“La paz se construye desde que sembramos una mata de maíz hasta que cosechamos una pepa café, porque la paz hay que construirla, así como cultivamos la tierra”, dice Nery Chimonja Coy. Foto: Juan Camilo Sandoval.
Sábado 12 de octubre de 2024, 4:00 a.m.
Un par de ojos color café despiertan, las pupilas se dilatan en medio de la oscuridad, los párpados se sacuden el sueño, labios finos forman un gran bostezo y dos brazos femeninos de tez clara se estiran desperezándose. Aún bajo el toldillo, la mujer de 1,50 metros de estatura y rubio cabello liso se sienta al borde de su cama.
—¡Nery Chimonja Coy! Dios te ha dado la oportunidad de despertarte para recibir un día más el hermoso amanecer, así que ponte las pilas y vamos a recoger hasta la última pepa de café —afirma para sí misma—
¡Sí señora!
La Mona, como la conocen, calza sus botas de caucho amarillo y toma su pava de paja adornada con la pluma de una gallineta silvestre. Aunque la espesa humedad que emana de la montaña le hiela los huesos, Nery llena sus pulmones con el oxígeno que producen las 18 hectáreas de la Zona de biodiversidad La Esperanza, el corazón de la vereda Montañitas, ubicada en Palestina, Huila, un proyecto de la familia Chimonja Coy para la protección, recuperación y conservación de la biodiversidad, necesarios para
garantizar el derecho a la vida, la verdad y la memoria.
Las mujeres de mi tierra
Tienen tanto que decir
Tienen la mirada firme
y un mundo por construir…
Nery agarra su machete y sale rumbo a la maicera entonando una canción, su voz retumba en la penumbra de la madrugada, hace eco junto al golpeteo del rocío sobre el techo de zinc que cobija los amplios pasillos que rodean la Casa de las memorias, construida por los hermanos Chimonja Coy para honrar a su padre Tulio Enrique Chimonja, secuestrado y desaparecido por las Farc en 1983. Una de las víctimas de desaparición forzada que según el subregistro potencial de la Comisión de la Verdad podría ascender a 210.000.
La Casa de las memorias es un espacio comunitario donde 32 familias se reúnen para conmemorar a sus 45 desaparecidos. Aquí, la hospitalidad se encamina a la reconciliación, solidaridad, resistencia y la búsqueda de la verdad, justicia y no repetición. Mientras la casa es el portal de La Esperanza, Nery es la guardiana que protege la biodiversidad que subsiste en la Zona.
Nery empezó a habitar la Casa desde 2020, cuando estaba parcialmente construida. Desde entonces, se convirtió en su refugio: un lugar donde descansa al final de la jornada mientras lee un libro; un espacio de inspiración, dibujado entre las montañas y el cielo, el camino y los ríos. Es también la libertad de vivir bajo su propia ley, la sanación de sembrar memoria y vida, y la comunidad que se construye desde la solidaridad, la minga y las fiestas.
La construcción de la casa inició en el año 2016, aunque algunos planes han cambiado, la Casa siempre estuvo destinada a la memoria. Actualmente la construcción continua. Foto: Juan Camilo Sandoval.
Para Nery, la Casa de las memorias es paz que se respira entre los robles, se escucha en el canto de las aves, se observa en los colores del amanecer y en las estrellas al anochecer; se siente en el peso del azadón al labrar la tierra y se saborea en los ingredientes frescos de un sancocho de leña. Paz en toda plenitud, que se construye y que se comparte.
…Ay y una risa de niña en la cara
Silvestre, que juega a arar la montaña
donde siembran la paz…
Se escucha una vez más cuando recuerda repentinamente la letra, acompañada del coro de las aves al despertar.
—Ahí están mis primeras comensales —dice con satisfacción mientras revisa los frutos del maíz—. Esto está biche… y aquí ya no hay nada, ¡nada! —repite con asombro— Los miquitos ya vinieron a hacer de las suyas, aquí toca arrancar esto para el cuy —dice fingiendo indignación. — Labrar la tierra es esto, permitir que haya fruto para todos, garantizar el alimento a quien lo necesite.
Regresa a la Casa con las hojas en su hombro y las tira en el corredor. Se asoma a la ventana con reja desde donde observa el hábitat de los cuyes y con una sonrisa de oreja a oreja los saluda:
—Buenos días mis niños, ¿cómo amanecieron?
Deja su machete apoyado en un muro y aprovecha para recoger un manojo de diferentes hierbas medicinales que cultiva en la huerta. Entonces cruza el patio trasero, entra por la puerta amarilla y en la cocina pone a hervir una olleta de agua.
—Bueno, pero pongamos musiquita para que esto se caliente rápido —Una guitarra acústica retumba del televisor que cuelga de la pared, la nostálgica melodía invade el espacio que también sirve de sala y recibidor; mientras los pies bailan al ritmo del bossa nova, las manos preparan la infusión —¡Eso sí!
«Sin biodiversidad no habrá paz en ningún lugar del planeta» Nery Chimonja. Foto: Juan Camilo Sandoval
A las 5:00 de la mañana, con escoba en mano sale al patio delantero y empieza a sacudir el polvo del letrero de hojalata que cuelga de la puerta principal. La pintura blanca ha comenzado a ceder por el peso de 17 largo años. Sin embargo, en gruesas letras verdes aún se lee claramente “ZONA DE BIODIVERSIDAD”.
Más allá de la preservación de la naturaleza, la Zona de biodiversidad La Esperanza es reconciliación en todo sentido, donde la familia Chimonja Coy apuesta por la siembra agroecológica y circular, en donde se prioriza el trabajo comunitario, la creación de abonos naturales a partir de residuos naturales y la responsabilidad con el uso del agua. Así, mientras los cultivos crecen, también lo hace La Esperanza: un espacio que florece entre el dolor, transformando el luto en acción y el silencio en voz.
…Gritan alto: yo soy libre
como mariposa en flor
y con valentía enfrentan
lo que conocen y lo que no.
Suena otra estrofa, Nery acompaña la trova mientras termina de trapear el interior de la Casa de las memorias. Sirve su agua de remedio y entre sorbo y sorbo continúa tarareando “Las mujeres de mi tierra”, la canción que se convirtió en su himno desde que conoció la letra.
Acabados los quehaceres de la mañana, cierra la válvula del gas, toma sus llaves, apaga el televisor y tranca las dos puertas. Sale a las 6:00 de la mañana, enciende su moto y reproduce, una vez más, la canción en su teléfono. Con su sombrero vaquero de cinta negra, siente el viento en la cara, escucha los diferentes sonidos que brinda la naturaleza mientras baja de la vereda Montañitas de Palestina. Sin prisa por llegar, porque sabe que eventualmente lo hará, se dirige a la finca de su madre en la vereda San Isidro. Apenas comienza su día.
El descenso por la terrosa vía, con profundos baches y piedras desprendidas que el monte amenaza con devorar, podría atemorizar hasta al conductor más experimentado; sin embargo, Nery disfruta del paisaje que los primeros rayos de sol tiñen de andino verdor. Observa los campos de herencia arriera y aserrera, los ve entrelazarse con riachuelos que alimentan el río Guarapas, mientras las casitas de bahareque componen el lienzo donde amplios pastizales contrastan con las reservas de bosques que resisten a la frontera agrícola, dominada por el café.
…Las mujeres de mi tierra
se entregan al amor
por la vida y no niegan
sus raíces ni su son…
Canta una vez más y dice para sí misma— Con vistas como estas ¿quién se quisiera ir? Como lideresa social, he estado en distintas partes, en hoteles lujosos y otros no tanto, he observado diferentes paisajes, pero nada como la libertad, la paz, la naturaleza y la vida que se sienten en mi tierra.
«Los amaneceres en la Casa de las Memorias parecen pintados exclusivamente para la Esperanza» Nery Chimonja. Foto: Juan Camilo Sandoval
Sábado 12 de octubre de 2024, 6:30 a.m.
En la vereda San Isidro, un gran portón de guadua da la bienvenida a la finca El Recuerdo. Nery toca la bocina dos veces y mientras espera a que su hermana Bechy abra, el naranjo de la entrada la recibe con un olor dulce y cítrico que se mezcla con el característico aroma del café ‘Biochicoy’ recién colado. Un instante después, se escucha un candado abrirse y las cadenas que aseguran el portón se mueven. Luego del saludo matutino baja de la moto, se quita su sombrero, y se dirige a la cocina en donde su mamá, Fanny Coy ya está atizando el fogón.
—Buenos días mija, en ese termo de allá está el café.
—Buenos días, madre —hace una pausa mientras toma un sorbo de la taza blanca y curva sus labios con una media sonrisa— hoy está haciendo un hermoso día para coger café.
—Qué bueno que ya casi acaban. No pensé que de esta vez fuera a dar tanto —asevera Fanny mientras niega con su cabeza.
—¡Ay, madre! Cuando se cuida la tierra con amor, ella provee —el pecho de Nery se alza mientras que un brillo se instala en sus ojos.
Café marca Biochicoy: hecho con amor, arraigo y respeto por el territorio, una apuesta agroecológica de la familia. Chimonja Coy. Foto: Juan Camilo Sandoval
El Huila concentra más del 16 % del café orgánico cultivado en Colombia. Sin embargo, los cultivos orgánicos a menudo descuidan la relación integral entre el suelo, el ecosistema y la comunidad, además de ignorar el impacto a largo plazo sobre la sostenibilidad económica de las familias rurales. Frente a este panorama, la agroecología surge como una alternativa más completa y sostenible, integrando prácticas que estabilizan la producción, fortalecen la soberanía alimentaria y la economía local.
Para la familia Chimonja Coy, integrada por siete hermanos, es fundamental cuidar y respetar a la madre tierra; como defensores de vida, su objetivo principal es velar por la protección y restauración de los territorios, demostrando que las bases de la paz deben sentarse desde la reconciliación con la naturaleza. En consecuencia, cada cierto tiempo, dejan descansar la tierra y en vez de sembrar grandes cultivos, plantan uno que otro palo de naranja, mandarina, plátano, cidra para que el suelo recupere sus nutrientes y no se fragmente.
En tal sentido, después de casi 10 años, volvieron a cultivar su tierra y actualmente tienen en producción
2.000 palos de café de los 4.000 que han ido sembrado, donde las semillas de Catimora, Bourbon rosado y Caturra son cuidadas desde una producción que no envenena la tierra con químicos. A través de esta siembra agroecológica, la familia continúa el legado de Tulio Enrique Chimonja: el respeto por la tierra y su manejo responsable. Cada semilla plantada desafía el olvido y reafirma el compromiso con la vida; cada rincón cultivado es un recordatorio de la lucha por la justicia.
—Es cierto que se demora un poco más en salir la cosecha, pero es un mensaje contundente a los vecinos de que es posible sembrar cuidando no solo nuestra salud, sino la de todo un ecosistema y garantizar la permanencia en el territorio. Por ejemplo, a nuestros palos de café los podemos abonar hasta tres veces al año, así se nutren y cuando sea momento de recolectar, todo se devuelve.
Octubre fue el mes de cosecha y por el cuidado que se le dio a la tierra, las cerezas empezaron a caer de la abundancia. A pesar de las mingas y de toda una semana de recolección a Nery y Bechy aún les quedan más de tres surcos por terminar, por esta razón, Angie Rojas, una amiga de la infancia, y Carlos, el esposo de Angie, vienen a ayudarlas.
Mientras Fanny prepara las arepas del desayuno, Nery pone a pitar los fríjoles, adoba el tocino y pone la olla del arroz. Así adelanta el almuerzo antes de ir al tajo.
—¿Hoy vas a ir conmigo, hermana? —pregunta Nery saliendo al patio donde cuatro perros rodean cariñosamente a Bechy. — ¡Pero ve estos sin vergüenzas tan consentidos! A mí ni las pulgas me echan,
—suelta una vigorosa carcajada.
—Bueno, pero hágale mija que nos cogió el día —responde Bechy.
—¡Waow! —exclama riendo— así es que necesitamos gente, que se ponga la diez con el trabajo.
«No necesitas ser defensor de derechos humanos o ambientalista para proteger la biodiversidad, protegerla es proteger el futuro». Nery Chimonja. Foto: Juan Camilo Sandoval
A las 7:00 Nery emprende camino hacia el cafetal. El rocío de la mañana le humedece la ropa, los pájaros revolotean y cantan a su alrededor, algunas mariposas despiertan y para completar la orquesta, da ‘play’ a su lista de reproducción. Jessi Uribe, Ceshia Ubau, Gerardo Diaz, entre otros, la acompañan hasta la hora del desayuno.
Sábado 12 de octubre de 2024, 8:30 a.m.
—Ole Nery, ya estamos aquí ¿a usted se le pegaron las cobijas o dónde está? —exclama Angie por el teléfono, mientras ella y Carlos esperan en el portón.
—¡Mija! vaya entrando que ya salgo — responde medio agitada al otro lado de la línea.
Doña Fanny ha enseñado a sus hijos que es posible construir paz desde la cotidianidad de las tareas de cuidado.Foto: Juan Camilo Sandoval.
Mientras tanto, Fanny los invita al comedor. Con 72 años y una lesión en el hombro derecho, emplata rápidamente el desayuno: un buen pocillo de tinto, dos arepas recién hechas, una porción de arroz, huevo revuelto con salchicha y, si se anima, un caldito de costilla. Su irresistible sazón es más que suficiente persuasión para que los visitantes se sienten a degustar. Cuando van por la tercera cucharada, escuchan una voz.
—¡Buenos días! — saluda Bechy mientras se agacha y levanta a su fiel compañero: un peludito blanco, que juega entre sus pies.
—¡Ajooooo, me encanta esta vista! —dice Nery con una sonrisa entrando al comedor— Venga nos tomamos una foto porque estos momentos son inolvidables.
—¿Qué más? — pregunta Nery con una mirada perspicaz y una ligera sonrisa sentándose con su plato.
—Jumm mija, por ahí escuché que usted sabe, quien por fin denunció — responde Angie en tono cómplice.
—Cuente pues, que yo le tengo la otra parte.
—Ah, pues usted ya debe saber de quién le estoy hablando.
—Bueno, pero entonces, ¿usted qué opina?
—Pues pasó San Pedro y antes de eso ya venían los maltratos, entonces uno diría que ella lo permitió, porque denunciar apenas hace un mes (sic)… ¿Por qué no lo haría antes?
El Huila figura como el quinto departamento con la tasa más alta de violencias de género. Según el Instituto Nacional de Salud, hasta el 8 de junio de 2024 se registraron 66.621 casos.
—Bueno, el tema es que ya hay una denuncia pública, entonces más que preguntar cómo no lo hizo antes, es cuestionarse por qué tuvo que ir hasta Bogotá para sentirse con garantías en defensa de la mujer. — Nery levanta una de sus cejas, la habitual sonrisa se desvanece de sus labios y en su lugar se establece una mueca que hace juego con su tono de voz.
—Pero maltrato es maltrato y a la primera debió salir de esa relación. —Niega Angie tomando café.
—Póngale cuidado: como mujeres no podemos ir juzgando a otra mujer por no terminar una relación — las manos de Nery hacen un gesto de comillas en el aire para acentuar sus siguientes palabras— a tiempo.
— Su malestar es evidente— Independientemente de la situación, no se justifica ningún tipo de violencia ya sea verbal, física, psicológica. Se lo dice una defensora de derechos humanos que ha tenido que ver el esfuerzo que tiene que hacer cada mujer en sus procesos. Lo importante es que lo pudo denunciar y ya está en investigación.
Nery es una mujer que escucha, como líder se indigna ante las injusticias y pone la queja, quien invita a denunciar e insiste en las instituciones para que se dé respuesta. La Mona es esa amiga, hermana o compañera que las hace reír, quien les brinda un saludo con cariño, un abrazo fuerte, una palabra de motivación o les recuerda cuáles son sus derechos para que los hagan valer, esa es una forma de resistir contra las violencias que ha sufrido y de luchar contra las injusticias que todas las mujeres tienen que vivir.
“Todos los que vienen al territorio a conocer el proceso y con ánimo de construir paz, se vuelven parte de esta hermosa familia». Nery Chimonja. Foto: Juan Camilo Sandoval.
Por un momento nadie dice una sola palabra hasta que Angie con una pequeña sonrisa asiente dándole la razón a Nery.
—¿Y ese es el único tema del que vamos a hablar hoy? — pregunta Carlos mirándolas. Las dos amigas sueltan una carcajada.
—Nooo, hoy vamos a rajar de todo mundo — señala Nery con una sonrisa mientras frota sus manos con picardía.
Sábado 12 de octubre de 2024, 8:50 a.m.
Se levantan de la mesa y agradecen a Fanny por el desayuno, ella con convicción responde —Bueno ya, dejen esos platos ahí y váyanse a coger café, que les agarró el día.
Con los cocos bien fajados a la cintura y sombreros como única protección ante el sol, las cinco personas se adentran en el cafetal. Entre risa y charla, se hace amena la recolección, algunos van rápido y otros un poco lento, pero no importa, cada pepa de café cuenta y más si es por ayudar.
—Bueno Nery y… ¿usted siempre está aquí en la finca? — Pregunta con curiosidad Carlos.
—Sí y no, estoy en todas partes: labrando la tierra, cosechando o limpiando árboles en la Zona de Biodiversidad; a veces sembrando y cosechando con los niños de la vereda, otras acompañando a las familias; con los amigos en el pueblo disfrutando una cervecita, o donde haga falta acompañar algún proceso. Por ejemplo, la próxima semana viajo a Cali para la COP-16.
—Esta mujer hace mucha cosa.
—¿Y es que acaso usted no recuerda cómo era mi papá? — Responde elevando el pecho al recordarlo. Después su mirada se pierde en el montón de pepas de café que carga en el coco. Sus ojos, por instantes se enrojecen, y una pequeña lágrima se resbala por su mejilla, pero la limpia con el dorso de su mano al sentir que alguien la observa.
A Tulio Enrique Chimonja lo recuerdan como un hombre que, con su trabajo ayudaba al progreso de Palestina; desbordaba alegría en cualquier lugar. Para algunos, analfabeta, pero para otros el mejor médico veterinario del pueblo. Berraco como él solo, capaz de conseguir 1.000 pesos en una semana a punta de arrear y aserrar. Con ese sueldazo, como diría Nery, Tulio no solo hacia buenos mercados para su familia, también suplía las necesidades de su madre, le alcanzaba para ayudar a la comadre con los gastos del ahijado, al vecino necesitado, e incluso para echarse unos buenos aguardientes el fin de semana.
De acuerdo con el cuarto volumen del Informe Final de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, entre 1985 y 2016 se registraron 121.768 personas víctimas de desaparición forzada en Colombia. Por su parte, la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD) reporta 722 casos en el Huila.
Nery parece estar en automático por unos momentos. Sus manos precisas avanzan rápidamente, recolectando cada grano sin dañar los pupos. Cualquiera diría que está a punto de llorar. Sin embargo, en el café de sus iris se refleja añoranza y amor, sentimientos que surgen al pensar en su infancia. Recuerda justo en ese momento la mula que tanto quería su padre y que ella arriaba de pequeña.
Lunes 22 de octubre de 1986, 9:30 a.m.
Una obstinada niña rubia, de siete años de edad, jala la cuerda que amarra a una mula. El animal es mucho más grande que ella, pero la sigue sin rechistar. Los huesudos dedos de La Mona anudan la cuerda en la rama de un pino con la suficiente fuerza para que la mula no se vaya. Mientras la pequeña escala el árbol, la mula Baya, como la nombró Tulio, la observa impasible en su eterno rumiar.
—Tranquila mulita, ya hemos hecho esto antes.
Con una mano se sostiene del árbol y con la otra agarra la silla encima de Baya, no pasa mucho hasta que logra su cometido. La risa de la niña invade todo el potrero de la finca El Recuerdo, mientras dan algunas vueltas. Un instante después, se escucha un potente grito.
—¡Nery! ¿Ya colocaste la olla de la comida? — grita Fanny desde el interior de la casa, acaba de llegar de jornalear.
Han pasado tres años desde la desaparición forzosa de Tulio. Para esta época, los derechos de la mujer ni siquiera eran reconocidos constitucionalmente, por lo que Fanny quedó completamente sola en un contexto campesino de conflicto armado y necesidad económica. Con todo en contra, se vio obligada a relegar su rol de madre, pero logró conseguir el sustento para su hogar.
Mientras tanto, los siete hermanos se vieron en la necesidad de convertirse en adultos metidos en cuerpos de niños, encargarse de apartar el ternero, ordeñar, traer leña, limpiar la casa, prender el fogón, cocinar, entre otros oficios. Desde los más grandes a los más chicos se ayudaron a criar, pero al final no dejaron de ser niños, vulnerables en la ausencia de su madre, desprotegidos por la desaparición forzada de su padre y abandonados por el Estado que, 41 años después, sigue sin asumir su responsabilidad.
¿Cómo el Estado no le dio garantías a mi mamá y a nosotros siendo niños? ¿Cómo no nos garantizan el sustento, sabiendo que hemos perdido un ser querido que provee el alimento? Nery Chimonja. Foto: Juan Camilo Sandoval.
El sábado 3 de septiembre de 1983, el frente 13 de las Farc, arrebató a Tulio de su finca en la vereda El Tabor de Palestina. Su séptimo hijo tenía ocho meses y Fanny no estaba en situación de trabajar, entonces los mayores: Omar de 12 años y Enrique de 10, tuvieron que empezar a trabajar como arrieros; a pesar de su corta edad, lograron ganarse el pan con ayuda de Baya, el único animal capaz de transportar la carga que ningún otro resistía. Mientras Lucy, la hija mayor, se encargaba de los oficios de la casa y atendía a los más pequeños, o así era, hasta que salieron de casa y las responsabilidades pasaron a Bechy y Nery.
—¡Ay Baya! Otra vez me van a pegar — la abraza fuerte y corre en dirección a su mamá. Al llegar, Fanny ya la está esperando con el cable de la plancha y aunque se gana una buena juetera, no suelta ni una sola lágrima.
*** Nery arranca una pepa de café con tanta fuerza que desprende el pupo. Las lágrimas ya no se ocultan y trazan un camino en sus mejillas. Aunque no quería que sus amigos la vieran llorar, sus ojos la delatan. Mira tímidamente su celular: son las 11:00 a.m. y le dice a Carlos— ¡Mueva esas manos, a ver si salimos temprano! — Da ‘play’ a la música. Alza la mirada y recorre el cafetal, del palo más viejo al más joven. Su rostro refleja tristeza, molestia o incluso incredulidad cuando regresa a 1986. ***
—¡Por favor! Llévese todo lo demás, pero no la mulita. ¡Mi mulita no! — La Mona abraza a Baya mientras un hombre la agarra del brazo y la separa bruscamente.
—No Fanny, yo vine acá a hacer negocios serios. Eduque a sus mocosos.
—¡Mamaaaaá, no dejes que se la lleve, mamá! — Fanny la agarra del hombro y de un pellizco la obliga quedarse quieta y gimotear en silencio.
—Qué pena con usted Don Danilo, muchas gracias por su amabilidad — dice guardando los 80 pesos que ganó de la venta de dos caballos y de Baya (la cifra equivale a un valor ilustrativo correspondiente a la desigualdad y mezquindad de la transacción)—. Que tenga su merced, un buen día.
Nery se queda sola en la entrada, observando por última vez a aquella mula que un día fue de su padre y que, tras su desaparición, dio sustento a la familia.
Según el Centro de Memoria Histórica, apenas el 10 de junio de 2011 se puso en vigencia la ley 1448 de víctimas y restitución de tierras, que dicta medidas de atención, asistencia y reparación integral a las víctimas del conflicto armado. Fotografía realizada en el Cementerio de Palestina, Huila, por Juan Camilo Sandoval
Sábado 12 de octubre de 2024, 12:00 m
Sorpresivamente, una pepa de café la golpea en la cabeza. Regresando a la realidad, su mirada busca el culpable.
—Ole monita, pero qué es qué tanto piensa —dice Angie lanzando una segunda pepa — Va a llover y usted sigue en el mismo palo.
—¡Ja! más bien mueva esas manos que la quedada es otra y no me tiré el café, no ve que cada pepita cuenta. A ver veo cómo va ¿Ya llenó el coco? — Se percata que su amiga ya llevaba más de la mitad — Ve esta berraca me salió buena pa’ coger café. — Gira en dirección a Carlos y suelta un suspiro. — No, pero usted parece que no ha cogido café en su vida. Vea, usted tiene que tomar solo la pepa, esto verde que está cogiendo, no lo hagas porque de este pupito vuelve a salir la flor, si lo arrancas… — Es interrumpida por Angie.
—Póngale cuidado que ya va a empezar la profe. — Una risa picara hace eco en el cafetal.
—No me diga que usted también es profesora —murmura Carlos alzando sus cejas con incredulidad.
—Pues le cuento que aparte de ser lideresa campesina, soy etnoeducadora, y me encanta, porque no
necesito estar en cuatro paredes para enseñar. La etnoeducación como dice Pablo Freire es hacer resistencia en un territorio a través de la educación popular.
—¿Pero Nery, usted dónde la ejerce o cómo es el cuento?
Nery suelta una risita, responde — Eché pa’ acá y le cuento esa historia. Cuando yo estoy en la Zona de biodiversidad, los niños llegan después de su colegio…
Nery relata que los niños de la vereda la visitan y pasan el día con ella. Mientras le ayudan, aprenden a sembrar, cosechar, desherbar, recolectar comida para los cuyes y limpiar los árboles que están sembrados en memoria de las víctimas de desaparición forzada. Pero no todo gira en torno al fortalecimiento de la siembra; también les apoya con las tareas que les dejan sus profesores.
—Cuando terminamos las tareas, les digo: vamos a ver una película, porque es importante que aprendan que no todo es estudiar, hay que buscar tiempo para divertirse. Y eso, amigo Carlos, es la etnoeducación: hablar con los niños, escucharlos y hacerles sentir que sus ideas, opiniones y acciones valen oro. Estudiar es importante, pero aprender del campo también, porque así se siembra vida.
—Nery me dejas sin palabras, esta bacana esa forma de enseñar.
El informe ‘LEE’ de la Universidad Javeriana revela que uno de cada diez estudiantes colombianos pertenece a un grupo étnico o campesino. Sin embargo, la falta de recursos para equipar aulas y capacitar docentes provoca que solo el 11, 9 % de las sedes educativas tengan un modelo etnoeducativo.
—¡Claro! Es fantástico porque ellos desde muy pequeños desarrollan un arraigo a la tierra, aprenden a sentirse orgullosos de ser campesinos y permanecer con valentía en el territorio — sonríe mientras vierte el café en un costal. — Necesitamos que aprendan que, si trabajamos en unidad, y no en egoísmo como nos han inculcado, es posible tener un territorio colectivo. Debemos inculcarles que hay que seguir
avanzando para que siga viva la memoria. Nosotros abrimos la brecha para su generación y las que les siguen, porque si nos dejamos quitar el territorio, habremos perdido toda nuestra lucha.
“No es solo enseñarles que deben estudiar para surgir como personas, es que luego vuelvan al territorio y pongan sus conocimientos al servicio de la comunidad y el territorio”. Nery Chimonja. Foto: Juan Camilo Sandoval
Sábado 12 de octubre de 2024, 13:30 p.m.
—Y bueno Carlos, como le venía contando. A través de la etnoeducación se les motiva para que todos los niños se sientan felices; a que exploren sus capacidades, y que entiendan que no ser bueno en algo no los hace brutos, cómo me decía una profesora; al contrario, cada uno tiene habilidades distintas.
—¿A Nery le iba mal en la escuela? —Los ojos de Carlos están abiertos de par en par.
—No es que me fuera mal… yo no tenía las condiciones dignas para poder adquirir el conocimiento.
—¿Cómo así?
—Cuando yo estaba en segundo de primaria, tenía una profesora que solo sabía corregir con reglazos o golpes en la cabeza. Esa profesora me hizo sentir que era bruta, odiar la escuela y odiarla a ella. Imagínense, para ese entonces yo dejaba ordeñando antes de ir a la escuela, llegaba con barro y me hacían lavar los zapatos, entonces aparte de que me golpeaba, me quedaba con los pies enlagunados todo el día.
—Mona, pero usted odiaba a los profesores y se convirtió en uno— dice Angie.
—Yo no odiaba a los profesores, yo odiaba a esos que hacen que una le coja fastidio al estudio, porque no saben que para educar hay que corregir con amor, no maltratar porque cuando crezca voy a repetir ese maltrato. Por eso cuando estoy reunida con mis niños, lo hago con el corazón. Pues ser etnoeducadora es defender la vida. A través de esto soy abogada, soy médica, médica naturista, médico tradicional, soy campesina, soy afro, soy indígena, soy mujer, soy vida; eso es la etnoeducación, cubrir todas las necesidades, fuera de un espacio de cuatro paredes. —Nery hincha su pecho, orgullosa de lo que acaba de compartir.
—Uy Monita, pero ¿cómo fue que escogió esa carrera?, porque primera vez que yo escucho eso de etnoeducación y usted tiene pinta como de periodista. Hasta la he escuchado en entrevistas o en videos registrando las cosas que pasan en la vereda —expresa Carlos frunciendo el ceño.
Nery camina al son del sonido de sus botas al chocar con la tierra mojada, se acerca a un nuevo palo de café, gotas de sudor bajan por su cara, se limpia con el brazo la frente y se voltea con una sonrisa de oreja a oreja, enseñando todos sus dientes y achicando los ojos, dice:
—No le voy a mentir, yo quería ser abogada y me presenté a la Universidad del Cauca, pero no pasé. Luego me dijeron que tenía pinta de médica porque soy berraca pa’ la sangre, pero tampoco. Entonces, conocí la etnoeducación por mi gran amiga María Eugenia Mosquera, representante legal de Comunidades Construyendo Paz en Colombia (CONPAZCOL), luego le cuento esa historia —guiña un ojo en su dirección— y quedé enamorada. Pero hágale, mueva esas manos, le cuento como fue para que en pleno 2006, una mujer y campesina entrara a la universidad.
Nery narra que viajó a Popayán para presentar el examen de admisión en la Universidad del Cauca, para aquel entonces solo daban 100 cupos para ingresar. Estaba nerviosa, se sentía pequeña e inexperta ante los otros postulantes, pero iba a dar lo mejor de sí para ganarse un cupo. Gran sorpresa se llevó cuando les pidieron presentarse y era la única que no tenía un cargo en una entidad pública.
—Cuando llegó mi turno me coloqué de pie y dije: muy buenos días, mi nombre es Nery Chimonja Coy, vengo de Palestina, Huila. El municipio más joven del departamento y soy campesina… ¡pumm! me volví a sentar; el discurso se me acabó. Y claro, como cada que salgo a la ciudad, visto de traje, tacones y por más que labre la tierra, me gusta tener impecables mis uñas; entonces, no faltó la que dijera: ‘Pero esta de campesina no tiene nada’. Esas palabras hicieron que me hirviera la sangre.
—¿Pero le respondiste, Monita?
—¡Claro! Ella que dice eso y yo le digo al compañero que seguía: ‘Permítame compañero’. Giro en dirección de la chica: ‘Defíname qué es un campesino para usted ¿Es una persona que tiene chucha, pecueca, habla mal y tiene un sombrero arrancado? Pues déjeme decirle que usted tiene una mala representación de los campesinos. ¡Yo lo soy! Ser campesino no significa que soy ignorante, ser campesino significa que yo vengo a adquirir conocimientos para poder permanecer en un territorio y eso su merced no me lo va a quitar por una vestimenta que yo lleve actualmente’.
Nery suelta una risilla al transportarse a ese momento, deja el coco y se sirve un vaso de limonada que su hermana Bechy trajo mientras contaba su historia, y luego de un profundo suspiro dice— Olé, así sí nos está rindiendo, debí empezar a hablar desde antes para motivarlos —suelta una carcajada que contagia a sus amigos y sigue:
—Haber dicho eso para aquel entonces, me permitió ser escogida. Yo siempre he dicho que todas y todos deberíamos tener nuestra identidad bien definida, no importa cuántos títulos obtengamos en la vida, sean diplomados, doctorados o magister. No hay que olvidar de dónde venimos; ni a la familia y lo que representamos para ellos porque estarías perdiéndote como ser humano.
A Nery, su identidad campesina le permite seguir viva en el territorio y hacer resistencia desde un pensamiento empático, tanto con el ser humano como con la naturaleza, que empieza desde la solidaridad por ejemplo “en el momento en que al vecino le duele la cabeza y puedes ofrecerle un remedio sano, a través de una planta medicinal, calmar su dolor y decirle aquí estoy, no te preocupes ¿en qué puedo ayudarte?”.
“Yo no soy de caras serias, soy pura risa y me gusta que mis fotos retraten mi felicidad”. Nery Chimonja. Foto: Juan Camilo Sandoval
—Y esa soy yo, Nery Chimonja Coy. ¿Sabe que berraco? ¡Venga y nos tomamos una foto! —recoge su teléfono, pero al encender la pantalla suelta un—¡Juepuerca, ya son las 2:00 p.m. ¡Me tengo que ir pa’ la zona! Angie, la espero mañana para que hablemos de cómo fue la conmemoración de los 41 años de mi papá. ¡Bechy! Me llevo este café pa’ la mandala.
Nery se despide de la finca El Recuerdo, se amarra el coco a la cintura, enciende su moto y carga consigo sus recuerdos y la memoria de las historias que el Estado continúa olvidando.
La desaparición forzada de Tulio Enrique Chimonja marcó un antes y un después en la vida de su familia. En la incertidumbre siguen buscando respuestas, esperando por él, pero conscientes de que, donde sea que esté, estará orgulloso del trabajo que cada uno de ellos está construyendo al apostarle a la paz.
Aunque en ocasiones sientan el impulso de detenerse, devolverse o incluso abandonar el proceso, no alcanzan las palabras para describir estos 41 años de búsqueda, vividos día tras día, llenos de anécdotas, resiliencia, lucha y de una intensa voluntad de restaurar el territorio.
—A veces me pregunto ¿Por qué soy tan alegre cuando he vivido tanto sufrimiento, tanto abandono y sobre todo tanto maltrato por parte de tantas personas? ¿Cómo, en medio del dolor que hemos vivido como hermanos tanto en nuestra memoria como en nuestro cuerpo, terminamos siendo todas y todos defensores de derechos humanos y siendo solidarios? Es un proceso difícil, pero decidimos pagar mal con bien y espero que este proceso llegue a otras familias y, apacigüe, aunque sea un poco, el sentimiento de pérdida que hay en sus corazones.