Sentada en una hamaca, a unos metros de la choza donde vive, Luzmila Chiricente Mahuanca, chaccha unas hojas de coca, mientras toma un descanso de media mañana en el bosque. Tiene los ojos rasgados y la mirada profunda, pero evasiva. Ha vivido más de 70 años y es una de las lideresas asháninkas respetadas y más ancianas del territorio de la selva central. Su existencia es un valioso regalo para quienes la conocen y la llaman tía o hermana mayor.
RESISTENCIA. Con más de 70 años, Luzmila Chiricente sobrevivió al asedio terrorista de Sendero Luminoso, que invadió territorio asháninka durante 1980 y 2000.
Su casa, una construcción de madera techada con hojas de palma de coco, está ubicada a varios metros de otras viviendas de Cushiviani, una comunidad nativa del distrito de Río Negro, en Satipo, a 440 kilómetros de Lima, capital de Perú. Fue en este espacio, heredado por su padre, en el que Luzmila Chiricente concibió, por 1999, la creación de la Federación Regional de Mujeres Indígenas Asháninkas, Nomatsiguengas y Kakintes (Fremank). Esta organización surgió con la finalidad de defender los derechos de las mujeres indígenas vulnerados por la violencia terrorista del grupo Sendero Luminoso y el machismo que persiste en sus comunidades.
Mientras se balancea ligeramente en su hamaca, Luzmila recapitula su más grande hazaña: ser parte del grupo de mujeres que contribuyeron a la gesta por la reivindicación de la mujer indígena mediante la creación de una federación histórica que sirvió —y sirve— como escuela de lideresas indígenas; además, fue ejemplo para el surgimiento de nuevas organizaciones de mujeres en la zona de la selva central de Perú.
En este territorio, las comunidades nativas están ubicadas a kilómetros una de la otra; por eso, en 1993, cuando Luzmila empezó a coordinar con las mujeres de Río Tambo, en Satipo, los oficios e invitaciones para participar de los talleres eran encargados a personas que se trasladaban vía fluvial en canoas impulsadas por pequeños motores llamados peke peke, o por vía terrestre, en camionetas que surcaban el vasto territorio indígena dividido por los ríos Tambo y Ene. Una vez enviados los oficios y las invitaciones, Luzmila esperaba en ascuas las respuestas de sus hermanas.
Con los años, el avance de la tecnología ha permitido que mejoren sus redes de comunicación. Ahora acuerdan reuniones vía telefónica, gestionan proyectos o consiguen el apoyo de entidades para que las capaciten. Sin embargo, aún hay brechas que cerrar, pues debido a la lejanía de algunas comunidades la señal no ingresa de igual manera para todas. Por otro lado, la pandemia debilitó sus lazos, pues, en 2020 y 2021, enfocaron sus esfuerzos en salvaguardar la salud de sus familias y su comunidad.
Durante esta etapa, las mujeres pusieron a prueba sus conocimientos de medicina ancestral, adquiridos de sus antepasados. Así, alistaron botellas con macerados de hoja de matico, kion y miel que eran bebidos por los integrantes de su familia para aliviar los dolores de garganta y pulmones provocados por la enfermedad. Esta medicina fue utilizada también como un medio preventivo.
COCA. La hoja de coca es masticada tradicionalmente antes de desarrollar actividades agrícolas. Esta práctica es común en la sierra del Perú y en menor porcentaje en la selva del país.
Sin embargo, para este año las mujeres planean retomar sus actividades; por lo pronto, ya se han reunido en los meses de enero, marzo y mayo, y tienen un próximo encuentro para la quincena de julio. La problemática actual que las reúne es afrontar los estragos de la pandemia en sus comunidades y gestionar mayores alianzas con organizaciones externas que puedan capacitarlas para continuar fortaleciendo sus organizaciones.
Retos de una lideresa
Para llegar al territorio donde nace esta historia, abordamos un mototaxi a unos metros de la plaza principal de la ciudad de Satipo. En este vehículo recorrimos tramos de carretera y trocha hasta la comunidad de Cushiviani, lugar donde aguardaba Luzmila. Su casa se levanta a pocos metros de un riachuelo en el que las familias asháninkas acostumbran lavar ropa y otros enseres. En este espacio cría gallinas y cuyes, que le sirven para alimentarse.
HOGAR. Una moto recorre una extensa trocha para llegar hasta la comunidad nativa de Cushiviani, en el distrito de Río Negro, lugar donde vive Luzmila Chiricente.
La formación de lideresas —dice Luzmila— afronta diversos obstáculos, entre ellos el machismo de sus parejas e, incluso, la reprobación de su familia y la crítica de otras indígenas que mantienen la idea de que las mujeres solo deben cumplir las tareas del hogar. Por estas razones, difícilmente se atreven a abandonar sus actividades de amas de casa; no obstante, el temor y las inseguridades que sienten se van superando mediante la participación en los talleres y encuentros de ideas en común con otras lideresas.
Durante los meses de formación, las mujeres también aprenden el valor de la medicina ancestral, la cosmovisión indígena, valores y principios morales. Estos conocimientos son transmitidos por las más ancianas, consideradas sabias dentro de su comunidad, y guiarán la mirada de una buena lideresa, que no olvida sus raíces, sino que las transmite de generación en generación.
“Este, por ejemplo, es el árbol de uña de gato, sirve como desinflamante; allá está el achiote, que utilizamos para preparar los alimentos y para tratar problemas estomacales; más arriba está el matico, para los males respiratorios y prevenir el cáncer, todo esto me heredó mi padre. Quizá sí soy primitiva, pero las nuevas generaciones deberían conocerlo”, agrega Luzmila, que ahora recorre el denso bosque que rodea su casa.
VALOR. Luzmila se sienta en la rama de un árbol de uña de gato, planta medicinal del que rescata su valor curativo.
Para el pueblo asháninka la palabra es la mejor arma contra el olvido, por eso transmitir los saberes es vital para preservar la cultura. Con base en este principio, cada lideresa de la organización invita a una o dos adolescentes a integrarse y aprender, de manera que cuando las más adultas perezcan por los años, las jóvenes continúen el camino y formen una cadena interminable.
A Elsa Casancho esta idea la tiene contenta, pues ya ha visto en su comunidad, Pukiarini, a dos jóvenes con cualidades para perfilarse como lideresas. Ella tiene 60 años, empezó a capacitarse a los 35 y es una de las integrantes más antiguas de Fremank. Antes de entrar a la organización se dedicaba plenamente a tareas del hogar y, aunque dicen que la curiosidad mató al gato, a Elsa la curiosidad la ayudó a ser libre. Movida por la intriga de conocer qué era Fremank, asistió a una capacitación y descubrió que una mujer tiene los mismos derechos que un hombre.
Para cuando Elsa empezó a formarse, la comunicación telefónica era nula; entonces solo esperaba con ansias ver pasar una camioneta que trajera noticias de Luzmila u otras lideresas que invitaban a las mujeres a participar de los talleres. Para que las buenas noticias no la tomaran por sorpresa, juntaba algunos soles diariamente, de modo que, llegado el día, tenía el dinero necesario para viajar rumbo al taller en el que aprendería algo nuevo.
Cada vez que su esposo criticaba sus ganas de aprender y miraba con malos ojos sus viajes al centro de la provincia de Satipo, donde Elsa iba a encontrarse con lideresas de otras comunidades para debatir por horas la agenda de la mujer indígena, ella hacía oídos sordos y se empecinaba más aún en aprender para enseñar y corregir a sus hijos. Ahora habla de ellos con orgullo, pues tiene dos docentes en su familia.
BÚSQUEDA. Elsa Casancho sube por un pequeño sendero hasta el hogar de Luzmila.
Actualmente, la rebelde Elsa es parte del consejo directivo de su comunidad y de la Organización de Mujeres Indígenas Asháninkas de Selva Central (Omiasec), que tiene más influencia que Fremank, su primera escuela. “Si la educación transformó mi vida y la de mis hijos, por qué no puede transformar la vida de otras mujeres”, dice, convencida, Elsa, quien habla perfectamente el español, aunque su lengua materna es el asháninka.
Este es otro de los requisitos que una mujer lideresa debe cumplir: hablar el español, pues —lamentablemente— acceder a la justicia, salud y educación está limitado por este requisito. “Obviamente si una mujer quiere ser lideresa debe aprender el castellano, si no cómo te comunicas, cómo hablas con las organizaciones y los representantes de esas organizaciones”, afirma Luzmila.
ALEGRÍA. Elsa Casancho contempla con alegría a Luzmila Chiricente, a quien llama de cariño tía Luzmila. Junto con ella empezó su preparación como lideresa.
Por eso, la formación de una lideresa no es sencilla, es más bien un proceso que puede durar años, en el que la aspirante a lideresa comenzará ejerciendo cargos menores y adjuntos para conocer cómo piensan, qué necesitan y cuáles son las urgencias de los miembros de su comunidad. Luego puede asumir la secretaría, vicepresidencia y presidencia de sus organizaciones y/o comunidades.
“Nada es de la noche a la mañana, no es como un salto. Hay que ir poco a poco”, afirmó Luzmila, quien participa en la formación de alrededor de 100 mujeres de la zona de selva central, que están distribuidas en varias comunidades del Satipo, especialmente en los distritos de Río Tambo y Río Negro. Una de esas mujeres es Abelina Ampinti Shiñungari, que ha desempeñado cargos de gerencia en la Municipalidad de Río Tambo y el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables.
La educación, la mejor herencia
Pocos conocen los trabajos que Abelina hace en favor de los jóvenes de las comunidades. Es una de esas lideresas que evitan la fama y solo se quedan satisfechas cuando ven que su ayuda no fue en vano. El miedo que Abelina sentía cuando era niña ha desaparecido de sus ojos. Ahora su mirada es firme, tanto como los argumentos que utiliza para referirse a la falta de apoyo de las autoridades en las comunidades y a la deserción estudiantil de los jóvenes indígenas en las universidades.
Aunque Abelina ahora vive tranquila en Satipo, guarda los duros recuerdos de los años de violencia que vivió en su comunidad de San Antonio de Cheni, en el distrito de Río Tambo, lugar que abandonó tras el creciente clima de violencia implantado por el grupo terrorista Sendero Luminoso durante los años 1990 y 2000. Su tristeza por el secuestro de su hermana Adela, de 17 años, y la muerte de su hermano Máximo, de tan solo 15 años, se esconden en los silencios que deja mientras habla de ellos.
En su casa, también conocida como el restaurante Pararipanko Pikibantari, trata de condensar la expresión de su pueblo y las imágenes de su comunidad. Las paredes son de madera y el techo está cubierto por hojas de palma de coco, cuidadosamente colocadas para impedir la filtración del agua en épocas de invierno y proteger en el verano del intenso calor de la Amazonía.
En Pararipanko, Abelina no solo vende buena comida, también ha creado una especie de portal entre el mundo de la selva y el occidental, donde los jóvenes indígenas tienen un primer encuentro con las formas de vida de la ciudad. Ella los ayuda a acceder a becas de estudio en universidades e institutos y a elegir la carrera que realmente quieren. Su vivienda representa una pequeña academia de sueños que Abelina forjó junto a su pareja, un indígena de la etnia asháninka que también trabaja a favor de las comunidades nativas.
Dentro de su vivienda, luce orgullosa con su cushma, vestimenta tradicional indígena elaborada a base de tocuyo, que se asemeja a un hábito de color ocre. Abelina no ha perdido su identidad ni el amor por su cultura, aunque a sus 11 años su madre la entregó a una congregación religiosa para salvarla del reclutamiento de los grupos armados y, en su nuevo hogar, tuvo una fuerte presión para abandonar sus raíces y costumbres.
Ya no es más la joven a quien acosaban por ser indígena cuando buscaba trabajo, tampoco la muchacha tímida a quien discriminaban por sus orígenes, ahora es enfermera y psicóloga, aprendió a hacer respetar sus derechos y reconocer el valor de su cultura gracias a otras mujeres que, como ella, se formaron en talleres brindados por lideresas indígenas y organizaciones como el Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica (CAAAP), Salud sin Límites y Conservation International.
Aunque estos espacios aún son relegados de la agenda política y cuentan con bajo presupuesto, lo que las obliga a bajar la cantidad de encuentros que sostienen anualmente, Abelina invita a las mujeres a continuar organizándose y levantando su voz ante la discriminación y el machismo a los que tuvo que enfrentarse, al igual que otras decenas de mujeres que tomaron la organización como el modo de poner sobre la mesa sus necesidades y problemáticas.
A unos metros, su madre, ya anciana, la mira concentrada y en silencio. Ahora vive con Abelina, lejos de los recuerdos dolorosos que vivió en su comunidad escapando del terrorismo. “No quiero morir antes de encontrar a mi hija”, murmura casi imperceptible, refiriéndose a Adela Ampinti Shiñungari, de quien nunca se volvió a saber nada, pero ella y Abelina no pierden la esperanza de volver a verla. La tarde ha llegado a Pararipanko y es hora de cerrar el portal.
LIDERESA. Abelina Ampinti es una joven asháninka que ayuda y alienta a jóvenes indígenas para seguir sus estudios universitarios.
Enseñanzas que se replican
El día ha llegado y la Amazonía despierta. Un par de aves negras y desconocidas surcan el cielo nublado que avizora una tormenta. Es hora de llamar a Ketty Marcelo, otra lideresa, que nos contesta desde alguna comunidad lejana, en otra región del país. Si algo hay que Ketty ama es viajar y pisar otros suelos, llevando conocimientos y recogiendo enseñanzas. Su sonrisa parece perpetua incluso cuando habla al otro lado del teléfono.
Ketty Marcelo López, fundadora de la Organización de Mujeres Indígenas Asháninkas de Selva Central (Omiasec), reconoce muy bien el machismo del que habla Abelina, y al que también le tocó enfrentar por 2011, cuando fue parte del Consejo Directivo de la Mujer. Este era un espacio en el que estaban incluidas, pero solo para conformar la cuota de género de la organización, pues —a diferencia de los varones— no podían abordar temas de importancia ni tomar decisiones.
Al inicio, el camino de Ketty y las mujeres de Omiasec no fue fácil, aunque ahora toma como anécdota las veces en que sacó de sus casillas a los jefes varones que se oponían a que las mujeres pudieran organizarse; sostenían que la intención de ellas era dividir el movimiento indígena. “Aunque ellos siempre intentan controlarnos, nosotras tomamos nuestras propias decisiones, ahora nuestro proyecto es poder independizarnos y tener nuestra propia agenda”, dice convencida.
Durante la mañana, las personas, en esta parte del territorio, se protegen del implacable calor en el interior de sus viviendas o lugares de trabajo. La mayoría usa ropa holgada o prendas pequeñas que los ayudan a mantenerse frescos. Por la noche, cuando el aire es tibio, aprovechan para salir a caminar en familia o sentarse en los banquillos del parque principal a compartir historias o anécdotas.
Ketty y las mujeres que conformaron los inicios de Omiasec tomaron como antecedente el trabajo que sus pares de Fremank habían realizado en sus comunidades. “Tomamos como ejemplo a Fremank para poder formalizar la organización que, inicialmente, fue rechazada en 2015 y fue oficialmente fundada en 2017, luego de dos años de socialización, tiempo en el que Luzmila Chiricente nos recomendó caminar por las comunidades, y así lo hicimos”, describe Ketty Marcelo.
Por ahora, Omiasec forma parte de la Central de Comunidades Nativas de Selva Central (Ceconsec), pero las mujeres tienen su propia agenda del año, muy al margen de la organización primigenia. En ella preparan a las adolescentes y adultas en saberes ancestrales para conservar las fuentes de agua, la soberanía alimentaria y defender el territorio; también reciben talleres de liderazgo político mediante escuelas políticas.
La mayoría de estos talleres se realizan en comunidades, en contacto directo con la realidad que rodea a las mujeres. Así, en medio del bosque, las mujeres adquieren conocimientos en diálogos con sabias asháninkas, realizan talleres de artesanías, reforestan los ojos de agua e implementan sus propias piscigranjas para poder abastecerse de alimentos.
Para Ketty Marcelo, quien pertenece a la etnia yanesha, una persona nace dos veces. El primer nacimiento es biológico y el otro ocurre cuando descubre su verdadero camino. Ella descubrió el suyo a los 35 años, cuando fue designada agente municipal de la comunidad nativa de Pucharini, en la provincia de Chanchamayo. Su intención ahora es que más mujeres puedan volver a nacer y encontrar su propio camino.
Las demandas de las mujeres indígenas se entrelazan y se vuelven cada vez más sólidas, su voz antes invisible empieza a tomar fuerza y a replicarse en la Amazonía. El camino por recorrer es aún largo, pero han demostrado que —unidas y con constancia— pueden abrirse paso y ser forjadoras de su propio destino.
Nuestra estadía en el territorio asháninka ha terminado e iniciamos un largo viaje de regreso de ocho horas. Mientras el bus avanza, los frondosos bosques y el calor que transmite la humedad de la Amazonía desaparecen gradualmente y son reemplazados por imponentes montañas áridas cubiertas de ichu; estamos entrando con una brisa fresca a la sierra de Junín, donde termina esta historia.