La noche que la fuerza pública se llevó al esposo de Sergia, 3 de sus hijos estaban allí. Tenían 3, 4 y 6 años. Foto: Laura Campos Encinales
“Yo sé que no va a volver pero necesito una prenda, los restos, algo”, dice Sergia Flores, una mujer de 67 años frente a una cruz blanca de tres metros, a donde lleva flores en recuerdo de su esposo Albino, a quien vio por última vez hace 35 años. La cruz está anclada en La Hoyada, un antiguo campo de tiro de un cuartel militar de Ayacucho en el que encontraron 109 restos humanos y donde se estima que todavía quedan 500. Todos fueron incinerados y sepultados por miembros de las fuerzas militares de la época. La cruz fue colocada como un símbolo de la memoria a pedido de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (Anfasep), el primer colectivo fundado por mujeres que buscaban a sus esposos, hijos y nietos en depósitos de cadáveres y cuarteles en plena efervescencia de los años de violencia en Ayacucho (1980-2000).
Sergia vive con un gran temor, el mismo que acompaña al resto de mujeres que conforman Anfasep: morirse sin saber qué sucedió con su esposo. Eso pasó con Angélica Mendoza de Ascarza, “Mamá Angélica”, la principal luchadora por los desaparecidos en Perú, que murió a finales de agosto de 2017, diez días después de escuchar la sentencia judicial que ratificó que su hijo fue asesinado en La Hoyada, en 1983. “Si me pasa lo de ‘Mamá Angélica’ no voy a tener paz”, dice Sergia.
La justicia ha estado ausente en el drama de la desaparición forzada. “Siempre jugó del lado de los agentes del Estado. Por décadas, la Fiscalía no hizo nada por investigar los casos aun cuando las denuncias crecían desbordadamente y sugerían que allí había algo sistemático”, asegura Carlos Rivera, abogado del Instituto de Defensa Legal, organización no gubernamental que se ha dedicado a acompañar legalmente los casos de los familiares de los desaparecidos.
Las mujeres de ANFASEP, la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú, llevan buscando a los desaparecidos de la época de la violencia desde 1983. Foto: Laura Campos Encinales.
Para Rivera, esta larga lucha está marcada por una estocada tras otra. En 1995, trece años y varios gobiernos después de que hubieran empezado los abusos propios de la militarización, el presidente Alberto Fujimori promulgó la ley de amnistía, que prohibía investigar a cualquier agente del Estado por violaciones a los derechos humanos.
En 2001, cuando cayó ese gobierno e inició la transición hacia la democracia se reactivaron las investigaciones. Sin embargo, lo que se ha hecho hasta el momento es poco. Sobre los culpables de las desapariciones casi no hay información. No existe una estadística actualizada acerca del número de denuncias o de condenas por las desapariciones. Se sabe que son muy pocos casos pero se estima que en el 55 por ciento de ellos se castiga al responsable y en el 45 por ciento lo absuelven, lo libran de toda culpa, apunta Rivera.
A las sentencias que hay, dice el abogado, les falta algo, quizás lo más importante para una víctima: información sobre el paradero de su ser querido. El Estado nunca les ha exigido a los acusados decir dónde están los restos de los desaparecidos, ni siquiera a aquellos que se acogieron a la confesión sincera o la colaboración eficaz, que permite al procesado una reducción importante de su condena a cambio de dar información para alcanzar la justicia, asegura Rivera.
Testimonio de ‘Mamá Angélica’ sobre su hijo desaparecido. Crédito: Lugar de la Memoria.
A pesar de todos estos antecedentes, en diciembre de 2017 se produjo un nuevo golpe: el entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski concedió el indulto a Alberto Fujimori por supuestas razones humanitarias, una decisión que fue interpretada como el pago de Kuczynski por el apoyo político que una parte de los fujimoristas le brindaron en el juicio político que la oposición le practicó el 21 de diciembre por sus supuestos nexos con Odebrecht, la constructora brasileña implicada en distintos casos de corrupción en Latinoamérica.
Meses después la oposición fujimorista publicó audios y videos que muestran a Kenji Fujimori, hijo del exmandatario, y a otros congresistas de esta bancada intentado comprar el voto de algunos parlamentarios para evitar la destitución de Kuczynski. En medio del escándalo y tras solo 20 meses de haber sido nombrado como presidente de Perú, el 21 de marzo de 2018, Pedro Pablo Kuczynski renunció.
Reactivos vencidos
Para avanzar en la identificación de las víctimas, las autoridades deben tomar varias medidas urgentes. El análisis de las muestras de ADN de los familiares de los desaparecidos, demanda unos reactivos químicos que, en múltiples ocasiones, han desbordado el presupuesto anual para investigaciones forenses, según diversas fuentes consultadas.
Lo preocupante es que se trata de una carrera contra el tiempo. Los restos permanecen bajo tierra durante tres décadas, lo cual genera un impacto en el estado en que se encuentran y se reducen las posibilidades de identificar a las víctimas como en el caso Río Blanco. La mayoría de los familiares de los desaparecidos rondan los sesenta años; varios han ido muriendo. Pero aún hay más de mil 500 familiares esperando resultados de ADN para el reconocimiento de los restos de las víctimas, según Luis Zuñiga, biólogo del área de Lesa Humanidad del Laboratorio de Biología molecular y genética del Instituto de Medicina Legal.
En marzo de este año, María Bermejo, subgerente del Laboratorio de Biología Molecular y de Genética del Instituto de Medicina Legal, dijo a Convoca.pe que nunca hubo un presupuesto específico destinado a la identificación de los desaparecidos en el periodo de violencia debido a que éste siempre ha estado dividido en pruebas de paternidad y criminalística.
“Los casos en donde ya han sido identificados los restos, cuenta Bermejo, se realizaron con el presupuesto del proyecto Fortalecimiento Laboratorio Ayacucho 2011-2012, donde el Ministerio Público con apoyo del Ministerio de Justicia accedió a 1 millón cien mil soles, aproximadamente, [el equivalente a 300.000 dólares]”. Según ella “se pudieron resolver más casos pero no le dieron un adecuado uso al dinero, se compraron reactivos que no se utilizaron y que ahora se encuentran vencidos en el laboratorio, sin contar que se contrató personal sin experiencia que no realizó bien su trabajo”.
Sobre el terreno de La Hoyada aún permanece el tanque de gasolina (al fondo) que abastecía los hornos crematorios donde la fuerza pública quemaba a los civiles que capturaba por presuntamente ser subversivos. Foto: Laura Campos Encinales.
Este año, añadió la funcionaria, se programó con la Fiscalía la atención de los casos pequeños de lesa humanidad. “Para los casos grandes se están contemplando proyectos para que por medio de ellos se implemente un nuevo laboratorio en Lima con personal especializado y con su propio presupuesto (los proyectos demandan aproximadamente 8 o 10 millones de soles)”.
Pero estas noticias no llegan a los territorios donde viven los familiares de los desaparecidos. Sus pueblos generalmente no tienen acceso a Internet y la señal de televisión falla mucho; se sienten lejos de todo. El tiempo transcurre más lento sin saber qué pasó con los Oswaldo, los Albino, las Edith, los Leonidas y otros campesinos que desaparecieron a comienzos de los ochenta.
Pelagia Echaccaya es uno de esos familiares. Tiene 81 años y habla quechua. Tampoco tiene dos de los hijos que trajo al mundo. Uno desapareció en la selva y al otro, Teófilo, se lo llevó Sendero Luminoso el 12 de mayo de 1983 en la incursión al caserío Río Blanco. Ella asistió en 2008 a la exhumación del sitio de entierro donde presuntamente estaba enterrado Teófilo. “Nada pasó, no era él”, nos dice con la ayuda de un intérprete mientras ella se seca las lágrimas por el dolor que le produce no saber nada de sus hijos. Casi al final de nuestra conversación, Pelagia le comunica algo al intérprete: “El de la selva quizás esté vivo, de pronto no supo él cómo regresar”.
Pelagia Echaccaya solo habla quechua. Uno de los aspectos que más ha jugado en contra de las víctimas de la violencia en Perú es que no hablan español. Su idioma es el quechua y se cree que muchas de sus declaraciones han sido malinterpretadas. Foto: Laura Campos Encinales.
El Estado tampoco ha brindado un acompañamiento psicosocial pertinente a los familiares, en especial a las mujeres, quienes difícilmente aceptan la muerte del desaparecido, lo buscan en la calle todo el tiempo, inventan fábulas e incluso adoptan hábitos para no desfallecer.
“Supe de una señora que se levantaba de madrugada y ponía en la ventana platos de comida esperando que sus hijos llegaran a comer….”.
Gloria Cano, directora de APRODEH, una de las ONG que acompaña a las familias.
Durante los treinta años que Pelagia, Sergia y el resto de familiares llevan buscando a sus familiares, la presencia del Estado ha sido escasa principalmente para acceder a la justicia. Son ellas las que casi siempre tienen que movilizarse a hacer las diligencias necesarias para que la investigación avance, ya sea en Huamanga, a cinco horas en bus desde el caserío Río Blanco, o a Lima, a más de 14 horas.
En ocasiones tienen que pagar su propio transporte, unos 120 soles (36 dólares) ida y vuelta aproximadamente, cuando sus ingresos mensuales por los cultivos que siembran o los ponchos que tejen, rondan los 100 soles (unos 30 dólares). Y cuando finalmente les entregan los restos de sus familiares comienza otra tragedia: el traslado.
El doloroso trasladado de los restos de sus familiares también forman parte de esta cadena de deudas. Eva Esteban, psicóloga del Comité Internacional de la Cruz Roja en Ayacucho, ve la siguiente situación de manera recurrente:Muchos de estos crímenes ocurrieron en Ayacucho. Su nombre, que viene del quechua, es casi una premonición: “rincón de las almas o de los muertos”. El impacto de la violencia en este territorio se expresa en estas cifras: 8 mil 660 muertos y desaparecidos. Tan grande que, en su momento, la CVR planteó que si la tasa de víctimas reportadas respecto a la población de Ayacucho hubiera sido similar en todo el país, la violencia habría ocasionado un millón 200 mil muertos y desaparecidos de los cuales 340 mil le corresponderían a Lima, la capital del Perú.
– Generalmente los conductores de buses o taxis no las dejan subir con el osario –dice Eva.
– ¿Por qué?– preguntamos.
– Dicen que la muerte trae muerte
– ¿Y entonces?
– Desempacan los huesos, los meten en el bolso, marcan el osario como una caja de encomienda o, a veces, lo empacan en un costal. Como si fuera un bulto de papa.
Del total de víctimas reportadas por la CVR, el 79 por ciento vivía en zonas rurales, el 56 por ciento trabajaba en actividades agropecuarias, el 75 por ciento tenía el quechua u otras lenguas nativas como idioma materno, y el 68 por ciento tenía un nivel educativo inferior a educación secundaria. Foto: Laura Campos Encinales.
El nuevo registro y el banco
En 2016 surgió una esperanza. Luego de que la evidencia diera cuenta que por la vía judicial se tardaría décadas en encontrar a los desaparecidos, se aprobó la Ley de Búsqueda de Personas Desaparecidas con un enfoque distinto. “En el mundo, apenas cuatro países se han atrevido a hacerlo; de Latinoamérica, solo Colombia y Perú”, dice Rafael Barrantes, quien hasta octubre de 2017 estuvo encargado del Programa de Búsqueda de Personas Desaparecidas del Comité Internacional de la Cruz Roja en Perú.
Barrantes destacó el carácter humanitario de la norma, que prioriza “la búsqueda, identificación y restitución del desaparecido a sus familiares y no la responsabilización de los culpables”. De esta manera, el Estado peruano, en vez de ofrecer verdad a través de un proceso judicial, reparación, a través de una sentencia, y búsqueda de personas desaparecidas mediante investigaciones judiciales, se compromete a crear una infraestructura dedicada exclusivamente a encontrar al desaparecido y a entregárselo a su familia.
Esta es La Hoyada, el antiguo campo de tiro del cuartel militar Los Cabitos, donde se han encontrado 109 restos incinerados y sepultados, y se estima que hay 500 más bajo tierra. Foto: Laura Campos Encinales.
Con la ley, la entidad que quedó a cargo del tema es la Dirección General de Búsqueda de Personas Desaparecidas, creada en junio de 2017, como parte del Ministerio de Justicia. Como primera tarea, presentó en abril de este año, el Listado Base del Registro Nacional de Personas Desaparecidas y Sitios de Entierro (Renade), que asciende a 20 mil 329 personas durante el periodo de violencia (1980-2000). Se trata de una primera mirada de las personas desaparecidas en Perú con el nombre de cada persona, lugar, fecha de la desaparición y las circunstancias en las que ocurrió el hecho.
Durante la presentación del registro, el Ministerio de Justicia admitió que «desconoce o es incierto el paradero” de 13 mil 764 personas, que se conoce el destino de 5 mil 700 personas aunque “no se tiene certeza legal de su muerte». El registro tiene como fuente de información los casos recogidos por el Estado, la Comisión de la Verdad y los organismos de derechos humanos.