¿Cómo se llama el que allí deshace mientras pasa el tiempo?
¿Cuáles palabras susurró – quizá- gritó mientras le quitaban la vida?
¿Quién lo busca? ¿Por dónde vagan los que lo lloran?
¿Cómo llegó a este puerto de cuerpos sin nombre?
Patricia Nieto, Los Escogidos, (2012)
Según el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) el número de desaparecidos en Colombia sobrepasa los 82.000. El Departamento del Meta ocupa el segundo lugar, después de Antioquia, en la infame lista de territorios con más casos: 5.400 denunciados por las mismas familias que continúan buscando a sus allegados. En julio de 2019 la Unidad Nacional de Búsqueda de Desaparecidos (UBD) comenzó a funcionar en Villavicencio y, desde allí, deberá cooperar en la colosal labor de encontrar a quienes fueron reportados en el Meta y regiones cercanas.
Entre esos municipios está Paratebueno que, pese a pertenecer al Departamento de Cundinamarca, por su ubicación geográfica en el piedemonte llanero, vivió el horror que causó la incursión de grupos paramilitares a la zona dejando miles de víctimas. Una de ellas es María, una líder oriunda de la vereda Santa Cecilia, ubicada a dos horas del casco urbano, en los límites con el distrito de Medina. Desde hace más de cuatro años ha transitado por las diferentes oficinas de entidades del Estado buscando una respuesta que le permita ubicar el lugar en dónde fueron sepultados los cuerpos de sus sobrinos y hermanos asesinados por grupos paramilitares entre los años 2000 y 2006. Pero antes, desde su misma fundación, la violencia había estado ligada a la historia del pueblo.
Alcaldía de Paretebueno (2019) . Fotografía: Julián Numpaque Moreno.
Paratebueno se erigió como municipio en 1982, pero su poblamiento había comenzado en los años cincuenta. Durante el periodo conocido como “La Violencia” –que se intensificó tras el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán– se conformaron las guerrillas liberales que enfrentaban la persecución de ‘Los Chulavitas’ –policías del partido conservador– a lo largo del país. La región donde hoy se asienta el municipio era dominada en aquella época por el grupo de los hermanos Parra que, dicen, llegó a tener hasta 250 combatientes. Julio Granados, habitante del municipio y hoy en día presidente del Concejo Municipal e integrante de una de las familias tradicionales del pueblo, habla de recuerdos de esa época que se encuentran en los álbumes familiares.
En ellos hay fotografías en las que aparecen hombres con sombrero y revólver al cinto que pertenecían a esas antiguas guerrillas que operaron en los llanos desde 1949 hasta 1953, cuando se dio una entrega de armas. Así se dio paso a la consolidación de un caserío gracias a la donación de un terreno por parte de Álvaro Parra, un reconocido guerrillero liberal. Con el paso del tiempo, el lugar se urbanizó hasta convertirse en lo que hoy se conoce como el municipio de Paratebueno.
Más adelante, desde la década de los sesenta, vieron el surgimiento de la guerrilla de las FARC que, en su momento de mayor expansión, llegó a tener cuatro frentes en el Departamento del Meta que fueron claves para la consolidación del Bloque Oriental.
Parque principal de Paratebueno. Foto: Julián Numpaque Moreno (2019).
En 1993, durante la Octava Conferencia de este grupo guerrillero, decidieron sitiar a la ciudad de Bogotá y controlar las principales vías de acceso hacia la capital del país. Así se reforzó el Frente 53 a cargo de alias Romaña –hoy prófugo de la justicia tras romper con los acuerdos de paz firmados con el Estado colombiano–. Su estructura armada se consolidó estratégicamente en los municipios de Medina y Paratebueno, que se constituyeron en un lugar de paso entre la sabana de Bogotá y los llanos orientales. Para financiarse acudieron principalmente a la extorsión y al secuestro, incluso de manera masiva e indiscriminada.
En ese contexto, durante los noventa, el país empezó a hablar de pescas milagrosas para referirse coloquialmente a una de las modalidades de secuestro de civiles indefensos, casi siempre en las carreteras. Las que comunicaban al centro y al oriente del país sufrieron algunos de los peores episodios de esta práctica prohibida por el Derecho Internacional Humanitario. El Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) en su informe Una Verdad Secuestrada (2003), presentó una base de datos del secuestro en Colombia que abarcó desde 1970 hasta 2010. Allí, las FARC figuran como presunto autor en el 33% de los casos.
El secuestro es uno de los delitos investigados por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) luego del acuerdo firmado entre el Estado y las FARC. Por eso durante la audiencia de verdad colectiva, realizada en septiembre, alias Pastor Alape y Rodrigo Londoño entregaron un primer informe con documentación que podría contribuir a esclarecer algunas de esas tomas de rehenes. Allí mismo, la Procuraduría presentó un informe según el cual hay 522 casos de personas secuestradas por ese grupo y posiblemente murieron en cautiverio. Sin embargo, el documento no precisa cuántas de ellas fueron o no entregadas a sus familiares y por eso la JEP pidió más información al Ministerio Público y a las FARC para determinar -por ejemplo- cuántas de esas personas siguen desaparecidas.
En octubre, durante una ampliación de esta audiencia en Icononzo, Tolima, antiguos integrantes del Bloque Oriental de las FARC debían detallar información sobre los casos atribuidos a ese grupo. Además del secuestro, la extorsión a ganaderos, hacendados y comerciantes se convirtió en una de las rentas ilegales de ese grupo durante el conflicto armado. Vladimir, un negociante que vivía en aquella época en Paratebueno, recuerda que era común que a comerciantes les exigieran dinero a cambio de permitirles trabajar en la región: “En el casco urbano nunca se metieron. Lo que hacían era amenazar y pedir la vacuna.
A veces secuestraban a los que tenían plata o comercio y se lo llevaban unos días y si pagaban pues lo devolvían. Ellos andaban más que todo por los lados de Medina, Los Alpes y Gachalá. Con decirle que allá [Paratebueno] nunca hubo una toma en el pueblo, pero, como uno transitaba por esa zona, pues le tocaba pagar. Donde sí hubo una toma que yo recuerde fue en La Maya [Inspección de Paratebueno]. Eso fue como para el 98 o 99, ese día acabaron con el puesto de Policía. Ya después de esto vino fue la de los paramilitares cuando se metieron a Paratebueno, y ahí ya cambió el asunto, porque entonces ya le tocaba a uno era pagarles a ellos.
Ahí quedaba uno en la mitad porque, si le pagaba a uno o si le decían algo, los otros lo acusaban de auxiliador. A mí hasta me amenazaron y por eso fue que decidí irme, vender los negocios que tenía y arrancar con mi mujer y los hijos para acá”. La incursión paramilitar a la que se refiere Vladimir ocurrió en el año 1998 y según la Defensoría del Pueblo contó con la participación de cerca de 200 hombres armados con brazaletes y uniformes del llamado Bloque Centauros de las AUC.
Esa incursión de las Autodefensas agravó la difícil situación humanitaria de la región. Su llegada se tradujo en masacres, homicidios, torturas, violencia sexual y desplazamiento de pobladores. La desaparición forzada se convirtió rápidamente en un método de terror que se extendió por los llanos orientales. Aún se desconoce el número exacto de desaparecidos por causa de la guerra en esos años, pero podrían ser miles. Sólo el estudio presentado por la ONG internacional Human Rights Watch sobre el Departamento de Casanare documenta 2.553 casos de desaparecidos entre 1986 a 2007.
Por otra parte, el Sistema de Información Red de Desaparecidos y Cadáveres (SIRDEC) registra para el caso del Meta 5.455 casos reportados ante diferentes entidades, aunque no siempre esas listas son cruzadas y depuradas. Para el caso específico de Paratebueno, el Registro Único de Victimas (RUV) tiene 178 víctimas de desaparición forzada, homicidio o fallecidas. Para Olga Bravo, quien trabaja como enlace con la Unidad de Víctimas en el municipio, el principal inconveniente frente a este delito es que no todos los afectados denuncian los hechos. Ese ha sido uno de los puntos abordados en las mesas de víctimas de Paratebueno, según reconoce Víctor Humberto Parrado, su actual personero.
El origen de los grupos paramilitares en los llanos se remonta al final de la década de los setenta con el surgimiento de ejércitos privados al mando de Héctor Buitrago, conocido con el alias de “Tripas”, comandante de las Autodefensas Campesinas del Casanare (ACC) –debido a su presencia inicial en ese departamento– y también bajo el mote de “Los Buitragueños” . A finales de esa misma década se dio una compra masiva de terrenos en departamentos del Meta y Vichada por parte de esmeralderos como Víctor Carranza y de reconocidos narcotraficantes como Leónidas Vargas y Gonzalo Rodríguez Gacha alias “El Mexicano”. Esto traería como consecuencia la consolidación de grupos de autodefensa en los municipios de Cubarral, El Dorado, Puerto Gaitán y Puerto López. También se originó un grupo en San Martín conformado por hombres que provenían de Cundinamarca y el Magdalena Medio y cuyo principal comandante era Manuel de Jesús Piraban alias “Pirata”.
En 1993, también crearon el grupo conocido como Autodefensas Campesinas del Meta y Vichada (ACMV) cuyos integrantes fueron llamados “Los Carranceros” (como alusión al apellido Carranza de su jefe o mentor). Su cabeza visible al mando era Baldomero Linares, alias “Guillermo Torres”, y su pretensión era combatir a quienes conformaban frentes guerrilleros asentados en la región mediante asesinatos, persecuciones, intimidaciones y, simultáneamente, ejecutar una campaña de crímenes contra militantes de grupos políticos de izquierda como la Unión Patriótica .
La masacre de Mapiripán (Meta), en 1997, marcó el ingreso a la región de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) bajo las órdenes de los hermanos Carlos y Vicente Castaño Gil. Allí fueron asesinadas al menos 49 personas y cientos huyeron desplazadas y amenazadas durante los días de la incursión paramilitar. Este hecho tuvo un enorme impacto en la opinión pública porque se supo que los combatientes viajaron en avión –usando aeropuertos estatales– desde el Urabá antioqueño hasta San José del Guaviare con complicidad oficial.
Así lo señaló en 2005 la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) al condenar al Estado colombiano por la colaboración de integrantes del Ejército con paramilitares en esta masacre. Esta primera incursión estuvo al mando de Elkin Casarrubia Posada, alias “El Cura”, y Darío Antonio Úsuga, alias “Mauricio” u “Otoniel”, –quien fue excluido de Justicia y Paz y continúa hoy prófugo de la justicia– y tuvo además participación de otros grupos de “autodefensa” con presencia en los llanos orientales.
Múltiples relatos de excombatientes de esos grupos coinciden en que, para ingresar a la región, el grupo proveniente de Urabá contó con ayuda de ganaderos, hacendados, integrantes de la fuerza pública y políticos de la región. Entre estos últimos estuvo Óscar de Jesús Pérez –ex gobernador del Guaviare– condenado a 90 meses de prisión por nexos con grupos paramilitares. Su primo hermano, hoy gobernador del mismo departamento –Nebio Echeverry– ha sido mencionado por exintegrantes de las autodefensas. Según Daniel Rendón Herrera, alias “Don Mario”, en la finca Vendaval, propiedad del hoy gobernador Echeverry en Paratebueno, se llevó a cabo una reunión para definir la estrategia de incursión de los paramilitares en el Meta. El dirigente ha respondido que dicho encuentro se había producido sin su autorización, y asegura que el administrador de la finca jamás le informó al respecto. Sin embargo, la misma Corte en la sentencia aseguró que había faltado a la verdad en su declaración y por eso compulsó copias para que se le investigara por el delito de falso testimonio.
La estrategia paramilitar contemplaba la consolidación de una estructura que coordinara a los diferentes grupos con presencia en la región. Así se creó el Bloque Centauros con un estado mayor, frentes, compañías, contraguerrillas, grupos urbanos, grupos de tareas varías, grupos de ‘escopeteros’ y grupos de puntos y radioperadores. Buscaban dinero cobrando “impuestos” a ganaderos, empresas petroleras y contratistas de la región. Además, tenían recursos provenientes de cultivos de coca al controlar rutas para el tráfico de drogas e insumos para procesarlas. En ese momento se designó como comandante del grupo a José Humberto Victoria –excapitán del Ejército-, conocido con el alias de “Don Raúl”, para liderar la expansión en Cundinamarca, Tolima y Meta con diferentes frentes. Uno de ellos fue el que llamaron Pablo González, que tuvo presencia armada en municipios como Medina, Paratebueno y Barranca de Upía.
El interés particular por Paratebueno tenía que ver con su ubicación geográfica en el piedemonte llanero. Su cercanía con el Casanare, el municipio de Medina (Cundinamarca) y la ciudad de Villavicencio lo convertía en un punto estratégico para confrontar a la guerrilla. Para cumplir ese propósito, tuvieron el auxilio -voluntario u obligatorio, según fuera el caso- de ganaderos y hacendados que financiaron este grupo.
El comandante de este frente fue en sus inicios Daniel Úsuga, alias “Mauricio”. Su estructura usaba personal que denominaba “puntos”; personas ubicadas en las poblaciones encargadas de alertar sobre situaciones de riesgo y señalar a personas que tuvieran presuntos vínculos con las guerrillas. Carlos, un habitante que vivió la incursión de este grupo armado en la región, recuerda cómo fue: “En esa época a mí incluso me ofrecieron que me metiera a patrullar con ellos. Me decían que para que me jodía tanto trabajando si ahí me pagaban un sueldo y hasta me daban ayuda para tener como movilizarme y un ´fierro´ para cuidarme. Lo único era colaborarles con información sobre quién era el que colaboraba con la guerrilla y estar pendiente de gente que llegara a la región y avisarles si uno veía algo raro”.
En las audiencias de versión libre realizadas durante el proceso de Justicia y Paz, Luis Miguel Hidalgo, alias “Ratón”, aceptó que, como parte de este frente, ordenó y ejecutó homicidios de civiles a quienes consideraban colaboradores de la guerrilla. Allí confesó más de 200 crímenes cometidos desde 1998 hasta su desmovilización, como fue reseñado por la prensa nacional tras las audiencias rendidas ante la Unidad de Justicia y Paz en el año 2009 . Cuando ingresó al grupo paramilitar lo hizo como patrullero, pero llegó a ser comandante urbano en los municipios de Paratebueno, Chipaque y Medina (Cundinamarca), y Barranca de Upía, Restrepo y Cumaral en el Meta.
Allí el comandante paramilitar relató que uno de sus métodos era la intimidación de la población civil; organizaban incursiones a las inspecciones y veredas de cada municipio y asesinaban a quienes señalaban de pertenecer o auxiliar a la guerrilla. Además, convocaban a los habitantes en zonas públicas y les advertían de su presencia en la zona. Javier, un habitante del área rural, recuerda cómo fueron aquellos días: “A nosotros nos reunieron y dijeron que venían a limpiar la zona, que todo el que estuviera pasándole información a la guerrilla lo iban a matar. Ese día pintaron las paredes con mensajes que decían que había llegado ‘Coco, el terror de la guerrilla’. Ese Coco era como el que mandaba en los ‘paracos’. Ya después de eso pues usted se imagina la mano de muertos. Acordarse de eso es muy verraco, porque, no crea, a uno le daba miedo salir al pueblo. Después de las siete usted ya no veía a nadie por fuera de la casa. Y más para uno que vivía acá en el campo sin saber en qué momento por ahí le hacían algo. A mí nunca se me va olvidar cuando mataron al señor que ayudaba acá con la volqueta del municipio. Lo vinieron a encontrar para los lados de la carretera que va para Villanueva junto a otro muchacho, pero ese sí no se supo quién era”.
Foto: Julián Numpaque Moreno (2019).
Según la versión de Luis Miguel Hidalgo, alias Coco era el comandante cuando él ingresó al grupo paramilitar. Alias “Ratón” mencionó también hechos de violencia sexual, desapariciones, inhumaciones en fosas clandestinas y homicidios de civiles. Todos esos delitos se consideran, además, graves violaciones al Derecho Internacional Humanitario (DIH), recurrentes en el conflicto armado colombiano. Las desapariciones forzadas infringen normas que prohíben la privación arbitraria de la libertad, la tortura y las ejecuciones extrajudiciales. Sus víctimas quedan en una situación de incertidumbre al desconocer el paradero de sus familiares, negando el derecho a la vida en familia y el derecho de sus allegados a conocer la suerte de sus parientes.
En esta zona era frecuente que citaran a las personas en determinados lugares para luego trasladarlas a zonas alejadas donde eran asesinadas. Jacinto, quien trabajó como inspector de policía de una de las veredas de Paratebueno, recuerda cómo se llevaba a cabo el levantamiento de estos cuerpos: “¡Uy! Eso sí era duro. El trabajo para nosotros en esa época era muy pesado. Porque uno quedaba en la mitad de los enfrentamientos. A nosotros acá en Paratebueno incluso nos mataron a un Inspector de Policía, el de la vereda de El Engaño. De los cadáveres que me tocó ir a recoger me acuerdo el de un señor de póngale por ahí unos 50 años que lo asesinaron para los lados de Maya. Me avisaron como a las 2 que había un cuerpo por allá y me tocó irme a mirar qué era lo que había pasado. Cuando yo llegué lo primero que veo es que el cadáver estaba amarrado atrás con un lazo. Como quien dice tenía las manos amarradas. Para esa época eso era lo que uno veía y escuchaba que en tal lado encontraron un cuerpo amarrado a un árbol, que encontraron otro para los lados de la carretera. Aquí debe haber mucho cuerpo enterrado por la sabana porque para esa época fue mucha la gente que mataron”.
Durante esta época ocurrió la muerte del hermano de María, un agricultor y comerciante que vivía en una de las veredas de Medina. Al dirigirse hacia Paratebueno fue interceptado por los paramilitares quienes lo bajaron del vehículo y lo asesinaron. Para ella fue uno de los momentos más fuertes que tuvo que vivir por la guerra. Todavía permanece en su memoria el día en que tuvo que ir a reconocer el cuerpo de su familiar: “A mí me tocó reclamarlo como N.N. El día que mataron a mi hermano él había vendido una carga de café. Cuando lo mataron le quitaron la cédula, lo bajaron del carro, le quitaron la plata y lo asesinaron. A él después fueron a recogerlo y lo bajaron al pueblo. Ahí permaneció el cadáver toda la noche hasta el otro día. A mi otro hermano le avisaron las otras personas que iban en el carro. Yo salí como una loca y me fui a mirar qué era lo que había pasado porque nosotros para esa época no vivíamos en el pueblo sino en la vereda. Al llegar lo que más me dolió fue ver que lo tenía la funeraria como quien ofrece una libra de menudo . Decían: aquí llegó un N.N de ojos claros con una quemadura en el pie”.
Ante la muerte de su hermano, María quedó devastada emocionalmente. Por miedo a sufrir represalias no denunció los hechos. Dice que fue a partir de la conversación con un antiguo inspector de policía que entendió que no podía dejar en la impunidad el asesinato de su familiar y por eso decidió acercarse después a la Fiscalía: “Cuando el inspector me dijo que fuera a denunciarlo yo le respondí, ¿yo qué puedo hacer? A mí ya no me lo van a devolver, ya lo mataron. Usted no me lo devuelve ¿Qué más puedo hacer yo? A mí me daba era miedo ir allá porque después me podían hacer algo. Y es que, no crea, hoy nosotros hablamos porque ya podemos hablar, pero antes no. A mí me dolió ir a reconocerlo y verlo ahí en esa esquina del centro de salud, ver el cuerpo ahí botado y tener que quedarme callada. Sentir uno que lo están mirando para ver uno qué hace”.
El miedo de María para denunciar los hechos se basaba en su desconfianza en las instituciones. Pensaba que no era posible que los paramilitares patrullaran por el municipio sin que ninguna autoridad se enterara ni dijera nada. Y es que uno de los hechos que caracterizó la incursión de los grupos paramilitares era la facilidad con la que se movían. Incluso una mujer que vivía en el casco urbano recuerda: “Para esa época esa gente andaba incluso acá en el pueblo. Uno sabía que eran paracos. Con decirle que al mismo Ratón uno lo veía en el pueblo con su gente. Uno ya sabía quiénes eran los que avisaban cuando llegaba alguien. Pero dígame usted uno qué hacía. Quedarse callada porque qué más”.
A la muerte del hermano de María se sumó la de su sobrino asesinado en Cumaral (Meta) y de quien todavía espera que aparezca el cuerpo. Lo mataron los paramilitares cuando viajaba de Los Alpes hacía Cumaral. Ella se enteró de su muerte por medio de su hermana. Aunque se han acercado a la Fiscalía para conocer el lugar donde fue sepultado, todavía no han tenido noticia. Ella recuerda el momento en el que asistió a las audiencias de Justicia y Paz en Villavicencio y gritó para saber dónde era que lo tenían: “A mí me dio mucha rabia. Yo no soporto verlos ahí. Yo sí les grité ‘Ustedes deben estar donde no les dé el sol’. ¡Dígame dónde está mi sobrino!’. A mí me sacaron de la audiencia, pero mi hermana si alcanzó a preguntarles. Hasta ahora no nos han dicho dónde fue que lo dejaron enterrado”.
Sigue acompañando a su hermana a diferentes entidades buscando respuestas. Para ella lo más difícil ha sido ir hasta ciudades como Villavicencio y Bogotá. Esos viajes tratando de recuperar los restos de su sobrino le parecen interminables y le causan un dolor inimaginable. En ocasiones incluso ha intentado averiguar con la misma comunidad de Cumaral para saber si alguien puede darles razón de la localización del cuerpo de su sobrino.
Para los parientes de los desaparecidos la búsqueda de sus cuerpos parece un rompecabezas del que nunca tienen todas las fichas. Buscan pistas transitando por entidades oficiales, oficinas de abogados, organizaciones no gubernamentales e incluso en panteones donde han llevado cuerpos sin identificar. Tratan de encontrar indicios de que alguno de esos N.N. –ocultos tras paredes blanqueadas o enterrados bajo camposantos llenos de maleza– es el que les quita el sueño.
En el caso de Paratebueno el cementerio está localizado en la periferia del casco urbano y Jaime es su administrador. Lo hace, aunque él también ha tenido que enfrentar el miedo causado por la guerra en el municipio. Su profesión es la de docente, pero por amenazas tuvo que huir del municipio y trasladarse a diferentes lugares del departamento. Cuando mejoró la situación de orden público emprendió el regreso junto a su familia y decidió montar una funeraria. Por su disciplina y organización, la alcaldía le ha permitido, además, administrar el camposanto. Desde allí Jaime ha venido ubicando las fosas y tumbas donde han quedado inhumados los llamados N.N y víctimas del conflicto.
Foto: Julián Numpaque Moreno.
Esta labor le resulta interminable pues, asegura, no todos los casos de los N.N tuvieron una misma ruta de ingreso. Muchos de los cuerpos fueron traídos sin autorización de ninguna entidad ni siguiendo los mínimos protocolos. Incluso recuerda que, en alguna ocasión, mientras sepultaba un cadáver, encontró otros cuerpos en bolsas en un sitio donde se suponía que no se había inhumado ningún cadáver.
Entre las fosas que Jaime recuerda haber ubicado como ‘personas no reclamadas’ sobresale la de la Familia Velásquez, cuyos integrantes fueron asesinados en zona rural de Paratebueno. Fue uno de los pocos casos reseñados por la prensa nacional. El periódico El Tiempo del 6 de abril de 1998 lo publicó bajo el título “Los llaman y luego los acribillan”. Se refería a los crímenes contra una madre, sus dos hijos y un sobrino asesinados por grupos paramilitares según lo estableció la sentencia del 25 de julio de 2016 del Tribunal Superior del distrito judicial de Bogotá.
El trabajo que ha venido adelantando Jaime es un ejemplo de la perseverancia de una persona que ha logrado sobreponerse a las heridas de la guerra y que, por medio de su trabajo, intenta contribuir a la búsqueda de los desaparecidos. Lo ha hecho paso a paso. No sólo inició la marcación de aquellas tumbas que han quedado sepultadas como N.N.; también ha documentado protocolos para establecer un adecuado tratamiento de los cuerpos que se lleguen a inhumar bajo la sigla del anonimato. Así trata de evitar que estos cuerpos se vayan a extraviar nuevamente dentro del cementerio.
Medicina Legal estima que en todo el país puede haber más de 20 mil cuerpos inhumados en los diferentes cementerios del país como N.N. Ese Instituto ha sumado esfuerzos con otras entidades como la Dirección de Derechos Humanos del Ministerio del Interior, Equitas, Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), y la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas que ya tiene sede en Villavicencio. Allí recoge información de las víctimas e intenta cruzarla con la que tienen las entidades del Estado. Pero son apenas cuatro funcionarios para hacer perfiles de investigación y brindar apoyo psicosocial a miles de familias.
El Derecho Internacional Humanitario es el compendio de normas que intentan regular la guerra para hacerla menos cruel y degradante. Dice que una de las responsabilidades de quienes integraron grupos armados y participaron de las hostilidades es contribuir a la verdad. La otra es ayudar al desminado. Una más es cooperar con el hallazgo de los desaparecidos. En Paratebueno, sin embargo, ninguno de esos tres deberes avanza al ritmo que las víctimas necesitan para poder cicatrizar sus heridas abiertas.
“Este trabajo fue elaborado con el apoyo de Consejo de Redacción y del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), en el marco de la edición 2019 del curso virtual Conflicto, violencia y DIH en Colombia: herramientas para periodistas. Las opiniones presentadas en este artículo no reflejan la postura de ninguna de las dos organizaciones”.