“Es preciso que los que originan la guerra desde un escritorio, sepan que esa guerra les puede costar”. Con esas palabras Jorge Briceño, alias el ‘Mono Jojoy’, les explicó a sus subalternos guerrilleros por qué las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) debían extender la estrategia militar a los centros urbanos, particularmente a Bogotá. Harían sentir a los señores que hacían la guerra desde cómodas oficinas en la capital, que el conflicto armado que se desarrollaba en las zonas apartadas del país también llegaría hasta sus predios urbanos.
La puerta de entrada fue Usme. Una localidad principalmente rural, ubicada al sur oriente de Bogotá, en límites con la región del Sumapaz. El área rural es fría y está poblada de frailejones, quebradas y campesinos que llegaron masivamente desde la década del sesenta, huyendo de la violencia que se producía en sus departamentos. “Eran familias con pocas cosas, pero con muchas historias de violencia y persecución, pero también de organización y lucha social”, describe Carlos Díaz, educador e historiador en Usme desde hace más de 30 años. Así se convirtió en una de las localidades más grandes en las que conviven la ciudad, el campo, la pobreza, la violencia y la resiliencia.
Su cercanía con el Sumapaz ya la había convertido en escenario de una guerra; la que emprendieron liberales y conservadores entre 1948 y 1958, en lo que se conoce como el periodo de La Violencia. Pero las nuevas generaciones lo que han escuchado de sus padres y abuelos es el capítulo que se escribió en la localidad, en la década del noventa y principios del Siglo XXI, cuando las Farc pusieron en la mira el centro del poder nacional. De eso dan cuenta los relatos de los líderes sociales, políticos, militares y excombatientes de la organización guerrillera que hicieron parte de la estrategia de milicias urbanas.
Garita en el Batallón Biter Número 13, en el sector de La Australia en Usme. En distintas oportunidades fue hostigado por las Farc. Foto: Héctor Vásquez.
El plan estratégico: rodear a Bogotá
El 9 de diciembre de 1990, la prensa nacional y local documentó cómo, por orden del presidente César Gaviria, el ejército bombardeó en el municipio de la Uribe en Meta el campamento Casa Verde, lugar desde donde el Secretariado Central de las Farc funcionaba. Tras el golpe, varias compañías y columnas guerrillas que estaban en la región atravesaron el río Duda y el Páramo del Sumapaz, para ubicarse estratégicamente alrededor de Bogotá.
Pero en la memoria de los líderes de Usme lo que marca la entrada definitiva de las Farc, a la zona rural de la localidad, fue el asesinato, en la vereda la Unión, del líder comunal liberal Julio César Naranjo, el 26 de noviembre de 1991; y la masacre, que vendría horas después, de ocho miembros de una comisión judicial.
Del pueblo de Usme sale la carretera que comunica a Bogotá con el páramo de Sumapaz, el más grande del mundo. Es una vía angosta que atraviesa pequeños caseríos y fincas con cultivos de papa, arveja y fresa, y un sin número de quebradas. Sobre esta vía, las Farc le tendieron una emboscada a la comisión judicial ese 26 de noviembre. Jaime Beltrán, un reconocido líder campesino de la zona, recuerda que cuando mataron a Julio César, en las horas de la mañana, toda la región se movilizó hacia la vereda La Unión para acompañar a la familia, como era costumbre en la zona. “Yo me embolaté. A mediodía pasa una caravana policial por la carretera, y pensé, -claro, César es el señuelo-. Al rato escuché la explosión. Vi el humo. La gente salió corriendo, pero algunos vieron cómo mataron a los policías. Después subió un helicóptero y los guerrilleros también le dispararon. Fue un caos terrible. Desde entonces se perdió la costumbre de acompañar a las familias de los que se morían”.
La cercanía de Usme con el Páramo de Sumapaz convirtió a la localidad en punto estratégico para que las Farc empezara a sitiar a Bogotá en la segunda mitad de la década del noventa. Foto: Héctor Vásquez.
Al día siguiente, el periódico El Tiempo relataba: “Una comisión judicial fue llevada ayer mediante el señuelo de realizar el levantamiento de un cadáver, a una trampa mortal, tendida por un comando de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc). Ocho funcionarios, entre ellos, un juez y un médico legista, murieron al estallar una carga de dinamita cuando se dirigían a practicar la diligencia. La guerrilla urdió un plan siniestro que comenzó ayer a las 10 de la mañana con el asesinato del campesino César Naranjo, de 70 años”.
El escándalo mediático se concentró en el equipo judicial y poco en la historia de la primera víctima de aquel día. Luis Carlos Salazar, alcalde de Usme entre 1992 y 1995, y edil de la localidad entre 1998 y el 2002, era amigo de Julio César. Dice que “aunque para la historia quedó solo como un campesino, era un líder social y político de la región. Trabajaba en un grupo que se llamaba Transformación Liberal. Era un personaje bien interesante. Siendo un dueño de vereda, porque era dueño de muchas fincas ahí en La Unión, él llegaba a las instituciones utilizando su ruana y su sombrero como un símbolo, y se relacionaba con los funcionarios de igual a igual. Su tarjeta de presentación era su condición de campesino. Se hacía atender de primero. Hablaba directamente con los jefes, y le funcionaba. Así gestionó el salón comunal, el alcantarillado, la carretera. Él representaba esa base social campesina. Debería tener un lugar más significativo en esta historia”.
Siete años después, el Consejo de Estado condenó al Ministerio de Defensa y a la Policía Nacional por negligencia en la masacre de los funcionarios judiciales. El fallo, del 20 de noviembre de 1998, evidencia la condición de la localidad por aquellos años: “la responsabilidad de la entidad demandada resultó comprometida, en la medida en que desatendió los deberes constitucionales y legales de protección que le eran propios, pues no tomó las medidas idóneas de seguridad para proteger la vida de los funcionarios del Cuerpo Técnico de Policía Judicial, quienes se disponían a efectuar una diligencia de levantamiento de cadáver en una zona ampliamente conocida como «Zona Roja”, lo cual hacía que la mencionada diligencia se constituyera en una actividad riesgosa. Sobre los antecedentes de orden público y la peligrosidad de cualquier operativo en el sector de los hechos, las autoridades tenían amplia información”.
Aunque el asesinato del líder campesino y la emboscada a la unidad judicial representa en la memoria de los dirigentes políticos y líderes sociales la llegada de las Farc a la región, es en la Octava Conferencia Nacional Guerrillera, realizada en abril de 1993, que el grupo armado se propone una guerra urbana. Así quedó consignado en las conclusiones del encuentro: “adoptar la Cordillera Oriental como el eje de despliegue estratégico, cercar a Bogotá, incrementar las acciones de guerra urbana y crear las condiciones necesarias para generar un levantamiento de carácter insurreccional”.
Las acciones no se hicieron esperar y, el 28 de agosto de ese mismo año, otra masacre impactó a la comunidad. Un convoy que escoltaba al gerente de la Empresa de Energía de Bogotá, el joven economista Mauricio Cárdenas, fue atacado en la vía que va de Usme al Sumapaz. Murieron doce policías. Carlos Salazar, quien tuvo que enfrentar el hecho como alcalde local, reconoce que también hubo negligencia del Estado en esta masacre. En tono indignado relata que “mandaron por una carretera destapada a 13 policías, en un camioncito carpado, para escoltar una camioneta blindada que andaba a alta velocidad. Los mandaron como corderos al matadero. Son responsables las Farc, pero son igual de responsables los que mandaron a los policías en esas condiciones, a una zona de guerra. Yo tuve que ordenar que subieran las volquetas de la Alcaldía a recoger los restos de los policías. Fue muy doloroso, desolador. Me llenó de incertidumbre no solo a mí como alcalde, sino a toda la gente”.
Según Beltrán, líder campesino, el Estado se mostraba incapaz de garantizar la seguridad en zonas periféricas de la capital, en donde las Farc ejercían dominio territorial y control político. Algunos funcionarios, contratistas y líderes comunales que se animaban a desarrollar proyectos, tenían que negociar con los comandantes guerrilleros. Esas negociaciones llegaron incluso a evitar atentados o a intermediar en la liberación de secuestrados, con todos los riesgos que eso implicaba.
Desde las montañas del Sumapaz se controlaban no solo las cuestiones de la guerra, también se arreglaban líos entre vecinos, recelos políticos e incluso conflictos familiares; y los castigos aplicados podían ser severos. “Ese fue el tema más delicado de la guerra, habernos puesto unos contra otros. Haber generado una desconfianza permanente entre todos. Aquí hubo gente, incluso vecinos, que estaban encargados por la guerrilla de cobrar las extorsiones y se quedaban con la plata, entonces la misma guerrilla los ajusticiaba”, recuerda Beltrán.
Lucha clandestina desde Usme
Cuando se trata de hacer memoria, el profesor Díaz no evita volver a la década del ochenta para explicar que, antes de las Farc, el Movimiento 19 de Abril (M-19) hizo presencia activa en el sur de Bogotá, “incluso, durante su desmovilización, montó un campamento de paz en el barrio La Aurora, en Usme. La gente del M-19 instauró los campamentos, entrenaron gente y la dotaron de armamento. Y cuando el M-19 conducía pues daban seguridad al territorio. Pero cuando se fueron, esos mismos milicianos empezaron a robar, a extorsionar y terminaron siendo delincuencia, porque el problema de la lucha armada es un problema de conciencia política, no de armas”, narra reflexivamente.
Francisco Javier Rivera Camacho es un comunista convencido. Cuando era militante de la Juventud Comunista Colombiana (Juco) terminó preso en una guarnición militar en Bogotá, luego de que el primero de enero de 1979 se desatara una represión oficial tras el robo que hizo el M-19, de más de 5 mil armas, al Cantón Norte. Cinco años después ingresó a las Farc, adoptando el nombre de guerra de ‘Julio Marquetalia’. Estuvo en el campamento de Casa Verde y trabajó directamente con el Secretariado en el lanzamiento de la Unión Patriótica (UP). A finales de los años ochenta fue asignado al Frente 21, en el sur del Tolima, en donde participó de una iniciativa conocida como diálogos regionales por la paz.
Javier Rivera hizo parte de la Red Urbana Antonio Nariño, perteneciente a las Farc, que operó en la localidad de Usme. En la imagen está al lado de una de las obras que realizó mientras estuvo en prisión. En octubre pasado expuso sus trabajos en el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación de Bogotá. Foto: Héctor Vásquez.
A mediados de los años noventa, Rivera entró a formar parte de la Red Urbana Antonio Nariño (Ruan). De esa época recuerda que “por estos barrios populares de Usme, Ciudad Bolívar, Soacha, nos tocaba hacer patrullajes y presencia militar fariana, frente a fenómenos como el paramilitarismo urbano. Se trataba de organizar la barriada y crear milicias, células de partido, estructuras de apoyo, incluso campañas militares, en el legítimo derecho de los pueblos”.
Entre lo que vivió por esos años de trabajo guerrillero en Usme, uno de los capítulos que más impactó a Rivera fue la masacre de Mondoñedo: “la Antonio Nariño fue golpeada en septiembre de 1996, con la masacre. Yo conocí a algunos de los camaradas que murieron allí. No le voy a decir nombres”.
El abogado Uldarico Flórez Peña, de la Brigada Jurídica Eduardo Umaña Mendoza, representa hoy a las víctimas de esa masacre. Desde su oficina, en el centro de Bogotá, relata: “la masacre de Mondoñedo sucede entre el 6 y 7 de septiembre de 1996. Varios jóvenes de la Universidad Distrital y líderes populares, militantes o simpatizantes de la Unión Patriótica fueron asesinados por organismos de inteligencia del Estado. Los jóvenes se habían puesto una cita en la Bolera el Salitre, pues algunos de ellos venían sintiendo que había un seguimiento de la Dijin y la Sijin de la Policía. Allí son secuestrados y llevados a un sitio conocido como Mondoñedo, en donde son torturados. Les sacan los ojos, les quitan las uñas, les dan tiros de gracias en la cabeza, son desmembrados y los incineran para que, como dijeron los mismos victimarios, ni sus propias madres los reconocieran”.
De acuerdo con información que presenta el portal Rutas del Conflicto, las víctimas de la masacre eran cuatro jóvenes señalados como presuntos guerrilleros de la Ruan. Supuestamente ellos se reunirían para hablar del seguimiento del que venían siendo objeto por parte de fuerzas estatales. No llegaron a su destino porque los policías los detuvieron y los llevaron “a un lugar conocido como ‘El Alto de Mondoñedo’, en la hacienda Fute, ubicada en la vía que comunica a Mosquera con Bogotá. Ese mismo día, el grupo de policías asesinó a dos personas en las localidades de Kennedy y Fontibón de la capital”.
“Tras los acontecimientos, yo me reúno con Carlos Antonio Lozada, por allá en el barrio Castilla, y él me dice -usted va a trabajar en la Antonio Nariño. Y en estos momentos la Antonio Nariño somos usted y yo-. Entonces nos tocó reconstruir la red, crear otra generación de nariños. Así ha sido siempre nuestro trabajo. Nos golpean, tenemos éxitos, fracasos, hacemos el balance y seguimos adelante. Pero de esa fecha incluso hay una cuestión que se llama mártires del 96”, narra Rivera.
Los habitantes de Usme también fueron afectados con la masacre tras conocer que Arquímedes Moreno Moreno, de 40 años de edad, quien había sido presidente de la Junta de Acción Comunal (JAL) del barrio El Porvenir, y edil de la localidad, era una de las víctimas. A un año de su muerte, el 24 de septiembre de 1997, el diario La Voz, de filosofía socialista, publicaba que fuerzas del Estado lo habían detenido, desaparecido y asesinado.
La historia de la masacre de Mondoñedo ha sido una historia de búsqueda de verdad y justicia. “Alfonso Mora, el padre de Jenner Alfonso, otra de las víctimas, inició de manera personal un proceso de investigación y fue quien aportó las pruebas, las investigaciones, y todos los elementos que llevaron a determinar que fue el Grupo Contra Armados Ilegales de la Dijin, el que se convirtió en una red criminal y cometió esta masacre, y es muy posible que otras más”, cuenta Flórez, uno de los pocos abogados que ha decidido enfrentar este caso.
“En este proceso ha habido de todo. Una fiscal tuvo que exiliarse. Varios abogados y testigos fueron asesinados en extrañas circunstancias. Don Alfonso Mora también tuvo que exiliarse en España durante varios años, y por eso dejamos constancia que cualquier cosa que le pase a alguno de los intervinientes es responsabilidad del Estado, y de los mismos magistrados de la JEP [Jurisdicción Especial de Paz]. Esta es una red criminal de mucho peligro para la sociedad, que debe estar tras las rejas”, asegura indignado Flórez.
En el portal Vidas Silenciadas, dedicado a las víctimas de crímenes de Estado, se explica que la en sentencia de primera instancia proferida por el Juzgado Sexto Penal del Circuito Especializado de Bogotá, del 31 de enero de 2003, se condena a la pena principal de cuarenta años de prisión a los agentes de policía José Albeiro Carrillo Montiel, Carlos Ferlein Alfonso Pineda y José Ignacio Pérez Díaz; todos miembros del blanco antisubversivo de la Dijin en Bogotá. Además en un documento de la JEP, con número de radicado 20-000036, se expone que el 1 de agosto de 2017 el Juzgado Octavo Penal del Circuito Especializado de Bogotá, en el proceso radicado con el número 2014-063, profirió sentencia condenatoria contra los señores Filemón Fabara Zúñiga, Hernando Villalba Tovar, Pablo Salazar Piñeros, Milton Mario Mora Polanco y Carlos Alberto Niño Flores, por homicidio agravado y secuestro en la conocida masacre de Mondoñedo. En el documento queda claro que las personas nombradas buscan acogerse a la JEP.
Para Flórez, no hay ninguna sentencia penal que haya condenado a las víctimas de la masacre de Mondoñedo. Es decir, no se ha comprobado que fueran integrante de la Ruan, que fue lo que dijeron los victimarios. “Las personas que fueron torturadas y asesinadas eran personas protegidas, miembros de un partido político. Por eso no estamos de acuerdo con que los implicados entren en la JEP. Esto va a llevar a la impunidad”, concluye el abogado.
Jaime Beltrán es un líder campesino de Usme. Durante los años más fuertes del conflicto armado perdió amigos, conocidos y vecinos. Hoy es un referente de la memoria de la localidad. Foto: Héctor Vásquez.
Los diálogos del Caguán
En enero de 1997 comienzan los diálogos del Gobierno de Andrés Pastrana y las Farc, en San Vicente del Caguán, municipio de Caquetá. Como miembro de la Ruan, ‘Julio Marquetalia’ recibe nuevas instrucciones: “fue importante la labor de la Antonio Nariño durante los diálogos de paz con Pastrana, porque infortunadamente en las mesas de diálogo se negocia de acuerdo a la capacidad militar que se demuestra. El camarada Jorge Briceño (alias ‘Mono Jojoy’) decía -no sacamos nada con matarnos en medio de la selva, en donde los únicos que escuchen los disparos sean los micos y las guacamayas-”. Con esa frase les explicaba que la guerra debía llegar a las ciudades. “Esa responsabilidad recayó sobre los que estábamos en los centros estratégicos de la economía y la política”, dice Rivera.
Por tal razón, las Farc incrementaron las acciones en Bogotá. Entonces, las extorsiones, los secuestros a políticos, comerciantes y personas del común, se convirtieron en actos que, aunque violentos, eran parte de la cotidianidad del país. El profesor Díaz, quien además de historiador es rector del colegio Isidro Molina, en el barrio La Andrea, en Usme, recuerda que: “en Usme las Farc boletearon a los rectores de los colegios privados. Empezaron a extorsionar al profesor Gildardo Peña, dueño del colegio Andrés Escobar en el barrio Danubio Azul. Él llegó al Sumapaz y dio su explicación ante el comandante, hizo las cuentas de lo que tenía y les ofreció 5 millones de pesos. El comandante se retractó y lo dejó ir sin cobrarle nada. También se supo que habían extorsionado al Colegio Alfonso León Gómez”.
La guerrilla también extendió su poderío a la política. El 20 de junio de 2002, Caracol Radio titulaba FARC hace control político a ediles de Usme. Carlos Salazar, quien en ese momento ejercía como edil, recuerda este episodio: “las Farc citan a todos los ediles de Usme en un lugar muy cerca a Pasca (municipio de Cundinamarca). Estamos esperando, cuando empieza un enfrentamiento a bala, no sabemos entre quienes. ¿Qué hicimos? correr todos a los carros y rogar para que no empezaran a darnos a nosotros. Llegamos a la represa de Chisacá y nos sale la guerrilla. Pensamos que nos iban a matar, porque tal vez creían que nosotros habíamos llevado el ejército. Fue un susto muy grande. Nos preguntan que de dónde veníamos, les respondimos que teníamos cita con Rafael, el comandante de ellos, pero no llegó. Nos preguntan que si allá hubo un enfrentamiento, les respondimos que no sabíamos, que no habíamos visto nada. Nos dejaron pasar”.
Salazar toma aire. Con seriedad continúa el relato, para explicar que luego de aquel susto volvieron a la JAL a sesionar. A la hora del noticiero encienden los televisores y se sorprenden de ver al alcalde de Bogotá, Antanas Mockus, en un informativo manifestando que “los ediles de Usme están en micropactos con la guerrilla”. Indignados, llamaron al noticiero. Del medio enviaron al periodista Otoniel Umaña, a quien Salazar le dice que “-el Alcalde Mayor denuncia supuestos micropactos entre los ediles de Usme y la guerrilla, pero no denuncia los macropactos que está haciendo el Gobierno Nacional en el Caguán-”. Revela que eso nunca salió al aire.
Los ediles se fueron a buscar a Mockus al Palacio de Liévano, lugar en el que tiene su despacho el Alcalde Mayor de la capital, pero no los recibió. “Buscamos al ministro de trabajo, Angelino Garzón. El Ministro nos mandó al Ministerio de Gobierno y el Ministro llama al Alcalde Mayor, hasta que logramos una reunión. Cuando estamos reunidos le digo -mire Alcalde, el único micropacto que estoy haciendo con la guerrilla es que respeten mi vida y la de mi familia. Tengo aquí la certificación del Comandante de Policía de Usme que dice que en la localidad hay paramilitares. Con sus declaraciones usted está condenándome a mí y a mis compañeros a muerte, sin proponérselo. Lo único que le pido es que nos ignore, que no hable de nosotros en esos términos, mucho menos frente a los medios de comunicación-”. Finaliza diciendo que “esas son cosas que pasaron y que la gente no sabe”.
Tomar el control
La percepción de que las Farc estaban ganando la guerra era manifiesta. El relato de un oficial del Ejército, citado en un documento de la institución castrense titulado Operación Libertad I, lo evidencia: “socialmente el esquema era de temor de la población civil, de que no existía Estado, de que esa representación del Estado la tenían las Farc porque hacían sentir su fuerza, hacían sentir su voluntad de lucha. La gente se sentía secuestrada, tenían la sensación de que las Farc iban ganando, que nos tenían rodeados. Ya habían atacado la Calera. Atacaron nuestro centro de instrucciones de entrenamiento. Algo terrible para la población civil era que las Farc habían prohibido en muchas partes las ferias y fiestas, el alma de los pueblos”.
El 1 de junio del 2003, como parte de la Política de Seguridad Democrática del Gobierno de Álvaro Uribe Vélez, las Fuerzas Militares lanzan la Operación Libertad I, con el objetivo de desterrar a la guerrilla del departamento de Cundinamarca. El libro La memoria histórica del conflicto armado desde los archivos militares documenta que “las Fuerzas Militares pusieron en práctica todos los nuevos elementos de su nueva forma de hacer la guerra: utilización de grupos pequeños; la inaugurada capacidad logística de la Fuerza de Despliegue Rápido de sostener una operación militar de gran envergadura por más de un semestre; el aislamiento de los contactos de los guerrilleros con la población; el corte de suministro de alimentos y de munición; los incentivos a la deserción, captura o abatimiento de los jefes de cada frente; y el aprovechamiento de la información de los guerrilleros desmovilizados”.
Las Fuerzas Militares lanzaron la operación Libertad I, en el año 2003, con el objetivo de recuperar el control de los municipios de Cundinamarca y de las zonas marginales y fronterizas de Bogotá. Foto: Héctor Vásquez.
Campesinos de la zona, como Beltrán, denunciaron la presencia de paramilitares en las operaciones del Ejército: “aquí siempre se sostuvo, en las asambleas, en los comunicados, que el ejército trabajaba en colaboración con los paramilitares. Cómo era posible que en un corredor entre la base de La Australia y el Sumapaz, en donde habían más de 5.000 soldados combatiendo y prestando seguridad, transitaran los paramilitares tranquilamente”.
La ofensiva militar fue liderada por el general del Ejército Nacional Jorge Enrique Mora Rangel. También participaron el general Carlos Ospina Ovalle y el general Reinaldo Castellanos, de la Quinta División. De acuerdo con información obtenida de la revista Ejército, seis meses después de iniciada la Operación Libertad I, 90% de las estructuras de las Farc en Cundinamarca estaban desmanteladas, y se habían neutralizado 600 subversivos a partir de capturas y desmovilizaciones. De esta manera se obligó a la organización armada a replegarse en el departamento del Meta, su lugar de retaguardia.
Rivera -‘Julio Marquetalia’-, fue detenido el 19 de septiembre de ese año, acusado de ser el explosivista de la Ruan. Fue enviado a la prisión de Cómbita, en Boyacá, y la cárcel se convirtió en su nuevo frente de batalla. Vuelve sobre sus recuerdos y narra que “un día, Imelda Solórzano, la directora, me expulsó de la Cárcel. Entonces fui a dar a la cárcel de la Dorada, en pleno Magdalena Medio. Pero un guerrillero cuando cae, debe caer parado; y donde se para un guerrillero, se paran las Farc. Yo llegué a un patio de paracos y resulta que empezamos a organizarlos, poco a poco, ellos entienden que también son instrumento de un régimen. Elaboramos campañas en defensa de los derechos humanos y, clandestinamente, empezamos a conseguir pinturas, pinceles y lienzos, para pintar obras que fueron hechas en el calabozo, como rechazo a la muerte y a la cárcel”. El resultado de ese trabajo se presentó en el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación de Bogotá, en octubre de 2018, en una exposición titulada Manos en paz, manos que crean, organizada por la Cooperativa Multiactiva de Artistas del Común, de la Farc, hoy Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común.
Pagó 14 años de cárcel. Hoy está libre, tras acogerse a la JEP. En un foro de víctimas del conflicto armado, realizado en octubre de 2018, en la Biblioteca Pública La Marichuela, en Usme, pidió la palabra y dijo: “mi nombre es ‘Julio Marquetalia’ y quiero pedir perdón como combatiente fariano. Si alguno llegó a ser víctima por parte de nosotros, es el momento de unirnos los que alguna vez fuimos contrarios en el campo de batalla, y como colombianos y colombianas trabajar juntos, y organizar una veeduría ciudadana para que se cumplan los acuerdos de La Habana”.