—¿Usted sabe armar una mina?, es que quiero aprender a construir una de esas, para que los que mataron a mi papá mueran igual que él.
La pregunta dejó pasmado a Angelmiro Dagua, capitán del resguardo indígena nasa Aguaditas, quien trabajó durante los últimos tres años como enlace social y facilitador del equipo de desminado humanitario de la Campaña Colombiana contra Minas (CCCM) en Puerto Guzmán, Putumayo. El interrogante provino de un joven de no más de 13 años que participaba en un taller en el que Dagua y su equipo buscaban dar herramientas a los niños, niñas y adolescentes de las instituciones educativas para prevenir accidentes con cualquier tipo de artefacto explosivo improvisado (AEI).
El joven era el hijo menor de un campesino de 34 años que falleció en enero de 2024 en la vereda La Torre, ubicada a tres horas del casco urbano, tras activar una mina antipersonal (MAP) cuando regresaba a su finca junto a su esposa y sus tres hijos, luego de celebrar por fuera del municipio las fiestas de Fin de año.
—No. Esta clase es para que ustedes puedan protegerse de las minas, no para hacerlas –le contestó Dagua.
Durante 2024, en La Torre se registraron tres incidentes con minas antipersonal, según la base de datos del Grupo de Acción Integral contra Minas Antipersonal (AICMA) de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz (OACP).
En todo Puerto Guzmán solo 47 personas se han declarado víctimas de MAP, AEI y municiones sin explosionar (MUSE). Sin embargo, Aracely Hurtado, exconcejala y enlace local de la Fiscalía General de la Nación, asegura que puede haber subregistros debido a que, una vez ocurre el hecho, las personas prefieren abandonar el municipio y declarar en otros lugares o prefieren abstenerse de hacerlo, por temor a represalias de los grupos armados.
Una particularidad de este municipio amazónico, ubicado sobre la margen derecha del río Caquetá, es la coexistencia de comunidades originarias. De 38.586 habitantes que tiene, cerca de 4.000 son indígenas. Según la exgobernadora Cristina Jamioy, alrededor de 178 viven en el resguardo inga Alpamanga, ubicado más o menos a una hora de la cabecera. Por su parte, Angelmiro Dagua anota que 335 personas viven en el resguardo nasa de Aguaditas, a solo 950 metros del pueblo. También hay una notoria presencia de comunidades afro, entre ellas la que conforma el consejo comunitario Palenque Amazónico, con 60 familias cuyas tierras abarcan más de 70 hectáreas en la vereda La Ilusión.
Para todas esas comunidades, las minas antipersonal siguen siendo uno de los principales vestigios de la violencia, con un factor adicional: el factor étnico que incide en la forma cómo estas personas viven la afectación causada por estos artefactos y en la relación con el territorio.

Puerto Guzmán es una zona estratégica para diferentes actores armados que se disputan el control de las rutas del narcotráfico por el río Caquetá. Foto: María Paula Sierra.
La casa sucia
Deyanira y Cristina Jamioy son hermanas y ex gobernadoras del resguardo inga de Alpamanga; ambas recuerdan que fue en 2010 cuando los actores armados instalaron las primeras minas antipersonal en los campos y sitios sagrados de su territorio.
“Todos esos años nosotros vivimos como en confinamiento porque no podíamos salir a andar al territorio. Solamente por los caminos y la carretera y nadie venía más al monte ni nada. Había temor de que cualquier niño, cualquier anciano o joven fuera a pisar una mina y resultara lesionado”, explicó Cristina.
Espacios comunitarios como el cementerio, el lote de la casa cabildo, zonas destinadas a rituales sagrados, terrenos de conservación e incluso el patio trasero de la casa de Deyanira, fueron tomados por la silenciosa “plaga” de los artefactos explosivos improvisados. “No es solo tener cuidado, es la incertidumbre de vivir con el temor a morir”, enfatizó Ana María Santofimio, experta en tierras, socióloga y magíster en Derechos Humanos.
Fue ahí cuando algo cambió, según las Jamioy. La tierra se sentía distinta, los ancianos no pudieron volver a las chagras, que son las huertas o espacios destinados para la siembra por las comunidades, para compartir las enseñanzas ancestrales con los más jóvenes; incluso prácticas milenarias como la caza se restringieron.
“Donde más nos impactó fue en el tema cultural”, precisó Deyanira al advertir que, a diferencia del aprendizaje occidental, la transmisión de conocimiento en las comunidades indígenas se desarrolla en la práctica, a través de recorridos por el territorio.
La docente Luz Deny Buesaquillo, del mismo resguardo, explicó que allí las minas antipersonal cohibieron su ejercicio etnoeducativo y la transmisión de usos y costumbres propias. “El no salir a nuestro territorio trunca el aprendizaje propio. Ha afectado el diálogo con nuestros mayores en estos espacios. Ellos son los que nos transmiten los saberes ancestrales”, reiteró.
En el resguardo Aguaditas —al que pertenece Angelmiro Dagua— la situación fue similar a la de Alpamanga, aunque con matices determinados por la cosmovisión nasa.
Alguien podría decir que se trata de impresiones, supersticiones o creencias que colindan con lo mágico, pero para los nasa hay algunas señales que les indican el peligro de que un territorio está minado: desde una vibración en el pecho, una punzada en la pantorrilla o un calambre en la parte izquierda del cuerpo, hasta el canto del pájaro brujo, cuyo trinar es considerado una señal de alerta.
“Antes de eso (el desminado) nosotros ya hemos sentido que nuestros espíritus nos han hecho la advertencia de que no podíamos arrimar a esos sitios”, manifestó Francisco Dagua, sabedor y líder espiritual del resguardo de Aguaditas.
En la cultura nasa hay otras entidades, saberes y experiencias espirituales que sufren los efectos con la sola instalación de las minas, aún sin que exploten. Según Dagua, la tierra se divide en tres capas que incluyen la superficie, el suelo y el subsuelo, cada una habitada por los Ksxa’w (en español chaux), duendes y espíritus chamanes que protegen el territorio y sirven de guías espirituales. Cuando un artefacto se activa o “explota”, “automáticamente afecta los espíritus que están en el subterráneo y la superficie porque sale la onda”, explicó Dagua.
El líder espiritual nasa añadió que, en el momento de la explosión, los espíritus son violentados y expulsados, lo que genera una desarmonía que debe ser subsanada por los sabedores. Aclaró que hay casos en que la afectación ha sido tan grande que la conexión espiritual se pierde por completo, lo que conduce a la pérdida y abandono de un espacio ritual y sagrado.
Ana María Santofimio, experta en temas de tierras, explicó que en estos casos hay una pérdida cultural y de identidad de los pueblos, ya que el territorio es una parte de los mitos o tradiciones orales, una parte “viva” de su cultura: “Con estos artefactos se pierde una experiencia vital, ‘como un lugar que fue, pero ya no es’. Entonces tú ya no lo vives, no puedes acceder a él. Y esa ruptura intergeneracional sí que es una pérdida”, recalcó.
Aunque en de la base de datos de AICMA la mayoría de las operaciones de desminado humanitario en el resguardo de Aguaditas se reportan “finalizadas” y el área esté parcialmente libre de sospecha de contaminación por minas, Dagua menciona que muchos de estos espacios aún no han podido ser purificados espiritualmente y por eso los sabedores suelen quitarles la condición de sitios sagrados al considerar que es difícil reactivar la armonía.
La sensación de zozobra, de frustración por la imposición de límites al andar, el dolor e incertidumbre, son los “síntomas” que configuran una desarmonía que aún es difícil de sanar, de limpiar, pues no hay garantías de que todo el territorio esté libre de minas.
«Uno siente como si la casa estuviera sucia. Porque para nosotros el territorio es nuestro hogar, nuestro sitio de vida”, manifestaron las hermanas Jamioy.




Un peligro que no tiene fecha de caducidad
En Puerto Guzmán la erradicación definitiva de las minas antipersonal todavía es una meta lejana. Datos de la OACP y AICMA con corte al 30 de junio de 2025, indican que en el primer semestre del año, 32.057 metros cuadrados del área de este municipio fueron declarados “terreno cancelado” o libre de sospecha de minas, mediante estudios no técnicos (es decir, a partir de la recolección y análisis de información), mientras que el total para Putumayo fue de 978.213 metros cuadrados.
No obstante, la reconfiguración del conflicto en el municipio, estratégico por su ubicación limítrofe entre los departamentos del Cauca y Caquetá, ha llevado a un aumento en la disputa por el control de las rutas del narcotráfico entre los Comandos de Frontera de la Segunda Marquetalia, las disidencias al mando de Iván Mordisco y el Estado Mayor de Bloques y Frentes (EMBF), al mando de alias Calarcá Córdoba.
Solo en 2024, Puerto Guzmán fue el municipio del Putumayo con la mayor cantidad de incidentes de minas antipersonal con un total 58 casos, el mismo número de incidentes ocurridos entre los años 2015 y 2023. Estos incidentes no dejaron víctimas, pero sí son un indicativo del aumento de la presencia de actores armados.
Yury Quintero, integrante de la Red Departamental de Derechos Humanos, comentó que las minas antipersonal en esta zona limítrofe del país se usan para marcar territorios y como garantía para que otros actores armados no entren a ellos.
La situación ha llevado a la reaparición de artefactos en zonas donde ya se habían realizado despejes o que incluso se consideraban libres de minas, vulnerando el derecho de las víctimas a las garantías de no repetición y al restablecimiento de derechos como el acceso a la tierra, el bienestar y la seguridad a mediano y largo plazo.
De acuerdo con Robinson Yela, quien participó como enlace comunitario del equipo de desminado durante cinco años en Puerto Guzmán, el recrudecimiento de las confrontaciones en Putumayo significó un aumento en la instalación de minas y levantó nuevas sospechas de su presencia en varias zonas rurales.
“La guerra recrudeció y se instalaron 20 o 30 veces más de las que habíamos desinstalado en cinco años. Las instalaron en tres meses”, señaló refiriéndose a los casos de ciertas veredas consideradas “estratégicas” por la presencia de infraestructuras como torres de energía y de telecomunicaciones.
Un obstáculo para la economía afro
Angelmiro Dagua, quien también participó en el desminado, apuntó que algunas veredas habían sido declaradas libres de sospecha de minas, pero no fue posible entregar sus áreas a la comunidad ya que durante una operación el Ejército encontró nuevamente artefactos explosivos, lo que implicó no solo el retroceso de los esfuerzos de desminado, sino el retraso de proyectos productivos, entre otras oportunidades aplazadas o perdidas para quienes habitan esos territorios.
Precisamente esa es la situación que atraviesa la comunidad del consejo comunitario Palenque Amazónico, ubicado en la vereda La Ilusión. “Esta es la zona más templada (difícil) que existe en el municipio por las continuas guerras. No cesan. Existe la violencia y cuando existe la violencia, en donde se pasea el Ejército está la mina quiebrapata”, mencionó Ludivino Cortés, representante legal del consejo comunitario.
Allí, las tierras son aprovechadas de forma colectiva en lo que respecta a la actividad cultural y económica de la comunidad, pues el temor de encontrarse con una “barrera inesperada” ha llevado a que la comunidad no pueda presentarse a convocatorias de proyectos productivos.
“El progreso de nuestra comunidad está en nuestro territorio, pero si no tenemos acceso porque nos limita esta clase de estorbo, se van a perder una cantidad de proyectos productivos”, aseveró Cortés, al explicar que es imposible garantizar la seguridad de los equipos de trabajo que los visitan.
A pesar de que no se han presentado accidentes dentro de la zona del consejo, los artefactos explosivos improvisados no tienen fecha de caducidad y una mina instalada hace diez años, hoy sigue siendo letal. Ante la sospecha, Cortés pidió que los equipos técnicos de desminado estudien el predio para que ellos puedan entrar “con más confianza” a su propia tierra.

Cortés lleva cerca de una década liderando el proceso de reconocimiento y constitución del consejo comunitario Palenque Amazónico.Foto: María Paula Sierra.
Falta de garantías ante un peligro latente
Pese a que las comunidades ven en el desminado humanitario una esperanza para aliviar la situación que han vivido y mejorar su calidad de vida, los peligros de esa labor son numerosos y los retos altos. En torno al asunto se cuestiona qué tan práctico es desminar un territorio con el riesgo y la posibilidad de una reinstalación de nuevos artefactos; pues, mientras en la zona continúen existiendo conflictos armados en que distintos actores utilicen artefactos explosivos, difícilmente habrá garantías de seguridad para efectuar esta tarea.
“La gente me empezó a decir: No venga más. Los actores armados están diciendo que usted está haciendo inteligencia, que usted está llevando información. Mire que a ellos no les gusta que ustedes desinstalen las minas que ellos han instalado”, relató Yela.
Asimismo, en un contexto donde el conflicto no cesa, permitir la entrada de los equipos de desminado a las comunidades resulta una decisión difícil de tomar para los líderes comunitarios, por el temor a ser señalados como colaboradores del grupo adversario.
Este fue el caso del resguardo Alpamanga. Al comienzo, hubo recelo de la comunidad para admitir las operaciones de desminado en su territorio. “Nosotros primero le teníamos temor. Nosotros dijimos que no porque nos daba miedo. O sea, nos daba miedo de los dueños de las minas. De la guerrilla”, recordaron las hermanas Jamioy.
De acuerdo con la OTAN, el costo de fabricación de una sola mina antipersonal oscila entre los tres a los 75 dólares (es decir, entre los 12.300 y los 300.000 pesos), pero su eliminación oscila entre los 300 y los mil dólares (entre un millón doscientos a cuatro millones de pesos). Desminar en medio del conflicto, bajo circunstancias que limitan el control social y el acceso a las zonas más afectadas, supone altos costos económicos y humanos para las organizaciones encargadas del desminado humanitario.
Esas situaciones conducen a que algunos consideren necesario esperar a que se consolide un ambiente de paz para que la labor de estos equipos sea realmente efectiva. “No podemos hacer desminado mientras tengamos conflicto aquí en el municipio”, agregó Yela y añadió que, de lo contrario, pensar en el éxito del desminado sería una “utopía”.
La vida después de las minas: urge reparación individual y colectiva
Si bien la comunidad de Puerto Guzmán ha buscado formas de sanar las grietas provocadas por un peligro que se esconde bajo tierra, muchas de las vidas y comunidades que han sido afectadas no volverán a ser iguales, por lo que la reparación debe incluir no solo lo físico, sino lo colectivo, simbólico y cultural.
En estos casos, el Estado y el gobierno local juegan un rol fundamental. Santofimio manifestó al respecto una necesidad: “Empezar a dimensionar lo colectivo dentro de las comunidades, no solo afro e indígena, sino también campesina; ese rol del Estado en la reconstrucción de lazos sociales, ver cómo eran antes y entonces, tratar de reconstruirlos”.
En el caso del menor de edad con el que comienza este relato, la pérdida del padre significó una ruptura y una marca emocional para toda la familia. Su madre, quien tuvo que desplazarse al casco urbano y asumir toda la responsabilidad como soporte emocional y proveedora del hogar, aseguró que, aunque una casa no podrá regresarle a su marido, su mayor anhelo es “tener un techo” para sus hijos.
Mientras tanto, en Aguaditas, Francisco Dagua solicitó continuar con el desminado humanitario para realizar sus prácticas ancestrales en armonía espiritual y en Alpamanga, la profesora Luz Deny Buesaquillo hace lo que considera su deber al continuar con sus clases sobre tejido tradicional, lengua inga y plantas medicinales a nueve niños y jóvenes del resguardo, en una pequeña chagra en el patio de la escuela.
Por su parte, Cristina y Deyanira Jamioy piden la ampliación de Alpamanga como compensación por el territorio minado para poder retomar su cultura y acervo espiritual. “Hay que mirar a ver cómo podemos recuperar todo lo que hemos perdido”, expusieron.
Al igual que las minas, el conflicto parece no tener fecha de caducidad. Por ello, Puerto Guzmán, entendido como la “gran casa” de estas comunidades amazónicas, sigue a la espera de un nuevo capítulo: uno en el que pueda “limpiarse” de estos artefactos y donde sea posible reparar a sus víctimas y de esa forma cerrar una herida que lleva décadas a la espera de ser atendida.
Casi medio siglo conviviendo con las minas
De acuerdo con el informe anual Retos Humanitarios 2025 del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), en 2024 se registraron en Colombia 719 personas heridas o fallecidas por minas antipersonal, restos explosivos de guerra, artefactos lanzados y con detonación controlada.
Según el Briefing Departamental de Putumayo de la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) y cifras de la base de datos de AICMA de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, en 2024 Putumayo reportó 83 eventos relacionados con minas antipersonal (MAP) y municiones sin explosionar (MUSE), lo que convertía a este en el departamento de la Amazonía colombiana con más eventos registrados.
Cuando una mina antipersonal se activa, la probabilidad de fallecer es de una entre cinco, pero en el caso de las municiones sin explosionar el índice aumenta al 25 por ciento. En Colombia, desde 1990 hasta mayo de 2025 murieron 2.367 personas por efecto de artefactos explosivos usados en el marco del conflicto armado. Los principales afectados son hombres mayores de edad, según datos de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz.




Esta historia fue elaborada con el apoyo de Consejo de Redacción (CdR).