Reflexiones
periodísticas
para un mejor cubrimiento de un asunto dramático
Reflexiones.
Por Nelson Matta Colorado
“Bajo la acción del flagelo, las formas sociales se desintegran. El orden se derrumba”.
Antonin Artaud
La cobertura de una historia tan sensible como la de la desaparición de personas no se puede aprender de una lista de recomendaciones. Cada historia, como cada vida que se ha dejado en suspenso, es única y requiere que el reportero la trate como tal. Por eso aquí no queremos dar lecciones, sino, más bien, invitar a varios colegas a compartir con humildad los dilemas y dificultades a los que nos enfrentamos cuando cubrimos estas historias, los momentos en que nos hemos equivocado o acertado en el tratamiento de una noticia. Nuestras experiencias pretenden invitar a los periodistas a reflexionar críticamente sobre cómo hemos narrado esta tragedia.
Este capítulo quiere llevar a los lectores a preguntarse cómo pueden tomar las precauciones necesarias para que cada nota que publiquen no haga más daño, para que respete la dignidad de los involucrados, de los lectores y de la profesión.
Los dolientes de un ciudadano ausente no son entrevistados ordinarios. Las preguntas que hacemos y los reportajes que producimos pueden quebrar sus esperanzas, profundizar la injusticia que han sufrido o tornarlos aún más invisibles de lo que ya han estado. Incluso pueden incitar a nuevas violencias.
Una reportería humanitaria
En enero de 2006 llegó una señora a la redacción de El Colombiano y La Chiva y nos mostró la foto de su hija de 16 años. Contó que una mañana salió a trabajar y la dejó en su casa en el Oriente de Antioquia. A su regreso, la menor de edad ya no estaba en la vivienda, por lo que nunca supo en qué circunstancias se dio la desaparición. La madre pidió que publicáramos la fotografía, con la esperanza de que alguien le diera información sobre su hija. Y así lo hicimos. Una semana después, en un matorral aledaño al lecho de un río, campesinos encontraron un costal con los restos mutilados de una persona, con excepción de la cabeza.
En la inspección judicial y en el posterior análisis forense, los peritos aseguraron que la víctima era la adolescente en cuestión. Prendas de ropa y una cicatriz antigua en el pecho fueron algunas evidencias que los llevaron a esa conclusión. La madre no les creyó. La cabeza no estaba, y pedazos de un cuerpo, sin un rostro qué reconocer, no eran prueba suficiente para ella. Así que, mes tras mes, siguió llamando al periódico, pidiéndonos el favor de que publicáramos la foto de la muchacha. Estaba convencida de que su hija seguía perdida y quizás necesitaba ayuda. Volvimos a cerciorarnos con las autoridades de que el peritaje no dejaba dudas. Nos reiteraron, una y otra vez, que era un caso cerrado, que la víctima ya había aparecido y que lo que seguía en la investigación era identificar a los asesinos. Pero la petición de la señora nos partía el corazón y volvimos a publicar la foto.
De todos modos, había un pequeño margen de error hasta que no se hiciera el estudio genético. En febrero de 2017, luego de trece meses de espera, el Instituto de Medicina Legal envió desde Bogotá los resultados de ADN. Confirmó los hallazgos de la Fiscalía: los restos sí eran de la hija de la señora que iba a nuestra redacción. Ya no quedaba duda.
La noticia golpeó a la mamá terriblemente, pero como no le había visto el rostro a su niña, no dejó de pensar que seguía viva en alguna parte. En cada aniversario de la desaparición llamaba otra vez para que publicáramos la foto.
Sus peticiones nos pusieron en una disyuntiva: la señora tenía derecho a la esperanza de encontrar a su hija viva, pero contábamos con la verificación científica de que no lo estaba. Nuestro deber era con la verdad. ¿Qué hacer? ¿Publicar la imagen de la joven, por solidaridad con la causa de una madre adolorida? Decidimos, con cabeza fría, no hacerlo; mas una cosa es el análisis distante de lo que en teoría es ético, y otra es tener a la mamá, frente a frente, con lágrimas y la foto en la mano. Y decirle “no”.
Este caso pone de manifiesto las dificultades específicas que con frecuencia encontramos cuando cubrimos noticias sobre desaparecidos:
Verdades dolorosas:
Es normal que se teja una relación de simpatía entre el periodista y los familiares de un desaparecido. Es simple humanidad. ¿Pero qué pasa cuándo contrastamos sus versiones con otras y nos damos cuenta de que, para proteger el buen nombre de su pariente, han distorsionado los hechos? ¿Cómo preservar la sensibilidad hacia las víctimas y a la vez contar la verdad de carne y hueso del desaparecido, aunque haya violado la ley?
Stephen Arboleda López, periodista de Medellín, tuvo que cubrir una noticia de mayo de 2009, cuando tres colegialas del municipio de La Estrella (Antioquia) desaparecieron. Las familias contaron primero que las muchachas habían salido de sus casas para ir a una fiesta con amigos en una finca. Después, las autoridades comprobaron que en realidad estaban con el jefe de un grupo criminal. Cuando les preguntaron a las familias si lo conocían, ellas lo negaron, pero después salió a la luz que habían mentido. El hombre había sido secuestrado por policías corruptos y miembros de una tenebrosa banda, justo cuando iba con las adolescentes.
“La primera información indicaba que se las habían llevado en un carro y se creyó que era una vaina de rumba”, recuerda Stephen. “No obstante, en la medida que evolucionó el tema, nos dimos cuenta de más detalles que en un comienzo habían ocultado los familiares. Por ejemplo, nunca dijeron que una de las jóvenes, la monita, conocía a alias ‘28’. El que me desenredó el rollo fue el entonces personero de Medellín, Jairo Herrán Vargas, quien reveló que habían sido secuestradas en un retén ilegal”.
Las Madres de La Candelaria se reúnen cada ocho días para exigir la verdad de la desaparición de sus seres queridos. Cumplen 20 años reclamando la verdad. Foto de Julio César Herrera Echeverri. Archivo de El Colombiano.
Reflexionando al respecto, Stephen me dijo que “en una desaparición la fuente primaria es la familia, pero hay casos como este, en que ocultan información, que compromete de alguna forma a la víctima, y el error consiste en no contrastar esa información con otras fuentes”. No es fácil poner esos datos que la familia no quiere que se sepan. Pero el compromiso con la verdad es nuestro oficio. Así que el desafío es poder contar los hechos verificados, sin satanizar ni echarle la culpa a la víctima.
Despojos sin rostro:
Los expertos explican que, cuando los familiares encuentran restos de sus desaparecidos, son la cabeza y el rostro los que les ayudan a comprender que al fin han terminado su búsqueda. La cara es lo que nos da la identidad ante los demás. Es mucho más difícil aceptar que se trata del familiar desaparecido cuando no se sabe a qué cara pertenecían los despojos.
“Es fundamental entender que para cualquier ser humano el rostro es el que se encarga de hacer materializable nuestra identidad, con el rostro nos identificamos y somos identificados”, me explicó Zulima López Torres, psicóloga y magíster en Antropología. “Mediante el rostro, los seres humanos le comunicamos al mundo las emociones, lo que somos, lo que sentimos. En ese orden de ideas, un muerto sin rostro es un muerto sin identidad, independientemente de que el cuerpo lo confirme”.
Al respecto, Germán Antía, docente de criminalística del Tecnológico de Antioquia y candidato a doctor en Ciencias Forenses de la Universidad de Alcalá (España), afirma que “por la cara es que una persona identifica a la otra. Psicológicamente, una persona tiende a buscar el rostro de su ser querido (en los restos), quiere verlo como la última vez que estaba vivo. Pero hay casos en los que esa evidencia no está, por aplastamiento del cráneo en derrumbes o por otros hechos de violencia”. Científicamente, precisa Antía, lo definitivo para reconocer una persona no es el rostro, ni las prendas de vestir, ni siquiera los tatuajes, sino el análisis de ADN, la carta dental o la necrodactilia.
Es distinto para los familiares. Ellos se apegan a la ropa y otras pertenencias del ser querido ausente. Esas cosas los conectan con el que no está. El reportero que indaga por esta conexión cuando conversa con ellos, yendo más allá de las preguntas convencionales, puede descubrir historias inesperadas y únicas.
¿Cómo entender el significado de estos entornos de los desaparecidos para que el reportaje gane en enfoque y sensibilidad? Ese es el desafío.
La trampa de la desesperanza:
Nadie debe arrebatarles la ilusión a los familiares de que algún día encontrarán a su pariente ausente, en especial si la evidencia no es definitiva.
Sucede bastante que las circunstancias en que se dan las desapariciones nos impulsan a suponer prematuramente el peor desenlace. Por citar un ejemplo tristemente cotidiano, si una persona estaba amenazada y se la llevan a la fuerza encapuchados con fusiles, en una zona violenta del país, lo lógico es pensar que su destino es la muerte.
Esta preconcepción de los hechos es una trampa para el periodista, porque puede sesgar con su prejuicio la noticia y hacer sufrir a los familiares del desaparecido.
En el caso de la joven del Oriente antioqueño, la prueba concluyente fue el análisis de ADN de Medicina Legal, a partir del cual se transformó la relación de los reporteros con la historia. Ya no era hora de buscarla, sino de clamar justicia por lo que le hicieron.
El periodista José Guarnizo Álvarez, residente en Bogotá, tuvo una experiencia que puso a prueba la esperanza de los dolientes y de él mismo. Sucedió en 2011 en las montañas del departamento de Caldas, cuando acompañó a un campesino y a una comisión de la Fiscalía que buscaban la fosa en la que se creía que la guerrilla había sepultado a su hijo.
“Fueron varios días caminando, y durante el trayecto hablé mucho con don Alcides, el papá del muchacho desaparecido”, me contó José para este libro. “Tanto yo, como el fotógrafo y las otras personas que estábamos ahí, veíamos la historia con escepticismo. Cuando uno cubre mucho este tema, tiende a desilusionarse sobre la efectividad de poder encontrar un cuerpo. Sin embargo, me impresionó que el señor tenía una fe intacta de que sí íbamos a encontrar el camino a la tumba donde estaba su hijo. Al fin llegamos hasta la fosa, donde, en efecto, hallaron los restos. Uno como periodista subestima la esperanza de la gente”.
Perder la fe, cuando salir a buscar cuerpos se vuelve cosa de todos los días, como les pasa a tantos periodistas colombianos, es una manera de causar daño adicional a los familiares, como lo describe José. También hay que preguntarse en qué momento, ante la urgencia propia del oficio, cometemos imprudencias y damos a los allegados nuevas razones para entristecerse. Tenemos que evitar convertirlos nuevamente en víctimas con nuestra indolencia.
El 18 de septiembre de 2018 una banda se llevó a la fuerza a tres muchachos de 18, 21 y 23 años en la frontera de la comuna 13 con el corregimiento Altavista, en el occidente de Medellín. Luego de 73 días de búsqueda, el CTI de la Fiscalía halló sus cuerpos en una fosa común en un paraje semirrural cercano al sitio de donde se los habían llevado. Una fuente del equipo judicial me avisó de lo sucedido cuando estaban en plena exhumación.
Las madres de esos jóvenes se habían hecho escuchar con marchas y constantes solicitudes a las autoridades para que los buscaran. Tanto la Alcaldía como la Fuerza Pública se habían comprometido ante las cámaras a no claudicar. Así que estábamos ante una noticia de relevancia nacional.
Antes de publicarla a toda velocidad en nuestra página de internet, le escribí al Secretario de Seguridad de la Alcaldía pidiéndole una declaración oficial sobre el triple homicidio, para añadirla al final de la nota. El funcionario me dijo: “Las mamás todavía no saben”. La cuestión planteó un debate periodístico: ¿esperamos a que las familias sean notificadas del hecho, a riesgo de que otros medios se adelanten y perdamos la exclusiva de un caso que venimos trabajando hace rato? ¿O lanzamos la primicia al aire, ya que tenemos el incidente confirmado por dos fuentes distintas?
Importó más actuar como buenas personas que ganar la competencia por ‘la chiva’. Nos pusimos en los zapatos de esas familias, comprendiendo que a nosotros no nos gustaría enterarnos de semejante desgracia personal a través de un periódico.
Las señoras fueron citadas a la Alcaldía y allí, en un ambiente de intimidad y con acompañamiento de profesionales en duelo, les informaron del hallazgo de sus hijos. Un par de horas después, publicamos la noticia.
Recorte de prensa de El Colombiano, desaparición en el sector El Morro en Medellín - Antioquía.
Las reflexiones anteriores responden a la obligación de hacer una cobertura humanitaria sobre unas prácticas criminales que ya han puesto a sufrir a decenas de miles de colombianos, quienes no resisten que un periodismo ligero ahonde las heridas. Sin embargo, los retos ante la desaparición forzada van más allá y las preguntas también deben gravitar sobre la práctica misma del oficio.
Una cobertura exigente y comprometida
¿Por qué no está en la agenda noticiosa?:
En comparación con otras noticias, como los asesinatos o la política, la desaparición no suele acaparar las portadas ni los titulares de los medios de comunicación. Cuando sale algo, por lo general es un caso puntual. Pero pocos son los análisis, los reportajes investigativos o los trabajos de periodismo de datos al respecto.
¿Por qué sucede esto, cuando esta nación tiene más casos de desaparición forzada que los que hubo en Argentina y Chile durante las dictaduras militares? ¿Por qué en cambio, en México, donde esta tragedia es quizás igual o peor que en Colombia, varios periodistas están dedicados a cubrir el tema y los titulares noticiosos registran a menudo hallazgos de fosas?
Como se verá en los siguientes capítulos de este libro, durante muchos años desaparecer personas a la fuerza ni siquiera figuraba en la legislación como un delito, y por décadas quienes buscaron a los desaparecidos cargaban un estigma político. La guerra hizo muy peligroso seguirles el rastro y solo en los últimos tiempos, cuando se pusieron en marcha varios mecanismos de búsqueda con los procesos recientes de justicia transicional, es cuando el país (y el periodismo) ha empezado a darse cuenta de su magnitud.
La primera pregunta para los colegas es: ¿hemos cubierto en su real dimensión este fenómeno?, ¿o sucedió que como nuestra agenda era muy pegada a la oficial, y esta casi no hablaba de desaparición forzada, entonces nosotros no seguimos el tema? ¿Cómo podremos, entonces, ponernos al día y contar a las audiencias el modo en que se ha dado la desaparición en esta región?
Abrirle el lugar que se merece en la agenda pública no solo se requiere de periodistas concientizados de la magnitud de lo que no hemos contado, sino de editores que promuevan el abordaje de los hechos con profundidad y le asignen el espacio o tiempo necesarios.
“Solemos cubrir la desaparición el día que nos enteramos de que sucedió, y luego, quizás, una determinada marcha, pero hemos cometido el error de no darle la importancia suficiente”, dice Ana María Saavedra, reportera de Cali. “Por ejemplo, en Buenaventura hubo una época en que mermaron los asesinatos y subieron las desapariciones forzadas, y fue un fenómeno que no generó grandes cubrimientos ni reportajes en profundidad. Es como si no estuviéramos conectados con el tema”.
Está convencida de que abordar esta tragedia “requiere de un proceso periodístico, similar a como cubrimos los homicidios, cuando perseguimos las evidencias y lo que hay detrás”. Preservar el tema en las agendas implica hacer seguimiento de las historias, y no solo cuando haya un desenlace (lo encontraron vivo o muerto o hubo capturados por el delito); también importa narrar cómo va pasando el tiempo sin que haya respuestas.
Conmemoración del día de las víctimas del conflicto armado en Colombia en el Parque Berrío de Medellín con las Madres de la Candelaria. Foto de Robinson Sáenz Vargas. Archivo de El Colombiano.
¿Cómo no olvidar que la desaparición está en eterno presente?:
No están muertos los desaparecidos, ni lo sienten así sus familias, ni las autoridades saben a ciencia cierta qué pasó con ellos. ¿Entonces por qué a menudo, preguntando, los ponemos en tiempo pretérito, como si ya no existieran?: “¿cómo se llamaba su familiar?” o “¿a qué se dedicaba?”. Si pensamos cómo se sienten los dolientes que aún esperan, y por ello nos esforzamos por no ofenderlos, no volveremos a hablar en pasado de sus seres queridos.
En las notas pasa lo mismo. Los desaparecemos de nuevo porque asumimos, sin saberlo, que ya no están vivos. Mas si pensamos por un instante en que ahí radica el dolor de los familiares, en el hecho de que no pueden cerrar un duelo y seguir adelante, posiblemente eso nos ayude a determinar si es un error menor o si estamos causando daño adicional.
De modo que no debemos preguntar “¿cómo se llamaba su familiar?” o “¿a qué se dedicaba?”, aún si han desaparecido en eventos de muerte probable, como un desastre natural o la creciente de un río en la noche.
Cuando hablamos de un incidente de desaparición en curso, es más sensible preguntar “¿cómo se llama?” y “¿a qué se dedica?”. Pareciera una lección obvia, pero en el trajín diario podemos olvidarlo. La clave aquí es no sucumbir ante la conjetura y la suposición.
A diario pueden llegar a las redacciones entre cinco y diez casos de desaparecidos. El problema es tan grave y tan frecuente, que se requiere un trabajo consciente del periodista, para dejarse sorprender. Foto de Nelson Matta.
Cómo contar que cada caso es único?:
De tantas veces que escribimos sobre este asunto, es normal que las denuncias y reportes tengan elementos comunes, y en consecuencia institucionalicemos una manera repetitiva de narrar esos episodios.
Es como si creáramos un guión preestablecido, con títulos, imágenes y estructuras de relato semejantes. Esto significa que el periodista superpone su propia visión del tema a los entrevistados y no los escucha de verdad como dolientes, ni intenta entender su memoria.
El riesgo de esta conducta está en perder de vista los detalles especiales de cada caso. A mi correo electrónico llegan a diario entre 5 y 10 solicitudes de la Fiscalía o de familiares para publicar reportes de desaparición. La tarea es batallar contra la costumbre y dejarse sorprender, en medio de ese océano de gente perdida. ¿Cómo hacer que la gente sienta que son personas de verdad y que es cierto que no pueden dejar de esperarlos? Fijarse en los detalles, en los objetos, y las formas de contar las historias, ayuda mucho en esa lucha.
El periodista Jorge Posada Duque recuerda cómo aprendió la lección, tras pasar por alto esa circunstancia en una reportería:
Acudí a una de esas jornadas que organizan la Fiscalía y la Unidad de Víctimas, en las que les muestran a los familiares prendas de vestir y fotos de exhumaciones, y les toman pruebas de ADN para ver si identifican a alguien. Estuve ahí unas tres horas y vi llegar 20 personas. En el afán de tener rápido la noticia, solo le di importancia a la jornada de las autoridades como tal, a la declaración del fiscal y al boletín oficial. Me quedé con la versión institucional de la historia y apenas tomé el testimonio de un familiar, pero como un trámite, para darle color a la nota, sin ir más allá. Perdí de vista la dimensión de la tragedia, del dolor que implica para las familias repetir una y otra vez esta clase de jornadas, volver a ver las prendas y exhumaciones, porque para ellas eso suele ser repetitivo, un paso más en su búsqueda. Por inmadurez, falta de interés o por la inmediatez de los medios, olvidamos el lado humano.
¿Están los familiares seguros?:
Con frecuencia, los periodistas o los mismos familiares publican sus búsquedas en redes o en radio con los datos de contacto, números de teléfonos y hasta direcciones de viviendas. Lo hacen de buena fe. Sin embargo, como lo recomiendan los investigadores del Grupo de Desaparecidos del CTI, hay que pensarlo dos veces antes de hacer públicos estos datos. Existe el riesgo de que personas malintencionadas se comuniquen con los dolientes para pedir dinero a cambio de una información que suele ser falsa. Si hay confianza en las autoridades, es preferible publicar sus teléfonos para que se comuniquen con ellas directamente. Si no, sería pensar en que el contacto que se haga público sea el de una organización o una entidad en la que confíen los familiares.
En contextos de violencia, cuando el desaparecido es un líder social bajo amenaza, un testigo en procesos penales o un personaje con prontuario judicial, es importante proteger a sus allegados de eventuales enemigos. Una buena práctica, por ejemplo, es reservar los datos básicos de su identidad y ubicación; incluso cuando sean los mismos familiares quienes insistan en dar la cara ante las cámaras. Para decidir cuándo es adecuado publicar los datos y cuándo no, vale la pena conversarlo con los colegas o el editor.
El malestar de la pérdida puede llevar a un ser querido a no medir las implicaciones de sus palabras, poniendo su vida en riesgo; o a hacer acusaciones sin evidencia contundente, perjudicando tal vez a un inocente. No se trata de abrir los micrófonos de par en par, sino de procesar la información de forma inteligente.
Son múltiples los ejemplos de las redes sociales en los que se publican teléfonos y datos de ubicación de familiares de desaparecidos. Esto puede ponerlos en manos de extorsionistas y mentirosos. Imágenes capturadas de perfiles públicos de Instagram.
¿Cómo contar el cuento completo?:
En la rutina diaria, los reporteros podemos olvidar que cuando alguien ha desaparecido el desafío es reconstruir una vida real, su entorno, su territorio, sus amigos. Son los detalles los que hacen única la historia, mantienen su memoria viva y, en algunos casos, los que ayudan a encontrar a la persona.
Pensar en el contexto es un ejercicio fundamental en la reportería sobre un ausente, que ayuda a no fracasar en la selección de las fuentes y la estructuración del reportaje.
Como hemos visto en párrafos anteriores, la denuncia inicial suele tener vacíos informativos. Los allegados a veces omiten datos que podrían dañar la reputación del desaparecido, y temen que las autoridades no se tomen en serio la búsqueda. ¿Cómo podemos contar la historia completa y real sin violar la privacidad de la persona, sin ofender a los familiares y, sobre todo, sin restarle importancia al caso? ¿Debemos contar por ejemplo si la persona se emborrachaba con frecuencia o si tenía un amante? ¿Cuándo es esto relevante y ayuda a la búsqueda y cuándo no?
Seguir el método periodístico por excelencia —la verificación de los hechos llenando espacios en blanco, indagando con fuentes distintas a los allegados del personaje, visitando los lugares que trasegó, consultando autoridades y esculcando bases de datos— es la mejor guía para enfrentar estos dilemas. El resultado de la pesquisa puede arrojar pistas para desenredar la trama de la desaparición.
¿Conoce el reportero las condiciones de seguridad del lugar en el que vive el afectado? ¿Ha preguntado hacia dónde se dirigía o dónde fue visto por última vez? ¿Hay actores armados en esa región, cuáles son? Hacerse estas preguntas es también una medida de autoprotección para el reportero, pues está más consciente de dónde se está metiendo y con qué se puede encontrar a la hora de viajar al territorio donde sucedieron los hechos.
Ahora bien, como no todas las desapariciones se dan en circunstancias de violencia, puede resultar fructífero explorar otras variables en el terreno y preguntar si hubo crecientes súbitas del río, deslizamientos de tierra, lluvia o carreteras que propiciaran accidentes de tránsito.
El 19 de mayo de 2019 desapareció un futbolista profesional de 22 años, luego de salir en su motocicleta desde El Cerrito hacia Palmira, Valle del Cauca. Se tejieron varias especulaciones, entre ellas un secuestro, y hasta la familia llegó a decir por los medios de comunicación que no tenía dinero para pagar una liberación.
Tres días después, el cadáver fue hallado en una zanja, al borde de la vía, con todas sus pertenencias y la moto al lado. La hipótesis inicial es que falleció por un accidente de tránsito. El periodista acucioso deberá hacerle seguimiento al caso, hasta saber si se trató de un hecho accidental o premeditado.
¿Culpamos a la víctima?:
¿Cuántas veces no leemos notas o escuchamos reportajes con estas frases y juicios de valor del reportero?: “nadie lo obligó a meterse a un sitio peligroso”, “¿qué hacía con esas compañías?”, “Eso le pasó por escaparse de casa”, “ya se sabía que el mar estaba agitado” o “la parranda terminó mal”. Lo difícil está en evitar que, por la forma de comunicar los hechos, el reportero termine justificando que la persona esté desaparecida o le atribuya la responsabilidad de lo sucedido al propio afectado.
Cuando el periodista presenta así lo acaecido, puede suceder que la ciudadanía no quiera participar en la búsqueda o que las autoridades no le den la prioridad necesaria. “Si el tipo se le voló a la mujer, allá él”, le escuché decir a un transeúnte una vez, y en otro caso un patrullero me reiteró, fuera de micrófonos, que “la Policía no está para buscar borrachos”. Esas percepciones fueron producto del enfoque que los medios le dieron a las noticias.
José Guarnizo Álvarez contó una anécdota ligada a esta situación:
Un error del que aprendí, poco después de haber salido de la universidad, tuvo que ver con el caso de un sacerdote desaparecido. Al reconstruir la historia, muchas versiones aseguraban que el padre había sido colaborador de grupos al margen de la ley. En ese caso, al ser el hombre víctima de un delito, no quise ahondar tanto en lo que decían alrededor de su vida. Sin embargo, eran tan fuertes las versiones, incluso de la comunidad de feligreses, que incluí algunos apartes pensando que la realidad debía contarse tal cual, por cruda que fuera. Así se publicó. Con los días reflexioné al respecto y entendí que a lo mejor revictimizamos a la persona y a sus familiares, pues no había una condena contra el padre. Y si la hubiera, esos datos, en el contexto en el que se pusieron, parecían justificar un delito tan grave como lo es la desaparición forzada.
Y concluyó: “Al final no se trata de no publicar realidades alrededor del desaparecido, sino de sopesar el enfoque para que el lector sea consciente de lo que significa la desaparición, su gravedad, sin importar quién sea la víctima”.
Contar la historia del desaparecido como víctima de un delito, independiente de su perfil económico, procedencia o antecedentes penales es un desafío importante para el periodismo colombiano. Esto último es relevante en tiempos del posconflicto, cuando los familiares de guerrilleros, paramilitares y miembros de bandas criminales están buscando a sus seres queridos, algunos de los cuales fueron reclutados, asesinados o desaparecidos de manera forzosa.
Recorte de prensa de El Colombiano, identificación de perfiles de desaparecidos.
¿Desaparecidos de segunda?:
Es innegable que los medios de comunicación le dan más espacio en su agenda a casos de desaparición de personas famosas. No obstante, tratándose de casos de violaciones de los derechos humanos igualmente graves, es indispensable que nos preguntemos si le estamos dando a cada cual, independiente de su popularidad, un trato igualmente respetuoso. ¿Cómo abrirle espacio en los noticieros a la víctima del común?
Tal cual lo revela esta anécdota de la periodista Lina Vargas Acosta, de Villavicencio (Meta), a veces por dejarnos llevar por la celebridad del personaje del momento, podemos perdernos la oportunidad de prestar un servicio público vital. “Sucedió en 2012, en el aeropuerto de Villavicencio. Todos los medios estábamos ahí para cubrir la liberación de 11 secuestrados por la guerrilla, entre ellos el policía José Libardo Forero (quien llevaba 13 años en poder de las Farc). De repente llegó la familia de un joven desaparecido, Edson Páez Serna, con su cartelito y una foto de él. Los Páez vieron ahí la oportunidad de visibilizar su caso con los periodistas, pero no les dimos importancia. Al año siguiente, el cadáver del muchacho apareció en una casa de Villavicencio, y ahí sí comenzamos a cubrir la historia. Supimos que las Farc lo habían secuestrado y que la familia llegó a pagar por una liberación que nunca se dio. En su momento no le dimos valor a este caso porque no era una víctima famosa. A veces pienso que, si le hubiéramos parado bolas, de pronto el desenlace hubiera sido distinto. Eso me marcó”.
¿Ocultamos a los desaparecidos tras nuestro propio protagonismo?:
Los periodistas no somos los protagonistas de la historia, pero este postulado tiende a olvidarse en la práctica, en particular cuando el reportaje implica algo de riesgo o aventura. El reportero comienza a exaltar su valentía para ir a sitios inhóspitos o conseguirse “el dato que nadie más tiene”. Es una modalidad de ‘periodismo selfi’, en el que pareciera que lo importante es cómo los hechos afectan al narrador y perdemos de vista lo esencial, que son los desaparecidos y la angustia de su hogar.
Esto siempre es un riesgo ético en las coberturas de las guerras y los desastres naturales; sin embargo, cuando vamos a contar la historia de un desaparecido la exigencia es mayor. La persona ya se extravió una vez y nuestra tarea es traerla al presente para que su memoria no se olvide y no se desista en la búsqueda. No podemos invisibilizarla de nuevo tras nuestro protagonismo.
¿Publicar la información de las redes siempre ayuda?:
Las redes sociales son efectivas para difundir un caso de desaparición y han tenido resultados exitosos, contribuyendo a encontrarlos de manera rápida. No obstante, antes de diseminar esta información que fluye por WhatsApp, Facebook, Instagram o Twitter vale la pena preguntarse si es verdadera. ¿Estamos corriendo el riesgo de producir alarmas con historias viejas, inventadas (fake news) o que sucedieron en otros países?
Diego Fernando Hidalgo Gallo, editor judicial de los diarios La Patria y Q’hubo Manizales, narró una experiencia sobre este punto: “Por el chat de nuestro Facebook entró un mensaje en el que una persona reportaba a una mujer desaparecida en esta ciudad. La información venía con los logos de desaparecidos de la Fiscalía y con una descripción no muy normal: ojos torcidos, nariz fea, boca arrugada, entre otros. En nuestro afán de servicio social, la publicamos. Resultó ser un exnovio de la mujer, que por desquite tomó el machote (formato) que usa la Fiscalía, puso la foto de ella, la retocó y añadió tal descripción con el objeto de dejarla en ridículo”.
Agregó que “la familia afectada vino hasta acá y reclamó en buenos modales, entendió la situación y pidió bajar (de internet) la información. La Fiscalía inició la investigación, sin resultados, pues el sujeto borró la cuenta”.
Periodismo que orienta a la comunidad
Por tratarse de un delito tan doloroso y del papel central que juega el periodista en Colombia —pues a él acuden las familias con la esperanza de que al publicar se encuentre al ser querido—, es importante reflexionar, si en este caso en particular, la ética se extiende más allá del oficio. ¿Prestaría un mejor servicio a los dolientes y la comunidad en general un periodista que no solo conozca la ley y los derechos de las personas ante una desaparición, sino que además usa ese conocimiento para orientar a las víctimas?
Aquí algunas ideas sobre cómo podríamos ayudar:
Brindar asesoría primaria a víctimas: en casos en los cuales las familias no saben qué hacer cuando un ser querido desaparece y tienen poco acceso a las instituciones del Estado o simplemente la tragedia les impide pensar con claridad, un periodista puede darles información valiosa sobre qué ruta seguir. Eso incluye suministrar teléfonos de las entidades encargadas de la búsqueda y sugerencias de los sitios en los cuales se puede empezar a preguntar por el paradero (hospitales, casas de amigos y demás).
En algunas situaciones, mientras construye su noticia, el periodista puede acompañar a los afectados a poner las denuncias (y de paso constatar si las autoridades conocen las normas y responden adecuadamente ante la situación).
Desterrar mitos: contrario a lo que muchos piensan todavía, no hay que esperar 72 horas para reportar una desaparición ante las autoridades. Este y otros mitos, que incluso algunos servidores públicos ayudan a propagar, son un obstáculo para la labor de los buscadores.
Al entrevistarlos, agentes del Grupo de Búsqueda de Desaparecidos del CTI (Fiscalía) advirtieron que las primeras dos horas son claves para encontrar a una persona. No obstante, muchos dolientes naufragan en la burocracia gubernamental cuando los envían de un lado a otro, de la Policía a la Personería, de allá a Medicina Legal y después para la Fiscalía. Todas esas entidades están facultadas para recibir denuncias de desaparición y deberían responder con inmediatez. “El periodista debe cuestionar a las autoridades sobre ese desconocimiento de la ruta de atención a las familias víctimas de la desaparición”, recomienda la colega Ana María Saavedra.
Dejar constancia pública: La publicación de un caso de desaparición en un medio de comunicación puede ayudar a la familia en el aporte de pruebas que validen ante las autoridades el suceso. Además, puede convertirse en un insumo importante en procesos de indemnización. Por esto, un aporte valioso que los reporteros y los medios pueden construir es el de un registro en el que, por lo menos, se recopilen los datos básicos de la persona desaparecida.
Aniversario de los 15 años de las Madres de la Candelaria, en la Casa de la Memoria recibieron un reconocimiento por la lucha de la verdad y la reconciliación. Foto de Robinson Sáenz Vargas. Archivo de El Colombiano.
He visto la consecuencia dolorosa de no haber hecho estos registros en el pasado. Entre 1990 y 2006 Antioquia padeció por el terrorismo del cartel de Medellín, el conflicto entre guerrillas y paramilitares, y las pugnas de bandas herederas del narcotráfico. No solo hubo asesinatos y desplazamientos masivos, sino múltiples desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales. En tiempos recientes, varios familiares de desaparecidos de aquella época han llegado a la redacción preguntando si en nuestro archivo hay noticias de sus seres queridos, pues las autoridades les piden adjuntar el recorte de prensa en los procesos de la Ley de Víctimas. A algunos, con toda la vergüenza, tenemos que decirles que no existen.
Ahora sé que, en la medida de lo posible, hay que hacer un registro de los desaparecidos, incluso si no hay tiempo para profundizar en el caso (que sería lo ideal). Esto no solo sirve para las futuras reclamaciones de los allegados a las víctimas, sino como una evidencia para la historia venidera de que tales hechos sí ocurrieron.
En el diario La Patria han puesto en marcha una buena práctica en este sentido. El periodista Diego Hidalgo nos la explicó: “Cada 30 de diciembre publicamos a todos los desaparecidos de Caldas con nombre, edad, sitio de pérdida y foto. Es un trabajo dispendioso, de verificación meticulosa, pero con el que queremos aportar, aunque sea, a mitigar el dolor de alguna familia. También hacemos trabajos constantes de cuerpos sin reclamar en las morgues del departamento, con datos que pueden orientar a alguna familia a saber del paradero de su ser querido”.
El blindaje emocional
el reportero
Esta clase de cubrimientos exponen al periodista al desgaste emocional. Es imposible no ser afectado por el dolor y la angustia que padecen los allegados de un ausente. Para evitar que su salud mental se afecte, recomiendo a los colegas estas prácticas:
a) Cabeza fría
para indagar, corazón ardiente para escribir: si bien es importante tener la mente abierta para recibir el relato de los dolientes, hay que tomar distancia crítica de la información. El compromiso, ante todo, es con la verdad. Entender esto le quita lastre emocional al comunicador.
b) No llevar
los fantasmas de la ausencia a nuestra casa: en ocasiones hay tal afinidad con la historia que los desaparecidos se quedan impregnados en el periodista. Hay que aprender a salir de escena, como hacen los actores dramáticos, y esto se consigue asimilando que el escenario para vivir la reportería es en las calles y las redacciones, y que estas vivencias no deben entrar a nuestro hogar, una vez que nos quitamos el ‘traje’ de periodista.
c) Hablar de estos
sentimientos
con el editor, un colega o familiar, sin temor a expresar la vulnerabilidad, es una estrategia importante para liberar poco a poco el estrés que produce la constante exposición al sufrimiento del prójimo. Esto requiere una actitud madura y receptiva del interlocutor.
d) Un síntoma más
agudo de estrés,
luego de cubrir por mucho tiempo historias dolorosas de conflicto violento y a sus víctimas, es que al reportero le cueste trabajo disfrutar la vida cotidiana, con sus pequeños inconvenientes y alegrías; que empiece a sentir que nada tiene importancia y que solo se halle a gusto ejerciendo el oficio. Si observa que esto le pasa, pida apoyo sicológico.