En Bocagrande y sus veredas vecinas, los lancheros aprovechan las aguas altas para moverse entre los esteros, mientras las piangüeras trabajan durante las horas secas rebuscando conchas entre los lodos del manglar.
Es común que el territorio presente un continuo movimiento. Tanto o más se transforma la costa al pasar de los días: o bien las poderosas olas rompen arrancando la orilla, o bien los sedimentos se acumulan creando bahías nuevas.
Era el año 2022 cuando Gloria Palacios de Murillo, administradora del Hotel y Restaurante María del Mar, clavó una estaca en la arena durante la ‘puja’, como denominan los locales al período creciente del océano. Cada semana contaba pasos entre su señal de madera y el borde de la playa, para encontrar una distancia cada vez más corta.
La bocana, una entrada caudalosa del mar que asemeja un inmenso río fluyendo hacia el territorio, parecía perseguir al hotel y a Gloria. Entonces tuvo que desplazar las cabañas de alojamiento durante los años anteriores y, al momento de clavar la estaca, temía que se las llevara el oleaje, con la sigilosa furia de su avance.
“Dejémoslas ahí, que el mar no llega”, le decían a la administradora los trabajadores confiados. “No, señor. Desbarátelas” replicaba ella, consciente de que el agua le quitaba semanalmente entre 10 y 15 pasos a su medición particular.
Los fenómenos de erosión y acreción, responsables del constante movimiento de las playas, son monitoreados por Parques Nacionales Naturales de Colombia y por el Centro de Investigaciones Oceanográficas del Pacífico. Sin embargo, ambas entidades explican que es inviable hacer una medición constante y zonificada del problema, debido a la gran extensión del territorio y al tiempo de procesamiento que requieren los análisis.
Por tanto, la medición de urgencia que realizó Gloria permitió al hotel retroceder a tiempo desde la costa, antes de que sus edificaciones colapsasen en el océano, cuyo lenguaje ya había aprendido por tanto huir de la bocana: “el mar te va viniendo, te va viniendo, y si él encuentra un obstáculo, empieza a hacerte más fuerte la erosión”, explica.

La memoria colectiva de los habitantes de las veredas que hoy integran el DNMI remite al maremoto de 1979. Olas de hasta tres metros de altura arrasaron numerosos pueblos del Pacífico colombiano. El Bocagrande viejo que los nativos recuerdan como un importante enclave turístico desapareció bajo el rotundo mar.
Por su parte, ante la constante amenaza del mar, Gloria percibió que a su alrededor el manglar permanecía imperturbable. Ocasionalmente durante la puja se ven allí algunos árboles tronchados, pero en el frondoso bosque se alzan gigantes los mangles rojos, que pueden vivir entre 50 y 100 años. “Este el sitio apropiado”, concluyó la administradora oriunda de Tumaco, “porque eso significa que resistió el maremoto”.
Las cabañas fueron desarmadas y construidas una y otra vez, cada vez más lejos de la orilla hasta definitivamente abandonar la costa y resguardarse en las entrañas del manglar, conectando el hotel con la playa a través de un breve sendero ecológico, que atraviesa la vegetación que ahora cumple su papel como barrera natural (vínculo a experiencias).
Y como si expresara la aprobación del mar, cuando la construcción finalizó dentro del bosque, la bocana se fue.