Durante más de diez años, Rosa Rodríguez buscó a quien ella recuerda como su hijo Jorge Armando Cabanzo Rodríguez, después de que las Autodefensas Campesinas de Puerto Boyacá lo desaparecieran en 2002. Fotografía: Julián David García Murcia.
Rosa Rodríguez ya no pasea tan seguido por las calles de Puerto Boyacá, ya no frecuenta tanto a sus amigas, y ha dejado de lado su labor como líder de víctimas. Es una tarde de enero y camina elegante por el pueblo, fresca como la mañana. De repente se detiene y dice: “Vea, ahí en el andén de esa casa fue de donde se llevaron a mi hijo”. Quizá la escena ha pasado infinidad de veces por su cabeza; al igual que ella, muchos han especulado sobre lo ocurrido esa madrugada. Quizá Rosa hubiera querido estar allí ese día para evitarlo todo. El 12 de enero de 2002, de acuerdo con las versiones que ha podido recoger con el paso del tiempo, un joven fue a buscar a su hijo al prostíbulo donde trabajaba, y se lo llevó con engaños. Desde ese momento, nadie volvió a verlo.
Rosa ha decidido recordar a su hijo por el nombre con el que fue registrado: Jorge Armando Cabanzo Rodríguez. Siempre habla de él en masculino, aunque para cuando desapareció ya había decidido llamarse Mama Mía, mujer transexual de 19 años, víctima de la violencia paramilitar. “Lo desaparecieron por medio de otra amistad que fue y lo recogió; según me contaron de tanta historia que he hablado (…), él estaba en el prostíbulo, estaba esperando que se llenara la alberca para lavar la ropa”, asegura Rosa, y agrega que los paramilitares se lo llevaron cerca de las dos y cuarto de la mañana para la zona de Caracolí, “como a cuatro cuadras del establecimiento donde trabajaba”.
Mama Mía laboraba en uno de los prostíbulos del pueblo, lavaba ropa, cocinaba y ayudaba a administrar el negocio. Esa noche, una de las hijas adoptivas de Rosa llamó a su madre para preguntarle si Mama Mía estaba visitándola. Rosa, en medio de su angustia y su confusión, le dijo que no sabía nada, y se vistió para salir a buscarla, una tarea infructífera que duraría años.
Para el momento en que ocurrieron los hechos, en esta casa estaba ubicado el bar El Venado de Oro. Allí estaba Mama Mía la última vez que la vieron con vida. Fotografía: Julián David García.
Conforme a la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Bogotá, los responsables de la desaparición forzada de Mama Mía fueron las Autodefensas Campesinas de Puerto Boyacá (ACPB), comandadas desde 1994 por Arnubio Triana Mahecha, alias Botalón. Este grupo armado, que, según Verdad Abierta, estaba compuesto por 742 hombres cuando se desmovilizó el 28 de enero de 2006, fue la herencia de la estructura paramilitar que lideraron Gonzalo y Henry de Jesús Pérez en los años 80.
El portal web explica que después de la muerte de ambos, Luis Antonio Meneses (alias Ariel Otero y exoficial del Ejército) asumió la comandancia de esa estructura hasta su primera desmovilización, en 1991. Botalón formó parte de esta organización en su etapa inicial y a mediados de los 90 reorganizó a sus hombres para tomar el control de Puerto Boyacá y otros municipios de Santander, como Cimitarra, Puerto Parra, Landázuri, Bolívar, El Peñón, El Carmen y San Vicente de Chucurí.
De acuerdo con el informe ‘Ser marica en medio del conflicto armado: memorias de sectores LGBT en el Magdalena Medio’, del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), Eulises Lozano Cortés, alías Taylor, declaró ante Justica y Paz que, luego de que Mama Mía fuera raptada por los hombres de Botalón, alias Porozo la llevó hasta el sitio conocido como los transmisores y allí la asesinó con un arma de fuego, luego la desmembró y arrojó sus restos al río Magdalena. Después de haber conocido el relato de los paramilitares, a Rosa la invadió la impotencia. “Seguro que yo hubiera pensado en ir a buscar a los transmisores, allá lo hubiera encontrado y me hubiera hecho hasta matar. Pero bueno, todo eso se lo dejo a mi Dios, ya qué más puedo hacer (…) Fue un calvario para él; yo no me canso de pensar en todo lo que le hicieron”, asegura.
Sobre el crimen, la Fiscalía estableció que fue ordenado por Ómar Egidio Carmona Tamayo, alias Carlos Arenas, y Juan Evangelista Cadena, alias Germán, comandantes del frente urbano de las ACPB. El 16 de diciembre de 2014, la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Bogotá emitió sentencia parcial contra varios de los sospechosos por estos hechos, entre ellos alias Arenas y alias Germán. A pesar de que los paramilitares responsables del delito de Mama Mía aseguraron que a la mujer trans la habían asesinado por el expendio de sustancias alucinógenas, el documento del CNMH sostiene que esto no se pudo demostrar en el proceso.
Desde que inició su búsqueda por la verdad y la justicia, Rosa Rodríguez tiene una carpeta con todos los documentos del proceso sobre el secuestro, desmembramiento y desaparición forzada de quien se identificaba como Mama Mía. Fotografía: Julián David García Murcia.
Rosa Rodríguez sabe que su hijo no era un jíbaro: “Él prefería irse a lavar un reguero de ropa para ganarse un plato de comida, no como ellos decían que él vendía vicio para poder vivir (…). Lo mataron fue por ser gay, porque yo sí se los he recalcado a ellos siempre, se los he recalcado a ellos en la cara”.
Rosa Rodríguez tuvo que esperar más de diez años para saber la verdad, pues los paramilitares confesaron en 2013, y en 2014 el Tribunal Superior de Bogotá emitió el fallo. El dictamen le dio la certeza más importante sobre la memoria de Mama Mía. El CNMH dice sobre ello: “Esta sentencia constituye un fallo histórico por ser la primera que reconoce crímenes cometidos por los paramilitares en contra de personas LGBT, quienes fueron violentadas en virtud de su identidad de género o su orientación sexual, no normativas”.
La desaparición de Mama Mía no fue un hecho aislado en medio del conflicto librado en el Magdalena Medio. Según el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica, los actores armados de la región han formado parte de los ‘arreglos’ de género imperantes. “Es decir: no han sido los grupos armados quienes han inventado e instalado esos ‘arreglos’, sino que las personas que los integran llevan ya unas ideas sobre el deber ser, en términos de género, que imprimen a sus acciones y planes bélicos”, se lee en el informe.
Al respecto, Jhon Restrepo, director de Casa Diversa Comuna 8 (organización que tiene base en Medellín) y quien ha sido víctima de amenazas, atentados y desplazamiento forzado por su liderazgo, expone: “Una reflexión frente a la violencia que viven las personas de los sectores LGBTI en el marco del conflicto armado es entender que los actores armados no se inventaron esta violencia; los actores armados la exacerbaron. Es decir, la violencia en contra de los grupos LGBTI es estructural e histórica”.
Marlon Acuña, coordinador de Enfoque de Género del CNMH, coincide con esta postura y agrega que, en la mayoría de casos, el primer contexto de vulneración de derechos para los ciudadanos LGBTI es su familia y su círculo social. “Muchas de las personas trans, simbólicamente, han enterrado a esa persona; de hecho, eso tiene que ver con sus nombres identitarios: ‘Murió Mario’. Por eso es una violencia simbólica (…) que legalmente las mencionaran con su nombre de cédula. Muchas de ellas prefieren no hablar de su niñez ni de esa persona que fueron por el nombre legal que les impusieron”, asegura.
Durante estos 19 años, Rosa Rodríguez ha honrado la memoria de quien recuerda como su hijo. Este pendón forma parte de esos elementos mediante los cuales ha hecho su duelo. Fotografía: Julián David García.
En el caso de Mama Mía, antes de las situaciones de violencia que vivió por parte de los hombres de Botalón, enfrentó el tránsito para convertirse en una mujer trans muy joven, en un escenario social lleno de prejuicios. Si bien su madre no cortó los lazos con quien ella consideraba su hijo, sí admite que fue un choque muy fuerte saber que no se identificaba como un hombre heterosexual. “Me senté a hablar con él y me dijo que sí, que a él le gustaban los niños (…). Yo lo acepté, aunque me dio demasiado duro”, dice Rosa.
Además de su orientación, siendo muy joven Mama Mía quiso cambiar su manera de mostrarse al mundo. “Cuando llegué del trabajo, lo vi vestido con las faldas mías y todo pintorreteado, y hasta lo regañé, le dije: ‘No señor, eso no es para que los niños se pinten; es para las niñas’”, recuerda Rosa en medio de la confusión que todavía le suscita la identidad de género. “Trataba de usar jeans de mujer y buzos como afeminados; zapato común y corriente. Él usaba sandalias y tenis, pero nunca le vi vestidos (…). Cuando ya cumplió 17, 18 años, ya fue cuando lo vi verdaderamente usando ropa más femenina”.
A pesar de que Rosa vivió todo el proceso de tránsito de Jorge Armando para convertirse en Mama Mía, durante estos 19 años lo ha recordado como un hijo varón. Al reflexionar sobre el tema, concluye que era una “chica trans”, como ella aprendió a decirle; no obstante, en su memoria y en su corazón quien sigue presente es Jorge Armando.
Cuando Rosa Rodríguez habla del momento de tránsito de Mama Mía para convertirse en una mujer trans, lo que más recuerda es el uso de jeans y camisetas pegadas a su cuerpo. Fotografía: Julián David García.
Más allá de los lazos familiares que le permitieron a Mama Mía hacer la transformación rodeada de sus seres queridos, fuera de casa el señalamiento con el dedo de los prejuiciosos era latente. Según Rosa, el colegio y el barrio no eran lugares tranquilos. “Me sentía a veces achicopalada, porque realmente muchas personas lo discriminaban a él (…), lo arremedaban como él andaba, le arremedaban el dialecto”.
Rosa cree que la discriminación y el matoneo del que fue víctima Mama Mía la llevaron a dejar el colegio a los 12 años. Además, había un interés por ayudar con los gastos del hogar. Mientras permanece seria y mira fijamente hacia la puerta de su casa para saludar a sus vecinas, Rosa organiza la cronología de los empleos que tuvo su hija en la pubertad y en la adolescencia: mandados en una panadería; luego se fue al prostíbulo conocido como El Venado de Oro, en el que lavaba ropa, cocinaba y donde a los 18 años se convirtió en la administradora. Por los horarios de trabajo, Mama Mía se fue a vivir a la casa vecina de la taberna, justo donde la vieron con vida por última vez la madrugada del 12 de enero de 2002.
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Héctor Vanegas fue discriminado desde muy pequeño por ser homosexual. También, como Mama Mía, recibió el apoyo y el consejo de sus padres y de sus hermanos. Al igual que Mama Mía, Héctor tuvo que enfrentarse a los grupos armados que quisieron agredirlo.
A diferencia de Mama Mía, Héctor sobrevivió.
El 31 de diciembre de 1998, Héctor viajaba con su hermano Carlos Enrique Vanegas desde la zona urbana del municipio de Dabeiba, Antioquia, hacia la vereda San José de Urama, para encontrarse con el resto de su familia y festejar Año Nuevo. Mientras iban por la vía, al caer la noche, guerrilleros de las Farc detuvieron la chiva en la que se transportaban y los obligaron a bajar; se fijaron en Héctor y quisieron secuestrarlo, pero Carlos les propuso un canje. Para ese entonces, Héctor tenía menos de 15 años, y Carlos, según recuerda Héctor, más o menos 25. Su deber familiar era protegerlo.
El vehículo continuó su rumbo y, en medio de la angustia y la zozobra, Héctor logró llegar a la finca y contar lo que había ocurrido con su hermano. La reacción de su madre no se hizo esperar. “No hubo celebración de nada ni nada, y el primero de enero muy a las tres o cuatro de la mañana, nos levantaron y organizaron para sacarnos a todos de la vereda. Cuando llegamos al casco urbano, una señora llamó a mi mamá y le dijo: ‘Anoche pasaron a Carlos en muy malas condiciones por acá (…), lo pasaron amarrado con un palo detrás’”. Esa fue la última vez que alguien de Dabeiba vio con vida a Carlos Vanegas.
Héctor no recuerda exactamente el nombre de la estructura de las Farc ni de sus comandantes, aunque hasta donde sabe, se trataba del quinto frente. De acuerdo con el portal Verdad Abierta, esta estructura guerrillera se fundó en 1971. En sus inicios tuvo menos de diez hombres, que se establecieron en San José de Apartadó, donde el Partido Comunista (PC) tenía una base social compuesta por campesinos y obreros de la naciente agroindustria bananera. Luego de librar una guerra contra el ejército y los paramilitares, este frente se replegó a la Serranía de Abibe y, posteriormente, controló el cañón de La Llorona, entre Dabeiba y Mutatá.
A pesar de que Héctor no tiene certeza de por qué desaparecieron a su hermano, sí tiene muy presente que las Farc intentaron llevárselo por su orientación sexual en varias ocasiones. “La guerrilla anteriormente hablaba en unas palabras, unas expresiones muy drásticas: ellos decían que tenían que llevarme a formarme allá para que fuera hombre. Tanto que ellos me agarraron en una o dos ocasiones, me sacaron del pueblo, dando la suerte de que era día domingo y mi papá tuvo que hablar con ellos”. Fueron tantos los intentos de secuestro que Héctor se vio obligado a trasladarse a Medellín desde muy joven y de manera definitiva; sin embargo, visitaba a su familia en fechas especiales, como la noche en que desaparecieron a Carlos.
Alfredo Bula, subdirector de la organización Caribe Afirmativo, hace un análisis de los intereses que tienen los actores armados para violentar a la comunidad LGBTI durante el conflicto: “Lo que terminan haciendo, o intentando, es que las personas LGBTI dejen de resistir en el espacio público como lo estaban haciendo, y empiecen a invisibilizarse o desaparecer. Lo que muchos de ellos hacen es que transforman esas resistencias de los espacios públicos a los espacios privados o a resistencias por la vida, que es desplazarse también a otros municipios”. Bula agrega que exponer a algunos seres humanos con identidades de género y orientaciones sexuales diversas a situaciones de violencia de conocimiento público termina disuadiendo expresiones de otras personas LGBTI.
Por su parte, Marlon Acuña, del Centro Nacional de Memoria Histórica, considera que la violencia de los actores armados contra la comunidad LGBTI radica, sobre todo, en lo simbólico y dice que “no solo se aniquila la diferencia matando a esas víctimas; se aniquila de diferentes maneras, y el informe lo menciona, se aniquila simbólicamente”. Acuña agrega que, en muchas ocasiones, los grupos armados les cortaban el pelo a las mujeres trans, y eso dejaba una huella imborrable, porque era como matarlas en vida. Con este tipo de actuaciones, según el experto, los grupos al margen de la ley buscan aniquilar la dignidad humana mediante la apropiación de sus cuerpos.
En el perfil de la víctima que hizo Justicia y Paz conservaron la identidad jurídica de Jorge Armando Cabanzo, mientras que la identidad de Mama Mía se redujo a un apodo. Fotografía: Julián David García.
El Magdalena Medio fue uno de los epicentros de esta violencia. El CNMH señala que a corte de 2018 se cometieron cerca de 261 acciones violentas en esa región, las cuales dejaron un total de 115 personas LGBTI víctimas del conflicto. Entre los hechos más recurrentes se registran 75 homicidios, 69 actos de desplazamiento forzado, 46 amenazas, 44 sucesos de violencia física, sexual y tratos degradantes, y 17 casos de desaparición forzada, aunque se cree que el subregistro en este tipo de flagelo es enorme. De acuerdo con el Registro Único de Víctimas de la Unidad para las Víctimas, en medio del conflicto fueron desaparecidas de manera forzosa 62 personas por su orientación sexual y sus identidades de género diversas.
Para Jhon Restrepo, la falta de reporte sobre las ausencias está muy relacionada con la naturaleza misma de la población LGBTI. Por ejemplo, si en un grupo de mujeres trans nadie vuelve a tener noticias de una de ellas, es muy complejo encontrarla porque no suelen conocer el nombre jurídico ni su documento de identificación. Marlon Acuña, por su parte, considera que el problema se origina en la manera en que los entes del Estado organizan los registros: “Los sistemas de información eran dispares entre ellos, en varias entidades; pero no menos preocupante es la falta de enfoque de género y de tecnicismo para entender las complejidades y las necesidades de cómo tipificar la información”.
Restrepo estima que para superar esta falencia hay un largo camino por recorrer. Desde el conocimiento de la población que defiende desde hace más de diez años, está convencido de que instancias encargadas de la búsqueda como la Fiscalía General de la Nación y la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD) deben mostrar mayor interés, no solo por esperar reportes de familiares buscando a un ser querido LGBTI, sino también por acercarse a entablar diálogos que permitan conocer las ausencias y rescatar sus identidades.
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Quizá Mama Mía se hubiera sentido orgullosa de todo lo que hizo su madre, Rosa Rodríguez, por buscarla durante más de diez años. Quizá se hubiera sentido tranquila porque, aunque era imposible encontrarla, halló gran parte de la verdad sobre su cuerpo, sobre su identidad. Quizá Mama Mía hubiera sentido la satisfacción de que, si bien su madre la recuerda como Jorge, hoy en día se mantiene en contacto con las que fueron sus amigas, para comprender qué es eso de ser mujer trans, por qué quería vestirse como mujer, por qué era tan normal que le gustaran los niños y no las niñas.
El duelo de Rosa, que años después de la desaparición asumió su rol como líder de víctimas para ayudar a otras madres de Puerto Boyacá que perdieron a sus hijos y a sus esposos, quedó suspendido por años porque nunca tuvo acceso a los restos de Mama Mía. Pero ella cuenta ahora la historia con algo de tranquilidad; la verdad le ha dado descanso.
En diciembre de 2018, en Puerto Boyacá se inauguró este monumento dedicado a las víctimas, construido con material fundido de las armas entregadas por las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). En una de las placas está el nombre de Rosa Rodríguez por su liderazgo en el municipio. Fotografía: Julián David García Murcia.
Para Héctor y sus familiares también hay un duelo inconcluso. Después de que se llevaran a Carlos, las Farc extorsionaron durante meses a la familia, pero nunca lo devolvieron. “En palabras textuales, le dijeron a mi mamá: ‘Es que lo tenemos para nosotros por cinco años y luego se lo regresamos’, y ya van más de 20 años y nunca apareció”. Varias personas le han dicho que los restos de su hermano están enterrados en una finca. Sin embargo, ni las entidades del Estado ni las organizaciones de la sociedad civil han adelantado los trámites para encontrar el cuerpo.
Mientras tanto, Héctor no para de buscar: “A veces sueño con él. Nada más en diciembre, soñé que lo había visto, que había llegado, y esa alegría de nosotros… Pero tan pronto llegó se desapareció y no lo volví a ver más. Uno todavía alberga como esa esperanza, será…”.