Crédito: @vivs_studio | Laura Viviana Ortiz.
Carlos dejó Arauca en noviembre del año pasado. Un grupo disidente de las FARC lo obligó a publicar en su medio un video que molestó al ELN y por el que lo acusó de ser “órgano oficial” de sus rivales. Jhanuarya salió de Segovia, Antioquia, tras una amenaza de muerte del Clan del Golfo luego de publicar noticias de orden público. A Laura le tocó dejar Barranquilla después de la publicación de un libro sobre el clan político de los Char porque su trabajo y su vida se estaban volviendo cada vez más difíciles por el acoso y las amenazas. José Manuel y su familia se vieron obligados a abandonar Valledupar por la persecución que estaban viviendo tras investigar hechos de corrupción de poderosos en la región.
Las historias de periodistas que han tenido que desplazarse forzosamente y exiliarse se suman una tras otra para confirmar una cifra alarmante del último informe de la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) sobre la violencia contra el periodismo en Colombia: en 2024 el desplazamiento forzado duplicó el récord anterior de 2019, y lo configura como el peor año de la última década.
En cada reporte anual la FLIP muestra las cifras y prende las alarmas, pero 2024 refleja “un récord negativo y trágico”. “El 2024 fue el año más difícil para el ejercicio periodístico si tomamos en cuenta amenazas, asesinatos y desplazamientos forzosos. Son los peores números de los últimos diez años. Incluso tendríamos que ir un poco más atrás para ver cifras similares”, explica Jonathan Bock, director de la FLIP.
En 2015 esa organización registró apenas un caso de desplazamiento forzado —dejar el lugar de residencia para ubicarse en otro lugar dentro del país—, en 2019 se vio la cifra más alta hasta entonces (10) y en 2024 el número se duplicó a 20 (16 hombres y cuatro mujeres). En el caso de exilios —periodistas que tuvieron que dejar el país— sumaron cuatro el año pasado. El crecimiento es menos dramático. En 2023 fue uno y solo en 2019 y 2022 se registraron más casos: 5 y 7, respectivamente.
Los periodistas se ven obligados a irse porque el miedo a la muerte es real. En 2024 tres periodistas y creadores de contenido de interés público fueron asesinados; dos de ellos en Norte de Santander: Jaime Vásquez en Cúcuta y Jorge Antonio Méndez en Tibú. El tercero fue Mardonio Mejía en Sucre. Uno de los periodistas exiliado se salvó de un ataque armado y pudo luego salir del país. Por seguridad no mencionamos su nombre ni el lugar donde ocurrió el hecho.
Las cifras dan cuenta de años recientes porque Colombia ha vivido otras épocas de gran violencia contra la prensa. El mayor número de asesinatos ocurrió en 1989 (13) y 1991 (11), según cifras de la FLIP. Y hacia finales de los noventa y en los años 2000 los casos de desplazamiento forzado y exilio se dispararon. Solo en Arauca, en 2003, 16 periodistas se vieron obligados a dejar el departamento por amenazas de muerte de los paramilitares y de las FARC. Además, se exiliaron reconocidos periodistas como Daniel Coronell, Antonio Caballero, Ignacio Gómez, Alfredo Molano, Hollman Morris y William Parra.
Durante la negociación de los acuerdos de paz de 2016 con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) “las amenazas bajaron sustantivamente”, explica Bock, de la FLIP, pero luego las cifras empezaron a crecer por el recrudecimiento del conflicto armado con nuevos actores, “lo que indica cómo la guerra vuelve a tener a los periodistas bajo la mira».
En la organización Reporteros Sin Fronteras (RSF) también ven el fenómeno con preocupación. “Hemos recibido un aumento en las solicitudes de apoyo de periodistas que buscan exiliarse de Colombia. La mayoría enfrenta amenazas de grupos armados y redes criminales por cubrir corrupción, narcotráfico, minería, violaciones de derechos humanos y nexos ilegales con sectores políticos y económicos”, explica Artur Romeu, director de la oficina de Reporteros Sin Fronteras para América Latina.
Añade que “la expansión de estos grupos, sus disputas territoriales y la falta de garantías estatales han convertido el exilio o el desplazamiento interno en la única opción para los comunicadores, especialmente en departamentos como Antioquia, Arauca, Caquetá, Cauca, Guaviare, Meta, Valle del Cauca, Córdoba y Nariño, donde hay zonas en que el periodismo es sistemáticamente silenciado”.
“Entre la espada y la pared”
En Arauca, como en otras regiones del país, han surgido nuevas guerras tras el acuerdo de paz con las FARC. Grupos que se opusieron al pacto o que abandonaron el proceso ocuparon de nuevo los territorios y se disputan el poder con otros grupos. En Arauca opera el Frente Décimo y el Frente 28 de las disidencias de las FARC que se enfrentan a sangre y fuego con el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Y en el medio queda la sociedad civil, incluidos los periodistas, señalados de estar al lado de un bando o del otro.
“Estamos entre la espada y la pared, porque si publicamos algo del ELN, entonces salen las disidencias; si publicamos de las disidencias lee el ELN, y si publicamos mucho de las Fuerzas Militares, de la Policía, entonces, también la guerrilla nos declara que somos paramilitares”, cuenta Carlos Pérez, director del medio digital La Lupa Araucana y corresponsal de Caracol Televisión, que lleva 27 años haciendo periodismo y cubriendo temas relacionados con el conflicto armado, corrupción, política y asuntos locales.
Pérez salió forzosamente de Arauca el 12 de noviembre pasado después de un episodio en el que quedó en medio de la guerra entre los dos grupos. Recibió una llamada de un integrante de las disidencias de las FARC para obligarle a publicar un video-comunicado del grupo en el que se atacaba al ELN. “Me dice que si yo no lo publico que me atenga a las consecuencias. Cuando le dicen a uno así y con un grupo al margen de la ley, pues, ¿qué más?”. Lo publicó en la página de Facebook de La Lupa Araucana, que tiene más de 120 mil seguidores.
Al día siguiente se enteró de que el nombre de su medio salía en un comunicado del ELN, que circuló en redes sociales y por WhatsApp, en el que La Lupa Araucana era identificada como “órgano oficial” de los “mercenarios” (en referencia a las disidencias). Estigmatizaciones así pueden ser letales en medio de la guerra.
Esta fue la última de las 13 agresiones que Pérez denunció en los últimos dos años. Por el nivel de riesgo tiene un esquema de seguridad, con hombres y un carro. En 2003 también se vio obligado a salir por amenazas. Estuvo entre los 16 periodistas de Arauca que entonces fueron amenazados.
“Siempre ha sido difícil hacer periodismo en Arauca y no hay garantías”, dice Pérez, y reclama “más compromiso de las autoridades” con el gremio. Hoy espera poder volver a su casa. Mientras tanto, desde donde vive temporalmente, Pérez sigue publicando notas, pero se vio obligado a parar la emisión del noticiero matutino que hacía.
Como Carlos Pérez, otros dos periodistas de Arauca se desplazaron forzosamente el año pasado. Otros departamentos que concentran más de un caso son: Caquetá (4), Antioquia (3) y Tolima (2), según cifras de la FLIP.
«Es un escenario sumamente complejo y nuevo para muchos periodistas (…) Muchos de los testimonios de quienes están enfrentando las amenazas coinciden en decir: ‘no sabemos a qué reglas de juego atenernos; no sabemos si estos grupos están mandando mensajes para intimidar o si efectivamente es un ultimátum», explica Bock, de la FLIP. En ese contexto, dice, también existe “una guerra por controlar la información” y se suma un nuevo fenómeno: «el uso de los canales digitales. Eso hace que sea todavía más directo e intimidante» el mensaje de los grupos armados.
“Un ambiente de peligro y de intimidación a través de todas las formas posibles”
El periodista José Manuel Vega, director de El Periódico de Valledupar, también se vio forzado a salir del país. Lo hizo en marzo del año pasado junto a su esposa y sus tres hijas, en una travesía hacia Estados Unidos que le dejó recuerdos dolorosos y de la que habló en este podcast. Pero no tuvo otra opción; en Colombia “la vida cambió. Ya no era vida, la verdad”, dice.
En su caso pasó por casi todas las formas de agresión a la prensa. Fue el alto costo que pagó por publicar investigaciones que destaparon casos de corrupción y tocaron a personajes y políticos poderosos del Cesar. “Uno a veces se pregunta si vale la pena. Por eso el periodismo de investigación escasea, y por eso en las regiones nadie se atreve; las regiones en Colombia son tierra de nadie, son tierra de la corrupción, de los políticos corruptos; los entes de control no funcionan”, afirma.
La primera edición de El Periódico salió el 25 de octubre de 2021 y cinco días antes ya tenía una amenaza de muerte de un hombre cercano a un clan político que iba a ser señalado en uno de los reportajes que finalmente publicó. Después salieron otros reportajes que expusieron la corrupción en el departamento. Por eso tuvo que enfrentar en su momento 14 denuncias por injuria y calumnia, todas con el fin de desgastarlo porque en sus reportajes todo estaba probado. “Yo paraba más en la Fiscalía que en mi oficina; eso era semanal”, cuenta.
Además, la sede del diario fue atacada. Desconocidos entraron y cortaron todo el circuito eléctrico y el sistema de cámaras, y dañaron el techo. También en municipios cercanos donde las investigaciones apuntaban hacia políticos locales llegaron a recoger y quemar los diarios para impedir su venta. Pero lo más grave vino después: se enteró de que sus hijas eran vigiladas en el colegio, paraecieron camionetas blindadas frente a su casa y se enteró de que su cabeza tenía precio. “La orden es asesinarme”, escribió en un momento.
Vega, al igual que todos los personajes de esta historia, tenía esquema de seguridad, pero no era suficiente. “El gobierno se limita a ponerte una camioneta blindada y dos hombres. Eso para ejercer el periodismo no es seguridad. Y, además, tú no solamente te enfrentas a la corrupción que está acabando con el departamento sino que te tienes que enfrentar a una justicia que está coaccionada”.
“El caso de José Manuel Vega es un ejemplo de las dificultades que tienen que enfrentar muchos periodistas que investigan y denuncian temas de interés público. En muchos casos, la realidad local es la de un ambiente de peligro y de intimidación a través de todas las formas posibles: amenazas, empapelamiento con procesos judiciales largos, costosos y desgastantes, los obstáculos para obtener información y la ausencia de políticas institucionales que mitiguen o frenen estos riesgos. La asfixia que esto representa hace que periodistas terminen en el exilio, como sucedió con Jose Manuel, o dejando de cubrir temas o abandonando el oficio periodístico”, explica Emmanuel Vargas, codirector de la organización El Veinte, que trabaja en la defensa judicial de la libertad de expresión de periodistas, medios y usuarios de redes sociales.
Esa organización acompaña a Vega en tres procesos penales: en uno denunció amenazas y en los otros lo denunciaron a él por extorsión y por injuria y calumnia. Además, han atendido tutelas: dos contra el periodista por una columna que publicó en el diario, y una que él puso contra la Gobernación del Cesar porque lo bloqueó en la red social X.
“Cuando un periodista abandona su lugar de trabajo, no es solo esta persona, su familia y su medio quienes se ven afectados, sino la sociedad en general que deja de recibir información y opiniones que le son importantes para la vida en sociedad y la toma de decisiones”, asegura Vargas de El Veinte.
“Me sentía expuesta”
En 2023, la periodista Laura Ardila publicó “La Costa Nostra”, un libro sobre la historia no oficial de los Char, el clan más poderoso del país. Primero se enfrentó a la censura previa de la editorial Planeta, que le dijo que no publicaría el libro tras años de trabajo; por ello, el libro se publicó en la editorial Rey Naranjo con el apoyo de El Veinte, La Silla Vacía, la FLIP y La Liga Contra el Silencio.
Posteriormente, y luego del éxito en ventas del libro y de la visibilidad que la censura le dio a Ardila, una horda de seguidores y defensores de los Char la atacó de manera sistemática en redes sociales, tal como lo contó ColombiaCheck con el apoyo de La Liga. Varios mensajes se tradujeron en amenazas que fueron denunciadas a la Fiscalía. A partir de ahí, Ardila recibió un esquema de protección ante el riesgo, pero no fue suficiente y el año pasado decidió salir del país.
“Mi motivación fue sentirme expuesta. Yo seguía viviendo en Barranquilla y el tener un esquema de seguridad con escoltas me hacía sentir muy vulnerable y me sentía vulnerable por el acoso digital que padecí”, cuenta desde su exilio fuera del país. Y continúa: “Esa situación personal empezó a imposibilitar mi vida normal, como yo la tenía antes e incluso a imposibilitar mi ejercicio periodístico”.
Reconocerse como exiliada le cuesta. “Recuerdo una publicación en redes en la que ponían mi foto y en la mitad aparecía la palabra exiliada. Eso me impactó porque nunca me consideré así. Llamé a una amiga y le conté un poco angustiada y me dijo: ‘Pero técnicamente eso es un exilio. Tú no te fuiste por gusto, no te fuiste de vacaciones’. Y eso es cierto, pero a mí me impactaba mucho la palabra”.
Hoy, Laura Ardila está cursando una maestría, da talleres, mantiene su columna en El Espectador, pero dejó de hacer investigaciones periodísticas aunque quiere retomar su trabajo en algún momento y volver a Colombia. Lamenta que en su caso y en los de otros colegas “la justicia ha sido absolutamente inoperante”. “El periodista entra en riesgo al investigar el poder sea un poder armado ilegal, o sea un poder político”, señala, y cuando se denuncia generalmente todo queda en la impunidad.
Aunque ve un panorama “muy desolador” para ejercer el periodismo en Colombia y en América Latina por cuenta de proyectos autoritarios que atacan a la prensa —ha compartido experiencias del exilio con colegas de Nicaragua y El Salvador— reconoce “la resistencia” de muchos periodistas y organizaciones que siguen luchando contra la censura.
Una de ellas es Reporteros Sin Fronteras que trabaja para proteger a periodistas en riesgo. Romeu, director de la oficina para América Latina, explica que “en 2024, el 70% de sus fondos de emergencia se destinó a la reubicación y protección de periodistas perseguidos en todo el mundo, incluyendo Colombia”. RSF facilita el exilio de quienes enfrentan amenazas, apoya la reubicación dentro del país y gestiona su inclusión en programas de seguridad.
“Hay muchas partes a las cuales no ingresamos por miedo”
Otro caso de desplazamiento forzado es el de Jhanuarya Gómez, directora del medio digital Informativo Antioquia. Tuvo que abandonar el municipio de Segovia, en febrero del año pasado, después de recibir un mensaje de WhatsApp del Ejército Gaitanista de Colombia, conocido como Clan del Golfo. “Plomo es lo que le vamos a dar por lambona”, decía el mensaje donde decían que sabían de sus movimientos y los de su familia. Días antes, Gómez fue abordada por un hombre desconocido, quien le advirtió que dejara de informar sobre asuntos de orden público en el municipio.
En su medio en Facebook, con más de 200 mil seguidores, Gómez había publicado información sobre seguridad y orden público, y sobre operativos contra el Clan del Golfo, señaló en su momento la FLIP, que alertó sobre el caso y recordó que en los últimos seis años la periodista había recibido 12 amenazas por su trabajo. Otro tema complejo en la región está relacionado con las actividades mineras. Por eso hay trabajos que dejó de hacer. “Yo no puedo hacer investigaciones del tema de minería informal (…) Hay muchas partes que no visitamos, a las cuales no ingresamos por miedo”.
En el Nordeste antioqueño, especialmente en Segovia, la seguridad se ha deteriorado, principalmente debido al control que ejerce el Clan del Golfo y a las actividades relacionadas con la minería ilegal. Por ello, la principal preocupación de Gómez es que, a pesar del alto nivel de riesgo y las amenazas que ha denunciado por su trabajo, las autoridades han reducido su esquema de seguridad. Hoy cuenta con dos hombres y un vehículo convencional, y existe la posibilidad de que lo reduzcan aún más, dejándola con un único escolta y sin vehículo.
“Me preocupa y no entiendo la forma cómo estudian en el CERREM (el Comité de Evaluación de Riesgo y Recomendación de Medidas), porque mientras más riesgo antes me están bajando más el esquema”, dice angustiada por teléfono luego de salir de citas médicas porque padece varias enfermedades, incluidas unas que se agravan con el estrés, como la tensión arterial alta y riesgos de accidentes cerebrovasculares. El último lo sufrió a inicios de este mes.
“Soy la única persona que ejerce el periodismo en esa región, en esa subregión, que son diez pueblos. Yo no entiendo cómo pretenden ellos [las autoridades] que yo me mueva”, reclama.
Cuando salió en febrero del año pasado Gómez permaneció un mes fuera de Segovia, pero tuvo que volver porque no contaba con los recursos suficientes para mantenerse lejos y debía cumplir con compromisos de la única pauta publicitaria que le quedaba como fuente de ingresos. “Todos los clientes se fueron retirando por no tener nada que ver conmigo, para no exponerse”, se lamenta.
Todas las fuentes consultadas para este reportaje coinciden en que la vida y la salud mental de los periodistas se han visto afectadas, que los mecanismos de protección del Estado —cuando se implementan— son insuficientes, que incluso algunas autoridades ignoran o minimizan las denuncias, y que reina la impunidad. En muchos lugares, simplemente, no existen garantías, lo que obliga a los periodistas a silenciarse, a no hablar de ciertos temas o a huir para salvar la vida.
Y la situación se agrava porque “este escenario de violencia contra periodistas ocurre en simultáneo a un escenario de narrativas en contra del periodismo”, explica Bock. Desde el presidente hasta las autoridades locales usan discursos para deslegitimar el trabajo de la prensa. “Tú no puedes decir: ‘tenemos que proteger a los periodistas y al mismo tiempo que la prensa miente, que está detrás de un golpe blando y de todos los problemas del país, porque eso de alguna manera crea un ambiente y permite que amenazar un periodista sea más fácil”, apunta.