La tragedia fue tener que guardar mi cámara
Hugo Mario Cárdenas López
Oficialmente la avalancha que destruyó el 40 por ciento de Mocoa ingresó en el casco urbano de la ciudad a las 11:45 de la noche del 31 de marzo de 2017, aunque por la casa del reportero gráfico Carlos Álvarez pasó tres semanas después.
De ese anochecer catastrófico que dejó 335 personas muertas y 22.310 damnificadas aprendió que aunque afecte a mucha gente, las tragedias son personales y las angustias postergables. Que sin importar cuánto tiempo pase, la catástrofe se configura cuando la víctima puede dedicar sus cinco sentidos al dolor y la angustia. Ni un minuto antes.
Él solo pudo hacerlo tres semanas después. Desde el primer minuto, Carlos Álvarez se enfundó en la piel de reportero, guardó el dolor tras su cámara y se dedicó a mostrarle a Colombia y el mundo a través de CM& Noticias, de Colprensa y de la agencia española de noticias EFE, el drama que padecían miles de personas damnificadas que buscaban entre el lodo a sus familiares y amigos desaparecidos.
Pasados veinte días la avalancha de Mocoa dejó de ser prioridad en la agenda de los medios de comunicación y Carlos, sin tener hacia dónde más apuntar su lente, no tuvo más opción que afrontar tardíamente como víctima ese drama que aplazó por el éxtasis de la noticia. Fue como oprimir el “REW” de su cámara y rebobinar en la piel de damnificado lo que vivió ese día. Ver de nuevo cómo el río enfurecido se llevaba su casa, arrastraba entre sus aguas indomables a vecinos y amigos, le arrebataba sus muebles y enseres y lo dejaba a él, a su esposa y a sus dos hijos, con la única ropa que llevaban puesta y con su cámara. Recordar que dos horas antes de la tragedia decidió que la visita con su esposa y sus hijos a casa de su madre había terminado, se despidieron y se cubrieron con el traje impermeable y salieron en su moto en medio de una intensa lluvia para su casa en el barrio Pablo VI Bajo, en el sur de Mocoa. Su hijo de 16 años pedaleaba a su lado.
“Cuando llegamos entré la moto, acostamos a la niña y me invadió la malicia. Cogí una luz potente que tengo y empecé a monitorear el río Mulato, que pasa a unos quince metros del patio de la vivienda”. Al final de la casa, levantada ocho años atrás con esfuerzo propio, había un guayabo que además de proveerles el fruto en días de cosecha, era el sostén de las cuerdas en las que se secaba al sol la ropa que se llevó el río. “Estaba alumbrando justo hacia la parte de atrás de la casa cuando brum… de un momento a otro se me desapareció el árbol y el agua se vino encima. Fue como si ese guayabo me lo hubieran editado”, rememora Carlos con voz pausada. Deja escapar en cada palabra esa pasión que siente desde niño por las cámaras y la producción audiovisual.
En medio del desespero le gritó a su esposa que saliera y corrió a cargar a la niña que ya estaba dormida. Él llevaba puesta una pantaloneta, una camiseta y unos tenis; su hijo estaba en ropa interior, escasamente le pusieron un camisón y salieron a la calle, cuando sintieron bajar un trueno por entre las aguas del río Mulato.
El desespero y el llanto se apoderaron de la comunidad y un par de minutos después fue arrancada la parte de atrás de la casa. “La gente corría y gritaba; se fue la luz en dos oportunidades; se escuchaba a la gente llorar y pedir auxilio. Al lado de mi casa había unas personas sordomudas y ellos se encajonan allá y nos tocó tumbarles la puerta con una barra para poder salvarlos”.
“El sentimiento más fuerte es uno ver su casa, la que construyó con tanto esfuerzo, que en un segundo desaparece toda. Esa sensación es inexplicable; los niños estaban llorando, mi esposa llorando, y yo también lloraba con ellos del desespero. Pensaba que el río solo había afectado a la gente de mi barrio, pero minutos después me llamó Germán Arenas, de Colprensa, y me dijo que al parecer había hecho estragos en toda Mocoa. Llorando le dije, Germán, perdí mi casa, pero no importa, hay que salir a trabajar”, recuerda Carlos mientras mira alto y respira hondo en un esfuerzo exitoso por evitar las lágrimas.
Pero incluso la naturaleza muestra su lado más justo durante las tragedias y en el amanecer de ese sábado antes de Domingo de Ramos decidió que lo único que conservaría Carlos de sus bienes materiales sería su cámara Canon T5D, la que compró cuatro meses atrás. Alcanzó a rescatarla justo antes de que el río “borrara” su casa por completo.
Sin tiempo para lamentaciones, dejó a sus hijos donde una hermana que residía en una zona alta de la ciudad y salió con la lámpara y la cámara a hacer lo que aprendió en el Instituto de Estudios Tecnológicos Instel de Popayán: reportería. “Eso es una vocación que uno tiene, el amor que siente uno por su trabajo. Si yo hubiera perdido mi cámara habría sido un golpe muy fuerte porque es de las cosas más valiosas en mi vida. Esa cámara llevaba cuatro meses de comprada y por vocación y amor al oficio decidí que tenía que salir a reportear porque estaba en el lugar de la noticia”, señala Carlos, como si él mismo no fuera la noticia.
Para entonces el reloj marcaba la 1:30 de la madrugada del sábado y la lluvia había cedido un poco. Sin embargo la oscuridad no permitía ver la magnitud de lo que acababa de ocurrir. Carlos encendió su moto y se dirigió al centro de la ciudad. Al llegar al puente sobre el río Sangoyaco se encontró con otra escena devastadora.
“Lo que vi fue terrible. En pleno puente había una montaña de postes caídos, la gente atrapada y desesperada, sirenas sonando, árboles enteros atascados y carros volcados entre el lecho del río; era la locura total. Ahí alumbré y tomé unas pocas fotos”.
No disparó más de seis veces su cámara hacia el sitio donde la avalancha arrinconaba todo lo que encontraba a su paso, cuando un oficial de la Policía le pidió prestada su luz para examinar si entre el lodo y las rocas había gente con vida. “Era impresionante la forma de sacar niños muertos del barro. A las 2:00 de la mañana yo estaba de lodo hasta el cuello”.
Pero no tener esas primeras fotos desgarradoras tampoco le preocupaba porque nunca se acostumbró al morbo periodístico, a danzar sobre cadáveres. Aunque trabajó en un diario de crónica roja, no fue ese el tipo de fotografía que lo apasionó y siempre se esforzó por hacer una imagen mucho más elaborada. Entre otras cosas porque la sangre es su criptonita, su punto débil. Lo descubrió en sus inicios grabando una necropsia en la Universidad del Cauca, cuando cayó desmayado en el momento en que empezaron a abrir el cuerpo; pero en Mocoa esa fobia también parece habérsela llevado el río.
Poco a poco asomaba el amanecer y empezaba, relata Carlos, a hacerse irreconocible esa ciudad colorida encajonada entre montañas que lo acogió ocho años atrás. Desconcertado continuaba junto al puente adonde seguían llegando cuerpos y todo lo que se pusiera en frente de la fuerza del agua. Por momentos volvía a su mente el cuadro desgarrador del río arrebatándole su vivienda y se sentía abatido, pero no derrotado. “La verdad es que yo siento un poder especial cuando tengo entre mis manos una cámara”.
De las aguas seguían sacando cuerpos bañados en barro. La angustia, el dolor y el llanto de las personas que se agolpaban junto al puente, para esperar a que el río les devolviera algo de lo que les quitó, tornaban el ambiente más dramático. “Junto a ese puente vi amontonar unos quince cuerpos de mujeres y niños”, recuerda Carlos.
A las 2:30 de la madrugada, aún el resto del país ignoraba la escena dantesca en medio de la cual amanecería Mocoa, Carlos decidió encaminarse por una calle alterna hacia el barrio El Progreso, pero al llegar descubrió que ya no había barrio. “Era un cuadro indescriptible; ahí me encontré con un capitán que conozco y le pedí que por radio les dijera a sus policías que necesitaba la luz que les había prestado para trabajar y me respondieron que fuera hasta la morgue, que un agente de la Policía la tenía allá. Me subí con ellos en la patrulla para ir por la lámpara; en la parte de atrás viajaban con nosotros otros cinco cuerpos”.
“La morgue era un caos, era como ver amontonar enseres. Cantidades de personas muertas y otras desesperadas llorando y preguntando por sus familiares. La confusión era total. En ese momento eran cerca de las 3:30 de la madrugada y mi celular se había descargado”. Poco después el sol empezaba a asomarse por entre las mismas montañas que escupieron el deslave, y la ciudad colorida del día anterior amanecía con un tono sepia que daba un ambiente de mayor incertidumbre y desolación. La cicatriz era enorme.
Varios de sus colegas periodistas recuerdan cómo ese día Carlos corría desde el primer minuto por entre piedras y lodo, entre las ruinas rescataba a personas que imploraban ayuda y desenterraba las historias de esos héroes anónimos que surgen siempre en circunstancias trágicas. Carlos, sin proponérselo, era uno de ellos. Terminó siendo el protagonista de una historia que no conoce. “De una agencia internacional me seguían y me hacían fotografías y video, mientras yo estaba grabando y cubriendo la tragedia, luego me felicitaron y me pusieron un micrófono porque me iban a hacer un especial. Seguramente les impresionaba el hecho de verme allí después de semejante tragedia, trabajando como si nada”.
Es difícil para él describir en qué momento actúa el reportero gráfico y bajo qué circunstancia se desprende de esa condición para apelar a su lado más humano. “Eso le nace a uno. Usted ve que están sacando algo ahí y entiende en qué momento necesitan tu ayuda. Hubo varios episodios en los que me desprendí de la cámara para ayudar a sacar gente y eso para mí fue muy duro. Era inevitable pensar dónde estará la familia de esta persona, qué pasó con ella, y le daba gracias a Dios por tener a la mía con vida”.
“Esta tragedia me reafirmó la pasión que siento por la reportería gráfica y que me hizo ignorar por mucho tiempo lo que me estaba ocurriendo. Aunque por momentos sentía como un dolorcito pequeño en el corazón, y cuando me acordaba que lo había perdido todo me sentaba un rato y lagrimeaba, me enorgullecía poder ayudar a personas como yo”. “Era muy bonito estar detrás de un lente y permitir que una persona pidiera ayuda y yo poderle tender la mano, estando en la misma situación. Yo con una cámara en mi hombro, el periodista preguntando y mientras la persona clamaba por ese auxilio, yo entre mí pensaba, hágale, que esa ayuda es para los dos. Esas son las cosas bonitas que te deja este oficio porque si no hubiera tenido mi cámara, hubiera estado frente a ella pidiéndole al mundo que no nos dejaran solos en Mocoa con esa tragedia”.
Esa primera noche se fue a dormir a casa de su hermana casi en contra de su voluntad. Con todo lo que ocurría allá afuera, con tanta noticia sin explorar, consideraba una pérdida de tiempo tener que ir a descansar. “Esa noche llegué, me bañé y me senté a hablar con mi mujer. La única pregunta que teníamos era: ¿qué vamos a hacer?” La idea era quedarse y esperar a que el Gobierno les ayudara para recuperar su vivienda; el plan B era irse a probar suerte a Popayán, aunque en realidad el plan B nunca fue una opción para Carlos.
El único momento en el que el hombre fuerte se sintió desvanecer fue cuando su hija, de 9 años, le preguntó esa noche si pudo rescatarle el bolso de Soy Luna, y qué iba a hacer ahora sin su uniforme y sin los cuadernos para ir a estudiar. Preguntas dolorosas y difíciles de responder.
La dinámica fue la misma durante las tres semanas que prosiguieron al deslave: muertos, lodo, escombros, saqueos y olor a lluvia sin caer. Al relatar los hechos, Carlos recuerda esos momentos con un dolor fresco. Matices emocionales que deja escapar cada cierto tiempo y que evidencian que aunque los meses han pasado, el drama no está superado. Que aunque el barro ha secado y brotó de nuevo la yerba, la herida sigue abierta.
Aún no llega la calma
Un año después de la tragedia Carlos Álvarez es una persona que dista mucho de ese reportero gráfico aguerrido que en pantalón corto y zapatillas corría entre los escombros buscando imágenes y que causaba admiración a periodistas de otras regiones. “La otra tragedia para nosotros empezó el día que se nos acabó el trabajo. Ya había pasado el momento cumbre; ya no había plata, no había más qué hacer y para trabajar con un canal nacional era muy difícil porque aquí no salen notas a diario. Al mes solo salen tres o cuatro informes y de eso no se puede vivir”, recuerda con la nostalgia viva.
Irónicamente, la avalancha lo dejó por fuera de los medios de comunicación y su pasión por las cámaras quedó aplazada en una gaveta porque la prioridad es sobrevivir. Mocoa volvió a desaparecer, esta vez del radar de los medios, y varios como él quedaron a la deriva. Debió refugiarse en casa de su hermana mientras empezó a recibir ayuda del Gobierno y auxilio de arrendamiento durante unos meses. Por fortuna tuvo el apoyo solidario de algunos medios y organizaciones de periodistas. “Me da hasta risa contarlo, pero antes de la avalancha tenía seis pantalones, pero ahora tengo como veinte. Eso me llovieron pantalones, de la revista Semana me mandaron una caja con ropa, la Flip me ayudó con un computador, que se me perdió, de Colprensa recibí ayuda y la Alcaldía de Mocoa me donó un lente”.
Vinieron después meses muy difíciles y los equipos quedaron guardados. Deambulaba por Mocoa en su condición de damnificado, permanecía junto a su esposa atento a la entrega de ayudas humanitarias, departía con amigos, hacían cambiatón de ropa y zapatos cuando algún pantalón o camisa que les donaban no se ajustaba a su talla. Ya su vida orbitaba en otro universo en una ciudad donde el único medio de comunicación que sobrevive es la radio.
A sus hijos debió enviarlos para Cauca por temor a la propagación de infecciones. “Aquí había mucho polvo y había que ir al río a lavar la ropa que teníamos. Ya cuando volvieron los niños, llegaron donde mi hermana, y con el tiempo logramos una casa en arrendamiento en el barrio la Esmeralda con el subsidio que nos daba el Gobierno, y me tocó salir a buscar un trabajo más estable”. Carlos Álvarez ha vivido dos catástrofes ocurridas en Colombia un 31 de marzo: la avalancha de Mocoa y el terremoto de Popayán, este último cuando era muy niño en 1983.
A mediados de abril de 2018, coincidiendo con la conmemoración del primer aniversario de la tragedia de Mocoa, estaba todo listo para la fotografía junto a la valla en la que los periodistas de la capital de Putumayo expresaban su solidaridad con los colegas ecuatorianos asesinados en la frontera, y justo antes del clic asomó de nuevo la cabeza de Carlos Álvarez. Su rostro quedó como sobrepuesto en la imagen. Logró escaparse a último momento de su nuevo trabajo y si bien su uniforme dice otra cosa, Carlos es periodista y así se lo dicta su pasión; quería por eso también expresar su solidaridad con los tres comunicadores ecuatorianos asesinados mientras realizaban un informe en zona roja, como las que él muchas veces visitó cubriendo el conflicto armado en el Cauca o las revueltas con los indígenas en la vía Panamericana.
Pero eso son solo recuerdos de los momentos apasionantes en el periodismo. El tiempo se encargó de confirmarle, tres meses después de la tragedia, el peor de sus temores: de los medios ya no podría vivir y la cafetería que tenía su esposa en la Secretaría de Educación de Putumayo tampoco tenía comensales. Por ningún lado entraba dinero, agobiados por las necesidades estaban a punto de apelar al plan B, irse para Popayán, y apareció entonces el clasificado milagroso por WhatsApp: “Se necesita animador con pase de conducir”.
“Yo fui y me presenté porque puedo hacer las dos cosas, me hicieron la prueba y me contrataron. Cuando llegué a mi casa, eso saltábamos todos en una pata. Y eso que era para un salario mínimo, ¿qué tal que hubiera sido por más dinero? Un trabajo en el que ya voy a cumplir un año; de vez en cuando me piden fotos o imágenes, pero es una entrada extra”.
Incluso, en la temporada decembrina probó suerte en la radio tras una propuesta de hacer unos programas musicales. “Me propusieron hacer un personaje llamado el Españolete, una figura decembrina, lo hicimos y me fue muy bien, fue como mis pinitos en radio, pero no es en realidad lo que quiero hacer, que es reportería gráfica”. Aún extraña cuando en prensa, en el desaparecido Diario del Putumayo, salía con la angustia de tener que hacer la foto para la portada del día siguiente y sentir luego la fascinación de lograrlo.
Un año después, con el río en calma, espera que Mocoa y su propio mundo regresen a la normalidad, poder ir a la gaveta y sacar de nuevo su cámara. “Cuánto diera porque de algún medio me dijeran “Carlos, venga trabaje”, “Carlos, lo necesitamos”, “Carlos, buscan un camarógrafo en tal lado””, lo reza él mismo como quien anda buscando titulares.