Entretanto, el avistador de aves podrá encontrar, perplejo, que en pocos metros conviven el colibrí y la garza, el carpintero y el pelícano, el loro y el gavilán. La combinación entre manglar y playa alimenta la convivencia de casi medio centenar de especies, entre residentes y migratorias, que acompañan al pescador y le ofrecen su canto, o revolotean la vegetación atestada de mariposas.
Tanto el prado como la arena aparecen alfombrados por el caparazón de los moluscos bivalvos: almejas, conchas y sangaras que el artesano y el coleccionista recolectan con idéntico celo.
El mayor de los tesoros del territorio es la vegetación que dibuja límites al camino del agua. Espesos cordones de manglar que duplican el tamaño de la isla caribeña de San Andrés, con 4.893 hectáreas compuestas por las siete especies de mangle que se encuentran en Colombia: rojo, concha, piñuelo, nato, blanco, comedero y jelí.

De esta riqueza natural ha derivado su sustento la población local, cuya tradición de pesca y recolección de crustáceos ha permitido que la biodiversidad perdure desde el asentamiento de las primeras comunidades entre los siglos XVII y XVIII. Hoy en día unas 300 familias dependen del manglar. Así lo explica Freddy Caicedo, líder del Consejo Comunitario Bajo Mira y Frontera (CCBMF), organización que coadministra junto a Parques Nacionales Naturales de Colombia (PNN) el Distrito Nacional de Manejo Integrado (DNMI) al que pertenecen las playas:
“El ecosistema de manglar es abundante. Debajo de las raíces está la salacuna de las especies que nosotros prácticamente capturamos día a día y de las que nuestras familias se alimentan. Están la piangua, el churo, el almejón, la cholga, la blanca, la meona, la chiripiangua, el pateburro”.
Este paisaje y la vida que alberga están amenazados, entre otras, por la tala para venta de carbón. Una actividad económica que para 2022 dejaba 15 hectáreas deforestadas, tendientes a la restauración. Aunque este tipo de aprovechamiento solventa la economía de algunos hogares, implica la destrucción del hábitat de las especies de las que dependen muchos otros.

A los locales les interesa conservar esta particular vegetación y también a otras entidades. El Banco Mundial alertó que el 19% de los manglares del planeta desaparecieron entre 1980 y 2005. Una pésima noticia considerando los diversos servicios ecosistémicos que brindan, entre los que cuenta la función de barrera natural para las costas. (Visita: playas)
En respuesta, la comunidad agrupada en el Consejo Comunitario Bajo Mirá y Frontera (CCBMF), junto al Consejo Comunitario del Río Patía Grande (ACAPA), adelanta esfuerzos de conservación para reducir la tala, ofreciendo proyectos productivos como alternativa a la fabricación de carbón, con el fin de desestimular la deforestación. A ese horizonte apunta el fortalecimiento de las iniciativas turísticas porque, como concluye Freddy, “el turismo nos enseña a conservar, a cuidar y a proteger. ¿Por qué? Porque si yo conservo, tengo una riqueza que mostrar”.
