Quien haga memoria de los hitos del conflicto armado en Huila, en el suroccidente del país, tendrá en el radar las mayores cicatrices que ha dejado la confrontación entre grupos armados durante los últimos 40 años: el desplazamiento forzado y los asesinatos contra la población civil. Según el Registro Único de Víctimas (RUV), la base de datos oficial que reporta las victimizaciones del conflicto desde 1985, Colombia tiene por lo menos 9 millones de víctimas, de las cuales 185.000 son de este departamento. Del total nacional, 6.000 son personas que se identifican con Orientación Sexual, Identidad y Expresión de Género Diversa (OSIEGD), el acrónimo sinónimo de Lesbianas, Gais, Transgéneros, Transexuales, Bisexuales, Intersexuales, Queer (LGTBIQ+). Aunque no hay un dato específico de cuántas de estas últimas pertenecen al Huila, el RUV indica que, en junio pasado, 459 personas del departamento sufrieron delitos contra la libertad y la integridad sexual en el desarrollo del conflicto armado.
La dificultad de encontrar datos que dimensionen las violencias contra la población OSIEGD del Huila está asociada con el subregistro. Según Edna Yiceth Aragonez García, líder encargada del Programa de Diversidades Sexuales en el municipio de Neiva, y entrevistada por este proyecto periodístico, hay dos factores que lo explican: “La ubicación geográfica, una población que tiende a ser mayormente conservadora, machista y que discrimina; también la persistencia del conflicto en el territorio. Todo esto contribuye a que se silencien los relatos y que no se denuncie”.
Esta realidad ha sido advertida por informes nacionales como ‘Vivir bajo sospecha’, publicado en 2017 por Colombia Diversa, una organización no gubernamental que defiende los derechos de la población LGTB en el país, y que documentó las historias de víctimas del conflicto armado de esta población en el municipio de San Onofre (Sucre) y en Vista Hermosa (Meta). A partir de sus historias, cuyas victimizaciones ocurrieron entre 2001 y 2003, el informe señala que “la violencia hacia las personas LGTBIQ+ se perpetuó bajo incipientes niveles de protección por parte de las entidades estatales y la ausencia de garantías para la protección de sus derechos humanos”.
Según el mismo informe, el silencio de estas víctimas se refleja en el subregistro relacionado con factores como la desconfianza institucional, la falta de conocimiento de sus derechos, la posibilidad de revictimización por parte de funcionarios, la existencia de grupos armados o, incluso, el temor de “descubrir su orientación sexual o identidad de género cuando aún no lo han mencionado dentro de sus grupos familiares”.
En el Huila, la historia no es distinta. Luciana Gorrón Avendaño, investigadora y activista por los derechos LGTBIQ+ en Neiva, en conversación con este proyecto periodístico, explica que “las investigaciones hechas en el país, referente a la población diversa, no dan cuenta del Huila. Acá hay una ausencia de cifras enorme, que se debe a la falta de voluntad política de los entes territoriales. Por ejemplo, en las anteriores administraciones municipales no se conoció el trabajo de la Secretaría de Derechos Humanos frente a ese tipo de información”. La investigadora asegura que la política pública local y departamental carece de un enfoque de género, como puede constatarse en los Planes de Desarrollo.
Lo que explican las expertas lo describen las protagonistas de esta historia, una de ellas del municipio de Algeciras, la otra de Gigante y la otra de Neiva. En un departamento donde viven por lo menos un millón de personas, como lo indica el censo del Departamento Nacional de Estadística (Dane), 159.000 han sido víctimas de desplazamiento y 22.000 de asesinatos por el conflicto armado, según el RUV.
En los municipios donde nacieron y fueron victimizadas por su orientación sexual, identidad y expresión de género, la dimensión del desplazamiento es alta; en algunos casos, casi equivalente a haber desocupado casi todo el territorio, como lo reportan las cifras de la Unidad de Víctimas. Así sucede en Algeciras, donde habitan 24.000 personas y en casi cuatro décadas fueron expulsadas de manera violenta 19.000 de ellas. En Gigante, la población es de 22.000 personas y en el mismo periodo fue desplazada más de una tercera parte de sus habitantes, con 6.700 casos reportados. Por su parte, en Neiva han sido desplazadas 54.000 de las 384.000 personas que habitan la capital huilense, equivalente al 14 % de su población.
Huila ha sido epicentro de la disputa por el control territorial entre grupos armados ilegales. Como lo documenta el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), desde 1965 esta región fue considerada por las extintas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) como un cruce de caminos hacia los departamentos de Caquetá, Cauca, Tolima y Meta. Durante los diálogos de paz con el Gobierno de Andrés Pastrana Arango (1998-2002), las Farc se fortalecieron en este territorio, “sus frentes armados hicieron presencia en los municipios de Baraya, Tello, Algeciras, Guadalupe y Acevedo; además, las tomas guerrilleras que se llevaron a cabo en ese periodo dejaron a varios municipios del departamento sin puestos de Policía. También se incrementó el número de secuestros extorsivos en la región”, documenta el libro La marcha de luz: memoria de un pueblo. La masacre de nueve concejales, del CNMH. Uno de estos hechos fue registrado el 26 de julio de 2001, cuando esta guerrilla secuestró a 15 personas en pleno corazón de Neiva.
Rotos los diálogos de paz en 2002, la violencia continuó con la incursión de los paramilitares al territorio. En el proceso de Justicia y Paz, desmovilizados de las antiguas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) relataron que facciones de los bloques central Bolívar y Calima llegaron al Huila para disputarle la región a la guerrilla. La población también comenzó a sufrir la violencia de este grupo armado, como la masacre de Suaza, cometida el 18 de marzo de 2003, cuando seis personas fueron secuestradas, torturadas y asesinadas en ese municipio. En medio de ese ‘pulso’ sobre quién controlaba por la vía armada el territorio, las entonces Farc cometieron la masacre de Rivera el 27 de febrero de 2006, asesinando a nueve concejales del municipio.
Por su parte, por lo menos 74 miembros del Ejército han reconocido su responsabilidad en el asesinato de 200 civiles en Neiva, casos investigados jurídicamente como “ejecuciones extrajudiciales” y conocidos coloquialmente como “falsos positivos”, cometidos entre 2005 y 2008. De esta manera lo documentó la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y constató en la reciente Audiencia Pública de Reconocimiento y Aceptación de Responsabilidad, realizada el 8 y el 10 de agosto en la capital huilense. Según informó el medio RTVC Noticias, en esta audiencia los miembros de la fuerza pública implicados en estos crímenes aceptaron haber profundizado las dinámicas de la violencia para mostrar resultados operacionales cuando presentaban a estos civiles como “positivos” o “guerrilleros muertos en combate”.
Como lo documentó el informe ‘Colombia adentro’, de la Comisión de la Verdad, los hechos descritos ocurrieron en medio de la confrontación de guerrillas, paramilitares y miembros de la fuerza pública, en una región que conecta al centro con el sur del país, con salida al Sumapaz, la Amazonía y el Pacífico. Esta es una región además rodeada por departamentos como Putumayo, Caquetá y Cauca, donde persisten los cultivos de coca con fines de uso ilícito y la explotación de oro de aluvión, como lo señalan los informes Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc).
La preocupación de las víctimas es que el conflicto no es un asunto del pasado. La Defensoría del Pueblo ha emitido por lo menos cinco alertas tempranas entre 2023 y lo que va de 2024, advirtiendo la persistencia y el recrudecimiento del conflicto en el departamento por cuenta del rearme y de la confrontación entre disidencias y bandas criminales. La más reciente fue emitida el pasado 24 de junio, cuando el organismo del Ministerio Público señaló un riesgo de reclutamiento forzado de menores de edad cometido por el bloque central Isaías Pardo, del Estado Mayor Central, una disidencia de la desmovilizada guerrilla de las Farc en el municipio de Íquira, Huila.
Las siguientes historias son las de tres sobrevivientes del conflicto armado de la región, que, en ese contexto, sufrieron con más intensidad victimizaciones por su orientación sexual, identidad y expresión de género diversas. Sus relatos evidencian los silencios y las exigencias por su reconocimiento, pero, sobre todo, por lograr una reparación integral.
Victoria Naranjo, tránsitos por la guerra en carne propia
“Tenía 10 años cuando nos desplazaron, tuvimos que irnos con mi mamá sin nada, con la mera ropa. Nosotras vivíamos en una vereda de Algeciras, esa parte siempre ha sido muy peligrosa… A mi mamá y a mí nos dijeron que saliéramos en menos de 72 horas del pueblo y así fue, nos fuimos solas porque mi papá nos había abandonado hacía ya tiempo”.
Vicky es una mujer trans de 54 años que ha sufrido los impactos de la violencia física y psicosocial por su identidad de género. Ella espera que el Estado reconozca sus derechos y repare integralmente a todas las víctimas del conflicto en el departamento. Foto por Bryllett Chaux.
Con estas palabras, Victoria Naranjo, Vicky para sus amigos, recuerda los hechos que la convirtieron en una víctima del conflicto armado en 1980 en ese municipio huilense, a dos horas de Neiva, la capital. Mientras conversa con este proyecto periodístico, se recoge el cabello y mira hacia la distancia del parque central, recuerda que “en el pueblo mataban a la gente diferente, mataban al que hablaba, también amenazaban por cualquier cosa. A nosotras nos dijeron que estábamos colaborando con los otros; aunque yo no recuerdo quiénes eran los otros, nunca supe si eran guerrilleros o paras. El caso es que nos fuimos”. Vicky cuenta que, tras las amenazas, salieron de la vereda hacia el casco urbano de la capital huilense.
Es una mujer trans y trabajadora sexual, tiene 54 años de edad y en su rostro moreno lleva las cicatrices de una vida de dificultades. Nació en el municipio de Algeciras, un pequeño pueblo del suroccidente del departamento, lugar que por su condición geográfica es un corredor estratégico para el ingreso al departamento de Caquetá, por los municipios de Puerto Rico o San Vicente del Caguán.
Vicky, como le dicen de cariño a Victoria Naranjo, sostiene una imagen de su peluquería, el emprendimiento con el que ha logrado hacerles frente a las pocas oportunidades laborales siendo mujer trans. Foto por Bryllett Chaux.
Según el informe ‘Colombia adentro’, de la Comisión de la Verdad, y Reconstruyendo Algeciras, una obra del artista huilense Mario Guzmán, la violencia desatada en Algeciras fue producto de una confrontación abierta entre las extintas Farc, con la columna móvil Teófilo Forero, y miembros de la fuerza pública, que dejaron una cifra mayor a las 21.000 víctimas, según el RUV. En medio de esta disputa, la población sufrió amenazas, atentados, despojo de sus tierras, reclutamiento de sus hijos, también asesinatos de sus seres queridos y desplazamientos.
Vicky relata cómo siendo una niña se enfrentó al trabajo sexual para tratar de sobrevivir en la ciudad. “Empecé a los 14 años. Antes de eso vendía chance por las cantinas, pero eso no daba. Veía a mi mamá pasando muchas necesidades y como los hombres me hacían esas proposiciones, pues yo le hice”, comenta. Para ese entonces no había tenido oportunidad de entender por completo su orientación sexual o identidad de género, viviendo en el cuerpo de un hombre, pero reconociendo que no le atraían las mujeres. “Cuando estaba pelado empecé a hacerme mi propia ropa, con retazos me hacía mis faldas, pero mi mamá puso mucho problema”, agrega.
Vicky recuerda con fotografías las dificultades que han afrontado ella y su mamá desde que fueron desplazadas del municipio de Algeciras. Foto por Bryllett Chaux.
También explica que la transformación total de su cuerpo ocurrió tras un viaje a Bogotá, donde ejerció su trabajo por algunos meses y logró ahorrar algo de dinero. “Con lo del viaje cambié mi cuerpo y cuando volví a Neiva ya era una mujer. También me cambié el nombre. Había una actriz muy bonita que se llamaba así y por eso me lo puse”, comenta.
La mirada de Vicky, envuelta en un aura de melancolía y seriedad, rememora las violencias encarnadas en su cuerpo, ha sido víctima de amenazas, heridas con arma blanca, robos y señalamientos. Según recuerda, en 2021 fue víctima de tentativa de transfeminicidio después de ser atacada por un hombre que, con un machete, pretendía robarla. “Estaba trabajando en el lugar de siempre, pero estaba sola porque las chicas aún no habían llegado. En eso llegó un tipo y quiso robarme… Me macheteó la espalda, los brazos y las manos, ese día perdí un dedo de la mano izquierda”, relata mientras muestra las heridas que le quedaron.
Vicky atesora las imágenes con las que comenzó su cambio físico, en su proceso de autorreconocimiento como mujer trans. Foto por Bryllett Chaux.
Con el paso de los años y las experiencias, Vicky ha fortalecido su rol como madre en el sector de las mujeres trans, ejerciendo liderazgo y representación ante las diferentes instituciones en la ciudad y el departamento. Según explica, su reto es impulsar esfuerzos para lograr reparación y justicia, porque “uno esperaría que se repare a las víctimas, pero no ha sido así… No nos prestan atención cuando declaramos, no nos destinan ningún recurso, ni para un par de zapatos o una bolsa de agua, en mis 54 años así ha sido”.
Niña Gigante. El arte, la memoria y la cicatriz
Una taza de café caliente acompaña a Camila Díaz mientras se dispone a iniciar su relato con este proyecto periodístico. El ladrido de los perros de fondo genera un ambiente de nostalgia y cercanía. En ese momento, Camila cuenta que es una joven bisexual víctima del conflicto armado y que junto a su familia sufrió varios episodios que hoy convierte en canciones y piezas de arte. “Vivía con mi familia en Gigante hasta que a mi abuelo lo empezaron a extorsionar… había mucha zozobra en el pueblo, incluso en la casa aterrizó un día un helicóptero y todo quedó dañado. Todo lo que estaba pasando hizo que nos desplazáramos hacia una vereda que se llama Potrerillos, mi abuelo vendió la tierra barata, muy barata, y nos fuimos para allá”, recuerda.
Camila nació en el municipio de Gigante, Huila, en el Hospital San Antonio en 1999. Creció en medio de una guerra por el control territorial desatada entre las antiguas Farc y los paramilitares. “Al momento en que yo nací, mi familia afrontaba las prohibiciones para salir durante ciertas horas. Me cuentan que también había atentados con tanques de gas, amenazas, asesinatos, redadas, señalamientos y extorsiones”, afirma.
Camila Díaz, mujer bisexual víctima del conflicto armado. Ella es uno de los rostros de las víctimas de Gigante, un municipio donde el conflicto armado ha desplazado a 6.700 personas en los últimos 40 años. Foto por Bryllett Chaux.
La disputa territorial entre estos grupos armados tenía como causa el control sobre la vía que conecta a este municipio con el de Garzón, explica Camila. Según relata, Potrerillos, territorio al cual llegaron tras dejar Gigante, estaba mayormente controlado por las Farc y “no cualquiera podía vivir ahí”. Adquirieron tierra y se organizaron, sin embargo, dado el periodo de violencia que afrontó el municipio de Gigante, su economía se vio debilitada progresivamente, haciendo insostenible un mercado agrícola para los pequeños campesinos. Tras esta situación, y cuando Camila había cumplido ya 7 años, su madre decidió llevarla a Neiva.
La ciudad significó un choque violento para ella porque “desde que llegué a Neiva tuve una sensación constante de vulnerabilidad. Empecé a experimentar un terror profundo, el ruido de las ambulancias, los carros, el ruido, el caos, extrañar a mis abuelos también. Todo me generaba miedo”. Camila recuerda que le daba miedo caminar sin compañía, la ciudad en general la aterraba, “todo era un caos para mí”.
Camila Díaz guarda la memoria de las épocas en que su familia vivía en zona rural de Gigante. El conflicto los desplazó a Neiva, donde trata de sanar sus heridas por medio del arte. Foto por Bryllett Chaux.
Sumado a la dificultad para adaptarse, durante su infancia y adolescencia en la ciudad fue víctima de abuso sexual por parte de dos personas, esta situación, explica, la censuró para hacer cualquier pregunta sobre su sexualidad. “Durante mucho tiempo tuve que reprimir un montón de cosas, gustos, preferí no levantar sospecha y traté de convencerme a mí misma de lo contrario; en la universidad sí me revelé un montón y pues ya inicié mi proceso de descubrimiento y aceptación”, comenta.
Camila es una artista integral, se ha involucrado con diferentes luchas y apuestas comunitarias en la región. Estos procesos le permiten dimensionar su historia y reconocer la vulnerabilidad a la que fue sometida por la guerra. “El desplazamiento nos deja sujetas a la voluntad de cualquier persona que tenga una ventaja sobre ti y que te vea vulnerable. Estoy segura de que no soy la primera niña que viene de una vereda, desplazada, que ha sido abusada sexualmente”, indica.
Camila Díaz interpreta la guitarra, el instrumento con el que hace memoria y expresa sus sentimientos sobre lo que significa ser víctima del conflicto armado. Foto por Bryllett Chaux.
Según explica, de momento su exigencia de reparación no ha dado resultados por la falta de respuesta institucional. “Creo que es necesario que se nos repare con el reconocimiento, el acompañamiento, que se nos pida perdón y que nos brinden garantías económicas. He buscado una indemnización, he tenido que ir constantemente a los puestos de víctimas, pero siempre hay que esperar y esperar, y todavía nada”, apunta.
La Jose, una memoria familiar del despojo
Entre risas, José Antonio, o como prefiere ser llamadx, La Jose, se prepara para iniciar su relato, golpea su cigarrillo contra la banca para dejar caer las cenizas y se dispone a contar. A partir de este momento su relato incluirá una equis porque forma parte del reconocimiento que exige para las personas no binarias, es decir, una persona que no se siente identificada con el género masculino o femenino y, por tanto, construye su identidad al margen de esta lógica binaria. “Nací en el año 2004, en Neiva. Me crié en una vereda de Rivera que se llama Buena Vista y forma parte del corregimiento de La Ulloa. Soy hijo y nieto de campesinos víctimas del conflicto armado. Me considero una víctima también, directa e indirecta. Soy una persona no binarix y me gustan las personas”, dice.
La Jose, quien siempre lleva prendas llamativas y se caracteriza por la alegría, el sabor y el picante de su personalidad, creció en un hogar trastocado por la guerra, ya que, pocos años antes de nacer, su familia ya había sufrido los impactos del conflicto armado: “A mi tío lo mataron combatiendo a la guerrilla, según les dijeron a mis abuelos; también pasó lo del esposo de mi tía, a él lo desaparecieron”. En ambos casos, según relata, la información que obtuvo la familia fue poca y siguen esperando la verdad. Además, su tía recibió amenazas durante el proceso de búsqueda de su esposo. La Jose recuerda que poco después de la muerte de su tío, el abuelo tuvo que vender sus tierras por una deuda hipotecaria y la familia se vio forzada a desplazarse a Neiva.
La Jose, persona no binarix víctima del conflicto armado, integrante de una familia que fue desplazada hacia la ciudad de Neiva, tras verse obligada a vender sus tierras. Foto por Nórida Andrade.
La Jose creció en un hogar afectado por la violencia perpetrada por la guerrilla. “Mi familia se quedó con la tirria, con el enojo y la rabia. Esos sentimientos los tuve también… por ver las consecuencias de lo que había pasado”, comenta. Sin embargo, cuenta que ese dolor comenzó a transformarse una vez pudo estudiar en la universidad, donde pudo leer y acercarse al conocimiento para tratar de comprender las complejidades del conflicto en su región.
Su proceso de descubrimiento en relación con su sexualidad e identidad de género se vio truncado por los miedos y prejuicios de su familia. “Siento que mamá y todos tenían miedo y eso los hizo más conservadores y con más prejuicios sobre mí”, explica. Esta situación generó una ruptura en la relación con su núcleo familiar, a sus 16 años decidió irse de casa, recuerda: “Me fui porque la convivencia era muy problemática y sentía que era lo mejor para mí, así fuera duro”. Estando lejos comenzó un proceso de reconocimiento de su dualidad, aceptó la feminidad que poseía y se nombró como no binarix.
La Jose es unx joven de 20 años, quien ha transitado del rencor heredado por su familia al ser víctima de la guerra, hacia una visión más compleja del conflicto en el país. Expresa con su cuerpo, prendas y forma de ser su identidad de género no binarix y su sexualidad sin temor. Foto por Nórida Andrade.
La violencia presenciada por la familia de La Jose, según narra, no ha tenido reparación del Estado. “A mi abuelo le dieron la pensión de mi tío, pero eso no dio garantías para conservar la tierra”. Además, menciona que no hubo claridad sobre lo sucedido: “Mi familia no ha tenido verdad y eso se siente como un hoyo en nuestra historia, algo de lo que duele hablar”, concluye.
A la espera de la reparación
Los relatos de vida de Vicky, Camila y La Jose representan una realidad de dolor e impunidad en el departamento del Huila que, como lo expresan, ha sido invisibilizada y les niega la posibilidad de justicia y reparación. Según Edna Yiceth Aragonez García, en entrevista para este proyecto periodístico: “Las garantías de justicia y verdad son tarea de los entes territoriales y están sujetas a las voluntades políticas de turno”. En ese sentido, reconoce que históricamente ha habido un silencio en el departamento frente a este tema, por lo que hay una deuda de acceso a la justicia para la población OSIEGD.
Las fotografías forman parte del ejercicio de memoria que mantiene viva la historia de Camila. Su abuelo perdió a su hijo en el conflicto, también la tierra. Toda la familia tuvo que buscar cómo sobrevivir después del desplazamiento. Foto por Bryllett Chaux.
Para Luciana Gorrón Avendaño, investigadora y activista por los derechos LGTBIQ+ en Neiva, un reto en el reconocimiento de derechos es el autorreconocimiento de las víctimas, dado que antes del conflicto ya existía una naturalización de la violencia hacia sus cuerpos. “Lo sucedido en el marco del conflicto se percibe como una exacerbación de la misma y no como una victimización diferencial”, advierte en la entrevista con este proyecto.
Frente a la falta de justicia y reparación en el departamento, Gorrón Avendaño concluye que “el Huila tiene que crear condiciones para la verdad y la justicia. Esto se logra a través de una inversión presupuestal a la política pública LGTBIQ+ y trazando rutas de trabajo con el sector”. Según explica, aunque existe una policía local de paz, esta no ha sido implementada de forma correcta, así como tampoco ha sido priorizada la política diferencial. Solo de esta manera, reitera, la población con orientación sexual, identidad y expresión de género diversas, incluidas las víctimas del conflicto armado, serán por fin reconocidas y reparadas.
*Nombre cambiado a petición de la fuente por razones de seguridad.