Una mañana de julio de 2022, en el mercado de Leticia, un grupo de pescadores rebanaba centenares de filetes de pirarucú, el pez más grande de Sudamérica y quizás el más representativo de la Amazonía. Era una escena común, según nos dijeron varias personas. Pese a que su pesca está prohibida entre el 1 de octubre y el 15 de marzo, los enormes cuerpos del pirarucú se rebanan cada día del año sobre los mesones metálicos de la galería pesquera de Leticia.
El pirarucú no es un pez cualquiera. Puede llegar a medir 3 metros de largo y pesar en promedio 200 kilogramos, más que un cerdo adulto. Su nombre significa “pez rojo” en lengua indígena tupí, pues tiene una franja roja que rodea las escamas de color verde grisáceo que envuelven, especialmente, el cuerpo de los machos cuando se encuentran en edad reproductiva.
Rogaciano (izquierda) y Quintina (derecha), un par de ejemplares adultos de pirarucú. Cada uno ronda los dos metros de longitud. Fotos: Alexander Campos Sandoval.
Contrario a la gran mayoría de peces, este gigante amazónico pone pocos huevos. Mientras la hembra de bocachico, por ejemplo, deja a su suerte entre 80.000 y 100.000 huevos de los que apenas entre 100 y 200 alevinos llegarán a la adultez. Buena parte de los 100 neonatos de una camada de pirarucú alcanzan a desarrollarse gracias a los cuidados del macho, que transporta a las crías sobre su cabeza, las protege de los depredadores y las alimenta con una suerte de leche que contiene hormonas, proteínas y otros nutrientes que secreta para ellas.
Por siglos, este pez ha sido parte fundamental de la alimentación de las comunidades indígenas amazónicas. Con la llegada acelerada de colonos a la región, atraídos por la sucesión de bonanzas de caucho, quina, coca, minería y otras ocurridas desde finales del siglo XIX, el consumo de pirarucú aumentó descontroladamente y diezmó significativamente las poblaciones en los hábitats naturales, de acuerdo con Hugo Hernán Franco, biólogo de la Universidad de la Amazonía especializado en peces amazónicos.
Para evitar la desaparición de la especie, en 1987 el gobierno colombiano creó una veda que prohíbe la pesca de pirarucú en toda la cuenca amazónica del país durante casi seis meses, período durante el cual tiene lugar la reproducción y el cuidado parental que permite que la especie perdure en el tiempo.
“Al cazar al papá se perdían todas las crías y así no hay forma de que prolifere la especie”, explicó Franco. “Ahora los pescadores ya saben cuál es la temporada y las zonas de reproducción, y esto permite que los alevinos crezcan y continúen su ciclo de vida”.
Esta norma también establece que fuera de la veda solamente se pueden capturar ejemplares de por lo menos 1,50 metros de largo, pues este tamaño es un indicador de que el pez ya ha alcanzado la edad de reproducción y que probablemente ya se reprodujo.
En 2021, una resolución de la Autoridad Nacional de Acuicultura y Pesca (Aunap) extendió la veda al acopio, transporte y comercialización de la especie, además estableció que durante este período únicamente pueden ser comercializados los individuos provenientes de las zonas de manejo aprobadas por el gobierno de Brasil.
Hoy, 35 años después de la creación de la veda, pocos pensarían que el pirarucú está en peligro de extinción. Su carne se vende por doquier en el mercado de Leticia. Su cuerpo se aprovecha casi entero, dada la envergadura de su esqueleto que permite ofrecer dos sencillos cortes de carne sin espinas: lomo y pecho. El primero se vende a veinte mil pesos el kilo y el segundo a quince mil. Ambos se encuentran cualquier día del año en los restaurantes de la ciudad, donde se preparan en filetes, ceviches, chicharrones, croquetas, caldos y sancochos que deleitan a los comensales, turistas y locales.
Filetes de pirarucú en la galería pesquera de la plaza de mercado de Leticia. Foto: Alexander Campos Sandoval.
Un fósil viviente
El nombre científico del pirarucú —o del paiche, como también lo llaman en Perú— es Arapaima gigas. Se calcula que esta especie existe desde el Mioceno, hace unos 23 millones de años, lo que la convierte en uno de los peces más antiguos que aún habitan la Tierra.
El pirarucú pertenece al género Arapaima —palabra que proviene de warapaimo, que en la lengua de los indígenas macuxi del noreste de Brasil significa “pez muy grande”— y al orden osteoglossiforme, que se caracteriza por tener lenguas hechas de hueso. En el caso del pirarucú, esta lengua está recubierta de un gran cantidad de conos esmaltados, parecidos a unos dientes, que le ayudan a sujetar y desgarrar sus presas antes de aplastarlas contra su paladar y engullirlas.
Además de estar hecha de hueso, la lengua del pirarucú tiene miles de dientes. Foto: Alexander Campos Sandoval.
Hasta hace relativamente poco, se consideraba que Arapaima gigas era la única especie del género. En 2013, el científico norteamericano Donald Stewart replanteó la taxonomía propuesta por el zoólogo británico Albert Günther, quien, en 1868, había declarado que las cuatro especies del género descritas hasta ese momento —A. gigas, A. agassizii, A. mapae y A. arapaima— eran en realidad una sola, A. gigas. Stewart reafirmó que se trata de especies independientes e incluso agregó una nueva, A. leptosoma.
Sin embargo, los estudios para diferenciar estas especies son todavía incipientes. Por esto, se asume que las poblaciones que se encuentran en la Amazonía colombiana y las que llegan desde Brasil para ser consumidas en el país son de la especie A. gigas.
El pirarucú vive en los lagos y bosques inundables que rodean el río Amazonas, aunque también se encuentra en menor medida en las cuencas de los ríos Orinoco y Esequibo. En estos ecosistemas, ocupa el nivel superior de la cadena alimenticia, pues es un ágil cazador de todo lo que pueda poner dentro de su boca: microorganismos, insectos, peces de mediano tamaño e incluso aves, lagartijas y pequeños mamíferos que caen desprevenidos de las ramas de los árboles.
“Se dice que hay un respeto mutuo entre el pirarucú y el caimán negro [Melanosuchus niger], que son los dos más grandes predadores”, dice Santiago Duque, un profesor de la Universidad Nacional sede Leticia, que ha estudiado los ecosistemas acuáticos de la Amazonía por más de 30 años. “El caimán no se mete con un pirarucú macho adulto y el pirarucú tampoco. Eso dice la gente y los pescadores”. La única amenaza para la supervivencia de este “fósil viviente” parece ser el ser humano.
Actualmente, no existe un consenso dentro de la comunidad científica sobre el grado de amenaza que enfrenta el pirarucú. En la Lista Roja de Especies Amenazadas de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), un inventario que recopila información sobre el estado de conservación de diferentes especies de animales y plantas, el pirarucú se encuentra en la categoría “datos insuficientes”.
No obstante, este mismo organismo lo incluye desde 1975 en el Apéndice II de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES, por sus siglas en inglés), en el cual se listan especies “que no están necesariamente en peligro de extinción, pero cuyo comercio debe controlarse a fin de evitar una utilización incompatible con su supervivencia”.
Más recientemente, el Libro rojo de especies dulceacuícolas de Colombia, elaborado por un consorcio en cabeza del Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt, clasificó, en 2012, a Arapaima gigas como una “especie vulnerable”, un nivel intermedio de amenaza dentro de la escala propuesta por la UICN.
Al respecto, Santiago Duque aclara que el pirarucú es una especie relativamente sedentaria, con muchas poblaciones independientes, por lo cual “puede haber reducido sus poblaciones en algunos lagos por exceso de sobrepesca, pero realmente como especie no está en vía de extinción”.
Sin embargo, la presencia de pirarucú en los lagos de la Amazonía funciona como un indicador del estado de salubridad del ecosistema, algo que los biólogos llaman una «especie sombrilla». “Para que un ecosistema pueda soportar las biomasas debe haber muchos peces y unos peces que se comen a otros y hay una productividad natural, hay nutrientes, hay toda una escala favorable”, explica Duque.
En esto coincide Ricardo González, investigador del Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas SINCHI, quien alerta que, además de la sobrepesca, el pirarucú podría estar en riesgo por caza de las “especies forraje” de las que se alimenta y por el poblamiento de las orillas de las lagunas, que ha acabado con los “pepeaderos”, zonas en que los árboles producen el alimento para estos peces forraje. “Si hay comida para los peces forraje, detrás llegan los peces predadores como el pirarucú”, dice.
Los débiles ojos del Estado
Una mañana a finales de julio, viajamos a Leticia y nos encontramos con Daniela González y Luz Yolanda Cerón, las únicas dos funcionarias con las que la Aunap hace presencia en el departamento de Amazonas.
La Aunap se creó en 2011 para asumir funciones que habían desarrollado durante veinte años sus dos entidades antecesoras, el Instituto Nacional de los Recursos Naturales Renovables y del Ambiente (Inderena) y el Instituto Nacional de Pesca y Acuicultura (Inpa), y funciones repartidas en otros despachos, como el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder) y el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA). Su misión principal es ejecutar la política pesquera en el territorio colombiano y controlar y vigilar el uso de los recursos pesqueros del país.
Daniela González y Luz Yolanda Cerón, las únicas funcionarias de Aunap en Leticia. Foto: Alexander Campos Sandoval.
Esa mañana de julio, acompañamos a las dos funcionarias a visitar las bodegas de siete comercializadoras de pescado para verificar que el pirarucú que se vende en el mercado cumpla con las normas que rigen la venta de esta especie. Normalmente, estas inspecciones se realizan tras evaluar durante dos semanas el ingreso de mercancías a la ciudad, en conjunto con la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales (DIAN).
“Hace falta más personal de la Aunap para hacer ese control. Nosotros actualmente nos apoyamos de la Armada, la Policía Fluvial, Aeroportuaria, Ambiental y Carabineros”. A falta de estos organismos, la visita se limitó a llamados de atención para los comerciantes.
Aquella mañana, ni un solo ejemplar de pirarucú en las bodegas tenía el “lacre”, un sello que deben llevar atado a la boca los ejemplares que ingresen a Colombia desde Brasil para verificar su origen lícito. Este sello lo pone el Instituto de Desarrollo Sostenible Mamirauá, un centro de investigación financiado por el gobierno brasileño, encargado de gestionar y conservar los recursos naturales de dos reservas que suman más de tres millones de hectáreas en la Amazonía.
Este instituto, cuya sede de despacho se encuentra en la ciudad de Tefé, a 587 kilómetros en línea recta de Leticia, es un referente para la conservación de pirarucú y otros peces amazónicos. Con una gran participación de las comunidades ribereñas, el enfoque de la entidad ha contribuido a aumentar el inventario de peces en un 427 % desde 1999. Con ello, se ha logrado satisfacer la demanda local y la de poblaciones como Leticia y Puerto Nariño, en Colombia, sin amenazar la sostenibilidad de la especie.
En Leticia, Rubén Jaimes, propietario de la comercializadora El Pescador, aseguró que, según sus estimaciones, la pesca colombiana representa apenas entre un 2 % y un 5 % de los productos comercializados en esa ciudad, pues la mayor carga proviene de Brasil. Esto les permite a los vendedores y restaurantes abastecerse de pirarucú durante todo el año, incluso durante la veda, ya que esta solo aplica para la pesca en los lagos y ríos en territorio colombiano y no sobre el pescado que llega de ese país.
Jaimes advierte dos riesgos de esa dependencia: un eventual fortalecimiento del real —la moneda vecina— encarecería el valor de la carga; el segundo riesgo es que el aumento del consumo en los márgenes amazónicos del noreste brasileño podría disminuir las cargas hoy dispuestas al mercado colombiano. Ambos escenarios generarían mayor presión en la pesca del lado colombiano del Amazonas.
Las fuentes consultadas coincidieron en que, por la débil presencia institucional, los controles del comercio interfronterizo son insuficientes. “Allá [en Brasil] hay menos control y aquí con dos funcionarias es casi que imposible”, dijo Juan Carlos Bernal, ingeniero forestal de Corpoamazonia y exdirector territorial del Incoder.
Tan solo ochenta metros separan el puerto de Leticia de la plaza de mercado. Los pescadores llevan al hombro su carga para la venta sin registros ni preguntas. Ni allí, ni en la frontera terrestre con Tabatinga (Brasil), ni en el aeropuerto Alfredo Vásquez Cobo existen puestos de inspección. El día en que las acompañamos, las funcionarias no efectuaron decomisos, aunque entre las decenas de pirarucú que encontramos, un par violaba la norma de talla mínima. “Yo como funcionaria reconozco que hay falencia en cuanto a capacidad técnica para tanto movimiento de pescado”, afirmó Daniela González.
Plaza de Mercado de Leticia vista desde el puerto donde descargan los pescadores. Foto: Alexander Campos Sandoval.
A esto se suma que la Aunap no tiene oficina física en el departamento, por lo que la institución que vigila la pesca en los 110 kilómetros colombianos del río Amazonas existe donde sus funcionarias se encuentren. Su trabajo depende además de la oficina central en Bogotá, ya que, de las seis direcciones regionales que tiene la entidad, ninguna está dedicada exclusivamente a la Amazonía. Como explicó González, para hacer decomisos e imponer las sanciones que acarrea el incumplimiento de las normas sin poner en peligro su integridad, las funcionarias dependen del acompañamiento de la Policía o la Armada Nacional, que ya tienen otras responsabilidades en esta zona de triple frontera.
Consultamos al Comando de Policía del Amazonas sobre la articulación y coordinación de las instituciones estatales para estos controles, pero no fue posible obtener su respuesta.
Pirarucú en patarasca, preparación típica de la especie. Foto: Alexander Campos Sandoval.
La conservación del pez místico
A dos horas en lancha de Leticia, se encuentra Puerto Nariño, el segundo de los dos municipios que tiene el departamento de Amazonas. A la mañana siguiente de nuestra visita al mercado de Leticia con las funcionarias de la Aunap, desembarcamos en su muelle principal. El nombre del municipio en varios colores recibía a los turistas para que se tomaran fotografías con el río Amazonas de fondo, que en este punto alcanza aproximadamente un kilómetro de ancho. Al lado del letrero, había una estatua de un pirarucú de dos metros de alto y tres de largo.
Estatua de pirarucú sobre la llegada fluvial de Puerto Nariño. Foto: Alexander Campos Sandoval.
Hacía el mediodía, el calor golpeaba los caminos descubiertos junto al bosque. Allí nos reunimos con Lilia Java, representante del resguardo Ticoya, que agrupa autoridades de las etnias tikuna, cocama y yagua, las tres principales que viven en la zona. De acuerdo con Lilia, desde hace siglos el pirarucú ha sido una criatura mística para estos pueblos indígenas
“Para nosotros son lagos sagrados”, dijo Lilia. “Lagos bravos, como dicen nuestros abuelos, porque había muchos animales grandes y fuertes como los caimanes o el tigre del agua”, dice. No solo el pirarucú está allí, sino la madre del agua”.
La creciente rentabilidad de la pesca ha puesto a prueba el interés de las comunidades y el Estado para conservar la especie. El pescador recibe diez mil pesos por cada kilo de pirarucú, por lo que un solo espécimen adulto puede significar más o menos un salario mínimo colombiano. Este es un estímulo poderoso en un departamento con una incidencia de pobreza multidimensional de 25,7 % en 2021, según el DANE.
En los primeros años de la década del 2000, la Fundación Omacha reportó una reducción sostenida en talla y número de individuos de la especie en Lagos de Tarapoto, un complejo de humedales y reserva natural muy importante en la reproducción de peces y mamíferos como el manatí y el delfín de río. Las alertas de la Fundación fueron acogidas por la comunidad Ticoya que, entre 2008 y 2014, prohibió de manera permanente la pesca de la especie en el complejo de humedales.
Para garantizar que perdure la biodiversidad del ecosistema acuático, la comunidad Ticoya y la población de Puerto Nariño acordaron, además, un límite de explotación pesquera en Lagos de Tarapoto: máximo 10 sartas diarias, correspondientes a 20 kilos, sin sobrepasar 10 kilos de una sola especie. También se limitó la velocidad de circulación de las canoas para proteger el complejo de humedales.
Aunque los acuerdos continúan y la conservación poco a poco se vuelve la norma, Lilia Java aseguró que no es suficiente y que las infracciones nunca han cesado: “No es solo de regular y vigilar que se cumplan las vedas, sino que, ¿qué otro tipo de apoyos hay para que los pescadores dejen reposar por un tiempo estos lagos?”, dijo. “¿Qué programas o qué proyectos la Aunap tiene para apoyar en estos territorios? La presencia de ellos es importante porque son una institución del Estado. Si no están, ¿eso quiere decir que nosotros no somos Colombia?”.
Lilia Java, representante del resguardo Ticoya y coordinadora logística sede Amazonas Fundación Omacha. Foto: Alexander Campos Sandoval.
Algunas comunidades ven el ecoturismo como una opción para obtener recursos que les permitan detener la pesca para que los lagos descansen. En la reserva natural Wochine, cuyo nombre significa “ceiba” en lengua tikuna, los turistas pagan una entrada de diez mil pesos para ver las tortugas aferradas a hojas de nenúfar, apreciar el rostro de un dragón en las arawanas (Osteoglossum bicirrhosum) y, finalmente, la atracción principal: Quintina, un pirarucú libre y sin peligro de ser cazado, que sale del fondo del humedal para atacar bocados de vísceras de pollo que le lanzan para atraerlo.
“Vale más un pirarucú vivo que uno muerto”, dijo Lilia Java. “¿Qué es más rentable para usted? ¿sacar ese pirarucú, esa madre con todas las crías, vas y los vendes y tienes un millón de pesos por un mes? ¿O tienes ese nido y llevas 5, 10, 15, 20 turistas, 30 turistas en un mes, que no te va a dar un millón de pesos, sino posiblemente pueda ser el doble? ¿Qué te da más dinero o que te va a ayudar más, un pirarucú muerto o un pirarucú vivo?”, preguntó.
Además de los acuerdos de pesca y del aprovechamiento económico del pirarucú a través del turismo, Ricardo González del Instituto SINCHI cree que el desarrollo de la piscicultura es “la respuesta lógica” ante la reducción de las poblaciones de peces en hábitats naturales y el aumento del consumo humano.
Como entidad adscrita al Ministerio de Medio Ambiente, el Instituto SINCHI ha sido el encargado de hacer los estudios de viabilidad para el cultivo de peces en el departamento de Amazonas, con base en criterios técnicos, ambientales y económicos. “Todo el mundo nos pregunta por el pirarucú, pero no damos todavía la viabilidad porque en las otras especies ya le podemos decir ‘usted invierte tanto y su rentabilidad es tanto’, a los costos de Leticia y de Puerto Nariño. Pero con el pirarucú no, todavía está azaroso”, nos explicó González.
Esa incógnita se debe principalmente a los costos y dificultades logísticas para llevar el alimento concentrado, que es producido en zonas distantes de Perú, Brasil y el interior de Colombia; y para transportar el pescado de forma expedita al resto del país, pues la única conexión es por vía aérea hacia Bogotá. Por ello, las iniciativas para cultivar el pirarucú en Leticia y Puerto Nariño se encuentran todavía en fase experimental.
La piscicultura en el Caquetá
En la región de Florencia, la capital del Caquetá, los obstáculos para el cultivo del pirarucú parecen estar resueltos. En los últimos años, este departamento se ha posicionado como epicentro del cultivo de este pez en el país. Su capital, ubicada en el piedemonte amazónico, en las estribaciones de la cordillera oriental, está conectada por carretera con el resto de Colombia, lo que facilita la comercialización.
El primer ejemplar de pirarucú llegó a Florencia a finales de la década de 1980 de la mano de Hugo Franco, padre del biólogo Hugo Hernán Franco, uno de los principales piscicultores del departamento en la actualidad.
“Comenzamos desde cero”, nos dijo una tarde soleada de agosto mientras servía una taza de café orgánico, una de sus grandes pasiones junto a los peces y los caballos. Hijo de una familia ganadera, Hugo tuvo que salir de la región debido a la delicada situación de orden público que se vivía en la década de 1970. Una de sus paradas fue en los Llanos Orientales, donde conoció a Gregory Nielsen, un empresario estadounidense precursor del cultivo de cachama y de la piscicultura comercial en el país.
Hugo Franco, precursor de la piscicultura en Florencia, nos muestra un pirarucú que lleva tatuado en su brazo. Foto: Miguel González Palacios.
Luego de trabajar varios años con él, Hugo regresó a Florencia a comienzos de la década de 1990 con la intención de replicar esta experiencia con otras especies amazónicas. Para ello, trajo en un avión desde Leticia el primer alevino de pirarucú. Tardó casi 10 años para recrear exitosamente en cautiverio las condiciones del medio natural que permiten que un ejemplar alcance la madurez sexual, encuentre una hembra y logre aparearse: estanques con un tamaño y acondicionamiento adecuados, temperatura estable mayor a 26° a lo largo del año y alimentación con peces forrajeros vivos.
Hoy, más de 20 años después de la primera cosecha, su empresa, Piscícola Pirarucú, produce y comercializa alevinos de nueve especies de peces y vende pirarucú fresco a algunos restaurantes exclusivos de Bogotá y Medellín, entre los que se encuentra Leo, de Leonor Espinosa, galardonada recientemente como una de las mejores chefs del mundo.
“Es algo exótico en el interior y eso hace que tenga un valor agregado”, dijo Hugo Hernán. Según él, lo que hace atractivo el cultivo de esta especie no es el consumo masivo, sino su posicionamiento en un nicho de mercado gourmet, de ingresos medios y altos. Según sus cálculos, de los cerca de 8 millones de alevinos que vendió la empresa en 2021, solo el 1 % fue de pirarucú. Un alevino se vende por 20.000 pesos, diez veces más de lo que cuesta un alevino de cachama. Y, dependiendo de la presentación, un kilogramo de carne de pirarucú puede llegar hasta los 70.000 pesos, mientras que uno de cachama se vende en promedio a 8.000 pesos.
De acuerdo con las cifras más recientes de la Aunap, en 2020 la producción de pirarucú fue de 18,39 toneladas, lo que equivale al 0,01 % de la producción acuícola nacional. En contraste, la producción de tilapia, cachama y trucha, las tres especies más producidas del país, representó el 58, 16 y 19 % del total, respectivamente.
Piscícola El Rincón es otro de los proyectos de cultivo de pirarucú que son referencia en la zona. En medio de una tarde de intensa lluvia amazónica, nos encontramos con Gustavo Hermida, gerente y uno de los socios fundadores.
Como en muchas familias ganaderas, Gustavo conocía la especie por su uso ornamental en los estanques de las fincas donde se almacenaba agua para la temporada seca. En 2016, luego de estudiar Ingeniería Civil en Bogotá y de trabajar varios años fuera de Florencia, Gustavo regresó a su tierra natal y comenzó a buscar oportunidades de negocio junto a algunos amigos de la infancia. Fue así como entraron en contacto con la Amazon International Trade Zone (AITZ), una empresa de capital caqueteño que desde 2009 había incursionado en el cultivo de pirarucú con la asesoría técnica de la familia Franco.
Gracias al impulso de la AITZ y al apoyo de la Asociación de Acuicultores del Caquetá (Acuica), Gustavo y sus socios tuvieron éxito con la primera cosecha, pero pronto encontraron un nuevo problema: el pirarucú era una especie prácticamente desconocida y con un mercado local limitado. Esto los llevó a buscar clientes en el interior del país, especialmente en Bogotá. Hoy son proveedores de restaurantes como Wok y el Grupo Takami y de establecimientos en ciudades intermedias como Neiva e Ibagué.
Tras un largo proceso de ensayo y error, Gustavo y sus socios determinaron que el punto ideal de sacrificio de un ejemplar es cuando alcanza 12 kilogramos, que normalmente es cuando tiene entre 12 y 18 meses de edad y una longitud de alrededor de 1,60 metros. A partir de este punto baja la rentabilidad por ejemplar, pues la tasa de crecimiento anual se reduce y los costos mensuales de alimentarlo siguen en aumento. El precio promedio de venta es de 35.000 pesos por kilogramo, lo que les deja una utilidad del 10 %. La mayoría de sus clientes lo compran fresco, sin vísceras y con escamas.
Ejemplar de pirarucú recién capturado en el punto ideal de sacrificio en la Piscícola El Rincón. Foto: Miguel González Palacios.
Tanto Gustavo Hermida como Hugo Hernán Franco son optimistas sobre el futuro del negocio del pirarucú y creen que este dependerá de la expansión del consumo dentro de su mercado nicho, pero sin llegar a masificarse. Sin embargo, a Franco le preocupa que en algún momento se levante la restricción para cultivarlo por fuera de la cuenca amazónica, lo que abriría la puerta a que se produzca en departamentos como Huila, Tolima y Meta, donde existen grandes industrias piscícolas que podrían cultivarlo a un menor costo.
Una amenaza mucho más inmediata para la sostenibilidad del negocio y de la especie en cautiverio es el cambio climático. Como explica Hugo Hernán Franco, el pirarucú necesita estímulos ambientales para llegar a la madurez reproductiva y su proceso de reproducción se da en las primeras semanas después del inicio de la temporada de lluvias, “pero si hay anomalías en el ambiente, eso los afecta”.
Eso es precisamente lo que está sucediendo. Según Gustavo Hermida, 2018 y 2019 fueron dos años muy lluviosos. “No hubo un verano marcado, entonces no hubo reproducción”, dijo. “En 2019 se agotaron las especies que dan para sacrificio, en el Caquetá prácticamente no hubo reproducción en esos dos años”.
El efecto de la crisis climática sobre los estanques piscícolas de Caquetá demuestra que, pese a sus buenas proyecciones, la producción regulada de pirarucú no está garantizada en Colombia. Este hecho, sumado a la alta demanda de la especie en el trapecio amazónico, sugiere la importancia de fortalecer la vigilancia estatal, de modo que se cumplan con mayor rigor la veda y acuerdos de pesca como los de los Lagos de Tarapoto.
Esta investigación hace parte de la tercera edición del especial periodístico ‘Historias en clave verde’, resultado la formación ‘CdR/Lab Periodismo colaborativo para narrar e investigar conflictos socioambientales’, que se realizó en el Amazonas por Consejo de Redacción (CdR), gracias al apoyo de la DW Akademie y la Agencia de Cooperación Alemana, como parte de la alianza Ríos Voladores.