«El silencio del mar / brama un juicio infinito / más concentrado que el de un cántaro /
más implacable que dos gotas / ya acerqué el horizonte o nos entregué /
la muerte azul de las medusas nuestras sospechas no lo dejan / el mar escucha como un sordo /
es insensible como un dios y sobrevive a los sobrevivientes (…)»
MARIO BENEDETTI
Lanchas de pescadores en el espacio humanitario de puente Nayero, Buenaventura, diciembre 2020. Fotografía: Daniel Santiago Rojas Castañeda.
Andrés* recuerda que estuvo en Cali con su medio hermano Jefferson Angulo Orozco. Era 2019 y este recién había llegado de la vereda Las Palmas, en Buenaventura; cumplían una cita con otros hermanos. Jefferson tenía 21 años, y era el único que parecía mestizo en una familia de 18 hermanos afrocolombianos y alegres, oriundos de El Naya y López de Micay. Aquella tarde llevaron una botella de ron, pero no sintieron esos deseos inminentes de empezar a beberla; jugaron dominó y apostaron que quien perdiera la mano se tomaría dos tragos de golpe.
La noche avanzaba y Jefferson perdía una y otra vez. Se enojó tanto al sentirse borracho que se levantó de la mesa y tiró una ficha tan lejos como pudo. Nadie la encontró y dejaron de jugar. “Después tocó repartir el trago que nos quedaba. Esa fue la última vez que compartimos. En lugar de ser él quien estaba contento, lo estábamos nosotros, porque lo cansamos y se enojó. Cuando entró en razón, dijo: ‘Bueno, y yo por qué me enojo si yo soy el cansón’”. Andrés detiene el relato, guarda silencio, desvía la mirada y toma el primer sorbo de una cerveza fría.
Es un 17 de diciembre y han pasado más de tres meses desde que Andrés decidió cargar con el peso de hacer la denuncia de la desaparición de su hermano ante la Personería y la Fiscalía de Buenaventura. El 17 de agosto de 2020, Jefferson se alistaba para pescar, oficio que desde pequeño le enseñó su padre. Días atrás ya preparaba todo para irse de faena junto con otros dos compañeros: Luis Éder Díaz Garcés y John Jair Pérez. Le contó sobre el viaje a su hermana, a su madre y a su esposa, que en aquel momento cuidaba a su hijo de un año.
Los tres pescadores se encontraron en el resguardo San Joaquincito, a orillas del río Naya. John venía de Buenaventura; Jefferson, de las Palmas, y Luis Éder era local. Allí los esperaba una lancha pequeña y algo desvencijada, motor 40, que pertenecía a la pescadería a la que ellos solían vender los pescados que atrapaban. Era roja y negra, con una franja blanca en la que se podía leer el nombre ‘Morgan’. Alistaron todo: enlatados, galletas, arroz y gaseosa; llevaban una especie de hornilla para cocinar y gasolina suficiente para tres o cuatro días, hielo para el pescado y los cabos que iban a necesitar en altamar.
Alfonsina* —esposa de Luis Éder— recuerda que su cónyuge vestía una camiseta polo y una pantaloneta gris. Antes de salir a trabajar le pidió que le cocinara un pescado, ya que prefería la comida que preparaban en casa. Luego la besó y se marchó para encontrarse con Jefferson y John. La lancha salió a las seis de la tarde, cuando el viento cesa y la marea baja.
El 18 de agosto, Jefferson se comunicó con su madre, y Éder llamó a su esposa desde algún punto perdido en el mar donde alcanzaban algo de señal en su celular. Dijeron que estaban bien y que volverían al día siguiente. Aquella fue la última vez que escucharon sus voces. El 19 de ese mes nadie apareció. No se preocuparon, pues es común que ocurran altercados que retrasen la llegada. “Así pasa, en ocasiones, a causa de lo picado que puede estar el mar”, dice Andrés.
Sin embargo, el 20 de agosto todos los familiares se inquietaron. Sabían que ellos tenían alimentos para máximo cuatro días y que el retraso podía ser por fallas en el motor o por la misma bravura del mar. La hermana de Jefferson, María del Mar, le preguntó a otros pescadores si habían visto la lancha en la que estaba su hermano; alguno dijo que los había visto por los lados de Isla Gorgona, a unos 35 kilómetros de la costa del Pacífico colombiano.
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La región conocida como El Naya está ubicada en el suroccidente colombiano, entre los municipios de Buenos Aires y López de Micay —en el departamento del Cauca— y el municipio de Buenaventura —Valle del Cauca—. Es un territorio atravesado por un caudaloso río oscuro que lleva el mismo nombre, y que nace en lo alto del cerro Naya y se pierde en el océano Pacífico, formando antes la isla del Ají. El río tiene 120 kilómetros de largo y es una de las principales vertientes del Pacífico y del departamento del Cauca.
Durante años, alrededor del río Naya se han constituido diferentes grupos étnicos y sociales de campesinos, pueblos indígenas y afrodescendientes. De acuerdo con un informe de la Defensoría del Pueblo, las comunidades están distribuidas de la siguiente manera: 3450 habitantes están en el municipio de Buenos Aires, en las veredas El Placer, El Playón, El Sinaí, La Paz, Río Blanco, La Vega, Las Brisas, Loma Linda, Pitalito, Río Azul y Río Mina; mientras que en el territorio colectivo correspondiente al Consejo Comunitario del Naya, en el municipio de Buenaventura, viven 64 comunidades en las que conviven 21 600 personas (4817 familias), distribuidas en las veredas Juan Santo, Juan Núñez, San Bartolo, La Concesión, Guadualito, Las Pavas, San Lorenzo, Santa María, El Pastico, Dos Quebradas y Cascajito, poblaciones de Santa María, Puerto Merizalde y San Francisco, y los comuneros del pueblo Epẽrarã Siapidarã, localizados en el resguardo Joaquincito.
Pescadores del Pacífico, Buenaventura, diciembre 2020. Fotografía: Daniel Santiago Rojas Castañeda.
Las comunidades se han organizado en torno a la agricultura, la madera, el oro y la pesca. No obstante, hace algunos años se convirtió en una región líder en el cultivo, producción y exportación de cocaína. Según el último análisis de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (2019), el 78 % de los cultivos de coca en Colombia se concentró en cuatro departamentos: Nariño, Norte de Santander, Putumayo y Cauca, este último con un incremento de la productividad del 1,8 % frente a 2018. El Naya concentra todos los problemas que caracterizan a la zona debido a su conexión con el centro del país y su enclave en el Pacífico.
De conformidad con el informe ‘Buenaventura: un puerto sin comunidad’, realizado por el Centro de Memoria Histórica, desde finales de los años 70, las ahora extintas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), por medio del frente 6, se ubicaron en los municipios de Buenos Aires, López de Micay, Timbiquí y Caloto, en el departamento del Cauca; mientras que al Valle del Cauca llegó el frente 30. Luego, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el M-19 ocuparon otras zonas.
El Plan Colombia, firmado en 1999 entre Estados Unidos y Colombia, empezó una guerra frontal contra las guerrillas y el narcotráfico, lo que llevó al desplazamiento de los cultivos cocaleros desde el Putumayo hacia Nariño y desde allí hacia el norte del litoral del Pacífico. Esto llevó a un dominio guerrillero de secuestro y extorsión hasta que llegó el bloque Calima, de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), lo que derivó en una tormenta de sangre. El punto culminante del terror sucedió en 2001, cuando el grupo Calima, liderado en ese entonces por Hébert Veloza, alias H. H., cometió la masacre entre el Alto y Bajo Naya, siendo acusado como el autor intelectual y material ante la Sala Penal de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Bogotá.
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Jóvenes en búsqueda de ostras en Buenaventura, Valle del Cauca. Diciembre 2020. Fotografía: Daniel Santiago Rojas Castañeda.
Los paramilitares llegaron un 6 de abril de 2001, faltaban dos días para Semana Santa. Eran 220 hombres vestidos con camuflados y fusiles AK-47; llegaron al corregimiento de Munchique, en Buenos Aires, Cauca. En una cancha de fútbol, H. H. reunió a sus hombres junto a otros comandantes, como Elkin Casarrubia, alias el Cura; Francisco José Morelo, alias Sarley; José de Jesús Pérez, alias Sancocho; Juan de Dios Úsuga, alias Giovanni, y Ricardo López Lora, alias la Marrana. Les ordenó que iniciaran cuanto antes la incursión a El Naya. La idea era llegar a la costa pacífica, realizar los cobros al gramaje y apropiarse del corredor que tenía la guerrilla para sacar cocaína al mar.
Al terminar la reunión, un paramilitar conocido como alias el Cabezón llevó ante H. H. a un supuesto ideólogo del ELN. El líder le hizo unas cuantas preguntas que nunca tuvieron respuesta. H. H. sacó su pistola, lo miró a los ojos unos instantes y le disparó; aquél sería el primer asesinado de la masacre de El Naya.
Divididos en grupos, la incursión duró tres días. Su recorrido de violencia inició en la vereda El Ceral, Cauca, en donde asesinaron a una mujer a la que señalaron como guerrillera; luego fueron a las veredas Río Minas, La Paz y El Placer (Buenos Aires, Cauca), y de allí a la vereda El Saltillo, del corregimiento de Puerto Merizalde, en Buenaventura. “La incursión no tenía como objetivo cometer una masacre. Era llegar al Bajo Naya para pasar a López de Micay e instalar ahí un grupo. El objetivo era hacer un recorrido…”, así contó los hechos el exjefe paramilitar Veloza, en una declaración jurada ante la Fiscalía.
No se sabe con certeza cuántas fueron las personas asesinadas. Las cifras de la Fiscalía refieren a unas 40, pero los pobladores han dicho que los muertos ascienden a más de 100. Hubo un desplazamiento masivo de alrededor de 3000 personas en el Alto Naya, y, además, decenas de torturas, desapariciones forzadas y mutilaciones a mujeres, quienes fueron víctimas de agresiones sexuales.
Aunque Nidiria Ruiz Medina era muy niña cuando los paramilitares llegaron al último corregimiento de su incursión, recuerda muy bien aquellos momentos en los que estaba junto a sus hermanos y a su mamá. Ellos decidieron quedarse en el pueblo, pese a que la mayoría huyó en una lancha de alta carga a la que llamaron ‘el arca de Noé’.
“Cuando llegaron los paramilitares a Puerto Merizalde, de casa en casa iban sacando a las personas mayores y a los hombres. Recuerdo que se llevaron a mi mamá, le dijeron que asistiría a una reunión. Se concentraron en la cancha de fútbol y allí explicaron a qué venían. Aunque también la historia tiene algo de espiritual…”, afirma Medina. Su relato es “espiritual” porque aquella tarde los paramilitares decidieron no hacerles daño a los habitantes de Puerto Merizalde debido a que, en su iglesia, la que se encuentra en lo alto de una pequeña colina y que tiene dos altas torres que se dejan ver desde cualquier lugar del pueblo, hay una escultura del Sagrado Corazón de Jesús.
Lanchas de pescadores en la Bocana, Buenaventura. Diciembre 2020. Fotografía: Daniel Santiago Rojas Castañeda.
Pero la historia de terror no cesó. “En 2008 empezaron a desaparecer a mi familia: el primero fue mi hermano; luego, mi cuñado, y en 2015 desaparecieron a mi primo. Entonces fue un motivo para trabajar en la restauración del tejido social”. Por esas razones, Nidiria se convirtió en lideresa social y, junto con otras dos mujeres, fundó la asociación de mujeres Aini Río Naya, que busca reivindicar el papel de las mujeres del territorio.
Nidiria dice que, si bien entre 2004 y 2006 se produjo la desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia y que después, en 2016, vino la firma del acuerdo de paz con las Farc, en el territorio nada ha cambiado. Para ella, siguen las amenazas contra los líderes, las masacres, los asesinatos selectivos y, en especial, las desapariciones forzadas. En medio de todo, la gente está obligada a guardar silencio. “A los familiares de las personas dadas por desaparecidas se les obliga a no llorar, a no preguntar, y a quedarse en silencio por siempre y para siempre”, dice Medina.
De acuerdo con las últimas cifras recolectadas por el Centro Nacional de Memoria Histórica, en el Valle del Cauca, entre 1959 y 2020, hubo 3371 casos de desaparición forzada y unas 3904 víctimas, de las cuales el 19,9 % fue desaparecido por grupos paramilitares; 9,7 %, por guerrillas, y 6,6 %, por grupos posdesmovilizados. En Buenaventura ha habido 661 casos con 780 víctimas.
Según datos de la Armada Nacional de Colombia y la Personería de Buenaventura, el Valle del Cauca vive en medio de la guerra entre grupos posacuerdo de paz, como la columna móvil Jaime Martínez, el frente Oliver Sinisterra, así como el ELN y diferentes grupos de narcotraficantes. Este recodo de tierra entre el Valle y el Cauca no ha vivido la paz, y desde hace más de 20 años sus habitantes son testigos de la desaparición de jovencitos que un día salen a trabajar y no regresan, como si se los tragara un abismo.
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“No estoy de acuerdo con que se diga que son unos pobrecitos y que ingresan obligados”, dice con severidad el teniente coronel Wisner Paz, un hombre de tez morena y de unos dos metros de alto, aproximadamente, que habla sobre la situación de los pescadores que llegan a transportar droga a través del Pacífico. “Pobrecitos a los que ellos hacen daño: a la población civil, a los pueblos… Si te montas en una lancha con un alijo de clorhidrato de cocaína, marihuana o de heroína, o cualquier tipo de sustancia, te conviertes en un narcotraficante”.
Lanchero de Buenaventura, Pacífico colombiano. Diciembre 2020. Fotografía: Daniel Santiago Rojas Castañeda.
Para el coronel, comandante de la Brigada de Infantería de Marina n.° 2, con jurisdicción desde Juradó (Chocó) hasta Guapi (Cauca) —donde lidera a un grupo de más de 3000 uniformados—, en la realidad de la Colombia rural, inmersa en el conflicto armado, no hay matices, solo la pura voluntad.
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Una noche, el personero de Buenaventura, Edwin Janes Patiño, recibió la llamada de Andrés, quien decidió contarle sobre el caso de su hermano Jefferson. Al tratarse de un tema de derechos humanos asumió las riendas del caso de los tres pescadores y puso en conocimiento de las autoridades lo que había sucedido para que se activaran los mecanismos de búsqueda urgente.
Patiño asegura que los grupos armados reclutan pescadores para enviar droga a países de Centroamérica y Estados Unidos. Cuenta que, anteriormente, las personas pudieron haberse ido por su propia voluntad debido a las necesidades recurrentes por las que tenían que pasar; sin embargo, a raíz de los operativos de las autoridades estadounidenses en aguas internacionales, muchos empezaron a negarse por miedo a caer en prisión. Conforme a una investigación de la BBC News publicada en febrero de 2020, la Guardia Costera de los Estados Unidos recluye en barcos a prisioneros que transportan droga, allí pasan entre 60 a 90 días incomunicados de sus familiares, abogados o de algún juez, hasta el momento en que llegan a puerto para poder ser juzgados. En 2017 fueron detenidas 708 personas en los operativos de interdicción, entre los que se encontraban colombianos, ecuatorianos y guatemaltecos.
Entre otras hipótesis sobre la desaparición de Jefferson y sus amigos están que hayan sido reclutados por algún grupo armado que opera en la región, o quizá un secuestro, e incluso, un naufragio en alta mar. Según la Personería de Buenaventura, en 2020 se reportaron 61 desapariciones, de las cuales aparecieron 29 vivos y dos asesinados.
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Pescadores en el mar del Pacífico: Buenaventura, Valle del Cauca. Diciembre 2020. Fotografía: Daniel Santiago Rojas Castañeda.
Andrés y otros familiares tuvieron que buscar a los tres pescadores por su cuenta. Salieron en lanchas a diferentes puntos de pesca en el Pacífico: Gorgona, Timbiquí y hasta Chocó. No hallaron nada. En el Chocó, un hombre les dijo que un grupo armado los tenía; cuando le pidieron una prueba, les pidió dinero. No lo hicieron. Su recorrido también los llevó a visitar a dos ‘chapisteras’, clarividentes que dicen haber visto a los tres hombres detrás de unas rejas.
“De pronto tendrían que estar presos, pero no por algo que ellos quisieran hacer, sino por algo que los obligaron a hacer. Ojalá. Tendríamos la certeza de que estarían bien y no estaríamos a la expectativa y esperando”, expresa Andrés mientras termina su último sorbo de cerveza.
Los pescadores del Naya suelen decir que la pesca es una práctica ancestral que se aprende en la niñez y en soledad. A veces se trata de un viaje sin regreso.