Guillermina Ochoa (quien aparece en la imagen principal) ha ido dos veces a reconocer prendas halladas en sitios de entierro para ver si son de su hijo, uno de los desaparecidos de Río Blanco. En ninguna de las diligencias ha tenido suerte. Foto: Laura Campos Encinales.
Nichos vacíos, grises, fríos, de puro concreto. Eso es lo que ve desde hace diez años Guillermina Ochoa, una mujer de 82 años que perdió a su hijo Oswaldo Valeriano en uno de los episodios más cruentos que vivió Río Blanco, un caserío del poblado de San Francisco de Pujas, en la sierra central de la región Ayacucho, el epicentro hace 30 años del enfrentamiento de las Fuerzas Armadas con la organización terrorista Sendero Luminoso.
Los nichos vacíos están en la parte alta del caserío, a un costado del cementerio, frente a los muertos que tienen nombre y apellido. Para visitarlos hay que caminar quince minutos desde la plaza principal cuesta arriba, por una empinada pendiente que, a 2.600 metros de altura, le roba el aliento a cualquier forastero. Guillermina, que tiene osteoporosis y sube al cementerio con bastón, llora frente a estos nichos sin restos, que le recuerdan su frustración permanente. Ha ido dos veces a reconocer las prendas halladas en sitios de entierro para ver si son de su hijo y no ha encontrado respuestas ni alivio para su dolor. Los años de violencia en Perú (1980-2000) dejaron 69 mil muertos y más de 20 mil desaparecidos, entre ellos pobladores de Río Blanco.
Este es el único nicho con una lápida y un nombre inscrito. Los otros, desde hace diez años, cuando se construyeron, están vacíos. Foto: Laura Campos Encinales.
Ayacucho es el departamento que concentró los hechos de violencia con el 40 por ciento de las víctimas registradas a nivel nacional por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR), creada para conocer la dimensión de este periodo oscuro. Los nichos de Río Blanco son parte de esa historia irresuelta y dolorosa del país. Fueron construidos por los pobladores en 2009 cuando todo indicaba que pronto tendrían los restos de sus seres queridos de vuelta, de los más de 20 que fueron llevados el 12 de mayo de 1983 por Sendero Luminoso casa por casa, sin decirles por qué.
Pocos meses antes de la construcción de los nichos, el Ministerio Público había exhumado una fosa común con todas las características de aquella que buscaban los familiares. El número de los restos hallados y la ubicación de la fosa coincidían con lo que había pasado aquel 12 de mayo. También la forma en que fueron encontradas las mandíbulas de los cuerpos: “unos tenían la boca abierta, como si hubieran rogado que no los mataran”, cuentan los familiares que asistieron a la exhumación y que perdieron a sus padres, hermanos y madres.
En 2008 se llevó a cabo la exhumación del sitio de entierro donde al parecer estaban los desaparecidos de Río Blanco. Foto: Carmen Palomino.
Lo que pasó en ese pueblo fue macabro: un grupo de senderistas incursionó en el caserío, que no tiene más de cuarenta casas. Con lista en mano, los terroristas reclutaron forzosamente a 26 pobladores, casi todos hombres, jóvenes. Los condujeron a la comunidad de Huillullu, donde había otro contingente senderista, y luego hacia un río cercano, el Pampas.
La travesía duró tres días y, según el testimonio de los sobrevivientes, por la complejidad del terreno algunos cayeron al río. En ese último trayecto el grupo fue detectado por los habitantes de Cusi Valle San Francisco, otro centro poblado ubicado en la ribera, y le informaron al destacamento policial encargado de custodiar el Puente Pampas.
La denuncia detonó un operativo policial que terminó en el enfrentamiento armado entre los dos grupos. Los 26 pobladores quedaron en medio del fuego cruzado y solo tres lograron huir. Al resto los capturó la Guardia Republicana y los llevó, junto a los muertos (senderistas y civiles), al cementerio de Río Blanco, el poblado que está en la orilla opuesta. Dieciocho lugareños, obligados por la Guardia Republicana, cavaron la fosa y enterraron a los muertos. En la noche, los policías interrogaron a los sobrevivientes, los ejecutaron con tiros de gracia y tiraron sus cuerpos a la fosa.
“Allí están mis papás y uno de mis hermanos”, dice Soledad Escriba señalando tres nichos sin lápida. Ella es una víctima de la desaparición forzada en Perú: Carlos, su hermano mayor, tenía 14 años cuando Sendero se lo llevó. Soledad era una pequeña de 4 años y no recuerda nada, solo lo que le han contado. Hasta 2008 creyó que su hermano estaba vivo porque, a diferencia de sus padres y su otro hermano que fueron asesinados por los militares tres años después de la desaparición de Carlos, no había un cuerpo al que llorar. La organización no gubernamental Comisión de Derechos Humanos (Comisedh), que les donó los materiales para construir los nichos, le dio permiso para enterrar a sus padres y a su otro hermano allí, para que cuando recuperara los restos de Carlos todos estuvieran juntos: “para que algún día pueda hablar con todos como si nada hubiera pasado. Como si los hubiera conocido”.