La cita con el “libre de todos los colores” es a la una en punto. Nos espera en la alcaldía de El Carmen de Bolívar. Mientras camino junto a Gustavo González Geraldino, mi compañero de viaje, desde el barrio Bureche hacia el parque central, la historia de la violencia en la región de los Montes de María, esa sobre la que hemos conversado por su tesis doctoral, pasa por mi cabeza. No dejo de pensar en los relatos, informes y hechos narrados en recortes de prensa: incursiones, enfrentamientos, bombardeos, masacres. Mi mente divaga específicamente hasta el 26 de noviembre de 1996, en la vereda Roma, cuando los paramilitares sacaron de sus casas a tres campesinos y los degollaron.
“¡Darío! ¡Eres tú!”. El grito de Gustavo me saca de las divagaciones, estamos a punto de llegar a la plaza y entre el ruido de los mofles, el cuchicheo de las personas y el rugir de los equipos de sonido tipo “picó”, se escucha un golpeteo de herraduras; un caballo blanco avanza hacia nosotros. Su jinete es Darío Medina Hernández, un hombre gay que fue presidente municipal de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos de Colombia, ANUC, entre 1995 y 1997, y que, a sus 71 años, aún continúa influyendo en los liderazgos campesinos y diversos de su municipio.
Darío, el jinete y su caballo blanco. Fotografía: Liliana López.
Cuando llega a nuestro encuentro, Darío, quien viste de jean, camisa de cuadros rosa y blanco, abarcas, mochila y una gorra azul de la que sobresale su cabello canoso y rizado, se detiene a mirarnos; entonces, Gustavo apura a decirle: “¡Somos nosotros!, los que te vamos a entrevistar”. Con un gesto grandilocuente, Darío gira las riendas para dar vuelta y llamar unas motos que nos llevarán a su casa. Lo seguimos por las calles sin pavimentar y luego cruzamos un puente sobre el que el galopar de su caballo se siente con más fuerza. Hemos salido de la zona urbana de El Carmen y ahora recorremos un paisaje rural por una carretera inclinada. Mientras nuestros rocinantes de hierro surcan la trocha con dificultad, el conductor de la motocicleta en que viajo, refiriéndose al estado de la carretera, musita: “Ahora está buena, cuando llueve es imposible”.
Pero no le presto mucha atención porque de nuevo mi mente ha dado un salto en el tiempo recordando otro hecho de violencia ocurrido en esta región: la masacre de El Salado, el 23 de marzo de 1997, cuando cincuenta miembros del Bloque Norte de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) llegaron al corregimiento y, lista en mano, llamaron a tres persona: Doris Mariela Torres, profesora y líder comunitaria; Néstor Arrieta, habitante de El Salado; y Álvaro Pérez, presidente de la Junta de Acción Comunal, a quienes ejecutaron delante de todo el pueblo. Ese día los paramilitares también asesinaron a José Domínguez y a su hijo, Ender, cuando intentaron defender a doña Doris, según la publicación ‘Masacre de El Salado 1997’ del portal Rutas del Conflicto.
Cuando llegamos al portón de la parcela de Darío, ubicada en la vereda La Candelaria de El Carmen de Bolívar, las flores de la entrada, el verde de las montañas y lo pequeño que se ve a lo lejos el casco urbano, me sorprenden. Gustavo, quien además de ser biólogo, investigador social y amigo de Darío, es oriundo de El Carmen y conocedor de estas tierras y de su historia, me dice: “¡Oye las mariposas! ¿Las conoces? Esas son las que suenan así. Lo vistoso de las mariposas siempre son los colores, pero estas tienen una particularidad: son blancas con gris para camuflarse en los árboles. El árbol que abunda en esta zona y que está a la entrada de la parcela es un ‘indio encuero’, Bursera simaruba. Su particularidad es que la corteza se le cae a cada tanto como un mecanismo de defensa”, me explica Gustavo. Tras escucharlo, me percato de algo: aquí empieza realmente esta historia, la del hombre gay, oriundo de los Montes de María en el departamento de Bolívar, líder campesino de la ANUC, carnavalero, flor silvestre, amante de los caballos, solidario que, como este “indio” del bosque seco, ha mudado varias veces su piel a lo largo de la vida.
Nací en El Carmen de Bolívar el 2 de diciembre de 1949, cuando Gaitán”, inicia Darío, ya acomodado en su casa, dando a entender que nació con la guerra partidista entre liberales y conservadores, con el inicio del periodo más violento que ha tenido Colombia a partir del magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán en 1948. El campesino arranca su historia mientras nos pregunta si tomamos tinto, al tiempo que camina por los pisos de madera de su hogar, entrando a la cocina y saliendo, termo y pocillos en mano, a la mesa de comedor en la que nos sentamos y desde donde la vista se pierde en el horizonte. Estamos sobre la cima de un cerro, a nuestro alrededor perros, árboles, pájaros, flores. “Yo vivo aquí en La Candelaria, sabroso, contento y feliz a mis 71 años”, dice, mientras se sienta de espaldas a la inmensidad y nos sirve un tinto macho, sin azúcar.
El tinto macho. Fotografía: Gustavo González.
“Desde niño supe que era gay, de raza pura, por los Medina y los Hernández, pero en mi familia nadie lo aceptaba. Cuando ya fui mayorcito, se los dije, lo hice público, quedaron fríos. Ya en el pueblo se murmuraba.
Ellos querían que yo se los ratificara. Inclusive me iban a desterrar, a mandarme para Estados Unidos. Mi familia era prestante, dueña de farmacias, fincas, tractores, carros, socios de club, por eso me fui del pueblo cuando joven, en el 67. Anduve por Pasto, Medellín, Cali, Puerto Asís, Cartagena, allá viví mi sexualidad, hice mi vida como la quería, acá en El Carmen no podía, por mi familia, primero estaba mi madre que el placer.
Antes de irme yo aprendí a trabajar con mis tíos, sembrábamos algodón, ellos tenían ganado, cultivos de millo, sorgo. Yo era el que atendía la finca, el que negociaba; no me gustaba estudiar, pero me dedicaba a eso, al trabajo del campo, así lo hice siempre. Con los tractores araba la tierra de los campesinos para sembrarles el tabaco. Regresé a El Carmen cuando tenía 30 años, no podía olvidar mi pueblo, esto es bello aquí, es lindo, y para venir a criar a mi hijo, a educarlo. Así es. Tengo un hijo, seis nietos y tres bisnietos. Lo tuve porque yo me sentía mal. Dije, le voy a demostrar a mi mamá que yo soy hombre, yo nunca convení de que era mujer. Soy hombre, me enamoré, ella se enamoró de mí y nos fuimos para Medellín y tuve mi hijo. Cuando regresamos a estas tierras nos separamos, pero seguimos siendo amigos hasta el día de su muerte, ella sabía mi problema. Llegué en la década del ochenta, a finales, regresé ilusionado para seguir trabajando en la tierra, pero ya mi familia no tenía nada, habían vendido. Ahí fue cuando me integré al grupo de campesinos, a la lucha que estaba liderando la asociación de campesinos, la ANUC”, cuenta Darío.
La Asociación Nacional de Usuarios Campesinos de Colombia, ANUC, es una organización que desde la década del sesenta tuvo presencia en más de 850 municipios y 28 departamentos de Colombia, según registros de la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas. Lo que comenzó como una iniciativa gubernamental del presidente Alberto Lleras Camargo (1958-1962), transmutó hacia una organización independiente tanto del gobierno como de los partidos tradicionales, que les hizo contrapeso a las dinámicas de terratenientes y latifundistas que se opusieron a bala y sangre a la reforma agraria. Así, a través de la promulgación del Mandato Campesino en Tolú, Sucre, se inició un proceso de invasiones de tierra en todo el país, donde solo hasta 1975 se habían contabilizado 984 predios invadidos, cuenta Richard May Cabrera en “Reflexiones sobre la historia de la ANUC”.
Ilustración 1. Autor: Gustavo González. Tesis doctoral, doctorado ciudadanía y derechos humanos. Sin publicar.
En su texto “Los Montes de María como heterotopía”, Gustavo expresa cómo, en su trayectoria, los líderes y lideresas de la ANUC resistieron en varios momentos los embates de la violencia en Colombia: en la década de los setenta resistieron el exterminio del grupo “La mano negra”, una alianza entre políticos y terratenientes; en los ochenta, la persecución y tortura por parte de las fuerzas militares que tenían autonomía en su accionar amparados en el Estatuto de Seguridad del entonces presidente Julio César Turbay; y entre los noventa y la primera década del 2000, el accionar de todos los actores armados del conflicto, especialmente de los paramilitares.
El liderazgo de Darío se da justo en esta época de cruce de violencia paramilitar, estatal, contrainsurgente e insurgente en el territorio de los Montes de María, reconocido como un espacio simbólico del conflicto por el acceso a la tierra dada su posición estratégica en el Caribe colombiano. En este contexto, el “libre de todos los colores”, como Gustavo describe a personajes como Darío en su tesis doctoral, representa tres identidades abyectas: ser homosexual, ser campesino y ser líder en una zona de alta conflictividad donde los liderazgos suelen estar amenazados. Todo esto en una época particular: finales de los noventa y comienzos del nuevo siglo, por lo que la pregunta que cruza mi mente es cómo un campesino gay llegó a ser presidente de la ANUC en estas tierras, donde se adoptó la línea más radical de esta organización: la de Sincelejo.
“En la asociación todo el mundo sabía que yo era gay. Sin embargo, un señor del interior, de bigote, Rito, señaló que la ANUC no quería homosexuales. Fue en una reunión departamental, delante de todo el mundo. En ese momento me levanté. De ahí me propuse probarle que además de ser miembro de la asociación, iba a ser su presidente, y me iba a ganar el respaldo de la gente porque era claro que yo no iba a pensar con el jopo, perdónenme la palabra, sino con la cabeza. Caminando de predio en predio empecé a hacer la campaña. Sobre todo, por la parte de abajo en donde sembrábamos el algodón. Desde un principio me hice respetar. Me gané mi credibilidad. Tenía renombre, si alguien quería meterse conmigo yo le respondía como la pintaba: puño, cuchillo, como quisiera; mira, tengo aquí dos heridas”, cuenta Darío mientras señala rápidamente, con sus manos fuertes y curtidas por el sol, una parte de su torso delgado.
“Así me hice el nombre, hablando en las reuniones, mostrando que tengo mis defectos, pero, sobre todo, con la honradez. Cumples lo que prometes. Fui el último presidente de la ANUC de El Carmen de Bolívar. Fue en el 95, recuperamos tierras por todo ese sector de Bonito, Caravajal, Verdún, Mala Noche, Agua Dulce. La guerra comenzó duro aquí cuando eso”, expresa Darío.
El trabajo de la ANUC en la subregión de los Montes de María, entre los departamentos de Sucre y Bolívar, estuvo ligado no solo a la recuperación de predios, sino también al desarrollo de infraestructura comunitaria como centros de salud, viviendas y escuelas, proyectos productivos y de capacitación, así como a procesos políticos y de organización de base social en defensa del campesinado, y de resistencia civil a la violencia paramilitar y estatal que se incrementó para finales de la década del noventa, especialmente en los territorios mencionados por Darío, conocidos como la zona baja de El Carmen de Bolívar, un territorio que aún hoy es epicentro de tensiones y violencias, debido a que comunica al Caribe colombiano y el río Magdalena con el interior del país.
La lucha campesina en territorios de vida y muerte
“¿Quién sabría dónde quedan El Salado o Chengue si no hubiese pasado una masacre?”, pregunta Gustavo mientras Darío entra a la cocina a buscar más tinto, y continúa: “Los Montes de María no existían en el panorama nacional, aparecen en el espacio geográfico de Colombia cuando se convierten en una zona roja. Se hacen visibles cuando ocurre una tragedia. Toman vida cuando hay asesinatos. En estas tierras los paramilitares utilizaron las masacres como su firma para dar cuenta de su presencia en la región; entre 1996 y 2004 ocurrieron 112 masacres”.
Según datos de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento, Codhes, presentados en el informe Los Montes de María bajo fuego, publicado en marzo del 2020, entre 1996 y 2004 ocurrieron en esta región “más de 3919 asesinatos, 772 secuestros, 8 tomas guerrilleras a municipios, y un total de 153 734 personas fueron desplazadas”. Pobladores, campesinos, líderes y dirigentes sufrieron los embates de la guerra que se vivió en las múltiples trochas y caminos que surcan el cuerpo de estas montañas.
“A mí vinieron a matarme aquí dos veces los paracos, ellos sabían que yo era un líder campesino, estaban matando gente. Juan Báez, un político que iba con los pobres, aspirante a la alcaldía de El Carmen, fue el que me contó a mí: ‘Compañero Medina, cuídese que lo van a matar, está en lista’. Él fue el que me previno, yo me salvé de vaina. Por eso ese día no vine, me quedé donde mi mamá y preciso vinieron por la noche. A él, a Juan, lo desaparecieron. De ahí me fui desplazado hacia Cartagena, a vender pescado entre la Boquilla y Boquillita”, cuenta Darío, al tiempo que Fernando González, un hombre de barba blanca y ojos profundos, se acerca por mi espalda y saluda.
Fernando González. Amigo e inquilino de Darío. Fotografía: Gustavo González.
El señor, amigo e inquilino de Darío, acerca una silla verde, toma asiento, nos observa y comenta: “Eso fue cuando acá esto estaba de verdá, verdá, fuerte, todos los días mataban a alguien, de a dos, de a tres, en los barrios y en el campo, ahí fue cuando mataron a Jesu, mi hermano, hace 21 años. Desde esa época mi mamá carga un sufrimiento, más nunca se le ha quitado a esa pobre señora. A sus 86 años se acuerda de él; cuando nos reunimos todos, es peor”, dice como arrastrando la voz, con los ojos perdidos entre las matas de maíz que brillan con el sol del atardecer.
El sonido de las gallinas me aparta del relato y comienzo a recordar lo que durante días y noches he conversado con Gustavo. Estamos en un espacio vacío, en una zona gris, en esa Colombia profunda, agraria, donde los campesinos, hombres y mujeres, han sido hostigados, excluidos, olvidados, explotados, asesinados y desplazados por unos y otros: militares, políticos, terratenientes, actores armados, narcotraficantes. Un territorio que desde antes de la Colonia es tierra de libres, arrochelados y abyectos que desde siempre han estado al margen, en la periferia, en zonas de entrada y salida, de vida y muerte.
“Al presidente de la otra organización campesina, a Manolo, a Héctor, a Álvaro, mis compañeros de la ANUC de Bolívar, los mataron o desaparecieron”, acota Darío, como dejando testimonio de lo que ocurrió en este territorio a mediados de los noventa, cuando los hombres y mujeres que pertenecían a organizaciones populares, cívicas, campesinas, sindicales o políticas, que se oponían a las prácticas de violación sistemática de los derechos humanos, fueron reprimidos, perseguidos, desplazados, desaparecidos o asesinados.
A partir de 1995, año en que Darío se posesionó como presidente de la ANUC en El Carmen de Bolívar, la violencia en los Montes de María y en la región Caribe se incrementó como resultado del fortalecimiento de la “lucha contrainsurgente”, encarnada en la figura de las Cooperativas de Vigilancia y Seguridad Privada, Convivir, que, en el contexto del estado de conmoción interior decretado por el expresidente Ernesto Samper, transitaron hacia grupos paramilitares, lo que derivó en la posterior entrada de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá a los Montes de María entre 1996 y 1997.
En ese contexto, campesinos, pobladores y líderes de la ANUC siguieron cayendo. En 1999 fue asesinado Antonio Ferradanes García, presidente y vicepresidente de la Ciudadela de la Paz de San Juan Nepomuceno, Bolívar, y dirigente de la ANUC; ese mismo año, el 5 de abril, Héctor Rivas Fontalvo, dirigente de CORPADEC, y Álvaro García, ambos militantes del Partido Revolucionario de los Trabajadores, PRT, fueron asesinados.
A Héctor Rivas lo recuerda Darío de manera especial porque fue el gestor de la Ciudadela de la Paz en El Carmen de Bolívar, un proyecto que benefició con vivienda propia a 125 familias del municipio, y que él mismo apoyó desde su liderazgo en la ANUC. “Para la época en la que Rivas avanzó en la construcción de la ciudadela, en el marco del proceso de reinserción del PRT, me dijeron: ‘¡Medina, ven!, ¿cuál es tu casa?’ Yo dije: no. A mí no me den nada, yo tengo dónde vivir. Dénsela a alguien que la necesite, yo ya tengo mi parcela. ¿Para qué quiero dos casas? La honradez de la que te hablé, Lili”, dice Darío, reafirmando sus palabras con un gesto.
Además de la honradez, la solidaridad es otra de las cualidades de Darío; justamente, esta casa de madera donde estamos reunidos se siente como un espacio de libertad, de refugio, de amistad. Darío ha ido vendiendo lotes de su parcela a personas que así lo han requerido, por ejemplo, a una familia de desplazados de Capaca, corregimiento de Zambrano, donde el 16 de agosto de 1999 integrantes del bloque paramilitar Héroes de los Montes de María asesinaron a 18 personas; o al señor Fernando, a quien conoce desde los años sesenta, época en la que ambos trabajaban en Agua Dulce en los cultivos de algodón. “Yo a Darío tengo tiempo de estarlo conociendo, cuando Darío era un joven y yo también. Pero la amistad fue ya después, y ahora el 18 de noviembre voy a tener ya 5 años de estar aquí. Yo siembro y tengo unos animales, él me arrienda, ni peleamos, ni un carajo, estamos felices, ¿sí o no, ‘Daro’?”, pregunta Fernando.
La casa amarilla. Fotografía: Liliana López.
El retorno: lucha política y carnaval
Cambiando bruscamente de tema, Darío dice: “Bueno, ahora sí les voy a mostrar unas fotos que tengo por allá”. Se levanta de la silla blanca como dando un salto, entra a la casa, se escucha el mover de corotos, y regresa con una cartera de cuero desgastado entre las manos. “Cuando llegué, después de vivir desplazado por la violencia, ya mi mamá había muerto. Ahí empecé a transformarme para carnavales, antes no porque nunca permití que mi mamá me viera. Me montaba en carrozas con peluca, tetas, tacón, maquillaje, todo. Toda una mujer, bien fina, bien elegante, divina. Fui Shakira, Flor Silvestre, india, múltiples personajes que creé yo mismo. La gente se alocaba cuando me veía, aplausos y ovaciones eran lo mínimo”, cuenta mientras va sacando las fotos una tras otra.
En mi cabeza surgen los estereotipos, es difícil ver la amalgama entre el campesino, el líder, el gay. Durante los carnavales Darío cuenta que transgredía las normas de lo establecido para ser otros, pero en especial, otras. El resto del año recorría veredas y parcelas en una lucha histórica por la defensa de la tierra. Las imágenes se traslapan sobre la mesa y la historia toma un rumbo interesante. Frente a mis ojos surge el “libre de todos los colores”, el espectro de personajes que año tras año ha encarnado Darío y que ahora está ahí, sentado en frente de mí, siendo este hombre libre y feliz. Este líder continúa activo en la lucha por la defensa de los derechos de las y los campesinos de El Carmen de Bolívar, ahora con un acercamiento más claro al enfoque diferencial de género, siendo parte de la Mesa Campesina de los Montes de María y de la Mesa Agraria e Interinstitucional de Bolívar.
“De la etapa de los noventa como líder campesino me queda el ‘don’, el respeto en el pueblo. Mi sueño era que cuando me ajuiciara, a mí me dijeran ‘don’, y eso lo conseguí. En el pueblo entero y en todas partes me lo dicen, porque me gané ese puesto. Ahora soy más libre que antes. El amor lo tengo en mi familia, mis amigos y mis caballos.
Mira, mija, yo me considero una reina, hecha y derecha, ahora más porque nos apoyan, hay organizaciones de jóvenes LGBTI, yo tengo charlas con ellos y siempre les digo, vengo aquí porque soy feliz, soy quien soy y por eso me respetan.
En el 2015 la Fundación Leopoldo Lascarro Batista me hizo un homenaje por lo que represento para las nuevas generaciones. Eso es lo que hay que hacer. En vida hay que hacer estos homenajes, ¿para qué carajo quiero yo algo después de muerto?”, expresa Darío, mientras al fondo un gallo empieza a cantar como anunciando el fin de nuestra conversación.
La placa que recibió Darío en homenaje por su lucha. Fotografía: Liliana López.
Los perros se alborotan con el cacareo, un caballo relincha y una brisa fresca con olor a lluvia recorre mi piel. Darío nos acompaña hasta el portón de salida. Gustavo y yo nos despedimos: “Hasta luego, don Darío”. Él nos contesta: “Ya pueden decirme ‘Dari’”. Mientras camino, en mi cabeza suena El papalote, una canción de Silvio Rodríguez que Gustavo me recordó días atrás y que versa: “pobre del que pensó, pobre de toda aquella gente, que el día más importante de tu existencia fue el de tu muerte”. La historia del libre de todos los colores me recuerda a otros hombres y mujeres, campesinos, profesoras, estudiantes, seres imprescindibles que la violencia arrancó de la tierra, y me hace pensar que, como Darío, muchos líderes y lideresas sobreviven en un país en el que te haces noticia el día de tu muerte.
*Agradecimientos especiales al señor Darío Medina por su lucha incansable, su libertad, por abrirnos las puertas de su casa y la historia de su vida. Gracias, Gustavo, por presentarme a Darío y por embarcarte en este proyecto con la investigación y recolección de datos e información. También a Consejo de Redacción por abrir espacios de formación que contribuyen a la construcción de la memoria histórica desde el periodismo, y a El Comején por recordarme mi amor por escribir historias.
Esta historia forma parte del especial periodístico ‘Memorias en resistencia’, resultado de la formación virtual ‘CdR/Lab Cómo investigar y narrar la memoria histórica del conflicto’ de Consejo de Redacción (CdR), gracias al apoyo del Servicio Civil para la Paz de Agiamondo en Colombia.