En abril de 2020, cuando la cuarentena por coronavirus apenas estaba por cumplir su primer mes en Colombia, desde la Cartagena más pobre comenzó a escucharse un desesperado clamor por comida. Lejos del brillo del fotografiado Centro Histórico, habitantes de barrios como Nelson Mandela, El Pozón y Ciudad del Bicentenario le reclamaban a la administración de William Dau por alimentos. Algunos lo hicieron con cacerola en mano.
En esta parte de Cartagena predominan las calles sin pavimentar, las casas sin estándares mínimos de construcción, la falta de puestos de salud y un largo listado de necesidades básicas irresueltas. La mayor parte de quienes allí habitan viven del rebusque diario y con el confinamiento vieron disminuir sus ingresos al no poder trabajar en las calles, playas y mercados, como tampoco en el Centro Histórico. Una situación agravada con el turismo cerrado hasta septiembre de 2020. Fue casi un semestre sin visitantes que oxigenaran sus bolsillos.
Una de las habitantes de esa Cartagena poco retratada es Ana Milena Villa, lideresa comunal del barrio Nelson Mandela y quien vive de la venta de queso y suero. Ella, además, es una de las tres personas que llevan dinero a su hogar, conformado por siete integrantes, niños incluidos. Los otros dos miembros encargados de poner comida en la mesa son su hermano, quien perdió su empleo formal el año pasado, y su padre, quien hace viajes por encargo con un viejo camión.
Ni Ana ni su padre pudieron salir a trabajar con regularidad durante la cuarentena. La familia logró saciar el hambre aquellas semanas con los mercados que distintas instituciones públicas y privadas repartieron en Nelson Mandela. Recibieron bonos canjeables por hasta 80 000 pesos mensuales en alimentos y kits de la Alcaldía Local, la Armada Nacional y la Alcaldía Mayor.
“En la parte inicial de la pandemia comíamos una vez al día: si hacíamos almuerzo no hacíamos cena y así lográbamos que rindiera la comida. Tuve episodios de depresión, no dormía pensando en cómo conseguir plata”, relata ahora Ana, casi un semestre después de que el confinamiento acabara en Colombia.
Ese desesperado clamor por comida también se repitió en otras capitales del Caribe. En Santa Marta y Barranquilla, por ejemplo, hubo largas filas durante las primeras semanas de cuarentena que terminaron en aglomeraciones que las administraciones locales no pudieron controlar ante la avalancha humana que llegó a reclamar mercados en el estadio Metropolitano Roberto Meléndez o a canjear bonos en supermercados.
Esos cacerolazos, esas largas filas y ese relato de la líder comunal son parte de un problema estructural de desigualdad del Caribe, agudizado por una pandemia sin precedentes en el siglo XXI. No todos los habitantes de esta región, con la cuarta parte de su población en situación de pobreza, tuvieron la comida garantizada durante la cuarentena, ya que muchos suelen obtenerla a diario en las calles.
Justo por esos profundos desafíos, buena parte del gasto público local para atender la emergencia sanitaria por COVID-19 se ha ido en mercados para los más pobres. El primer año de pandemia en la región dejó inversiones por 152 957 millones de pesos en contratos suscritos por las ocho gobernaciones y sus siete alcaldías capitales.
Estos recursos se sumaron a los subsidios del Gobierno nacional y a las donaciones de la empresa privada, pero pese a ser inversiones millonarias fueron paliativos para algunas comunidades, sumidas en la pobreza y la informalidad desde hace décadas.
De hecho, el Dane señala que, desde la llegada de la pandemia a Colombia, el Caribe tiene a seis de sus capitales dentro del grupo de ciudades colombianas con más problemas de seguridad alimentaria, es decir, con un alto número de personas que no disponen de recursos suficientes para comer tres veces al día.