Luz Odilia envejece sin su hijo. Paulina ve pasar los años sin tranquilidad al subir a su finca. Rosa Milena, Flor Marina y Eleuteria Marina envejecen lejos de su territorio.
Así, entre vacíos y resistencias, pasan los días de estas mujeres mayores, cuyas vidas estuvieron afectadas por el conflicto armado. Luz Odilia representa la determinación de las madres y mujeres en la política; Paulina, la fortaleza de las mujeres rurales; Rosa Milena y las Marinas, las luchas étnicas y colectivas que protagonizan.
Antes que representar a las más de medio millón de mujeres mayores de 60 años que, según el Registro Único de Víctimas (RUV), han sido reportadas como víctimas del conflicto armado colombiano, estas voces personifican a quienes nacieron en medio de la guerra y añoran no morir sin conocer la paz.
Para Víctor Capador, analista del enfoque de curso de vida de la Comisión de la Verdad, “muchas mujeres mueren sin saber qué pasó con sus seres queridos, esperando una respuesta de justicia, pero mueren esperando también una indemnización”. Capador se referirá, quizá, a las casi 400 000 mujeres que fueron desplazadas, a las 22 000 desaparecidas o, incluso, a las que también mueren sin esperar nada, porque nunca fueron siquiera contadas.
Las mujeres de esta historia comparten entre sí el hecho victimizante con mayor número de registros: el desplazamiento forzado, aunque no todas sean parte de esta estadística.
Es decir, en alguno o varios momentos de su vida abandonaron sus lugares de residencia porque su integridad estaba amenazada. Luz Odilia vivió el desplazamiento desde el día 40 de su nacimiento hasta cuando la guerra le arrebató a su único hijo.
Paulina hace parte de aquellas víctimas que no se reconocen como tal, pues dejó su casa en el año 1958, cuando aún no se hablaba de este fenómeno. Rosa Milena, Flor Marina y Eleuteria Marina son el reflejo de las luchas constantes para retornar.
Cinco vidas, una misma guerra
Entrelazar los relatos de estas cinco mujeres es un ínfimo esfuerzo de comprender las múltiples formas de vivir un mismo hecho y, al mismo tiempo, las experiencias sobre cómo es ser mujer, mayor y víctima en Colombia.
Luz Odilia tiene 69 años, es madre y fue dirigenta de la Unión Patriótica. Las calles de El Castillo, Meta, y de Yacopí, Cundinamarca, fueron testigos de su camino político, así como las mujeres de estos territorios, con y por quienes luchó.
Luz Odilia
Las amenazas por su actividad le hicieron abandonar su vivienda y sus proyectos de vida en varias ocasiones. Fue perseguida y la violencia le arrebató a casi toda su familia, entre ellos, su compañero y sus hermanos. Su hijo se fue a las Farc-Ep y allí murió. Hoy, Luz Odilia vive en soledad, con sus posturas políticas intactas y juntando hilos y agujas para sobrevivir.
Para esta mamá militante, la paz pasa por una sociedad sin armas y en la que la memoria se convierta en un acto político y ético. “Ellos con las armas y nosotros con el conocimiento”, asegura, y entona fuerte esta consigna que heredó de su partido. Caminó junto a tantas mujeres que hoy su reflexión apunta al reconocimiento de sus voces y la diversidad de experiencias que las habitan:
“Las mujeres hemos sido presas, las mujeres hemos sido heridas, las mujeres somos viudas, las mujeres perdimos al hermano, perdimos al novio, perdimos al amante y perdimos el hijo. Está una madre que le duelen sus hijos, pero es la esposa que le desaparecieron su esposo, pero es la hermana o es también esa mujer que ha entrado a ser también parte de un proceso político y que también le duele su comunidad. Entonces, como hay multicidad de crímenes, de violaciones, hay multicidad de historias distintas y que todas duelen”.
Paulina tiene 79 años y hace parte de la Zona de Reserva Campesina de Cabrera, Cundinamarca, en la región del Sumapaz. A finales de los 50 quedó viuda porque en la guerra bipartidista mataron a su esposo. Luego tuvo que desplazarse y, en ello, perdió el contacto con sus hijas.
Su historia representa la de la comunidad campesina de esta región, señalada como guerrillera debido a la expansión y operación de las guerrillas comunistas y, más adelante, de las Farc-Ep.
Hoy Paulina ve pasar los años con la zozobra producto del recuerdo y con el ajetreo del trabajo rural en su cuerpo. Es integrante de la Asociación de Ganaderos del Municipio de Cabrera (Asoganac) y con la esperanza de paz y con botellas de leche para subsistir, resiste.
Ella ha sido testiga no solo de las experiencias de guerra, también de los intentos fallidos de paz, así que desde esa lupa mira a su país. “Yo estaba un poco conforme con los diálogos de paz que hubo, oía uno con tal de que cumplieran, pero se me hace que eso no es mucho lo que se ha cumplido, o no han cumplido. Porque fijémonos no más, démonos de cuenta, que hubo algunos miembros de los comandantes que habían hecho parte ya de la Cámara, del Senado y de un momento al otro ya les tocó retirarse. Eso donde ven que hay una persona como que quiere salir adelante, quiere protestar de algunas cosas, lo van tildando, puede ser de una junta comunal y lo van tildando y los van acabando”.
Paulina no solo ha sido ojos para los procesos políticos de Colombia, también ha construido con los años su comprensión del ser mujer y del reconocimiento que ello requiere.
“Hace como unos diez años mataron a una señora por aquí arriba, una mujer, por ahí en el Ariari. Hace tres años mataron aquí en Santa Marta a una muchacha que iba por allá a darle de comer al marido, como viven en el pueblo, por allá tenía unos pollitos, a dar vuelta a una mañanita, la mataron pasando el puente; y ahorita, hace ocho días, mataron a una chica que estaba trabajando en Santa Marta y se fue y la mataron. Entonces, esas son cosas delicadas, eso no se llama paz, ni tranquilidad, y más para las mujeres”.
Y reflexiona, “yo quisiera que se reconociera y se nos respetara. Nosotras somos las madres y abuelas, a estas alturas de la vida y cuánto sacrificio, si no fuera por las mujeres no habría hombres, no habría nada. Entonces, yo no sé cómo será la vida”.
Paulina
Las comunidades negras manifiestan su autonomía y autoridad étnico territorial mediante los Consejos Comunitarios y este es el lugar de incidencia de Rosa Milena, Flor Marina y Eleuteria Marina, en el Consejo Comunitario La Esperanza, en el kilómetro 23 vía Buenaventura.
Se definen como matronas, lideresas y guardianas del bosque, pues llevan toda su vida defendiendo la biodiversidad de sus tierras.
El 17 de marzo de 2003 la vereda quedó sola a causa del desplazamiento y, aprovechando su salida, foráneos invadieron y realizaron ventas ilegales en su territorio protegido. Desde entonces hacen juntanzas frente al ecocidio generado por dichos despojadores para exigir el retorno en condiciones de seguridad. Se están haciendo viejas, lejos y con su territorio, aún con título colectivo, en disputa.
Para las mujeres de La Esperanza y las afrodescendientes la paz pasa por el territorio y por todas las formas de vida que lo habitan.
A Rosa Milena se le iluminan los ojos cuando recuerda cómo se vivía antes de la incursión de las ventas ilegales y el uso ilícito de los recursos naturales. “Uno se encontraba guatines, serpientes, ellas estaban tomando su baño de sol, caminando, muy orondas. Había varios tucanes, palomas y pavo real. Nosotros pasábamos muy ricos acá. Nosotros hacíamos fogata y los más veteranos nos contaban cuentos, y hacíamos versos, la pasábamos riquísimo y lo que le dolía al uno al otro también, pero estábamos para ayudarnos. Se vivía muy tranquilo acá. Nadie se cogía lo del otro y no había necesidad de hacer encerramiento”.
Y con la misma pasión habla del territorio biodiverso de paz. Así se sueñan y hacia allá están caminando, “creemos que protegiendo este bosque vamos a ser parte de la construcción de un país con la esperanza de paz, con la esperanza de equidad, con la esperanza de justicia social”.
Para ellas, como matronas, mujeres mayores, cuya misión es el mantenimiento de la ancestralidad y tradiciones del pueblo, la memoria llegará. Aseguran que, una vez puedan retornar a su territorio, construirán una casa de la memoria para contar y preservar cómo fue la historia de resistencia de toda la comunidad.
Mujeres de La Esperanza
Luz Odilia, en nombre de todas las madres; Paulina, de todas las mujeres rurales, y Rosa Milena y las Marinas, de la diversidad e identidad de las mujeres étnicas ejemplifican que nuestras mayores llevan toda una vida resistiendo.
Ser mayor, mujer y víctima
Según María del Pilar Zuluaga, quien trabaja con temas de enfoque diferencial y población mayor en la Jurisdicción Especial Para la Paz (JEP), “las personas víctimas mayores padecen de una doble vulneración de sus derechos, pues, además de los hechos en el marco del conflicto, se suman las afectaciones producto de la discriminación por su edad”.
Para Capador el Estado, la familia y la sociedad son responsables de la comprensión inequitativa de este grupo poblacional, pues se trata de un sistema de poder que les excluye. Y, en ese sentido, se acentúan las vulneraciones por el hecho de ser mujer. Así lo expone: “Si para una mujer es complicado su relato, llegar a cierta edad también es complicado por lo que implica la búsqueda de ese goce de sus derechos”.
Javier Osuna, director de la Fundación Fahrenheit 451, que promueve la iniciativa Historias en Yo Mayor, un concurso para preservar y transmitir el conocimiento de las personas mayores, afirma: “Son mujeres que han sido doblemente víctimas, no solo de acciones de violencia directa, sino de acciones de violencia estructural y cultural en términos de cómo este mismo machismo termina construyendo escenarios donde ellas, además de sufrir la violencia directa, deben convivir con dificultades para expresar su voz y ser escuchadas. Son víctimas de un conflicto que no eligieron y de dinámicas que imponen la impunidad y que vuelven estas agresiones casi que algo trivial”.
Entonces, estas mujeres representan tres frentes de vulnerabilidad —edad, sexo y conflicto armado— las cuales, a la larga, son tres aristas de resistencia. Además, como diría Luz Odilia, “más que víctima, soy sobreviviente”.
Rosa Milena recuerda, con un tono que mezcla rabia y risa, cómo les llamó una funcionaria del Ministerio del Interior en medio de su lucha por la restitución de tierras: “Nos trató de bultos. Para ella éramos bultos, no éramos seres humanos, solamente porque éramos un poco de viejos exigiendo”. Su reclamo, entonces, se alínea con la cotidianidad de la discriminación por su edad.
Como lo explica Zuluaga, es una población que tiene más dificultades para acceder a la generación de ingresos. A su vez, Capador expone la destinación de los recursos: “En este país llegar a cierta edad es pensar que ya no eres productivo. Entonces, la mayoría de recursos ¿a dónde llegan?, pues llegan a niños, a jóvenes y a mujeres. El enfoque diferencial y la comprensión del envejecimiento y vejez no tiene mucha implementación desde lo político, pero tampoco desde lo económico”.
Según el DANE, para agosto de 2019, el desempleo para la población mayor fue de 20 %, mientras que la cifra nacional fue 10.7 % y, según la Organización Internacional del Trabajo, en el 2018 Colombia se registró como el tercer país en la región con personas mayores sin ingresos.
Dichas cifras se sitúan en un contexto cuya constante es la brecha laboral por sexo. Tan solo entre agosto y octubre de 2020 la tasa de desempleo para hombres fue de 12.1 %, mientras que la de las mujeres fue de 20.8 %.
Estos datos, en suma, se cruzan con variantes sociales de clase y territorio, como lo aproxima Paulina, cuando reconoce su realidad: “Es que con todas las cosas que uno ha luchado en la vida, ojalá tuviera pago un seguro, que uno ya tuviera como una pensión, pero como nunca trabajamos en una empresa ni nada, para comer, yo manejo lo de la leche”.
Y así, inmersas dentro de este panorama, Luz Marina espera que llegue alguna costura para solventar, Paulina estira las ganancias del ordeño y lidia con intermediarios, y las mujeres de La Esperanza aguardan en el rebusque.
Según Zuluaga, las mujeres tienen una carga importante llamada cuidado y, por ello, su envejecimiento es más acelerado. “Es una carga frente al rol social que desempeñan y sobre el rol que han cumplido en su hogar, familia, entorno y comunidad, pero además por todas las luchas que han tenido que defender las mujeres mayores”.
También, cuando se involucra el conflicto armado, esta carga se potencia. Así lo explica la funcionaria: “Los hombres se fueron a la guerra, bien sea porque fueron reclutados o porque fueron víctimas del conflicto. En ese sentido, en el marco del conflicto armado las mujeres tuvieron que asumir el cuidado de los hijos, de los nietos e incluso de familiares de vecinos que no necesariamente tuviesen un vínculo sanguíneo. Por eso se enmarca tan distinto el envejecimiento del hombre frente al de la mujer”.
A su vez, Osuna, desde su experiencia en el acompañamiento y la recolección de relatos, amplía la caracterización de estas mujeres afirmando que “la mayoría de los testimonios de mujeres mayores, aunque no tienen que ver con el conflicto, se trata de mujeres que tuvieron que abandonar a sus parejas, que eran 20 años, 30 años mayores que ellas, que las pegaban, que las violentaban, ellas no podían elegir y con estas diferencias de edad, era hasta una situación esclavista”.
Dicha expresión de la violencia de género también se cruza con el contexto del conflicto armado, como lo ejemplifica el investigador: “Entre el 58 y el 77 se comienza a producir un fenómeno del desplazamiento en el país muy grave y esto representa el éxodo de muchas familias. Muchas de esas niñas campesinas que llegaron a la ciudad como producto del desplazamiento terminan trabajando como trabajadoras domésticas y terminan siendo víctimas de violencia sexual en las ciudades”.
De esta manera, como lo afirma Capador, el envejecimiento no solo es irreversible, sino también contextual y depende de múltiples factores como la identidad de género, la etnia, el territorio, una discapacidad, la exposición a la violencia, el patriarcado, entre muchos más. Y, ante esta diversidad de elementos, la escucha y el reconocimiento son grandes retos.
Dicho reconocimiento implica la participación. Para Zuluaga, los espacios para las mujeres mayores son oportunidades que les permiten “empoderarse y exigir no solo sus derechos, sino también adoptar su rol de veedoras”. Sin embargo, enfatiza en cómo el mismo rol del cuidado las pone al margen de la participación.
Otro factor que limita su involucramiento es la formación educativa. Según Osuna, “se trata de mujeres que no accedieron a la educación en condiciones de igualdad, que no han tenido y no tienen la posibilidad de expresarse y que habitualmente piensan que su testimonio no tiene valor”.
Ello se relaciona directamente con el acceso a la información, a los recursos y a las alternativas en términos de conectividad. Por ejemplo, con respecto a la presentación de los informes para la JEP, Zuluaga cuenta que “muchas de ellas quieren presentar los informes, pero no tienen quién les ayude con la documentación, con la transcripción y piensan que hacerlo a mano no está bien”. Y en otras circunstancias, como afirma, tienen el conocimiento, pero no los dispositivos tecnológicos.
Ahora bien, el reconocimiento de las mujeres mayores y víctimas también se refleja en la atención y reparación, y allí se presentan dos limitantes: la priorización y los tiempos de los hechos. Frente al primero, Capador explica que, aunque la población mayor y las mujeres son reconocidas como sujetos de protección constitucional por la ley de víctimas —ley 1448 de 2011—, las restricciones presupuestales y temporales reducen la atención.
“Es muy complejo porque la reparación para 9 millones de víctimas tiene un sistema de prioridad dentro de la misma priorización. Por ejemplo, una mujer víctima de violencia sexual, que en el marco del conflicto tenga una discapacidad, pero también es parte de un grupo étnico, sin importar su edad, tendrá una mayor prioridad que una persona mayor. Lamentablemente lo mismo pasa con los rangos de edad para la priorización de la indemnización. Por ejemplo, una persona de 60 que sufrió un hecho victimizante a los diez años y en este momento tiene 65, es decir que lleva 55 años esperando la reparación, pero le faltan diez para recibir la indemnización, es decir que aún le sigue faltando tiempo para tener acceso”, asegura Capador.
Esto último deja ver que las personas mayores no son víctimas por los hechos ocurridos en su ciclo de edad mayor, sino por los actos que se hayan presentado en cualquier momento de su vida y que, como afirma Capador, el proceso del envejecimiento es continuo y por eso, la cifra de víctimas de población mayor siempre aumentará.
Frente al segundo limitante, la ley de víctimas reconoce como tal a quienes declaren hechos ocurridos a partir del 1 de enero de 1985, es decir, gran parte de la población mayor no entra en esta protección. Al respecto, Osuna opina que “estas construcciones nominales, que parecen concernir exclusivamente a las leyes, construyen formas de memoria. Cuando la ley dice: ‘miramos del 85 en adelante’, de alguna manera lo que hace es invisibilizar colateralmente los hechos anteriores”.
“Hemos vivido en una sociedad machista, patriarcal y tenemos una serie de historias, secretos y la sociedad no nos ha permitido expresarlos”, así es como Luz Odilia ejemplifica lo que arriba se enuncia cuando se reconocen las deudas de las mujeres y, especialmente, de las mujeres mayores víctimas.
Sin embargo, aquí ya hay cinco historias donde primó la valentía para hablar. Son ellas mismas quienes dejan ver que la vejez de la mujer tiene múltiples caras, así como diversas formas de construir paz y memoria en el país.
“Como país es necesario que nos hagamos la pregunta de los que han envejecido en medio del conflicto armado y que siguen luchando para que la memoria viva de la violencia no se quede en aquel lugar del pasado, sino que la voz de las y los mayores pues se pueda recordar como la voz que sigue resistiendo hacia el olvido, a la discriminación por ser mayores y, sobre todo, al olvido estatal”, concluye Víctor Capador.