Vastas extensiones de palma de aceite y piña en los Montes de María se han convertido en el capítulo más reciente de resistencia de una comunidad afrocolombiana, asentada en ese territorio desde hace más de 250 años. Después de resistir por dos décadas al acecho de grupos guerrilleros y paramilitares, la población de San Cristóbal, en Bolívar, lucha ahora contra los cultivos agroindustriales por la preservación de su territorio ancestral.
Este nuevo episodio de resistencia comenzó a escribirse en 2008 con la organización de los pobladores en un consejo comunitario al que llamaron Eladio Ariza en honor a su primer líder, pero fue casi una década después que estos pobladores marcaron un hito al lograr que un Juzgado Especializado en Restitución de Tierras de El Carmen de Bolívar les admitiera una demanda de restitución colectiva del territorio, la primera de su tipo en el Caribe colombiano y aún en etapa judicial.
El Consejo Comunitario reclama 79 predios, entre los que hay siete con cultivos de palma de aceite y piña. Detrás de esas explotaciones hay dos empresas con sede en Barranquilla: una de ellas es la Sociedad de Inversiones Agropecuarias Costa Norte, en liquidación y propiedad del excónsul de Colombia en Venezuela Carlos Alberto Barros Mattos. Según los lugareños, esta empresa se aprovechó de un predio donde hubo presunto despojo. Además, según la Unidad de Restitución de Tierras, Barros Mattos, en su condición de cónsul, fue quien certificó la situación de desplazamiento de la familia a la que, después, le adquirió el predio como representante legal de su compañía.
La otra firma es Inversiones Tapia Villamizar, cuyo gerente es Alfredo Tapia Rizzo, reseñado por la prensa local como uno de los empresarios de taxis más influyentes del Atlántico (Ver nota de prensa).
La lucha del Eladio Ariza no acabará hasta que la titulación y la reclamación del territorio estén resueltas. Allí siguen ávidos de respuestas por parte del Estado colombiano. Especialmente, porque el monocultivo de palma de aceite en las planicies cercanas a su territorio desencadenó una lucha por el agua y una serie de transformaciones ambientales y sociales, que marcaron para siempre la idiosincrasia de esta comunidad afrodescendiente.
El territorio sagrado
Melvis Ariza, Humberto Blanco y Víctor Castellar nacieron y crecieron en San Cristóbal. Se han convertido en el rostro del Consejo Comunitario Eladio Ariza. Su lucha se cimienta en el valor ancestral de unas parcelas heredadas de generación en generación desde finales del siglo XVIII, cuando allí llegaron los primeros pobladores buscando libertad y anhelando dejar atrás a sus amos esclavistas.
San Cristóbal está a dos horas de viaje terrestre desde Cartagena, por una carretera con la mitad de su trayecto en reparación asfáltica y la otra mitad llena de tramos destapados, que se convierten en verdaderos barrizales después de cada aguacero. Aunque es un corregimiento del municipio de San Jacinto, su centro urbano más cercano es María La Baja, a 45 minutos de distancia en motocicleta.
Además del pequeño centro poblado en donde vive la mayoría de los 390 habitantes, el territorio de San Cristóbal lo componen las veredas Paso de Caña, Rivero, Solabanda y Arroyo de María, poblaciones ubicadas entre María La Baja y San Jacinto. Allí las viviendas son modestas construcciones de bareque, que tienen servicio de energía y carecen de redes de alcantarillado y acueducto.
Los pobladores cocinan con estufas conectadas a cilindros de gas propano o fogones artesanales de leña, tienen letrinas para hacer sus necesidades fisiológicas y disponen de albercas para almacenar el agua lluvia. También se proveen con los bidones que a diario llenan en un brazo del arroyo Matuya, una corriente panda donde los niños juegan y las mujeres lavan la ropa.
El centro poblado de San Cristóbal tiene una pequeña plaza y una iglesia católica sin sacerdote. Mientras que el puesto de salud no funciona y la escuela de primaria, en la entrada de la población, muchas veces no abre sus aulas por falta de maestros. El colegio de bachillerato más cercano al que asisten los adolescentes está a media hora de distancia a pie.
Como telón de fondo está el Cerro Capiro, el gran territorio sagrado de esta comunidad y eje central de su reclamación, que hace parte de los últimos relictos del bosque seco tropical colombiano. Se trata de un sistema amenazado por la palma de aceite, la reforestación comercial y la minería, según el estudio de la Universidad Javeriana ‘Dime qué paz quieres y te diré qué campo cosechas’. Allí campesinos como Humberto Blanco tienen sus parcelas, a las que llegan a pie o en mula, después de 45 minutos abriéndose paso entre la espesa vegetación y sobre un suelo resbaladizo y pedregoso.
En esas parcelas del Capiro está gran parte de la siembra del pancoger de la comunidad, principalmente, cultivos de ñame, yuca, arroz, maíz, frijol, frutas, aguacates y plátanos. Su mesa también la llenan con los derivados de la ganadería a pequeña escala y los pescados que obtienen de la Ciénaga de María La Baja y las represas Playón y Matuya. Estas dos últimas datan de la década de los 60, cuando el gobierno las construyó como parte de un distrito de riego público para fortalecer la infraestructura agraria. Desde entonces, son el principal reservorio de agua de los Montes de María.
Aunque ese territorio es una suerte de paraíso, entre 1988 y 2007 tuvo varios descensos al infierno. Los primeros en imponer la zozobra fueron los guerrilleros del Ejército Popular de Liberación (Epl), después siguieron las extintas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc); el Ejército de Liberación Nacional (Eln) y los paramilitares del Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc).
Esta intensificación del conflicto, que incluyó violaciones a los derechos humanos como homicidios, tratos crueles y confinamiento, desplazó a más de la mitad de los habitantes de San Cristóbal, según datos de la Unidad de Restitución de Tierras. De casi 700 personas que vivían allí, hoy solo permanecen 390: la mayoría de quienes se fueron están viviendo en Barranquilla, Cartagena y Venezuela.
Comienza la lucha
Después de dos horas de camino desde Cartagena, este letrero le avisa al visitante que está por ingresar a un territorio ancestral que comprende parcelas de los municipios de San Jacinto y María La Baja. Foto: Samuel López.
En 2005, luego de la desmovilización paramilitar y en medio de la arremetida final de la fuerza pública contra las Farc en la región, la comunidad de San Cristóbal comenzó a ser testigo de la llegada de foráneos a su territorio y, con ellos, de la siembra de palma de aceite. Por eso, cuando el monocultivo amenazaba con extenderse por su población, los habitantes comenzaron a indagar por la figura del consejo comunitario, una entidad étnica con personería jurídica que les facilitaría la protección. Fue así como el 2 de noviembre de 2008 nació el Eladio Ariza y con él un camino de esperanza, pero también de burocracia y tramitología.
Ni Melvis, ni Víctor, ni Humberto querían ver transformado su territorio en vastas extensiones de palma de aceite, tal como había sucedido con las veredas marialabajenses desde 1998, cuando llegaron los primeros palmicultores a la zona. Hoy, 20 años después, lo que se observa a lado y lado de la carretera Troncal de Occidente son kilómetros y kilómetros de ese cultivo sobre las zonas planas, que hasta 2018 sumaban 33.750 hectáreas sembradas, según datos del gremio palmicultor Fedepalma.
Para comenzar a materializar su lucha, la comunidad presentó en julio de 2010 una solicitud formal de titulación colectiva por 1.043 hectáreas ante el antiguo Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder), hoy Agencia Nacional de Tierras (ANT). Sin embargo, funcionarios de la desaparecida entidad les advirtieron que solo era posible la reclamación de 600 hectáreas. El representante legal del consejo comunitario para la época accedió y firmó la solicitud por dicha cantidad, pero los lugareños dicen que se trató de una “maniobra irregular” para engañarlos.
Consultamos, vía derecho de petición a la ANT para conocer más detalles sobre ese hecho, pero aún no obtenemos una respuesta a pesar de haberse cumplido el plazo reglamentario que le da la Ley a las entidades públicas para responder ese tipo de peticiones.
Miembros del Consejo Comunitario Eladio Ariza le explican al equipo periodístico detalles y ubicación del territorio en reclamación. Foto: Samuel López.
Tres años después, la extensión del litigio volvió a cambiar. Tras una visita técnica, funcionarios del entonces Incoder redujeron la reclamación a 584 hectáreas, cifra que tampoco reconocen porque la comunidad se mantiene en las 1.043 hectáreas iniciales.
Los representantes del Eladio Ariza entendieron que debían argumentarle mejor al Estado el valor ancestral de su territorio y su urgente necesidad de conservación. Para hacerlo volcaron en papel sus dos siglos de saberes, transmitidos por tradición oral. Documentaron sus orígenes, costumbres y tradiciones y, sobre todo, el uso agrícola, ganadero y pesquero del territorio, de la mano del Observatorio de Territorios Étnicos y Campesinos de la Universidad Javeriana. Ese trabajo se convirtió en la columna vertebral de la demanda de restitución que el Eladio Ariza presentó en 2017.
El 25 de octubre de ese año hubo celebración en San Cristóbal.
“Por fin nos aceptaban la demanda después de tanto tiempo”, dice Melvis Ariza, casi dos años después de aquella fecha histórica, sentado en una de las terrazas de la vereda y rodeado de varios de sus compañeros de lucha, mientras recuerda cada uno de los obstáculos que han sorteado para detener el avance de los monocultivos en su comunidad.
Melvis se refiere al revés que ya habían sufrido en 2015, cuando un juez del Carmen de Bolívar les devolvió una primera demanda por falencias en la delimitación de los linderos y los playones con los que colinda el consejo comunitario. La comunidad llenó estos vacíos durante 2016 y parte de 2017 con el apoyo de la Defensoría del Pueblo, la Unidad de Restitución de Tierras y el Observatorio de la Universidad Javeriana.
Gracias a ese proceso, los campesinos pudieron establecer que su territorio se compone de 79 predios y que en siete de ellos hay privados sembrando palma de aceite y piña.
Primero fue el corozo, después la piña
Camino al Consejo Comunitario Eladio Ariza se evidencia en el paisaje cómo los monocultivos de palma acechan el territorio. Foto: Samuel López.
Para entender la llegada de los monocultivos a San Cristóbal hay que viajar 20 años en el tiempo. A finales de los 90, en medio de una crisis económica y en plena expansión paramilitar, los agricultores que trabajan la tierra en el Distrito de Riego de María la Baja vieron en la palma una oportunidad de negocio. Ciento veintiséis de ellos se asociaron en el año 2000 con la empresa Oleoflores S.A., propiedad del exministro de Agricultura y zar de la palma Carlos Roberto Murgas Guerrero, bajo la figura de las alianzas productivas.
La primera alianza se llamó Asopalma Uno y los campesinos debían dar sus parcelas en arriendo por 20 años para la siembra del corozo. Así se llama el fruto del cultivo y del que se extrae el aceite que sirve de materia prima en la producción de biocombustibles, productos de belleza, detergentes y alimentos.
Murgas Guerrero puso en marcha esa figura de alianzas cuando era Ministro de Agricultura de Andrés Pastrana, entre 1998 y 1999. Los campesinos se preguntan por qué inicialmente este empresario desempeñó cargos públicos en el sector agrario desde los que generó incentivos para el cultivo agroindustrial, que luego explotaría desde la orilla privada con su empresa.
Dos décadas después, Bolívar es uno de los 21 departamentos con siembra de palma de aceite en Colombia. Tiene cultivos en 21 de sus 46 municipios, cuatro núcleos palmeros en funcionamiento y una producción de hasta 67 mil toneladas anuales, que representan el 4% de la producción nacional. Esas cifras, publicadas por Fedepalma en su sitio web, tienen a Colombia como el primer productor de palma de aceite de América y como el cuarto productor del mundo. Y al grupo empresarial Oleoflores S.A. como uno de los líderes del sector al estar detrás de 50 mil hectáreas sembradas entre Bolívar, Cesar y parte del Catatumbo, según la investigación Acuatenientes, de los portales periodísticos Rutas del Conflicto y Verdad Abierta.
Esa bonanza palmicultora llegó al Eladio Ariza en 2005 con la venta de predios. Los foráneos -recuerdan ahora los pobladores- comenzaron a ponerle precio a las parcelas y con esas ventas cambió su cotidianidad. En una de las siembras de palma, por ejemplo, había una ‘manga’ o camino real, como los nativos le llaman a los senderos ancestrales. Hoy ese camino, que les facilitaba su movilidad diaria hacia arroyos y fincas aledañas, está cerrado.
Estas plantaciones de palma se encuentran a la orilla del camino que lleva a visitantes y lugareños al Consejo Comunitario Eladio Ariza. Foto: Samuel López.
Ahora en el Eladio Ariza hay cinco ocupantes privados (Ver la tabla de predios ocupados por privados). De tres de ellos no tienen mucha información, pero de los restantes sí. Se trata de la Sociedad Inversiones Agropecuarias Costa Norte, del político guajiro Carlos Barros Mattos, e Inversiones Tapia Villamizar, del empresario Alfredo Tapia Rizzo. Este último es, además, responsable del monocultivo de piña que desde 2015 está en una zona que el Eladio Ariza reclama como suya. A través de la empresa Agro Montes de María, Tapia comenzó a exportar hace un año piña golden a París (Francia) y a ser calificado por la prensa regional como un empresario exitoso (Ver nota de prensa 1 y nota de prensa 2).
Buscamos , durante tres semanas, a los empresarios Carlos Barros Mattos y Alfredo Tapia Rizzo para conocer su versión sobre los hechos. Sin embargo, no fue posible entrevistarlos, a pesar de los reiterados intentos vía WhatsApp, correo electrónico y correo certificado.
El empresario Barros respondió una primera llamada telefónica pidiendo que le enviaran a su casillero personal el cuestionario porque no tenía acceso al correo electrónico registrado a nombre de su empresa en el certificado de Cámara de Comercio (https://drive.google.com/file/d/1utHNPEhlVQ8EHPIOyCLH6SnupWLVrISX/view?usp=sharing)» target=»_blank» title=»Certificado» style=»box-sizing: border-box; color: var(–colorFalso); text-decoration: underline; background-color: transparent; font-weight: 400; font-family: «Work Sans», sans-serif;»>Ver certificado), al que inicialmente se le enviaron las preguntas. De hecho, aseguró en esa misma llamada que su empresa no tiene sede en Barranquilla, pese a que en Cámara de Comercio es otra la información registrada. Después, se le volvió a escribir, especificándole las referencias catastrales de los predios sobre los que trataría la entrevista. También se le reiteró la intención de entrevistarlo telefónicamente.
Sobre el empresario Tapia Rizzo no obtuvimos respuesta después de enviarle las preguntas y la explicación del enfoque de esta investigación al correo registrado en el Certificado de Cámara de Comercio de su empresa Inversiones Tapia Villamizar (Ver certificado), así como al buzón de contacto de su otra empresa Agro Montes de María. Tampoco volvió a responder aunque se le insistió vía chat.
Los frutos de la palma y la piña
Niños y adultos deben caminar pueblo abajo para recolectar agua y lavar la ropa. El líquido es transportado por burros. Foto: Samuel López.
Dos décadas después no todos están contentos con el monocultivo de palma. En María la Baja el malestar obedece a dos razones: la colonización de la mayoría de las tierras más fértiles, como son las áreas que deberían ser de protección ambiental de los canales y arroyos, y el acaparamiento de los cuerpos de agua (Ver estudio de la Universidad Javeriana). De hecho, el crecimiento de la palma exige tanto líquido que tiene a pobladores de varias veredas caminando a diario hasta dos kilómetros para abastecerse con una bomba manual porque los pozos más cercanos ahora son para la palmicultura.
El Consejo Comunitario Eladio Ariza tampoco ha sido ajeno a estas consecuencias ambientales. Sus habitantes coinciden en que la palma, y más recientemente la piña, redujeron las faenas de pesca e incluso secaron algunos tramos de los cuerpos de agua que los abastecían en el pasado.
Los primeros en evidenciar el impacto ambiental fueron los pescadores de San Cristóbal por la reducción de peces en las represas La Matuya y San José de Playón. Acostumbrados a pescar con trasmallo mojarras, bocachicos, cachamas y tierreras, los lugareños pasaron a ser testigos de la pesca de animales con menos carne y de talla pequeña como la arenca. Por eso, en San Cristóbal ahora dicen que padecen por la “falta de proteína”.
Humberto Blanco es uno de los afectados. Sentado junto a su compañero de batallas Melvis Ariza, en una de las terrazas de San Cristóbal, cuenta que la palma lo obligó a cambiar de oficio y dedicarse exclusivamente a la tierra y cría de unas pocas cabezas de ganado.
De aquellos años de abundancia recuerda pescar hasta 45 libras semanales, suficientes para alimentar a su familia, pagarles a sus tres compañeros de labores y ganarse hasta 70.000 pesos por jornada. Después se volvió costumbre que el anzuelo lo sacara vacío de las aguas. “Yo pescaba mucho moncholo o tararira, lo vendía aquí o en El Paraíso (vereda cercana). Esa productividad empezó a cambiar… Por eso en 2014 decidí dejar la pesca y empezar a trabajar la tierra”, dice.
La época en que comenzó a menguar la producción pesquera ocurrió cuatro años después de una mortandad de peces en la represa de San José de Playón. Ese cuerpo de agua hace parte de un mismo sistema de caños y arroyos interconectados que abastecen a las veredas de María la Baja y San Jacinto. Seis años después, en 2016, hubo una segunda mortandad sin que todavía hoy se conozcan las causas.
En San Cristóbal aseguran que la producción pesquera también cambió por cuenta de los pesticidas usados en los monocultivos. Con las lluvias, esos químicos acaban en los arroyos y muchas veces hacen que el agua luzca grasosa, “con una nata en la superficie”, narra Humberto.
Pese a las sospechas de los pobladores, todavía no hay evidencias científicas al respecto. Adriana Beltrán y Elías Helo Molina, investigadores del Observatorio de la Universidad Javeriana, explican que no existen estudios concluyentes que vinculen los monocultivos con la mortandad de los peces ni los cambios de color en el agua.
Esos estudios son competencia de La Corporación Autónoma Regional del Canal del Dique (Cardique), la principal autoridad ambiental de Bolívar. En 2016 la institución informó que investigaría las causas de la emergencia (Ver nota de prensa). Sin embargo, los resultados de esos estudios solamente concluyeron que hubo “fallas de oxígeno” en los cuerpos de agua de la zona (Ver nota de prensa).
Para la comunidad, la ausencia de esos estudios ocurre en medio de ruidos ciudadanos de burocracia y de falta de manejo técnico de esta entidad, llamada a velar por la calidad del agua, el aire y los suelos de Bolívar. En mayo pasado, la Fiscalía capturó a su exdirector Olaff Puello Castillo y a varios exfuncionarios por irregularidades en la celebración de 220 contratos, que según el organismo investigador suman un detrimento patrimonial de 27.900 millones de pesos.
Esas capturas han sacado a la palestra el nombre del empresario y contratista Alfonso el ‘Turco’ Hilsaca, bautizado por la prensa capitalina como el amo del alumbrado público de Colombia y acusado en el pasado por la Fiscalía de homicidio y de financiar grupos armados ilegales (Ver nota de prensa). Este hombre es visto en Bolívar como el poder detrás de Cardique dados sus vasos comunicantes con el capturado Puello Castillo y con varios de los alcaldes miembros de la junta directiva de la entidad (Ver nota de la Fiscalía).
Un año antes, en febrero de 2018, la Contraloría había cuestionado varios de los contratos de Cardique, después de dos autorías que realizó en 2017. El contrato sobre el que más alarmas encendió el ente de control fue uno de 2007, por 35.000 millones de pesos, para la recuperación de la Ciénaga de la Virgen. Pese a que esa corporación autónoma regional le contrató las obras hace más de una década a Construcciones Hilsaca Ltda, cuyo principal accionista es el ‘Turco’ Hilsaca, los avances hoy son nulos (Ver nota de prensa).
Mientras las respuestas estatales y judiciales llegan al Consejo Comunitario Eladio Ariza, sus habitantes batallan por que sus tradiciones ancestrales no mueran. Su gran desafío será seguir cultivando la tierra tal como lo han hecho de generación en generación: arribando a sus parcelas, en el Cerro Capiro y sobre las planicies cercanas, con sus mulas cargadas con bidones de agua, comida y azadón para terminar sus jornales, horas después, con bultos de aguacate, maíz, yuca o ñame. Una apuesta mayúscula para frenar el asedio de una revolución agroindustrial de cuyas secuelas aún no se reponen. Todo un acto de resistencia para que la palma y la piña no sigan ganando más protagonismo en su territorio.