas victorias, han encontrado la fuerza para resistir. Saben que nunca podrán recuperar lo que han perdido, pero también saben que pueden construir algo nuevo, algo que honre la memoria de sus hijos y garantice que sus nietos tengan una vida diferente, lejos de las sombras de la violencia y el abandono.
En sus corazones late la convicción de que el sufrimiento que cargan no puede seguir siendo utilizado para el beneficio de otros mientras ellas mismas siguen enfrentando tantas carencias. Entienden que su dolor, tan legítimo como profundo, a menudo se convierte en una herramienta para quienes gestionan proyectos o programas que no siempre las impactan directamente. Por eso, estas madres han decidido que es hora de organizarse, de construir un movimiento propio que les permita convertirse en las ejecutantes de los proyectos y ayudas que tanto necesitan. Sueñan con que esas iniciativas aborden de manera integral las múltiples áreas de sus vidas: desde el bienestar psicológico hasta el económico, pasando por la educación de sus nietos y las mejoras en sus condiciones de vivienda.
El futuro que imaginan es uno donde sus nietos no tengan que enfrentar los mismos ciclos de exclusión y riesgo que les arrebataron a sus hijos. Sueñan con proyectos productivos que ofrezcan a los jóvenes de Quibdó opciones reales para prosperar, con programas educativos que les permitan aprender, crecer y soñar. Para ellas, cada paso que den hacia la justicia y el bienestar no es solo por sus familias, sino también por una comunidad que merece oportunidades y tranquilidad.
El mensaje que quieren enviar a la población es claro: la violencia no solo mata cuerpos, también deja a madres solas, a niños huérfanos y a comunidades deshechas. Piden a quienes no han vivido esta realidad que comprendan que el duelo de una madre no se parece a ningún otro, que el dolor de una bala arrebatando a un hijo no se supera. Quieren que quienes están en posiciones de poder escuchen y actúen, porque para ellas el silencio y la indiferencia son una segunda forma de violencia.
Estas madres sueñan con un Quibdó donde ninguna madre más tenga que enterrar a sus hijos por culpa de la violencia, donde las flores no sean solo para las tumbas, sino para celebrar vidas plenas y sueños cumplidos.