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Familiares

protagonistas de una solitaria búsqueda de justicia

Familiares.

Por Margarita Isaza Velásquez

primer número

Colgué la llamada. Me quedé con la voz de una madre que agradecía ser escuchada.

El hermano.

Las hermanas.

La compañera.

El padre.

Los hijos.

La esposa.

La madre…


Los rótulos con que se nace o que se van adquiriendo en las decisiones de la vida trascienden cuando se habla de los desaparecidos. Son rótulos que llevan a un lado la preposición ‘de’ para conectar a estas personas con alguien que no está; no que se fue, sino que no está, porque se lo llevaron, porque algo le pasó y de él nada se sabe.

Ellos, ellas, cuyos nombres tienen esas etiquetas, son los familiares de los desaparecidos que luchan cada día por encontrarlos —sí, es ya un mantra repetido— y que son también las víctimas de este delito que se llama desaparición forzada. Eso, el ser familiares de, los hace fuentes necesarias y autorizadas para contar las historias de los desaparecidos, que tienen tiempos y espacios difusos y que con el pasar de los días parecen fundirse con las historias de su búsqueda. Y, a la vez, las búsquedas de unos y de otros se van encontrando en el relato de la desaparición forzada, como un hilo que continúa en otra madeja, en los anhelos, las incertidumbres y las luchas de los familiares, de ellos y ellas que ya comienzan a nombrarse así: “familiares”, y hasta parece que buscaran a la misma persona.

Son, entonces, integrantes de una familia que se ha convertido en masa, en movimiento, en un grito compuesto de muchas voces y que tiene sus ecos en distintas épocas y geografías del país, que cuando se trata de la desaparición forzada le reclama al Estado una verdad, le exige una respuesta. No son ya la hermana, el padre, la madre, la compañera, quienes reclaman uno a uno, sino que son todos, como movimiento de familiares, los que a lo largo de los años se han acompañado y han “caminado” juntos, a veces acercándose, a veces alejándose, por esa difícil vía de buscar a quien sigue faltando.

La Asociación de Familiares de Detenidos-Desaparecidos (Asfaddes) y el Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice), en toda Colombia; la Fundación Nydia Érika Bautista, en Bogotá; las Madres de la Candelaria -Línea Fundadora, la Asociación Caminos de Esperanza y las Mujeres Caminando por la Verdad, en Medellín; la Corporación para el Desarrollo Regional, en Cali y la Fundación Yovany Quevedo Lazos de Vida, en Yopal, son apenas algunos de los grupos y organizaciones que a partir de los años ochenta se han conformado en el país con el objetivo común de buscar a sus familiares desaparecidos. Se apoyan en los trámites que ese empeño les ha exigido y, en cada paso, presionan la transformación de las leyes en Colombia para lograr la tipificación del delito o la creación misma de la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPDD). También han buscado que las instituciones reconozcan su responsabilidad, como antesala necesaria para que la cruel práctica que atenta gravemente contra los derechos humanos cese para siempre. Y buscan que la sociedad se comprometa y se solidarice para que se garanticen los derechos de todas las víctimas.

La búsqueda, entonces, de los familiares no es solo una búsqueda de desaparecidos, es, una búsqueda de la verdad, un reclamo de saber por qué tantos no están y una persistencia en que jamás haya olvido, y para que no haya nuevas víctimas.

segundo número

Omaira desapareció en 1977. A los estudiantes de la Distrital, la Nacional y la Pedagógica se los llevaron en 1982. A Jorge y a Luis Miguel, en 1985 y en 1988. Ricky fue desaparecido en 1996 y su familia pudo enterrarlo en el 2010. De Javier no se supo más a partir del 2008, y a Daniel Alejandro su madre lo aguarda desde finales del 2013. Están en todas las décadas. De ellos me contaron su historia, pero son muchos más.

¿Son invisibles? ¿Recordarlos es traerlos con nosotros?

Quería contar la historia de los familiares de los desaparecidos en Colombia, de cómo ha sido su trasegar y de cómo fue que llegaron a convertirse en un movimiento que representa luchas y que no ha dejado de insistir —a pesar del tiempo y a pesar de múltiples disputas por la memoria— en que a la sociedad le faltan personas, esos que fueron desaparecidos. Quería saber todo esto para compartirlo también con los colegas periodistas, que para contar estas historias deben hallar ese balance entre contexto y relato vivo, elementos cuya comprensión nos es permitida en gran medida por la escucha a los familiares, su movimiento, y las habilidades de reportería que hemos aprendido en el día a día.

Fue así como recurrí a contactos que tenía, a organizaciones que siempre son fuentes de peso en conmemoraciones o en debates que implican a las víctimas, y también al voz a voz entre periodistas, porque sabía que este tema no es nuevo ni en el país ni en los medios de comunicación. No sabía que, a lo largo de esta reportería, iba a hallar una línea de tiempo que inicia tenue en los años setenta y se hace cada vez más visible hasta llegar al presente, y que bien explica o me lleva a entender varias cosas:

Uno, la desaparición forzada existe, no tiene nada que ver con el secuestro, y ha sido una práctica constante en el país, ejercida principalmente por miembros de organismos de seguridad del Estado o por actores armados que muchas veces han contado con el apoyo o la connivencia de instituciones como la Fuerza Pública.

Dos, los familiares de los desaparecidos se han especializado en trámites e investigaciones, al ritmo de las tecnologías a su alcance y en la medida de sus posibilidades. Han desarrollado una conciencia social de lo que pasó en sus familias que los ha llevado a ejercer una ciudadanía activa, mucho más allá de la misma búsqueda, con capacidad para transformar sus entornos y la sociedad a la cual constantemente apelan.

Tres, las mujeres son quienes han encabezado estas búsquedas y este movimiento, y lo han hecho tanto con la sensibilidad de su rol en la familia como con la responsabilidad de su ciudadanía, que las hace conocedoras del contexto, de la historia, y líderes o guías de sus comunidades. Gracias a las fuentes que me ayudaron a construir este texto entendí algo sobre el poder de la ausencia y sobre la necesidad de la escucha; también, como periodista, sobre esta relación de respeto que establecemos con los otros, y, como colombiana, sobre esta ética del reconocimiento que se implica al ampliar nuestro relato de la historia. Recurro, entonces, a esa voz viva y presente de los familiares de los desaparecidos, que fueron generosos en la narración, aun cuando les causara dolor, y más todavía en la insistencia de por qué el periodismo debe ocuparse de contar la desaparición forzada y las vidas singulares de quienes han sido sus víctimas.

las organizaciones de víctimas y los grupos de defensores de derechos humanos
Durante este 2019, las organizaciones de víctimas y los grupos de defensores de derechos humanos se han reunido para entregar sus casos consolidados a la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición (CEV), lo que consideran un aporte a la memoria histórica de Colombia. Foto: Margarita Isaza.

Gracias a las fuentes que me ayudaron a construir este texto entendí algo sobre el poder de la ausencia y sobre la necesidad de la escucha; también, como periodista, sobre esta relación de respeto que establecemos con los otros, y, como colombiana, sobre esta ética del reconocimiento que se implica al ampliar nuestro relato de la historia. Recurro, entonces, a esa voz viva y presente de los familiares de los desaparecidos, que fueron generosos en la narración, aun cuando les causara dolor, y más todavía en la insistencia de por qué el periodismo debe ocuparse de contar la desaparición forzada y las vidas singulares de quienes han sido sus víctimas.

Gloria Gómez Cortés es la directora nacional de Asfaddes, la primera organización de familiares de Colombia, quienes salieron a marchar por las calles de Bogotá con los retablos de los 13 jóvenes, estudiantes de las universidades públicas de la capital, que habían sido detenidos entre marzo y septiembre de 1982, a plena luz del día y con diversos testigos circunstanciales, en cafeterías y espacios cotidianos por agentes de organismos de seguridad como el F2, la Policía o el Ejército, cómo se vio en el anterior capítulo. Estos 13 jóvenes conformaron, sin saberlo, el caso “Colectivo 82” y de detenidos pasaron a ser desaparecidos cuando las autoridades que se los llevaron no dieron razón de sus paraderos. “Cuando los familiares fueron a averiguar por ellos, lo único que recibieron fue una negación total de su detención. Simplemente no estaban allí, y les dijeron a las familias que seguramente se habían ido a pasear, o que se habrían ido con la novia o con la amante; o incluso, les decían que se habían ido ‘para el monte’, porque ya en Colombia había un movimiento insurgente que empezaba a tener fuerza y gozaba de simpatía en el estudiantado”, cuenta Gloria sobre este caso. Los jóvenes de las universidades públicas, muchos militantes o simpatizantes de las organizaciones de izquierda armada, empezaron a señalar las similitudes entre esta forma de represión y lo que acababa de ocurrir en Argentina y en los países del Cono Sur durante las dictaduras militares. Estuvieron los estudiantes entre las primeras víctimas y entre los primeros que reclamaron políticamente por lo que había ocurrido.

Leonardo Gómez Cortés, hermano de Gloria, era uno de los líderes estudiantiles del colegio Bravo Páez que clamaba por la liberación de los 13 universitarios detenidos-desaparecidos, y fue a su vez detenido el 14 de noviembre de 1983 y hallado muerto, con signos de tortura, dos días después en una calle del centro de Bogotá. Él había estado en las primeras reuniones y manifestaciones para conformar un grupo que reuniera a los familiares y tocara con constancia las puertas del Estado.

Los familiares, por su parte, buscaron a sus muchachos entre oficinas y calabozos, en ese entonces de la Policía, los CAES, el F2 y la Procuraduría, sin obtener alguna vez una respuesta. Y en las colas y con los documentos de cada hijo, hermano o esposo debajo del brazo, fueron conociéndose y encontrando coincidencias en los casos. “Pero también los empezaron a buscar con avisos pagados en los periódicos, que eran en ese momento el medio de comunicación más importante. Les publicaban la foto de su familiar con la frase de ‘quien tenga noticias o sepa del paradero de esta persona, favor comunicarse a este número de teléfono’ y se hablaba allí de una gratificación. Los familiares pensaban que así, si alguien tenía una noticia, iba a poder contactarse con ellos. Así encontraron otros casos, otros rostros, más allá de esos primeros 13 de los que ya sabían, y entonces empezaron a contactar a esas otras familias que también ofrecían recompensa por saber qué había pasado con sus familiares”, explica Gloria, quien para ese momento ya estaba junto a su otro hermano Luis Miguel haciendo parte de la creación de Asfaddes.

Todos ellos, el 4 de febrero de 1983, salieron por las calles de la capital en la primera marcha de los claveles blancos. “Allí se da a conocer públicamente Asfaddes y se sacan por primera vez en Colombia unos retablos con los rostros de estas personas, y se empiezan a gritar sus nombres y a exigir que nos los devuelvan vivos, porque vivos se los llevaron”, relata Gloria. Ella me cuenta también de las primeras desilusiones de la organización: “Los familiares estaban convencidos de que la gente al oír esos gritos desgarrados seguramente los iba a entender y los iba a ayudar y los iba a apoyar, pero hallaron fue una sociedad indiferente, como en los otros países donde estaba ocurriendo lo mismo, que lo único que hizo hacia los familiares fue insultarlos, atacarlos, mostrarles desprecio, y señalar a las madres como viejas locas sin oficio. A nadie le importó la angustia y el dolor en el que estaban sumidas las familias”.

Y, tras la marcha, continuaron averiguando, reuniendo a más familiares y haciéndose cada vez más una acción colectiva, porque ya no buscaban a un familiar desaparecido, sino a todos los desaparecidos de los que sabían. No solo en Bogotá, sino también en otras ciudades, como en Medellín, donde contactaron a la familia Lopera López, que en 1982 ya había sido tocada con la desaparición de Armando y Freddy, y a la familia Lalinde Lalinde, cuyo hijo y hermano Luis Fernando fue detenido por el Ejército en 1984 (sus restos fueron hallados casi una década después).

“Hay que entender que para los 70 y los 80 las desapariciones eran contra militantes y simpatizantes de la izquierda; no había partidos políticos legales, el único era el Partido Comunista, pero la persecución era sobre todo contra simpatizantes o quienes militaban en grupos armados como el Quintín Lame, el M-19, el EPL y las FARC. No eran combatientes, porque eran estudiantes o personas que tenían una simpatía con esos grupos, pero desde sus acciones cotidianas o desde la acción social”, insiste Gloria.

En 1984 y 1985, me dice Gloria, se incrementó vertiginosamente la desaparición forzada en el país como práctica antisubversiva o represiva, lo que siguió sumando miembros a la asociación de familiares. “En 1987 logramos hacer nuestra primera asamblea general, y logramos constituir a Cali y a Medellín como seccionales, pero desde antes, desde 1983, nos habíamos vinculado a la Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos-Desaparecidos (Fedefam), que fue de gran apoyo a la lucha de los familiares, sobre todo para entender que esto no era una lucha fácil, que eran los Estados quienes estaban desapareciendo, y que quien nos había causado tanto dolor era el Estado colombiano”.

>Martha Soto
Martha Soto es hoy en día secretaria técnica y vocera del Movice en el capítulo Antioquia. Busca a su hermano Jorge, militante del Partido Comunista, que fue desaparecido en 1985 cuando viajaba de Medellín a Bogotá. Foto: Margarita Isaza.

A Martha Soto, hoy en día secretaria técnica del Movice en Medellín y su vocera en Antioquia, la llamaron en ese entonces para sumarse a Asfaddes: su hermano Jorge, militante como ella del Partido Comunista, fue desaparecido en 1985, cuando junto a otros compañeros de su grupo político estaban en la conformación de la Unión Patriótica, un partido que surgió de una negociación de paz entre el gobierno de Belisario Betancur y las FARC; tal negociación fracasó, las FARC no dejaron la guerra y más de tres mil militantes de la UP fueron asesinados o víctimas de desaparición forzada.

“En esa época, los medios de comunicación y el establecimiento hablaban de ‘secuestro’, incluso así era como nos recibían la denuncia, pero nosotros siempre insistimos en que la desaparición, en este caso forzada, no es lo mismo. Esa es una forma en que el Estado quiere negar una forma de victimización en la cual tiene una responsabilidad”, me dice Martha sobre una de las batallas más grandes que los familiares han peleado como movimiento: el poder diferenciar el delito que los afecta y que complica por su misma naturaleza y por el actor responsable los mecanismos de búsqueda y el ejercicio de la justicia.

“Tampoco estaba todo sistematizado como ahora. Andábamos con unos papelitos, ahí nos ponían el sello de recibido, el número, y eso lo fuimos organizando papel por papel, y comenzamos a documentar lo que para nosotros eran las carpetas: los casos. En ese caminar conocimos a mucha gente”, y me quedan sonando las palabras “documentar”, “carpeta” y “caminar”, que, sumadas a las fotos ampliadas en retablos, son los elementos que identifican al movimiento de los familiares de desaparecidos en Colombia y en muchos otros países donde esta práctica ha sido cruelmente repetida.

Los familiares pasaron de ir en los 80 a la Procuraduría y a los Juzgados de Instrucción Criminal, a denunciar los casos y a hacer las averiguaciones en la Fiscalía General de la Nación, que fue instituida con la Carta Política de 1991. Y mientras tanto, con el acompañamiento de Fedefam, recurrieron a las instancias internacionales para divulgar lo que ocurría en Colombia y pedir que la legislación al menos reconociera el delito de la desaparición forzada.

Gloria relata que desde 1984 Asfaddes había empezado a denunciar los hechos ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y ante el Sistema Interamericano de Justicia, sin dejar de lado los recursos internos para que no siguieran llamando secuestro simple a las detenciones-desapariciones. Y en 1988, ante la negación terca del gobierno colombiano, la organización convocó al Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas e Involuntarias de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU a visitar el país y verificar las “carpetas”, unos trescientos casos documentados por familiares. Los delegados de la ONU se entrevistaron con familiares de desaparecidos en Bogotá, Medellín, Bucaramanga y Barrancabermeja. “Inclusive esto ocurrió en momentos en que doña Fabiola Lalinde y su hijo Jorge habían sido detenidos en el Batallón Bomboná en Medellín. Eso nos dio la oportunidad de mostrarle al Grupo de Trabajo, y por intermedio de ellos a la opinión internacional, que en Colombia no solo existía la desaparición forzada, sino que se perseguía a las familias que buscaban a sus seres queridos”, me cuenta la directora nacional de Asfaddes, que aún busca a su hermano Luis Miguel, desaparecido en Norte de Santander en 1988.

En ese trabajo de años, relata también Martha Soto del Movice, fueron naciendo muchas organizaciones, algunas sumándose a Asfaddes y otras desprendiéndose de esta, según los momentos políticos que atravesara el país y dependiendo de especificidades en la forma de victimización, en el reclamo ante el Estado o en las necesidades de los familiares. Un hito de este proceso fue el Proyecto Nunca Más-Crímenes de Lesa Humanidad, que desde 1995 convoca a distintas organizaciones no gubernamentales y defensoras de derechos humanos para promover una conciencia sobre la ocurrencia de crímenes de lesa humanidad ocurridos en el país desde 1965.

Otro punto de quiebre fue la expedición de la Ley 589, expedida en 2000 por el gobierno de Andrés Pastrana, que tipifica el genocidio, la desaparición forzada, el desplazamiento forzado y la tortura. Fue una victoria agridulce, dice Martha del Movice, porque, si bien se aclaran los términos de la desaparición forzada, “queríamos que esta fuera tenida en cuenta como delito político cometido por agentes estatales, no por particulares, y esta ley dijo que cualquiera, es decir los particulares, podían ser responsables”.

‘A este país le hace falta mucha gente y hay que buscarlos’. Acuerdo 062 del 2015

Esta ley implica, en su artículo primero, la responsabilidad tanto para “un particular que perteneciendo a un grupo armado al margen de la ley” como para “un servidor público, o el particular que actúe bajo la determinación o aquiescencia de aquel”, “someta a otra persona a privación de su libertad cualquiera que sea la forma, seguida de su ocultamiento y de la negativa a reconocer dicha privación o de dar información sobre su paradero, sustrayéndola del amparo de la ley”.

“Tal vez el verdadero triunfo que hemos tenido los familiares ha sido el Acuerdo 062 del 2015, porque ahí dice: ‘A este país le hace falta mucha gente y hay que buscarlos’. Y en eso se compromete el Estado, a través de la creación de la Unidad de Búsqueda”, afirma Martha con cierto optimismo.

Gloria, de Asfaddes, también menciona que los familiares y sus organizaciones han sido clave en los cambios de normativas y en la presión para que se incorporen herramientas de búsqueda, como el mecanismo de búsqueda urgente, reglamentado en la Ley 971 de 2005, cuya finalidad es que las autoridades judiciales den la orden para que se hagan todas las diligencias que se necesitan para buscar y, en lo posible, hallar a una persona que acaba de ser desaparecida.

Así, el Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado, Movice, por ejemplo, nació en el 2005, después del segundo Encuentro Nacional de Víctimas de Crímenes de Lesa Humanidad y Violaciones a los Derechos Humanos, y de la promulgación de la Ley 975, de “Justicia y Paz”, con un “acumulado de aprendizajes y conocimientos que son legado de Asfaddes y con quienes seguimos trabajando y juntándonos en diferentes procesos”, dice Martha, quien en el 2009 sintió que el caso de su hermano y su lucha debían estar representados en el Movice.

Los retablos con las fotografías de los desaparecidos
Los retablos con las fotografías de los desaparecidos son un emblema de la persistencia de los familiares, que en cada conmemoración, plaza pública y espacio de encuentro los exhiben para recordar que ellos le siguen faltando a la sociedad, no pueden ser olvidados y hay que encontrarlos. Foto: Margarita Isaza.

En Barrancabermeja y Cali, entre muchos otros municipios de Colombia, la búsqueda de los desaparecidos ha sumado a familiares que se encuentran en circunstancias disímiles y que han debido enfrentar los procesos individuales y colectivos también en cada época.

En la región del Magdalena Medio, por ejemplo, Luz Almanza Suárez coordina el capítulo de Asfaddes. Su esposo, Ricky Nelson García Amador, fue una de las 25 personas que los paramilitares se llevaron en Barrancabermeja en mayo de 1998, y una de las ocho que fueron halladas en el 2009 tras la confesión de Mario Jaimes Mejía, alias “El Panadero”. Sin embargo, Luz no se desliga de la búsqueda de los que siguen desaparecidos por la responsabilidad conjunta de los paramilitares, la Policía y el Ejército. Ese trabajo lo heredó de su suegro, Francisco García, que buscó a Ricky y documentó el caso desde el capítulo de Asfaddes, y que fue asesinado en el 2001 cuando promovía el reclamo colectivo.

Luz tiene clara su intención: “Nosotros venimos buscando verdad y venimos buscando justicia. Nos entregan el cuerpo de Ricky y es un descanso, porque ya no están los signos de interrogación de dónde está, si será que viene, qué le hicieron, sino que ahora las preguntas son otras: por qué lo hicieron, qué pasó. Y sigo en la lucha, no solamente por él, sino que nos faltan 17, y al convertirme en coordinadora de Asfaddes en el 2007 busco a todos los desaparecidos de Barrancabermeja y del Magdalena Medio”.

Ella me explica que los familiares llevan consigo un “duelo congelado”, y que cuando hallan a su ser querido y pueden darle sepultura, descongelan ese duelo. “Podemos llorar y tenemos a dónde llevar una flor”, me dice y me conmueve. “Quedan muchas heridas en todos los familiares, pero no tratamos de sanar esas heridas, sino que las personas sepan que no están solas, que nos acompañamos en la lucha, a pesar del dolor, del miedo y de las amenazas”, relata Luz.

Es el mismo duelo congelado el que vive María Cecilia Tutestar Álvarez, madre de Daniel Alejandro Escobar, que desapareció el 27 de diciembre del 2013, a los 19 años, en el barrio Desepaz de Cali. Ella se ha sumado a procesos con la Corporación para el Desarrollo Regional y el Movice, donde ha asistido a talleres de atención psicosocial y ha podido acompañar a otras familias que pasan por la misma situación. Hacen diligencias juntas y protestan en colectivo. Según me lo cuenta, no todos los familiares de desaparecidos reciben apoyo psicológico, o tienen el tiempo o los recursos para buscar. Cada búsqueda implica poner la denuncia, recorrer hospitales, calabozos y morgues, desplegar carteles en postes y muros. Encuentran, poco a poco, que la Fiscalía “trabaja a paso de tortuga” y que hay que convencer a mucha gente de que el desaparecido no se fue porque quiso, sino que “algo malo le pasó” y que “alguien debe saber qué fue de él”.

María Cecilia, de 54 años, habla de Daniel en presente: dice que en octubre va a cumplir 25 años; y que él es para ella una “mariposa invisible”, que su búsqueda la ha hecho transformarse en una líder de otras víctimas y que él sigue presente en todas sus acciones y oraciones. “Uno busca una verdad, que uno quede satisfecho con esa verdad, que le ayude a calmar esta ansiedad que uno todos los días vive. Una compañera, que a su hijo se lo desaparecieron paramilitares y según una versión lo echaron al río Cauca, me decía: a mí me contaron esa verdad, pero como yo no he visto algo físico, para saber que eso fue así, yo continúo en esa incertidumbre. Entonces veo que ahí no hay una verdad verdadera”.

“Le pido a Dios que yo encuentre a mi hijo como sea, pero que lo encuentre, en lo posible vivo, y eso sería lo máximo; pero que si eso no llega a pasar, que yo pueda al menos encontrarlo y cerrar este duelo enterrándolo, haciéndole su rito como católica que soy, porque es duro uno acostarse y levantarse todos los días con la misma incertidumbre. Yo no busco tanto a un responsable, no, yo busco es una verdad. Quiero saber qué pasó, por qué pasó, por qué a mi muchacho le pasó eso, y dónde está, y que me lo entreguen. De ahí para allá, no quiero saber más”.

tercer número

Tal vez contar sus historias sea una forma de abrazar a unos y acompañar a otros en el reclamo, en la búsqueda de la verdad que piden. Decido hacerme las preguntas que se hacen, imaginar lo que no puedo porque no me alcanza la experiencia.

Decido escribir, hacerme su voz con la distancia que me es permitida.

Transcribo las entrevistas; percibo el nudo en la garganta de la persona que me habla, y la pausa en el teclado es fiel a nuestro silencio triste.

Conocí a Luz Elena Galeano hace algunos años, cuando el grupo Mujeres Caminando por la Verdad empezó a manifestarse en la escena pública de Medellín para exigir que se cerraran los predios La Escombrera, La Arenera y Agregados San Javier en la Comuna 13, y se buscara allí, en esa gran fosa común, a los desaparecidos del conflicto armado que había estallado en la zona desde antes de 2002, cuando hubo más de 23 operaciones militares, como Orión y Mariscal, que volvieron a situar a Medellín como una de las ciudades más violentas del continente. Ella y muchas otras mujeres en la ciudad sostienen que en estas operaciones la fuerza pública y los paramilitares actuaron en conjunto, y cometieron una masiva violación a los derechos humanos; coinciden con ellas los magistrados de Justicia y Paz en la sentencia del 24 de septiembre del 2015 contra el Bloque Cacique Nutibara, que señala que la Operación Orión se realizó en alianza entre el Ejército Nacional, al mando del general Mario Montoya; la Policía Nacional, comandada por el general Leonardo Gallego, y Diego Murillo Bejarano, alias “Don Berna”, líder del bloque Cacique Nutibara.

“En el 2002, después de las operaciones militares, la gente sentía temor de denunciar, y se corría peligro por solo vivir allá: podían asesinar a cualquiera. Había allanamientos en las casas, desplazaron a la gente y otros por amenazas se fueron masivamente. Pero, con el temor de denunciar o de ir a la Fiscalía, las mujeres empezaron a contarle lo que les pasaba a la hermana Rosa Cadavid, que está en el convento de la Madre Laura —localizado en el barrio Belencito de la Comuna 13—, más por descargar el dolor que por hacer alguna denuncia. Y la hermana conocía la Corporación Jurídica Libertad, que ya en ese momento documentaba mucho de lo que estaba pasando”, relata Luz Elena. Así fue como los familiares de las víctimas de desaparición y de otros delitos en la Comuna 13 comenzaron a organizarse. “Primero se hacían talleres de emprendimiento, porque los hombres eran los que llevaban el sustento, y eran a los que desaparecían y asesinaban. Después, poco a poco, se empezaron movilizaciones y vigilias, para hacer memoria por la dignificación de nuestros familiares”, y ahí el Movice y la Corporación Jurídica Libertad continuaban ayudando a hacer visible esa lucha en la que se comprometió Luz Elena. Después recibió amenazas y tuvo que desplazarse de su barrio.

Su esposo Luis Javier Laverde fue desaparecido en el mismo contexto de violencia de la Comuna 13 —aunque oficialmente ya se habían desmovilizado los paramilitares— un atardecer de 2008 cuando salió de hacer su trabajo como comisionista inmobiliario y le había avisado a Luz Elena que ya estaba en la buseta para llegar pronto a la casa.

Adriana Arboleda, que dirige la Corporación Jurídica Libertad, hace parte también del movimiento de familiares de desaparecidos, porque su organización ha litigado ante la justicia casos como el de la desaparición forzada de 16 campesinos de la vereda La Esperanza de El Carmen de Viboral, en Antioquia, perpetrada por paramilitares en 1996, y como el de la Comuna 13.

Los abogados han sido importantes en la lucha de los familiares, desde el inicio. El Colectivo José Alvear Restrepo llevó el caso del “Colectivo 82” (el de los primeros estudiantes desaparecidos en 1982, mencionado antes) y ha seguido tantos más de Asfaddes; al igual que la Comisión Colombiana de Juristas —entre muchos otros grupos— quien ha promovido los cambios en la legislación, tanto como ahora, en tiempos de implementación del Acuerdo de Paz. La Jurídica Libertad presenta ante instituciones como la Comisión de la Verdad y la Justicia Especial para la Paz los casos compilados de violaciones a los derechos humanos ocurridos en La Esperanza y la Comuna 13.

Luz Elena Galeano
Luz Elena Galeano busca a su esposo Luis Javier Laverde desde 2008, entre quienes podrían estar sepultados en el sitio conocido como La Escombrera, de la Comuna 13 en Medellín. Ella hace parte de Mujeres Caminando por la Verdad y el Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice). Foto: Margarita Isaza.

“Pues inicialmente fue un trabajo de búsqueda, pero más orientado en encontrar a los responsables, representar a las víctimas en el proceso penal y buscar que los familiares no fueran atacados; y, por supuesto, unas acciones más enfocadas en presionar a las autoridades para que iniciaran la búsqueda de los desaparecidos”. Luz Elena cuenta que, al principio, no contaban con una estrategia para buscar a los desaparecidos o para recurrir a mecanismos judiciales nacionales e internacionales, como hoy lo hacen. “Hoy nosotros sabemos que debe haber un plan de búsqueda, que hay mecanismos como el de ‘búsqueda urgente’, que están los protocolos de Estambul y de Minnesota, que buscamos que se apliquen; hoy nosotros levantamos la ficha antemórtem con las familias”, me explica Arboleda, en un recorrido veloz por los casos de desaparición forzada que ha llevado la corporación.

En Antioquia, por ejemplo, existe la Mesa Departamental sobre Desaparición Forzada en la que confluyen unas doce organizaciones, todas integradas por familiares de víctimas, y desde la que se coordinan la conmemoración de fechas importantes y acciones conjuntas que reúnen su causa común. El 6 de marzo, el Movice encabeza el Día por la Dignidad de las Víctimas de Crímenes de Estado; en la última de mayo, Asfaddes promueve la Semana Internacional del Detenido Desaparecido, y el 30 de agosto, también el Día del Detenido Desaparecido; y participan de fechas como el 9 de abril, Día Nacional de la Memoria y la Solidaridad con las Víctimas, o el 10 de diciembre, Día Internacional por los Derechos Humanos.

A lo largo de los años, los familiares han creado todos estos momentos y espacios para seguir haciendo visibles sus búsquedas y a sus seres queridos. De no ser por ellos, la sociedad ya los habría olvidado por falta de conciencia sobre este delito atroz o porque, a pesar de saber que existe, es indiferente ante el dolor que causa. Y ahí pienso en “nosotros”, los medios de comunicación, aquellos periódicos que, a cambio de un pago, publicaron el aviso de desaparición y búsqueda de las primeras víctimas, pero a los que no se les ocurrió cubrir esta tragedia cuando era su deber; las estaciones de radio y televisión que emitieron mensajes llorosos de los familiares pero no relataron sus luchas y su dignidad. Pienso en los tantos silencios con los que se cubrieron las responsabilidades de estos crímenes. Pienso en la impunidad de estos casos, que parece una tela negra extendida por la “opinión pública” sobre las pancartas y cuadros de las organizaciones y los familiares, quienes siguen ahí, a veces cansados, tal vez con la esperanza rota, pero siguen ahí, luchando, gritando, evocando los nombres de los suyos para que nunca se vayan.

Encuentro de reconocimiento a la persistencia de mujeres y familiares que buscan a personas desaparecidas
El 14 de agosto de 2019, en Medellín, la CEV y la UBPD convocaron al evento “Encuentro de reconocimiento a la persistencia de mujeres y familiares que buscan a personas desaparecidas”. Allí, las luchas de Martha Soto, Luz Elena Galeano y Adriana Arboleda volvieron a reunirse. Foto: Margarita Isaza.

Les pregunté a los familiares y representantes de víctimas que entrevisté por su relación con la prensa; por cómo habían sido entrevistados, o no, a lo largo de sus procesos, y por las dificultades con las que se habían encontrado al querer hacer visibles las historias de sus desaparecidos. Fueron concretos y coincidentes en los relatos: los medios han hecho poca cobertura de la desaparición forzada, podrían hacer mucho más, y a veces se han equivocado porque no han contado sobre quiénes fueron responsables, ni cómo fracasó el Estado por décadas en garantizar que esto no sucediera, ni cómo muchos desde el propio Estado fueron artífices o cómplices de este delito.

Adriana Arboleda me habló, por ejemplo, de una campaña para visibilizar las historias de las víctimas en el país. “Hemos vivido con la prensa momentos desastrosos, de tergiversación, de invisibilización, de no atención, a momentos también de ayuda y apoyo. Por ejemplo, en el 2005, con los procesos de Justicia y Paz, la prensa se volcó a escuchar a los jefes paramilitares, a mostrar lo que hacían, y nosotros hicimos una campaña a la que llamamos ‘Que se escuche la voz de las víctimas’, y hablamos en ese momento con editores y periodistas. Eso implicó una transformación tremenda: convencimos a muchos medios de que tenían que empezar a hablar con la gente. No podíamos seguir en la lógica de escuchar a los perpetradores”, me explica la directora de la Corporación Jurídica Libertad. Y luego me cuenta cómo El Tiempo y nuevos medios especializados en el conflicto como VerdadAbierta.com empezaron a cubrir estos procesos de otra manera.

En su opinión, las agendas de la prensa deben estar en sintonía con los derechos humanos y con los derechos de las víctimas: “Eso no implica perder autonomía ni perder libertad de prensa: la neutralidad no existe, existe la veracidad… Pienso que en este trabajo debería existir siempre una sospecha frente al poder, y debe tenerse claro que detrás de cada vulneración a los derechos humanos siempre hay un responsable”.

El otro que me habla lleva años en esto, sabe qué decirme. Su paciencia es como su

búsqueda,

y debo honrar su relato sin hacerle promesas, sin dejar a un lado lo que para él es importante. Encuentro, inútil e ingenuamente, que para esto no hay fórmulas.

A la directora de la Corporación Jurídica Libertad, que es defensora de comunidades vulneradas en sus derechos humanos, la preocupa que los periodistas se comporten a veces como fiscales o como policía judicial: “nos dicen que tienen que tener la plena prueba antes de mostrar un caso en el medio de comunicación. Y el problema es que, por ejemplo, en el caso de la desaparición forzada o de las ejecuciones extrajudiciales, la única prueba es la versión y los reclamos de los familiares, porque si se supiera algo más, pues seguramente ya se habría resuelto la situación”.

Martha Soto, la vocera del Movice en Antioquia, dice que los medios hicieron parte de la confusión entre secuestro y desaparición forzada. A finales de los noventa tuvo que llamar a un programa de televisión regional que sacó imágenes de las marchas por los desaparecidos para ilustrar una información sobre secuestro; le pidió claridad al programa y le propuso al director que hicieran una nota especial sobre los desaparecidos. “Nos pidió fotos, tuvimos que escanear nuestros cuadros, porque entonces no había la facilidad de las cámaras digitales, y sacó como una campaña con las fotografías y con la canción de Rubén Blades como fondo. “Era un momento en que la desaparición era invisible para todos”, afirma.

Luz Elena Galeano también tuvo que protestar por un cubrimiento de un medio regional; ya en el 2015, cuando tras unas manifestaciones y ruedas de prensa de su organización, Mujeres Caminando por la Verdad, la entrevistaron durante más de dos horas y en dos ocasiones, solo para sacar una frase simplona que no era consecuente con la lucha que ella y los demás familiares estaban haciendo para que se hicieran excavaciones en La Escombrera. “Todo lo que dije no lo pasaron. Solo salió algo más poético, como sensiblero, que ‘las mujeres que mueven montañas viven en la Comuna 13’, pero todo el contexto se perdió. No se habló de responsabilidades ni de por qué La Escombrera es tal lugar. Entonces yo sí los llamé y les hice el reclamo, pero me respondieron que era que tenían que recortar. Les dije que para el canal era muy sencillo acomodarse a lo que ellos querían que saliera, pero que entonces estaban jugando con el tiempo de las personas y con la dignidad de lo que es importante para las víctimas. Ah y les dije que no les volvería a dar entrevistas… porque no le encuentro el sentido”.

Gloria Gómez, curtida por décadas de movilización y encuentros con la prensa, me dice que ella y Asfaddes les piden a los medios que reconozcan y hagan visibles a los desaparecidos, sus historias y sus luchas. “Lo primero que queremos es que ellos, nuestros familiares, sean reconocidos con dignidad. Y lo otro es que dejen el morbo que siguen manejando de entrevistar a la pobrecita mamá que llora, que es la más sufrida, porque ese morbo demerita el valor de las mujeres desde el dolor que se convierte en fortaleza y resistencia. A los familiares hay que escucharnos y reconocernos en la dignidad y por la dignidad, y eso no es otra cosa que reconocer nuestros caminos y nuestras capacidades”, afirma.

Pienso de nuevo en todas las palabras que he cruzado con estos familiares de desaparecidos y sus opiniones se me hacen lecciones en construcción para el cubrimiento difícil de la denuncia y del aporte a la memoria del país que significa contar las historias de quienes siguen ausentes y también de quienes no desfallecen en su búsqueda.

fin de capitulo
Pastillas Capitulo 3
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